Tiempo, memoria y oficio de cineasta A partir de una travesía que se traslada hasta el norte de Santa Fe, el realizador Sebastián Sarquís parte de un cuento de Juan José Saer, "El camino de la costa", para acercarse hasta otro momento fundacional de los años sesenta. Tras su presentación en Rosario el pasado jueves 4 de junio, y días sucesivos, luego de un intervalo de una semana a partir de esta noche (a las 20.30) en la sala del Cine El Cairo se vuelve a exhibir Yarará, el film del guionista y realizador Sebastián Sarquís, basado en un cuento de Juan José Saer, "El camino de la costa", publicado a mediados de los años sesenta. Tras los pasos de su padre, Nicolás Sarquís (1938 2003), es ahora su hijo quien sale al encuentro de aquel momento en el que se comenzaba a rodar en el norte de Santa Fe Palo y hueso, film que nos lleva al cuento homónimo de Saer, quien a su vez ofició de co guionista junto al realizador. Ya todo un clásico de aquellos años sesenta, Palo y hueso reunió a todo un grupo de egresados de la Escuela de Cinematografía del Litoral, espacio caracterizado, particularmente desde fines de los años 50, por su trabajo sobre el formato documental ligado a problemáticas latinoamericanas, guiados por la hoy ya emblemática labor de Fernando Birri. Este espacio --que vio cerrar sus puertas posteriormente por razones de censura y clausura-- permitió que numerosos profesionales comenzaran a participar en significativas obras no sólo del cine argentino sino, además, de otros países. Estrenada en agosto del 68, Palo y hueso, ópera prima de un joven Nicolás Sarquís, se caracteriza por una estructura dramática en torno a un conflicto familiar y amoroso, pautada por principios de austeridad y prolongados silencios. Filmada en San José del Rincón, localidad que ahora se vuelve a animar desde la mirada del hijo, Palo y hueso reunió a actores profesionales y lugareños que hoy volvemos a reconocer en Yarará, particularmente a Héctor Da Rosa y Juana Martínez. En numerosas entrevistas, Sebastián Sarquís ha comentado a la prensa que este proyecto, desde el inicio, le permitió (atendiendo al film de su padre) plantearse un desafío sobre la mirada documental en la ficción; categorías que desde hace décadas han sido sometidas a numerosos interrogantes y que se viabilizan en este film. Ya desde el inicio, que a este cronista le recordó el de Lisboa story de Wim Wenders, se apuesta poner en juego estos conceptos estéticos. La voz en off coloca al hijo en el camino de una próxima filmación. Y en este itinerario, símil de un road movie, la geografía del Litoral no es sólo un marco de ambientación sino, como en la narrativa de Saer, un espacio en el que potencialmente espera el despertar de los acontecimientos. Se irán cruzando, a partir de un notable trabajo de montaje a cargo de Rafael Menéndez, los hechos de este itinerario que descansa en la memoria familiar y los momentos del film que se plantean como ese nuevo rodaje. Nuevamente en la escena un conflicto familiar de deseos y rechazos, de una tensa espera de una venganza. Lejos de un planteo costumbrista, el film de Sebastián Sarquís transforma el ámbito natural en un territorio por momentos abstracto, desnaturalizando al mismo de toda referencia naturalista, a partir de la dirección de fotografía de Pablo Blejer. No estamos ante un escenario de tarjeta postal sino frente al mismo tiempo de la memoria, que vuelve a reunir al padre con el hijo desde el mismo acto de creación, mediando la letra y la poética de Saer. Esta nueva obra del joven Sebastián Sarquís, quien fue gestado en el momento de rodaje de Palo y hueso, permite ver cómo una trama argumental se interna por otras vías que interrogan al mismo oficio de hacer cine. Film de marca de cine independiente, cuyos responsables en el orden de la dirección de producción son Mauro Gómez y Estela Maris Fernández, Yarará lleva desde el título una serie de significaciones que van más allá de la literalidad. Invitamos al lector a detenerse frente al afiche, que asoma en las marquesinas laterales del cine El Cairo, y que invita a reconocer un diálogo, a imaginar un puente, a reunir dos momentos. Y la penumbra nos interpela subrayada por la presencia de una casi fosforescente luna de una estación estival. Ver el afiche antes y después del film, reconocer ahora las voces y los silencios. Y la presencia de ese río, con todo su potencial metafórico. Siluetas y rostros, los escenarios de aquel Palo y hueso, ya todo un clásico, y las reconocibles locaciones de este en el que el fantasma y la soledad se funden en la mirada de un personaje recién salido de la cárcel, rol que interpreta Juan Palomino. Y en el cartel actoral encontramos a Omar Fanucci, Lucas Lagré, Rudy Chernicoff y Omar Tiberti. Un tiempo y un espacio que se convocan desde los apuntes y las anécdotas, como el que tiene lugar ahora en la misma Biblioteca del pueblo. Allí, ambos momentos descubren la interioridad de una noche de lluvia que permanece fiel ante nuestra mirada. Entre la crónica y el relato evocativo, esta nueva propuesta de Sebastián Sarquís reenvía sus planteos estéticos a su ópera prima, El mal del sauce, estrenada hace tres años. Pero, además, lo hace conduciendo nuestra mirada a aquel momento en el que ya sobre fines de los sesenta daban a conocer sus primeros films Juan Bautista Stagnaro, Raúl de la Torre, Ricardo Becher, Alberto Fischerman y Edgardo Cozarinsky, entre otros.
