El vengador anónimo Si se vaciara a Días de ira (Law Abiding Citizen, 2009) de todo su ideología ultra conservadora, de su moralina más recalcitrante, de sus odas al sistema judicial norteamericano y a leyes como forma única e incuestionable de justicia terrenal, recién entonces podríamos disfrutar de un thriller apenas bien construido y correctamente narrado. Clyde Shelton (Gerard Butler, también productor) es el padre modélico del american way of dream: un buen auto aparcado en un coqueto garaje, una bella esposa y una pequeña hija que disfruta mientras se relaja en su casa. Pero en un pestañeo todo se esfuma. Dos ladrones ingresan más deseosos de satisfacer su libido y apetito asesino que de cargarse objetos de valor. Viudo y sin hija, resignado a ver cómo el fiscal Nick Rice (Jamie Foxx) negocia la libertad de uno de los asaltantes, Clyde espera a que éste salga en libertad para perpetrar su ansiada revancha que no abarca sólo a los asesinos. Está desencantado con la totalidad del poder judicial, y se va a encargar de demostrarlo. El relato funciona hasta que se exacerba la presencia no corpórea de las mujeres de Shelton. Esa sobrejustificación del hecho violento (en la última media hora mira la foto de su familia no menos de 4 veces), la constante puesta de esos actos en el marco de la revancha, le quitan potencia a un malvado que se desvanece con el correr del metraje. Tampoco es casual la utilización de la palabra “malvado”. El director F. Gary Gray lo coloca en ese pedestal adoptando el punto de vista de Rice, el hombre de las leyes, aquel que no duda en relegar a su hija cuando de impartir justicia se trata, que deja libre a un asesino en pos de una negociación vaciada de ética, pero apegada a la fría e injusta Justicia. La moral brilla por su ausencia cuando la bondad o maldad es proporcional al apego a las leyes. Ese rectitud la ubica en las antípodas con El Vengador Anónimo (Death Wish, 1974), aquel clásico que inmortalizó a Charles Bronson como un justiciero por mano propia dispuesto a todo cuando de vengar a su hija y esposa se trata. Mientras que allí el sistema termina funcionando mejor gracias al impiadoso Paul Kersey, mérito que le permite evadir la vida carcelaria; aquí la Justicia está por sobre Shelton: no hay inteligencia ni logística que valga, el brazo de la ley es largo y siempre lo alcanza. Aquella era pura trasgresión, una película peligrosa y fascista, quizá síntoma de sociedad embriagada del desencanto post-Vietnam, esa guerra donde el Estado jamás brindó soluciones. Esta es tranquilizadora y demasiado conservadora, una palabra de aliento para la actualidad bélica. No es extraño pensar que un relato que ensalza el sistema estatal se convierta en un éxito de taquilla norteamericana. Días de ira se estrenó allí en octubre y recaudó más de 70 millones de dólares, un negocio redondo para una producción cuyo costo no superó los 20 millones.
Los chicos de la guerra Vivir al límite (The Hurt Locker, 2008) no es la obra extraordinaria que las innumerables críticas laudatorias y premios que preceden a su estreno local pregonan. Sí es una gran película bélica que se apoya en el prodigioso pulso narrativo de Kathryn Bigelow la notable pero imperceptible factura técnica con que se construye un análisis descarnado de la lucha diaria contra ese enemigo invisible pero real, que es la locura. Falta poco más de un mes para que el pequeño escuadrón antibombas al mando del Sargento Thompson (Guy Pearce) cumpla el periodo anual de servicio en la compañía Bravo norteamericana, cuando la muerte irrumpe. La padece el líder y, por qué no, sus laderos: quedan allí, en la seca Irak, acéfalos y solitarios. Sin ánimo de reemplazarlo pero dispuesto a implantar su sello arriba el Sargento James (el nominado al Oscar Jeremy Renner), un auténtico paladín del desarme. Él no disfruta el olor a Napalm en las mañanas pero sí la adrenalina de la posibilidad latente del estallido letal. Trabaja, piensa mientras se divierte, disfruta. Los roces con sus nuevos compañeros, acostumbrados a la serenidad y profesionalismo de su anterior mandamás, serán inevitables. Cuesta creer que detrás de Vivir al límite esté una mujer, dicho esto menos por misoginia que por el fanganoso ambiente falocentrista donde se desarrolla la acción. Las de Bigelow son películas no para hombres, sino sobre ellos y las situaciones extremas a las que estos pueden enfrentarse. No es casual entonces que dos de sus tres películas más conocidas se emparenten tanto temática como semánticamente, marcando así el borde emocional al que se trasladan sus personajes. Punto Límite (Point Break, 1991), K-19: The widowmaker (2002) y Vivir