La redención es puramente individual Con la actuación de la notable Dolores Fonzi, la película de Santiago Mitre transforma el peregrinar de la protagonista en la exposición de un Vía Crucis y excluye la actuación de la ley, como otros films argentinos contemporáneos. Un once de agosto de 1960 se estrenaba en nuestro país otro de los esperados films de Daniel Tinayre, La patota, nombre asociado ya desde fines de los años cuarenta al de su principal actriz y compañera, Mirtha Legrand. Tinayre, nacido en Francia en 1910, es considerado junto a Torre Nilsson, Carlos Hugo Christensen, Mario Soffici y ese primer Fernando Ayala, otro de los grandes nombres de nuestra cinematografía de aquellos años. Y su larga trayectoria lo caracteriza por su gran conocimiento del policial y del melodrama. Rever hoy La patota de Tinayre, ya un clásico del cine argentino, (se puede ver completa por YouTube, a partir de una emisión de "Función privada) lleva a redescubrir a un realizador de fuerte marca autoral, en la composición de los encuadres, en el tratamiento de la psicología de los personajes, en las atmósferas nocturnas. Y en numerosos films, tales como La Patota, Deshonra, Extraña ternura, El rufián, Bajo un mismo rostro, además de su última obra, La Mary, es el mundo de los suburbios, el de personajes marginales, el que ocupa el centro de atención de su indagadora mirada. A partir de La patota, entonces, estrenada a pocos días de la marcha que tuvo lugar en contra de toda violencia de género, su realizador y co guionista, Santiago Mitre, en este su segundo film, tras la notoriedad alcanzada por El estudiante, permite reconocer algunos elementos en la trama argumental del film de Daniel Tinayre, cuyo guión lleva la firma de Eduardo Borrás. A diferencia del estreno de esta semana, producido en parte por Telefé y por la destacada labor profesional de Lita Stantic, el film de inicios de los sesenta se abría, tras una secuencia que se juega en los bordes de una situación de alarma, con una cita bíblica del libro de San Mateo, capítulo XVIII, versículos 21 y 22, que va a orientar la lectura del film hacia la situación del perdón y la redención cristiana. Algunos críticos, entonces, desde la secuencia final, señalaban el carácter de moraleja del film, a partir de la actitud de aquella patota que comenzará a experimentar remordimiento ante la vejación cometida. Y más aún, ante las palabras que escuchamos de la boca del personaje que interpreta el recordado Alberto Argibay, quien junto a Walter Vidarte, Luis Medina Castro, Milagros de la Vega, José Cibrian y Floren Delbene, integran el cartel actoral de este film que merece reverse. Mirtha Legrand pasa a componer a una profesora que en una escuela nocturna vivirá la experiencia aterradora de una violación. Su nombre es Paulina y desde su condición de mujer hospitalizada, tras el terrible ultraje, el film se va construyendo como un doloroso flash back. Paulina es también el nombre del personaje que asume con fiereza Dolores Fonzi en esta nueva versión. Graduada en Derecho, sin embargo, no desea quedarse junto a su padre, reconocido en el ámbito jurídico, en la Capital. Afirma su militancia en el deseo de participar en los programas ministeriales y por ello, no ya como abogada, sino como docente en "Formación Cívica," decide partir hacia la ciudad de Posadas. Su personaje es el que nos lleva a interrogarnos. Su decisión, su obstinada manera de seguir adelante, tras esa violación que su director, Santiago Mitre --a diferencia del film de Tinayre--, subraya de manera directa frente a nuestros ojos, va dejando fuera de campo al funcionamiento de la ley. En su deseo de denunciar la injusticia social, la humillación y la violencia policial, decide, por ella misma, hacer caso omiso de un reconocimiento de sus agresores y seguir avanzando con la mirada puesta en una suerte de redención individual; llevando en sus espaldas el peso de un silencio, la carga de un dolor que asume, desde lo social, como propios. Tal como lo va a señalar el padre, rol que compone sensiblemente Oscar Martínez, dejando al descubierto su actitud declaradamente mesiánica. Actitud que nos lleva a nosotros a preguntarnos sobre sus decisiones, tanto respecto a sus negativas como el de ese embarazo forzado. El film de Santiago Mitre, premiado en dos secciones en el último Festival de Cannes, transforma el peregrinar de la protagonista en la exposición de un Vía Crucis, que no contempla, por parte de ella, la necesidad de la actuación de la ley; ni de una toma de conciencia manifiesta de parte de los agresores. Toda una afirmación en algunos grandes títulos del cine argentino de las dos última décadas (así lo considero) muy taquilleros: Nueve reinas, de Fabian Bielinsky; El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella; Relatos salvajes, de Damián Szifron, que no plantean una mirada crítica sobre la estafa, la corrupción, el crimen, la venganza por mano propia ni los delitos. A diferencia de notables films europeos, recomendados por el realizador a su equipo, tales como Europa 51, de Roberto Rossellini, White material, de Claire Denis y El Hijo, de Jean Luc y Pierre Dardenne, esta particular remake de Santiago Mitre elude toda referencia a la ambigüedad de pensamientos de la protagonista para reafirmar lo que es una única e irrevocable conducta y reafirmación inmediata, de explícito rango individualista; siendo ahora, ella misma, la dadora y garante del Perdón.
Sublime eco de una escritura lunar A partir de una narración modelada desde los silencios, el ritmo poético y las miradas, el realizador napolitano Mario Martone invita a visitar el infinito universo del poeta y filósofo Giacomo Leopardi, en un film inolvidable. Recuperar el silencio, la mirada hacia el cosmos, el trazo de una escritura que se plasma en la solitaria noche, a la luz de una vela. Y desde la ventana de la casa paterna, allí en la neblinosa y conservadora tierra de Recanati, escapar a través del acto de la creación. Desde voces que se consolidan como mandatos, desde una mirada que sigue de manera vigilante y opresiva el paso de los hijos; descendientes de una aristocrática familia, ortodoxa en sus dogmas religiosos, ajenos a los llamados ecos que se proyectan desde otras latitudes -Inglaterra, Francia, Estados Unidos, asoman en su espíritu libertario -, el primogénito de la familia, cuyo deseo paterno es el de abrazar la carrera eclesiástica, escapa en sus fabulaciones interiores, en sus soliloquios, en sus escritos animados por una fuerza desafiante, en sus continuos intentos por escapar de esa prisión familiar. En este tan esperado film, Leopardi, el joven fabuloso, del realizador napolitano Mario Martone, la secuencia inicial nos lleva a los días de la infancia, en el que el joven Giacomo juega a las escondidas con sus hermanos Carlo y Paolina. En esa ráfaga, en la que el jardín paterno asomará tiempo después en uno de sus Cantos, la felicidad se descubre en el juego, en el movimiento de los cuerpos, en un escenario en el que una arcádica naturaleza les brinda a esas jóvenes criaturas el espacio ideal que permanecerá por siempre en la memoria. En una de sus páginas, años más tarde, Leopardi escribe: "Sólo viven hasta el día de su muerte aquellos que pueden permanecer niños toda su vida". Un joven Leopardi asombrado, disidente con las ideas pragmáticas y las falsas consolaciones de su tiempo; un poeta y por ello un filósofo, es lo que hoy nos brinda como un acto de amor la sublime actuación de Elio Germano, a sus 33 años, de este poeta rechazado en su propia época, desplazado en