al límite, todas historias donde predomina el orgullo por sobre la razón: la fuerza, tarde o temprano, es el único arma que dirime las diferencias entre los protagonistas. Pero la ex esposa de James Cameron no mira insegura y vacilante desde su sexo, evade el lugar común e inmiscuye su cámara entre ellos, se embadurna de tierra, se empapa de sus sudores. Cuando el pudor y las circunstancias lo impiden, opta por la lejanía de un retrato firme aunque tembloroso, termómetro formal de las sensaciones de los soldados cuando sienten el gélido resoplido de la muerte. Es así que la película comparte las oscilaciones emocionales de su protagonista. Cuando éste se inmiscuye en la tensa tarea del desarme de bombas, con procedimientos poco convencionales para sus apocados compañeros, hay algo de la locura de Apocalipsis Now (Apocalypse Now, 1979). Cuando la moral invade el relato, es un drama bélico digno del mejor Oliver Stone, el que evitaba el moralismo y la bajada de línea, el de Pelotón (Platoon, 1986). Y hasta hay algo de El Francotirador (The Deer Hunter, 1978), donde la guerra se tornaba un factor alienante y adictivo para el personaje de Christopher Walken. Para James y su insaciable capacidad adrenalínica, el conflicto armado es una adicción. Reniega de la guerra y extraña a su familia, pero es incapaz de confesárselo. No mide riesgos, se saca el uniforme ya que “si va a morir, prefiere hacerlo cómodo”, es un ser de una irrefrenable voracidad bélica, un auténtico soldado engendrado por la locura. Lejos de la perfección absoluta que le endosan los lauros previos y futuros (tiene nueve nominaciones a los premios Oscar), Vivir al límite es un intenso relato que aborda la guerra que impacta por crudeza y por un factor lamentable: su indeseable actualidad.
Entrenamiento elemental para mujeres Ya la traducción local del titulo original advierte: Enseñanza de vida (An Education, 2009) es un relato de descubrimiento, tan obvio como predecible, cuya carga de moralina empalaga y su tono aleccionador enoja. La adolescencia de Jenny (Carey Mulligan) trascurre en la soporífera y opresiva vida familiar y la rectitud de una educación ultra conservadora: en los suburbios londinenses de los 60, la mujer es apenas un vehículo para la paternidad de los hombres, un ser condenado a las quehaceres domésticos y al cuidado del hogar. Ella pretende trascender. Tiene la capacidad y el conocimiento suficiente para ingresar en la prestigiosa universidad de Oxford. Pero todo cambia cuando la joven conoce a David (Peter Sarsgaard) y sucumbe ante su aparente éxito y espíritu libertario. El aura de misterio que envuelve a David y a sus intenciones durante la primera parte del metraje es quizá lo más interesante de Enseñanza de vida. Irrumpe de sopetón, conduce un auto de lujo en un barrio de clase media, tiene una vasta formación cultural, y su personalidad oscila entre el más tierno paternalismo donde aparenta subyacer la maldad propia de un corruptor de menores. Si encima porta el rostro perverso de Sarsgaard, y el objeto de su fascinación es Jenny y su impoluta inocencia, David es un auténtico villano en potencia. Pero después empieza los soliloquios acerca del respeto, la libertad y las decisiones que acarrea el traspaso hacia la adultez. Allí irá Jenny aprendiendo a los tortazos las durísimas lecciones que la realizadora danesa Lone Scherfig, junto con encargado de adaptar a la pantalla grande el libro de memorias de Lynn Barber, el guionista Nick Hornby, le imponen en ese ríspido camino. Como en La Sonrisa de la Mona Lisa (The Mona Lisa Smile, 2003), gran parte del didactismo corre a cargo de la profesora “inspiradora” y de ínfulas “correctivas” para con la desviación de la alumna ejemplar. Jenny (y el espectador, obvio) aprenderemos que ser mujer es mucho más que limpiar y cuidar chicos, que debemos leer, instruirnos y letrarnos para adquirir la mayor cantidad posible de elementos que nos permitan desenvolvernos en la vida. Pero si el espectador desprevenido no captó la lección, el combo moral-guía de autoayuda de Enseñanza de vida incluye a Helen (Rosamund Pike), la esposa del socio de David, construida como una verdadera pelmaza que limita la lectura al pasatiempo adormecedor de ver las fotos de las revistas faranduleras. Enseñanza de vida no es una mala película pero sí fallida. Concebida para agradar en festivales, se ahoga en su propias aspiraciones, se hunde por el tono de manual que inunda la narración. Apenas la belleza luminosa de Mulligan, poseedora del rostro más extraordinariamente común que dio el cine en los últimos años, la exoneran del tedio absoluto. Una lección que no vale la pena aprender.