los años del fascismo por su ausencia de férrea virilidad, burlado por su aspecto físico y por su itinerante melancolía. Una melancolía que igualmente despierta en un acto de enfrentamiento, de ataque a los conformismos, de desnudar y poner en crisis el concepto de infelicidad, a través de su sutil pero no menos frontal ironía. Su alma romántica trasciende las épocas y anticipa, desde sus interrogantes y desde su propio cuerpo herido y diferente, a los escritos de otros dos creadores "malditos", rechazados, olvidados: Dino Campana y Pier Paolo Pasolini. Presentado este film en el Festival de Venecia del año 2014, aplaudido por los públicos presentes, el film de Mario Martone no obtuvo reconocimiento oficial alguno. Y pese a estar nominada en catorce categorías para el premio David di Donatello no recibió galardones. Y es que debemos pensar que las voces de Giacomo Leopardi apelan a los aspectos más íntimos, existenciales, de la conducta humana, que subrayan la figura de los diferentes en un mundo en el que se habla de una trucada y artificiosa idea de igualdad. Los escritos de este "joven fabuloso" nos llevan al grupo de los elegidos de la época, que marcarán un veredicto en los días de su arrinconada juventud. Y ellos, en nombre de una sapiente élite que se muestra atenta a las exigencias de su tiempo, con el pulso firme guiado por un tonto optimismo, impugnarán también sus escritos. Desde los días de su soñada infancia, un joven Leopardi se refugiará entre los setos, con la mirada dirigida hacia ese infinito, desde su condición de prisionero de tensionantes silencios, miradas esquivas y reproches. Su deseo se plasma en el acto liberador que trasciende los horizontes, que busca el punto de encuentro de otras geografías y que confirma, simultáneamente, la fragilidad y la soledad del hombre. Un Leopardi que desde ya niño, a espaldas de las miradas de la silueta de las centinelas, dialoga con la luna, quien será su fiel interlocutora en su silenciosa presencia. Desde su mezquina y beata Recanati, desde ese medio familiar que se mide por actos de cobarde prudencia, el joven Giacomo encontrará en la voz de su nuevo mentor y maestro, Pietro Giordani, la posibilidad de abrirse hacia otras tierras, movido por una incesante escritura. Y serán las ciudades de Roma, Florencia, Nápoles, tras los enfrentamientos con el medio familiar -un celoso padre, una despótica madre - los esperados escenarios de un despertar tardío; que lo podrá llevar a degustar en soledad, sabiéndose amado, su tan añorada copa de helado, pese a los consejos médicos. Una reconstrucción a la manera de un tiempo de evocaciones, en esos espacios de la Italia de hoy que mantiene vivos sus días del pasado en cada uno de sus rincones, es la que nos ofrece hoy, generosamente, este realizador de mediana edad, que, en el momento del estreno del film recordó a la prensa que "la unidad de Italia nació en la mente de los poetas". Y ya desde los tiempos de Dante, admirado por nuestro amado Giacomo, el sueño de la unidad italiana estuvo presente en numerosos humanistas. Leopardi sueña él también, como tantos que lo precedieron con ese sueño que se anima en sus escritos. Desde su habitación en Recanati, desde el salón de la biblioteca de su padre, el Conde Monaldo, el joven Leopardi desea escapar de los estados pontificios y pensar en la Italia unida. No pudo llegar a vivir este momento, falleció, dolido por la enfermedad, agonizando, en Torre del Greco y días después en Nápoles, un 14 de junio de 1838. Faltaban algunos años todavía para alcanzar el deseo de estos poetas. En ese último gran período de su vida, luminoso e igualmente melancólico, Giacomo Leopardi conocerá en Florencia, en 1830, a quien pasará a ser el gran amigo de su vida, Antonio Ranieri; ese joven al que no dejará nunca de admirar, y a través del cual vivirá sus "propias" historias de amor. Ranieri le brindará esa fuerza y vigor, ese carácter de hombre libre y amante, que Leopardi no reconocía en sí mismo. Junto a su hermana Paolina, Antonio Ranieri será el auténtico amigo que lo comprenderá hasta más allá del final de su última hora. Y en la base de la escultura fúnebre de su amigo Giacomo, Ranieri hizo tallar los tres símbolos de los antiguos: la lámpara; el pájaro de Minerva: el búho y la serpiente rodeada por un círculo. En el inolvidable y sublime film de Mario Martone, dejamos al poeta ante el temblor del Vesuvio, frente al cual Leopardi nos hará llegar algunos de los versos de ese poema escrito en la primavera de 1836, en la soleada Torre del Greco: "La ginestra o la flor del desierto". En ella se ausculta el puro acto de un sentir filosófico ante la dimensión cósmica que despierta en el irrefrenable grito de la Naturaleza. Y la finitud, la soledad, la lucha interna de nuestra condición humana.
Una página legendaria como escenario Anteponiendo la épica del género y del cine de fórmulas el actor de Gladiador debuta como director pero no alcanza a dimensionar una tragedia humana como lo fue la Primera Guerra. Se queda en el intento, desde una historia familiar Presentada en Turquía, Nueva Zelanda y Australia en el día de Navidad del año pasado, un 2014 que tuvo muestras, jornadas, ciclos, en torno a los cien años de la Primera Guerra Mundial, el primer largometraje de Russell Crowe, a quien la Academia lo glorificó con el Oscar al "mejor actor" por su rol en la tan polémica Gladiador, de Ridley Scott, se puede pensar como una historia que intenta transitar por los carriles de la Historia, desde la perspectiva de una historia familiar. A pesar de sus cincuenta años, Russell Crowe no puede dejar de lado ese aura de heroicidad juvenil; aún en tiempos difíciles, dolorosos, como el que intenta asumir aquí. Por momentos, revitaliza al veloz justiciero del Far West y repite sus simpáticos mohines. Desde su rol de realizador y primer actor, y aquí con ciertos dones visionarios y de percepciones diferentes, su personaje, caído en el dolor por la pérdida de sus hijos y posteriormente por el suicidio de su mujer, decide, aparentemente agobiado, desolado, emprender un viaje. La acción nos lleva a 1915, en aquellos días en que tuvo lugar el enfrentamiento bélico en la península turca de Gallipoli, en el estrecho de los Dardanelos; momento en el que bajo el imperialismo inglés, los jóvenes de Nueva Zelandia y Australia (los Anzac) se enfrentaron desde la manipulación colonial a una temprana y despiadada muerte, decisión tomada por el mismo Winston Churchill. También los franceses participaron de esta ofensiva, que marcó la derrota de estos grupos aliados que apuntaban a conquistar Constantinopla (hoy Estambul). De esta tragedia para el Imperio cobró más fuerza la toma de conciencia de la idea de independencia y liberación en estos pueblos, sometidos a la voluntad de la corona. Pero en el film de Russell Crowe, el film se abre en años posteriores, cuando ya los tres hijos de ese matrimonio no están, no han regresado. Y ambos, marido y mujer, son presentados en una atmósfera de dolorosa espera. Merece aquí sí subrayarse en ese primer tiempo del film, ese ritual en el que el padre recrea el acto de la lectura de pasajes Arabian Nights frente a cada uno de ellos; ahora ausentes. Ese clima de intimismo familiar, se va a ver golpeado, sacudido, de manera repetida y hasta el hartazgo, con cámara lenta, ralentí y con el ritmo propio de rápidos y furiosos cortes violentos que se hacen presentes para remarcar su pertenencia al cine de las majors en numerosos momentos del film. Si bien el escenario de Gallipoli comienza en febrero del 1915, y en tanto este