En algún momento cuya exactitud no defino no por impreciso sino por que prefiero olvidar a esta película cuanto antes, el “atribulado” personaje de Marion Cotillard (Luisa) tiene una “sensible” y “profunda” discusión con su también “atribulado” esposo, el director de cine interpretado por Daniel Day-Lewis (Guido, nombre inolvidable tras oírlo unas quinientas veces a lo largo de las dos inacabables horas de metraje). Con el hermoso par de ojos refulgurantes que ni siquiera la pésima mano de ese pésimo director que es Rob Marshall puede arruinar, supuestamente cargados de lágrimas más de ira e impotencia que por tristeza, ella le espeta un “dardo” venenoso que funciona como broche de oro para el ida y vuelta de reproches y sinceramientos voraces: “Sos como un estomago, y si dejás de ser voraz, te morís”. La frase, quizá la más estúpida, hueca e incoherente que recuerde, funciona a la perfección como síntoma del insulto al cine y a la inteligencia del espectador que es Nine. Enterrada varios metros bajo una capa de gravedad tan grande como todo elemento del planeta Marshall (a no confundir a Rob con Frank, un experto en la creación de cine pochoclero más respetuoso de la esencia del entretenimiento y la alegría del cine), la película narra el derrotero de Guido Contini, director de cine que ha filmado una sucesión de bodrios que ponen en tela de juicio su pertenencia al circulo del éxito y talento en el que la prensa y el público lo había colocado (¿alguien dijo Rob Marshall?). Bloqueado, sin ideas, con la maquinaria industrial funcionando en su esplendor para rodar una película cuyo guión del que ni siquiera tiene un renglón, busca inspiración en las lejanas tierras del mediterráneo. La “trama” gira en derredor a su vida marcada por la fuerte presencia femenina que, desde su madre hasta su actual esposa y amante, no ha dejado de perseguirlo. ¿Thriller psicológico? No, qué va. ¿Drama lacrimógeno patinado con una bruta capa de misoginia? Ojalá. Nine es la recopilación de esas mujeres pertenecientes al universo Contini que, cual prostitutas en pasillo de cabaret, desfilan una tras a la espera que el espectador-cliente opte por una de ellas. Allí está su madre encarnada por Sophia Loren, a quien el obnubilado Marshall mitifica y adora deteniendo cualquier vestigio de narración o movimiento de cámara en pos de iluminarla y contemplarla, encandilado por la presencia de la italiana. Está su mujer, la ya mencionada Cotillard, para quien su número musical funciona como liberación de la opresión marital. La prostituta que marcó el inicio de Contini en la vida sexual también tiene su lugar de la mano de Fergie, quizá la única que supere el bochorno más por tenacidad y garra propia que por el pulso de Marshall: es inevitable ver el cuadro de la periodista de la revista Vogue que interpreta la siempre luminosa Kate Hudson, sin recordar la chatura escenográfica, la pobreza artística y coreografía de un estética propia de Susana Jiménez (hasta los bailarines, estoicos e invisibles ante la atención de la estrella, remiten a los inefables susanos). Y así se suceden una tras otra, episódicas e indiferentes, escenas donde todos bailan con ínfulas de Apocalipsis inminente. Todos retratados desde la frontalidad del proscenio, a media altura, con el ojo electrónico desplazándose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. El eje vertical, el plano picado y el contrapicado son sólo conceptos teóricos que el director parece desconocer. Ultimo párrafo para Penélope Cruz y un comentario puramente machista: el cuadro musical de la española tiene la única función de calentar a la platea masculina, objetivo que no sólo logra sino que lo hace con creces. La cuestión es la forma embustera con que lo consigue: vestirla de portaligas, dándole una soga para que frote su sexo, haciéndole un plano cuasi-quirúrgico rayano con lo pornográfico a la porción de tela que cubre su vagina al tiempo que la “canción” (demás está decir que es apenas un susurro cachondo) reza algo así como “te espero con las piernas abiertas”, primeros planos de la lengua lambeteando; bastante poco para una película de las ambiciones de Nine. Para escenas eróticas, vean el streap tease de Vanessa Ferlito en A prueba de muerte, donde el espectador se calentaba a fuerza de la trabajosa labor de la imaginación a la que nos inducía Tarantino y no por la pura trampa, simplismo y misoginia de este director, el Marshall fallido.