film es una co producción con Turquía, aquí no se hace la mínima mención al genocidio armenio. Desde hace algunos semanas, el recordatorio del mismo dio lugar a toda una serie de programas para no olvidar, para tener presente, lo que significó este primer genocidio del siglo pasado, que se mantiene vivo en la memoria de los descendientes y que hoy sigue siendo negado por el gobierno de Turquía. No hay un solo instante en el film en el que ni de manera tangencial la masacre de Ararat se escuche de la boca de algunos de los disidentes. Más aún, este silenciamiento abre a una interesada versión: pasados los feroces y cruentos días de la batalla de Gallipoli, ya sobre el final de la década, ahora son las fuerzas griegas las que ponen en peligro al pacífico imperio otomano. Frente a esta sobreactuación por defender a los productores del film, desde esta perversión en la mirada histórica, el mítico y reparador tema de tratar de reconstruir la memoria familiar, a partir de la búsqueda del cuerpo de los hijos asesinados en la guerra, pasa aun segundo plano. Y lo que sí está presente, de manera continuada, es el primer plano del actor. Avanzado el relato, lo que comienza a operar es un resistido acercamiento del padre de los caídos hacia un máximo representante de la oficialidad turca, uno de los máximos responsables de esa masacre. Gestos de reconciliación entre ellos, a medida que la historia de ese padre, ya viudo, comienza a endulzarse literalmente al pasar la puerta de un hotel de Estambul, atendido por una joven viuda inglesa, madre de un travieso niño, momentos que se sostienen desde una mirada pulcra e impecable, declaradamente artificiales, asépticas y con guiños al "happy end". Con su particular visión exótica de tantos films que lo tuvieron como trofeo estelar, el actor Russell Crowe, en su rol de Joshua Connor, amalgamó en este su primer film en carácter de director, todo lo aprendido en el cine industrial. Echó mano del exotismo, alternó su rol de cowboy de las praderas, de aquí y de allá, con el de algún personaje sufriente. Y no por ello deja a un lado su deseo de seguir siendo pícaro y simpático. Mezcló, más que operar por montaje, escenas de las estratificadas situaciones idílicas con fogonazos bélicos. Y lo hizo a partir de dejar abierta la caja de Pandora de todas las posibilidades que una cámara ofrece. Pero, igualmente, por momentos retoma ese hilo perdido, que había comenzado, cuando decidió llevar adelante el pedido de su mujer, antes de morir: recuperar el cuerpo de sus hijos y otorgarles una digna sepultura junto al cuerpo de ella. Esto en el film se irá licuando a partir de una banda sonora que destila en nuestros oídos un despliegue ensordecedor que, en sus momentos de intervalo, y en el año de la serie televisiva Las mil y una noches, nos permite reconocer esa marca for export con que los grandes productores y empresarios alientan las escapadas turísticas. Si en algo me motivó este film fue en la necesidad de ver de manera inminente el de Peter Weir, de principios de los '80, Gallipoli, cuando aún director y actores principales estaban en tierras australianas. Filmada a continuación de esas grandes obras que son Picnic at Hanging Rock y La última ola, ahora con la presencia de Mel Gibson, en un destacado rol, junto a Mark Lee, Robert Grubb y Scott McKenzie, Gallipoli nos relata la historia de dos amigos australianos, atletas, que deberán enfrentarse al horror y a la muerte, al ser alistados para esa batalla: Merece recordarse, tenerse presente, su secuencia final, a partir ahora sí, de un montaje alternado, que cierra con una imagen trascendente, que ya tiene un lugar en el museo de la memoria colectiva.
Cuando los niños miran e interpelan La directora italiana impacta con un un film con reconocibles guiños autobiográficos. Cuenta la historia de la pequeña Aria que pendula su existencia en un clima de inminente separación. El desconcierto y el dolor la acompañan en su ininterrumpida soledad. En 1984, también en Roma, lugar y año en el que transcurre este film, su realizadora, Asia Argento contaba con nueve años de edad. Hija de uno de los máximos exponentes del cine policial y de terror italianos, Dario Argento y de la actriz Daria Nicolodi, Asia Argento nos ofrece en este, su último largometraje, un retrato que podría llegarse a pensarse como una aproximación a su propia autobiografía. Y es que al igual que ella, la joven protagonista de este film, Giulia Salerno, que asume el rol de la tan incomprendida Aria, nos recibe en ese tan ajeno mundo a sus necesidades, a la edad de nueve años. Y es que la pequeña Aria pendula su existencia en un clima de inminente separación, ubicándose en el medio de sus otras dos hermanas; cada una de ellas, hija de sus respectivos padres en una relación anterior. En esa atmósfera de disputas, en el que su padre ya no es reconocido como ese actor que alguna vez fue, reaccionando violentamente y una madre concertista que escapa en la noche para reunirse con un nuevo amante, ante su propia mirada, el desconcierto y el dolor la acompañan en su ininterrumpida soledad. Es la mirada de la niña la que su realizadora nos hace llegar para que la acompañemos en su itinerario. El afiche nos la muestra, junto a su querido gato, en ese deambular con un bolso en la mano. Y es esa mirada la que nos va a acompañar tras esos rechazos y olvidos. Será esa mirada la que irá captando la extrañeza de ese mundo que la rodea sin reparar en su frágil presencia; excepto en el espacio de otras orillas. Desde el título, "Incomprendida" rinde tributo a un film de casi igual homonimia de aquellos años sesenta. En 1967, uno de los más relevantes directores que volcó su mirada atenta y sensible hacia el mundo de la niñez, Luigi Comencini, estrenaba en el festival de Cannes, "El Incomprendido" ("Incompreso Vita col figlio"). Ahora, en el afiche original de este nuevo film, las letras del título están planteadas en un mismo color; todas las letras, menos una, la última, la que establece la cuestión del género, la que define la oposición masculino femenino, según las reglas gramaticales. En el film que hoy comentamos, es la última letra, la a, la que se diferencia desde otro color. Desde este señalamiento, podemos entonces tender un puente hacia aquel film tan valorado y consagrado con el David de Donatello a la mejor dirección. En el mismo, a partir de un guión escrito a cinco manos, basado a su vez en la novela "Misunderstood" de Florence Montgomery, se nos narra un conflicto familiar que se centra en la figura de un cónsul inglés en Italia, padre de dos hijos, quienes comienzan a experimentar un vacío ante la muerte de la madre. Sólo uno de ellos, el menor, merece la atención por parte de los mayores; mientras que el otro, es empujado a la soledad, lo que lo llevará a una situación límite. En un film posterior de 1980, el mismo Comencini estrena "Voltati, Eugenio" y en él, un hijo de padres de la generación del 68, (distantes del menor, atentos sólo a su grupo de amigos), sólo cuenta con un único confidente, su perro. Estos dos films, al igual que el tan valorado por Asia Argento, "Los cuatrocientos golpes" de nuestro admirado Francois Truffaut, parecen estar en el proyecto de esta muy valorable obra, que, afortunadamente, ha conocido sala de estreno en nuestro país, tras su presentación en la última muestra del Bafici. La mirada de la pequeña Aria nos va acercando a esa escenificación de la vida familiar a través de su desconcierto, de su sentimiento de que allí no es tenida en cuenta, no es escuchada. Su figura rebota en ese espacio en el que sus palabras parecen perderse en el vacío. Y será su voz en "off" la que irá pautando ese sentimiento de extrañeza, de no saber a qué espacio pertenece. En su salir a la calle, junto a su gato, el orillar otros ámbitos, (luego de haberse cortado el cabello a la manera de su mejor amiga, la perfila como esa joven cenicienta empujada a la calle, por sus dos quisquillosas y engreídas hermanastras. Y junto a ella, y en ella, no sólo su gato sino su potente y colorida imaginación, esa llave maestra que desde su condición de niña incomprendida, le permite escapar del maltrato y la indiferencia. Este nuevo film de Asia Argento, actriz y directora asociada a historias de crueldad y desbordes, (algunas de ellas muy bizarras), se puede considerar desde sus propias palabras como "un álbum de recuerdos". En conferencia de prensa en Cannes, la actriz comentaba, que no sólo el cine de Truffaut y el de Comencini habían inspirado su obra; igualmente, algunas obras de Ingmar Bergman, en lo que hace a su estructura dramática, en lo que caracteriza al universo personal de un niño, tal como el joven protagonista de este film sublime que es "Fanny y Alexander", de rasgos autobiográficos, de principios de los 80. En él, como recordaremos, ese niño que debe escapar del castigo de su padre y de la mirada lejana de la madre, se refugia en un rincón de su habitación, junto a su pequeño teatro de figuras móviles. En el periplo que la pequeña Aria inicia, Asia Argento nos lleva a recordar aquel film de Paolo Virzi "Caterina va a Roma" ("Caterina va in cittá"), del 2003, en lo que respecta a ese cruce entre la pequeña y lo que le va sucediendo en ese moverse puertas afueras. Ahora, "Incomprendida", desde un tono que se mueve entre la ironía y la tristeza, tenemos frente a nosotros el gesto de un reclamo, esa mirada que nos alcanza e interroga y que nos lleva a evocar a aquel último plano del ya clásico, y siempre admirado, film de Francois Truffaut, "Los cuatrocientos golpes".
Cómo atrapar las huellas del pasado El film fue recibido con entusiasmo en Cannes, en 1993, pero llegó recién al público argentino después del fervor que despertó en el último Bafici. Este relato de pasión libresca tiene una estructura de cuento tradicional. Si bien fue presentada en el Festival de Cannes en el 93, en la sección Una cierta mirada logrando aplausos por gran parte de la crítica, junto a films de Agnes Varda, Pilar Miró, Tony Gatlif, Francesca Archiburgi, entre otros, El acto en cuestión debió esperar más de veinte años para estrenarse en nuestro país. Y fue a raíz del admirable recibimiento que mereció en la última edición del Bafici de este año que, finalmente, la podemos conocer hoy. Tan errático y viajero incansable como el personaje de este film, un tal Miguel Quiroga del barrio de San Cristóbal, Alejandro Agresti se mueve entre las ciudades de Holanda y Los Angeles, como asimismo su espacio natal, Buenos Aires. Y El acto en cuestión, si bien es un film que destila el perfume del porteñismo, con ecos de la obra de Roberto Arlt y Raúl González Tuñón y con alusiones a motivos de la obra de Borges y Bioy Casares, no fue filmada en momento alguno en esta mítica ciudad. Esta suerte de construcción de un espacio ilusorio apunta a otros lugares de rodaje, tales como Praga y Budapest, Munich y Bologna, París, Karlovy Vary, Sofía, Ghent y algunas más. Y sin embargo, desde sus más reconocibles motivos, asoma una Buenos Aires con música de tango y milongas, del mismo Spinetta y desde un lunfardo que se derrama desde la boca de sus personajes. Igualmente, en este caleidoscopio de figuras cambiantes, que se mueven al son del deseo de su protagonista, desde una voz en off que lo va modelando conforme su oficio artesanal, El acto en cuestión nos lleva a los mismos orígenes del cine, a esa ensoñación que nos viene acompañando desde ese primer día en el que ingresamos a una sala. Historia de una pasión libresca, que captura fechas de ediciones desde el olfato, el enigmático personaje de Miguel Quiroga, interpretado por el recordado Carlos Roffé (Pobre mariposa de Raúl De la Torre, El impostor de Alejandro Maci, otros films del mismo Agresti y tantos más), se nos presenta como un pícaro que se lanza, tarde tras tarde, a visitar librerías de segunda mano. Y ya en el interior, dando rienda suelta a su estratégica picardía, pone en acto su pasión por robar. Sí, robar esos ejemplares que lo llevan a burlar la mirada del librero, a salir de ese santuario y perderse por las calles. En un ángulo de un barrio de San Cristóbal, Miguel Quiroga habita con su vociferante mujer, de nombre (con la letra equívoca) Azusena, un destartalado cuarto en uno de los pisos de esa pensión, en la que los libros pueblan cada uno de los rincones. Una pensión que nos es transfigurada como una casa de muñecas y que nos lleva a recordar, por ese corte vertical con que se nos muestra, a esa gran casona en la que se mueve, ordenado por miles de mujeres, el personaje que interpretaba Jerry Lewis en el film de principios de los sesenta, El terror de las chicas. Desbordante de una feliz cinefilia, El acto en cuestión es una obra de una hipnótica megalomanía, como la que pasará a experimentar su personaje a partir del momento en que ponga en acto lo que ese libro ahora, esa tarde, le comienza a proponer, desde su título: Magia y Ocultismo. Por un crescendo de ciegas ambiciones, Miguel Quiroga abrirá desde su propia escena un espacio para apostar a su más auténtica y creativa originalidad, debiendo para ello, en un primer instante, deshacerse del mismo texto, controlar que el mismo no esté en librería alguna, anular toda huella fundacional. Y es aquí, donde desde una ironía manifiesta, y siempre desde la voz de quien lo narra, como si de un marionetista se tratara, asoma este acto en cuestión de que lo que somos hoy tiene que ver con todo aquello que nos ha precedido. Así, sobre este planteo conceptual, Alejandro Agresti nos ofrece una de las obras más audaces y creativas de la historia de nuestro cine, en la que, tras los pasos de los artistas circenses y tantos personajes funambulescos asoman los trazos de la memoria misma del cine. Narrada desde un blanco y negro que nos lleva a evocar ese clima onírico que nos sorprende insomnes, "El acto en cuestión" rinde homenaje al cine de los años veinte (tiempo después, se estrenará esa gloriosa apuesta que es "El artista"), se interna por los callejones del cine negro y se redescubre continuamente en los toques de la comedia. Pero, igualmente, desde su gran capacidad metafórica, esta atípica obra de nuestra cinematografía, desde el devenir de su personaje, desde sus propias acciones, engaños y ardides, alude a los comportamientos de los sistemas totalitarios desde una línea que va desde los tiempos del fascismo europeo hasta la Argentina de los años de la dictadura. Desde ese instalado truco en su personaje, engreído y autosuficiente, que encadena a los otros a su despótica voluntad, la palabra "Desaparecido" quiebra toda aparente calma. En su alternancia de tonos, El acto en cuestión asoma desde la voz del narrador, Rogelio, (en la figura de un destacado Lorenzo Quinteros), como una gran novela modelada a la luz de los cuentos tradicionales, con cierto aire de leyenda y de libro de memorias. Un film que se eleva por encima de historias repetidas, que se levanta por encima de los techos bajos y que proyecta su omnipresente figura desde su frágil condición mortal. Una obra fraguada y creada en los talleres de un alquimista, de un constructor de catedrales, de un desafiante creador.