¡John Travolta, yo te banco! El tipo tiene la extraña capacidad de bucear en las profundidades de personajes recios, malvados y de armas tomar, o de apenas chapotear en la liviandad más absoluta de las comedias vetustas y simplonas que llegan con una precisión de relojería cada verano a la cartelera porteña, y siempre caer de pie, sobre todo con éstos últimos personajes bonachones y carismáticos que a John le salen prácticamente “de taquito” y los dota de una magnética verosimilitud. Es difícil creernos al lisérgico Ryder de esa sabrosa grasada que es Rescate en el metro 123, un tipo siempre al palo –no sexual sino emocional -, motoramente sobrerevolucionado y gesticulante al por mayor. Sí le creemos, en cambio, al ganador, chamullero, simpático, comprador y seductor que es el Charlie de Papás a la fuerza, quizás hermano menor del Jack de Alec Baldwin en Enamorándome de mi ex. Ambos personajes enseñan sonrisas blancas de publicidad de dentífrico y no sólo cargan con soltura y orgullo sus panzas sino que la utilizan como principal arma de seducción. Véanlo a Alec Baldwin y la sonoridad perfecta de su pequeño fitito recubierto de piel, semicírculo perfecto de grasa acumulada, oda a los excesos etílicos y gastronómicos, cuando se desnuda frente a su ex mujer. Véanlo a Travolta y su barriga menos producto de la cerveza y la comida que del inexorable paso de los años, coqueteando con cualquier exponente del sexo opuesto que aluda soltería. Pero es una lástima que a estos bonachones los una la desdicha de estar embarcados en un crucero que difícilmente se mantenga a flote: Charlie y Jack merecen ser salvados antes de que sendas películas se hundan en las letales profundidades de la chatura narrativa, la previsibilidad tanto argumental como constructiva, la mirada descalificadora a quien no encaja en el canon perfeccionista norteamericano –en este caso burlándose de las costumbres orientales- y la ramplonería moral más conservadora del cine yanqui. Ah, también está Robin Williams, más molesto e intolerable que siempre.
Los secretos del poder Tatarabuela del actual soberano español, Juan Carlos I, y la Reina Isabel II de Reino Unido entre otras, la reina Victoria forjó una vida repleta de ribetes cinematográficos. Los escasos 18 abriles que acumulaba cuando asumió el poder, fueron carne de cañón para una voraz lucha de intereses, encontró el amor de joven y reinó durante 64 años. Sin embargo, La joven victoria (The Young Victoria, 2009) está lejos de aprovechar esa cuantiosa materia prima y se queda a mitad de camino entre un thriller político y una épica romántica. La película del canadiense Jean-Marc Valleé (C.R.A.Z.Y) se sitúa pocos años antes de 1837, en la recta final de la agonía del rey Willian IV. Sin herederos directos, quien asumirá el trono es su sobrina Victoria (Emily Blunt, candidata al Globo de Oro a mejor actriz dramática por este papel), de jóvenes 16 años e inmaculada en cuanto a negociaciones políticas se trata. La futura soberana de un terreno inabarcable será objeto de carroñeros y ventajeros dispuestos a todo por una porción del empalagoso elixir del poder. La trama admitía dos posibles enfoques tan disímiles como apasionantes, que sin embargo Valleé aspira a unificar en poco más de hora y media. Por un lado, la primera parte del metraje se sumerge al farragoso terreno de puerilidades e hipocresías que circundan a la Reina, ese espacio donde la soberana viste mentiras, la ética es apenas una utopía y los escrúpulos son súbditos de la malicia. Con mas decisión y agallas, La Joven Victoria podría haber sido quizás una precuela de La Reina (The Queen, 2006), aquel descarnado retrato donde el también descarnado Stephen Frears metió la nariz en ese pestilente episodio para la Corona Británica que fue la muerte de Lady Di, en 1997. Como ésta, Victoria era una mujer demasiado pura, demasiado naif, quizás demasiado buena para la tradición ultra conservadora de la monarquía. Que sus desenlaces figuren en las antípodas de la concepción de la heroína no es sino, uno de los tantos caprichos cuya explicación aún es materia pendiente de la historia. Por el otro, el romanticismo y la exploración de las sensaciones que el amor provoca en una mujer que, al fin y al cabo, anhela ser correspondida por un hombre que la ame más allá de su investidura protocolar y de la podredumbre política, enfoque más cercano a la épica reposada y sensorial del díptico Orgullo y Prejuicio (Pride & Prejudice, 2005) y Expiación (Atonement, 2007), del también británico Joe Wright. Pero Jean-Marc Valleé vacila. Construye una narración ágil y veloz, mérito poco usual en historias de época, que jamás aburre, que atrapa y entretiene. Evade la obvia tentación de vanagloriarse en la exhibición de vestuarios y decorados victorianos, pero desbarranca en la encrucijada que, para colmo de males, surge de su propia indecisión.