El revés de una exasperante trama Con Mathieu Almaric como director, co-guionista y actor junto a Stephanie Cleau, basada en una novela de George Simenon, la película apuesta a captar la atención a partir de la memoria y sus confusiones, sobre una historia de amor. En calibrados y suspendidos setenta y seis minutos de El cuarto azul, tras los pasos de una tensionante novela, la mirada agazapada de un narrador nos propone internarnos en una historia que se juega desde diferentes temporalidades y que apela a nosotros, indicándonos que permanezcamos atentos, con los ojos abiertos, dispuestos a participar de una intrigante trama que subraya el ejercicio de la memoria. Sí, de una memoria que por momentos acusa confusión, la del propio personaje, que se traduce en una mirada dirigida hacia un momento de una arrojada historia de amor, de una clandestina cita que se juega entre las paredes de un hotel de provincia; sí, de una habitación que envuelve a este hombre y a esta mujer, en sus continuas citas, en el reflejo lumínico del azul de sus paredes. Una quietud que deja escuchar el sonido de unas palabras, de algunas preguntas que flotan en esa atmósfera azul que deja entrever dos cuerpos en su plena desnudez, de voces susurrantes, heridas ahora por una gota de sangre; huella intensa y profunda de un gesto desbordado de plenitud y éxtasis. Y al mismo tiempo, tal vez, de un presagio..., de algo que va a acontecer. A la manera de un film de Chabrol, por su creciente suspense, de algún film de Francois Truffaut en relación con la entrega amorosa sin conocer los límites, en esa aparente quietud de un pueblo de provincia, el film de Mathieu Almaric va abriéndose en círculos hipnóticos hacia nosotros, desde ciertos indicios que en su fragmentariedad pueblan de interrogantes nuestra figura de espectador. Desde una narración que ahonda en sus fisuras, que deja al descubierto las grietas de un vínculo, asoman en la escena cotidiana el desconcierto, los rumores del vecindario, los prejuicios, los interrogatorios que se abren en una pequeña seccional de policía, primero; en una sala de juzgado, después. Tal como -recuerdo- ocurría, en parte, en aquel excepcional film de principios de los ochenta de Claude Miller, Ciudadano bajo vigilancia (Garde a vue), interpretado magistralmente por Michel Serrault, Romy Schneider, Lino Ventura y Guy Marchand. Admirable su labor como actor e igualmente como director, Mathieu Almaric, nacido un 25 de octubre de 1965 (lo que se certifica en el film al componer a su personaje), logra junto a su co guionista y compañera en su vida, Stephanie Cleau, escenificar una movilizadora historia del pendular de una trama que se mueve entre lo que se cree que se ha vivido y en su narración posterior. En ese juego ambiguo de la memoria, más allá de creer que todo debería cerrar, es donde se comienza a fijar nuestra atención, de manera oscilante, hasta descubrir ese ángulo de fuga por donde vuelven a asomar aquellas primeras palabras que abren este subyugante e imantado film. Tras su destacada labor en el último film de Roman Polanski, La venus de las pieles, en el que Mathieu Almaric actúa junto a la esposa del director, Emmanuelle Seigner; ahora en su carácter de co guionista, realizador y actor, pasamos a estar nuevamente frente a una historia claustrofóbica que sólo presenta algunos pasajes recortados en el espacio exterior. Y que deja liberar los recuerdos de tiempos fusionados, a través del inmenso trabajo del montaje en manos de Francois Gedigier, quien participó desde esta misma labor en los tan recomedables films La reina Margot, Intimidad, Gabrielle y Persecución, las cuatro de Patrice Chereau; Bailarina en la oscuridad, de Lars Von Trier; Home, de Ursula Meier y de las no estrenadas Pasion, de Brian De Palma y Ontheroad de Walter Salles, entre otras. El film recoge las voces de tantos otros films basados en el escritor Georges Simenon, nacido en 1903 y fallecido en el 89. Autor de una vastísima obra literaria, gran parte de sus historias con el Inspector Maigret pasaron tanto al cine como a la tevé. Pero este Simenon no es el del detective que ha logrado reunir a tantos seguidores y entusiastas. Si no, en tal caso, esta historia se puede conectar con la de El gato, de Pierre Granier Deferre; film del 71 que logró reunir a los siempre recordados Simone Signoret y Jean Gabin. Como asimismo, el Simenon que nos sale al cruce es el de La noche es mi enemiga, de Patrice Leconte y el de Luces rojas, de Cedric Kahn. Obra que cautiva y nos atrapa, por su acentuado diseño obsesivo, El cuarto azul invita a reconstruir los posibles hechos que pudieron haber sido desde la palabra, sus voces en off, los planos detalles, objetos, cartas. En este fluir de los discursos se trata de intuir y reconocer el revés de una exasperante trama.
Lo que pudo ser una encantadora fábula La película protagonizada por Adam Sandler tiene un comienzo de fábula, o de cuento fantástico, pero derrapa en planteos superficiales, sin ahondar en otras búsquedas, que sí estaban presentes en filmes anteriores del director. Por lo general, cuando un film se abre con un prólogo como el que nos recibe este film, ambientado en un momento del pasado, una noche fría de invierno, en la que la luz de los faroles se va borroneando mientras cae la nieve, solemos creer que estamos ante un relato fantástico, que nos lleva a evocar a aquellos cuentos de hadas y de aventuras que habitualmente, a la hora de dormir, nos leían nuestros mayores. Ambientada en el lado este de Nueva York, la historia que se va acercando despierta una noche de 1903 y allí, un grupo de vecinos, inmigrantes, que han ido abriendo sus coloridas tiendas a lo largo de las calles, expresan una honda y crucial preocupación. La presencia acuciante de un hecho, que lleva en sí el mandato de la prepotencia del dinero, va a dar lugar a que uno de los allí presentes, un zapatero, comience a narrar un episodio familiar. Hasta aquí, los contados primeros minutos del film. De este film que en manos del director Tomas McCarthy podría haber sostenido ese tono de fábula, con aire a lo Dickens, que poco a poco se irá perdiendo ante tantos giros anecdóticos que nos empujan a olvidar este planteo inicial. Y más aún, teniendo en cuenta que fue el realizador de Visita inesperada, aquel film estrenado en el 2007, en el que el actor Richard Jenkins interpreta a un viudo, licenciado en Economía, quien un día, al abrir las puertas de su departamento de Nueva York encuentra que el mismo, por un error de administración, está habitado por una joven de Senegal, diseñadora de fantasías y su compañero, un músico sirio palestino. Desde la condición de ambos de inmigrantes ilegales, y tras la tragedia del 11 S, los hechos irán despertando en él sentimientos altamente contradictorios, a partir de reacciones paranoicas. Ya algunos años antes, en el 2003, conocimos sólo por canal de cable, The Station Agent, film en el que el actor Peter Dinklage, compone a un hombre de mediana edad que agobiado por las burlas de su entorno, debido a su enanismo, decide mudarse a una solitaria estación de trenes, espacio al que llegarán tan solitarios vecinos como él. Admirable film que recomedamos, con un cartel que incluye los nombres de Patricia Clarkson, Bobby Cannavale, Michelle Williams. Pero lejos de la propuesta de estos dos films, que llevarían a escribir páginas y páginas movido por el entusiasmo; su nueva obra En tus zapatos, si bien nos lleva a recorrer las calles del barrio, en la que una cotidianeidad se despliega por sus veredas y sus tiendas, el guión no renuncia a partir de los primeros cuarenta minutos, a los clichés, los lugares hartamente transitados, del cine industrial de fórmula. Y para ello, mediante saltos de violencia y persecuciones, decide sacrificar lo que nos prometía aquella máquina de coser suelas, que formaba parte de esa entrañable historia familiar. La fábula que se podría llegar a contar, a la manera de El secreto de vivir y Caballero sin espada, ambas de Frank Capra, en los años del New Deal, y más aún teniendo en cuenta que fue el mismo actor Adam Sandler el protagonista de la remake del primero, de Steve Brill, estrenada en el 2004 con el título La herencia del Sr. Deeds, no llega a ser tal, a pesar de sus pretendidos elementos fantásticos y de los supuestos cambios de identidad; ya que todo circula por los carriles de lo previsible, una vez que el personaje, arreglo de por medio con esa máquina de coser de los zapatos de quienes golpean a la puerta de sus negocio, calzándose los mismos, adopta de manera súbita, repetida, harto agobiante, sucesivos pasajes de un rostro al otro. Ni talismanes ni proceso de transformación. Y lo que pudo haber sido un relato con expectativas, lo que sólo asoma cuando sale a la escena el personaje asumido por un veterano Dustin Hoffman, tras nuestra entrada en la barbería de al lado, donde nos espera Steve Buscemi, y algunos contados --y bre ví si mos-- chisporroteos de humor y de ternura, En tus zapatos pasa a ser finalmente una historia ya muy contada..., pero no a la manera de aquellas, sino en función de una urgencia por cerrar con un The End.
Interrogantes de memoria e identidad Un tensionante relato construido con los fragmentos de una identidad quebrada, en la inmediata Alemania de la segunda postguerra. Una mujer que regresa del mismo infierno y que pasará a ser presa de una maniobra enmascarada en su reclamo de amor. En septiembre de 1960, en la ciudad de Hilden, tiene lugar el nacimiento de Christian Petzold. Considerado hoy el principal exponente de la nueva generación de directores alemanes por su constante interrogar al pasado de su país sobre las temáticas de la identidad y las huellas de la memoria. Su obra nos alcanza por sus cuestionamientos que trascienden su propia frontera geográfica. Su nacimiento está datado a dos años del encuentro de realizadores en Oberhausen, ciudad en la que anualmente presentaban sus cortometrajes. Estos jóvenes exponentes de ese cine que se enfrenta a las comedias taquilleras y a la reconstrucción elemental de los hechos históricos, a los dramas sentimentales modelos "Sissí", a los paseos turísticos por zonas montañosas y lacustres, tienen como referente, en lo inmediato, a los jóvenes críticos y cineastas de la Nouvelle Vague. Entre los nombres de este fundacional momento de la historia del cine alemán, están los hoy tan reconocidos y admirados Volker Schlondorff, Wim Wenders, Werner Herzog, Rainer W. Fassbinder, Peter Fleischman y, entre otros, para algunos la figura rectora, Alexander Kluge. Son los debates de este nuevo grupo que guarda sintonía con otros nuevos movimientos y escuelas y desde los films que se van presentando, lo que llega a motivar a Christian Petzold, quien como la mayoría de ellos, explora primero y aún hoy en el terreno del cortometraje. Su obra, tal como explícitamente lo ha manifestado, trata de indagar en los pliegues de las versiones de su nación alemana, de los comportamientos frente a una situación límite, de los conceptos de propiedad y alienación, de los que tratan de reconstruir su propia identidad, abriéndose paso entre los silenciamientos. Merecedor del premio Fipresci en el pasado festival de San Sebastián, ignorado por el jurado oficial de este evento, Phoenix se puede pensar como esta obra en la que se cristalizan, desde la síntesis y una desplegada metáfora, numerosos aspectos que se encuentran presentes en sus films anteriores, que merecen, ciertamente, ser visitados: Wolfburg, Fantasmas, Triángulo y la que pudimos ver en sala, hace dos años, la notable Bárbara. Igualmente debemos destacar que la primera proyección en sala abierta al gran público en nuestro país de Ave Fénix tuvo lugar en la noche de apertura del Festival de Pinamar de este año. Lejos de plantear ahora su esquema argumental, Ave Fénix, nombre que desde esta traducción nos lleva a repensar al mismo film, tras haberlo visto; se puede, estimo, recorrerlo a partir de