Confieso que mís expectativas para con La Tigra, Chaco no eran demasiado auspiciosas. El preconcepto hablaba de una (otra) ópera prima que transcurre en ese inhóspito pueblo (ay!) del norte argentino a donde vuelve un joven luego de “varios años de ausencia”, que además de estrenarse en esa época donde los grandes producciones oscarizables de Hollywood invaden la cartelera que es enero, lo hace tres meses después de su estreno en La Plata (las malas lenguas hablaban de la obligatoriedad de esto último, condición indispensable para acceder a los subsidios del INCAA). Pero había un cabo suelto en mi prejuicio, un factor sin pertenencia al cosmos de esa lógica auto pergeñada. La exhibición de La Tigra, Chaco en el Malba y el Arte Cinema, espacios cuyas programaciones arrían la bandera de la calidad, el riesgo y la búsqueda constante por una plusvalía que supere la medianía imperante en los multicines, se convirtió en, parafraseando al cardenal Samoré, esa lucecita al final del túnel que iluminaba la posibilidad desde entonces aprensible de que estaba ante algo distinto, ajeno a las especulaciones previas y a la futurología que, lamentablemente, falla de forma cada vez más esporádica cuando de películas nacionales se trata. Pero el cine lo hizo de nuevo y esa lumbre suave y lejana se convirtió en una fulgorosa realidad: La Tigra, Chaco no sólo enaltece a la industria vernácula (e internacional, por qué no) convirtiéndose en uno de los máximos exponentes de 2010, sino que alcanza un nivel de pudoroso respecto, delicadeza narrativa y justeza temporal como pocas veces recuerdo en una película. Pudor: como las mejores películas, La Tigra, Chaco no necesita de grandilocuencias argumentales para construir un relato perfecto y memorable. Apenas sabemos que a Esteban y a La Tigra los une un pasado no demasiado lejano –hacía seis año no iba, según se dice al pasar-, que allí vive Rubén, padre del protagonista y camionero de profesión inmerso en la voracidad de las rutas argentinas sin fecha prevista de retorno, y que ambos deben charlar sobre “algunas cosas de Buenos Aires”. Esteban quizá nació allí y emigró durante su infancia, o quizá sólo Rubén es chaqueño; quizá trabaja, quizá no; quizá estudia, quizá no. Su arribo es con poco más que lo puesto, un bolso medio lleno de ropas pero repleto de recuerdos: La Tigra no es presente, es pasado. Pulula por el pueblo, recorre, reconoce espacios físicos anclados en ese tiempo pretérito, se empapa de las calles polvorientas de las que alguna vez fue amo y señor. Y se cruza con Vero. La Tigra ya no es pasado; es presente. El racionamiento de información no la alcanza a ella, pero sí al vinculo común: sabemos que trabaja con su madre, que prepara el ingreso a medicina, y que está empantanada en una relación amorosa con Roger, el hijo de carnicero. Qué significó ella para él y él para ella, qué imágenes avizoran sus mentes cuando entrecruzan miradas, es parte de ese mágico terreno de las suposiciones: quizá noviaron durante la pubertad, quizá descubrieron la adolescencia en los ojos del otro, quizá exploraron juntos los terrenos de la pasión con la pulcritud y el respeto propio del primer amor, el único y eterno; o quizá fundaron una relación de amistad lúdica que el tiempo y su avance inalterable oxidó con dureza, y ahora, en ese contacto visual, encontraron que la infancia descansa serena e inalterable en un álbum de fotos. Sin embargo, esa economía de datos no impide la empatia instantánea: desde ese momento, el espectador sólo esperara que encuentren la hidalguía suficiente para besarse y para reencauzar los rumbos de sus vidas. Esteban la ve y se le mueven las tripas, se le acelera el corazón: los recuerdos, su historia, la Historia, le caen con todo el peso de la gravedad sobre la cabeza. Para ella es un cimbronazo en la monotonía en la que está imbuida, un palo entre los rieles de una vida tan tranquila como predecible. Son las huellas de ese pasado indefinido pero tangible que se corporizan ante sus ojos, límpidos y puros. Sin embargo permanecen casi inmutable, se saludan con la frialdad de la sorpresa, con la lejanía