algunos ejes. En esa Alemania de la segunda postguerra, que nos lleva a esa obra eximia del maestro Fassbinder que es El matrimonio de María Braun, estrenada en nuestro país con cortes de censura a principios de los '80, las cuestiones iniciales se dan desde el inicio en un cruce de fronteras. Línea demarcatoria que se proyecta sobre lo que se conoce y lo que aún no se ha revelado, sobre la cuestión del nombre propio, sobre lo que se busca y otros esconden, sobre el pasado de un país que se niega a ser interrogado. Un punto de partida que se fija un trayecto inicial, una parada obligatoria en un puesto fronterizo controlado por los que hablan otro idioma; en su interior, una mujer, con el rostro vendado, junto a su amiga y acompañante quien pasará a sostener su existencia. Una mujer que sale al encuentro del hombre que amó y ella misma, desde su voz, creando puentes musicales que enlazan diferentes épocas, reconociéndose en el dolor y en lo que aún debe callar. Una tensión que logra su crescendo en un permanente claroscuro que deja entrever la silueta del doble, entrampada a partir de su reclamo de amor. Una mujer que regresa del mismo infierno y que pasará a ser presa de una maniobra enmascarada. Desde el personaje que magistralmente compone Nina Hoss, la actriz elegida en tantos de los films de su realizador, ahora en su doble rol de Esther y Nelly Lenz, sobreviviente herida de un campo de exterminio, y desde su desfigurado rostro (que no veremos hasta su intento de reconstrucción), el film se reconoce en el espejo de los directores del llamado "Cine de la era de los clásicos", a partir de las recreaciones de momentos de obras de Fritz Lang, George Franju, George Cukor y particularmente de dos de los films más trascendentes de Alfred Hitchcock: Rebecca, de 1940, y de fines de los años 50, para muchos de nosotros su obra maestra, Vértigo. Si hay un nombre que debemos destacar en la obra de Christian Petzold, además del de la principal actriz, Nina Hoss, es el de su habitual co guionista, Harun Farocki, realizador nacido en Checoslovaquia en 1941, quien nos ha legado más de cien films, tanto en formato documental como en sus analíticos escritos. A Farocki, quien revisita ciertos temas sociales, históricos y políticos, artísticos, desde categorías conceptuales, agradece Christian Petzold, la posibilidad de haber recibido sus instrumentos de revisión en el campo de la imagen, de "desconfiar" (como reza el título del libro de su autoría) de lo que se representa y captura desde una mirada preestablecida y canónica. Un film también ofrece la posibilidad de repensarse no sólo desde su temática y actuaciones, desde sus tópicos; sino también de aquellos elementos que lo van organizando en tanto materiales expresivos. Y en este sentido, la canción Speak Low de KurtWeill, tan presente en Ave Fénix, canción que otorga sello de identidad a esta ex cantante, va resignificando cada uno de los momentos y nos permite recrear esa trama que desde una escritura audaz desafía lo sellado y lo pactado, lo suspende en un acto de silencio y tensión.
Historia de soledades y de extravíos Una anónima comedia humana viste ropa de entrecasa y despierta al asombro desde el vacío existencial en el patio de un escondido edificio de un alejado suburbio parisino. Sensaciones inesperadas que asoman a partir de una rajadura Era muy difícil imaginar entonces, en aquellos primeros años de su actuación, que esta nueva criatura alentada por Roger Vadim, en los primeros años '60, ícono de una refinada y perversa sexualidad, a medida que pasaran los años podría llegar a mostrarse en ropa de entrecasa o bien como en el excepcional film de Lars Von Trier, Bailarina en la oscuridad, del 2000, vistiera un overol en esa fábrica en la que tiene como amiga a una sufrida inmigrante, rol que asume la cantante Bjork. Hace ya años que la actriz marcó un giro en la construcción de sus personajes y que logró ir más allá de los enigmáticos personajes de Belle de Jour, Tristana, ambos del eximio Luis Buñuel. E igualmente de aquel alucinado personaje que nos ofreció en la polémica y muy debatida Repulsión, de Roman Polanski, el primer film que coloca al hoy tan controvertido y aclamado director en la escena internacional. Fue en Repulsión en donde Catherine Deneuve, componiendo a una manicura, se nos muestra presa de una obsesión, en espacios claustrofóbicos, entregada pacientemente a una mirada amenazante respecto del sexo. Una rajadura en una pared abre a una historia surreal, pesadillesca; una fisura en su cotidianeidad nos arroja al abismo. A sesenta años de aquel film, la grieta se vuelve a hacer presente en este film de Pierre Salvadori que escenifica el vacío existencial y el sinsentido en el patio de entrada de un escondido edificio de un alejado suburbio. En ese espacio se entrelazan diferentes modos de saludarse y temerse, de acercarse y rechazarse, de protegerse y exhibirse. Es una comedia humana que se representa entre los bastidores de un relato que dispara en tono de comedia, que nos regala momentos de gran regocijo; pero, que, pausadamente, nos lleva a percibir ese espacio desconocido que comienza a asomar a partir de esa temible rajadura. Una fisura que se irá extendiendo y logrando un efecto multiplicador, no sólo en esa casa que acusa desgaste, deterioro, sino en las zonas vecinas. Personajes que, desde su singularidad, nos abren las puertas para que descubramos sus pequeños mundos, sus secretos y mañías.Y una Mathilde volcada generosamente a labores solidarias, a la lectura de un inquilino no vidente. Asimismo, personajes que irrumpen en el medio de la noche, que vagan insomnes, uno que ladra desde su balcón a la luna; otro que deja sus mesiánicos anuncios en desgastados buzones. En la parte de arriba, mirando hacia un recortado cielo, cada uno de ellos modela su diario vivir desde su condición de antihéroe. Y en el subsuelo anida una creciente sospecha. Entre ambos territorios, bicicletas acumuladas que despiertan mucho más que un interrogante. Desde la mirada de alguno de ellos, o bien de varios, reconocemos al personaje capturado por sus obsesiones, el mismo que asumía Roman Polanski en su magnético film, El inquilino, de 1976. Por sus pasillos oscuros desfila ese temor como una vaga atmósfera que se expande, sacudido, ocasionalmente, por momentos que mueven a la risa. Y hay situaciones, como la de la visita de Mathilde junto con su amigo portero, Antoine, un ex músico desesperanzado, ese gran confidente, a su casa de la infancia que pone en entredicho la linealidad del tiempo. Y aquí una Deneuve que nos lleva al aplauso en su reclamo, en su manera de ubicarse y comportarse en un ámbito que ya no le pertenece. Bien podríamos decir que todo esto comienza cuando un día, señores lectores, llega a este edificio, guiado por una agencia de empleos, un hombre de mediana edad, un tanto desaliñado, apoltronado en su dolor, que a medida que pasan las horas comenzará a escuchar a los tan queribles, particulares y tan cercanos a nosotros, residentes de ese lugar. Desde sus gestos de ternura y su comprensión, en ese espacio poblado de viejos residuos, comenzarán a florecer otros vínculos.