no sólo propia de la distancia kilométrica que los separó sino también por la lejanía temporal de las vivencias en común. De allí que son pudorosos, para con ellos, con sus sentimientos y fundamentalmente para con el otro. La aceptación de ese otro ya no como construcción mental sino como una presencia corpórea y tangible los lleva irremediablemente a buscar una conexión con el pasado. Esteban alude inmediatamente a una bufonada propia de ese pasado en común, que funciona en primera instancia: Vero ríe con ganas. Al aprisionar sobre el presente sentimental, y ante la incomodidad que ella manifiesta de confesarse en pareja, él alude nuevamente a esa jugarreta, pero el efecto caducó. La infancia ya es parte ese pasado, es turno de Esteban y Vero adultos. Delicadeza: el lenguaje del cine pierde por goleada con el lenguaje corporal en La Tigra, Chaco. No hay plano-contraplano, hay “mirada y contra-mirada”. En cada encuentro, más causal que casual, Esteban y Vero se miran sin verse, evaden con la gallardía del timorato enamorado las pupilas del otro; tras cada frase, tras cada estiletazo punzante de ternura, apuntan los ojos hacia abajo. En cada roce, en cada aproximación, en cada sonrisa propiciada no por la oralidad sino por la sensación de continuidad, palpamos la concreción de un anhelo: Vero y Esteban desean que el mundo se detenga el instante preciso en el que sus cuerpos se enreden en un abrazo sincero y cálido, aquellos donde se pone en juego pasado, presente y futuro de ambos, sensación que se amplifica por la magistrales actuaciones de Guadalupe Docampo y Ezequiel Tronconi. Ellos actúan con la totalidad de su ser, con el corazón a flor de piel, con el alma como entidad suprema del cuerpo y de sus movimientos. Vero y Esteban hablan en la puerta de la casa de la tía de él con la candidez de lo inexorable, hasta que asoma Roger. Como un predador atento a la cercanía de la presa, Esteban lo siente, lo vislumbra a lo lejos, escucha sus pasos, percibe el olor de la competencia. Y ahí van sus ojos a revolotear por la inmensidad del diáfano cielo chaqueño y su boca a resoplar un hálito viciado de celos y envidia que flota en un ambiente que se transmite aún más húmedo e insoportable que de costumbre, actos captados a la perfección por la otra dupla en la que se apoya La Tigra, Chaco. Sasiaín y Godfrid no los filman ni retratan sino que los aprehenden. Son respetuosos de la intimidad de Vero y Esteban, los dejan hablar, reconocerse y reconectarse sin entrometer la cámara donde los incomode. Así como el binomio economiza datos e información acerca de los personajes, también economiza recursos formales. Más próxima o más lejana, la cámara aparenta siempre estar en forma casual y escasamente premeditada y se transforma por momentos en una visitante sin la confianza suficiente para acercarse a los protagonistas. Pero en esa aparente contradicción la película gana ofreciendo una visión más global y menos artificiosa de los encuentros. Que la observación sea a una distancia prudencial permite ver la totalidad de la acción, cada gesto y cada movimiento, le adosan a Vero a Esteban una “mundanidad” y cercanía al espectador aún mayor. Como nosotros, ellos son frágiles, vacilan, tartamudean, se quedan sin parlamentos, dudan, temen y aman. La Tigra, Chaco no sólo se apoya en esos dos eslabones, que además son indivisibles. Temporalidad: Vero y Esteban son sus circunstancias. Las de él se ajustan al retorno finalmente concretado del padre; las de ella, a la aprobación del examen y la posible separación de Roger. Como en Perdidos en Tokio, el desenlace los encuentra unidos por un beso menos pasional que romántico, perdurable como sello de un tiempo inolvidable pero cargado de temporalidad. Bob Harris va a Tokio en medio de una crisis matrimonial irredimible, con media década encima de rutinas y soledades. Charlotte está, a sus jóvenes veinte, de luna de miel con un hombre a quien no conoce, llama a sus amigas para confiarles que no sabe con quien se casó, son seres a quienes no los une sino la temporalidad y la especialidad de su realidad. Cuando tuve la oportunidad de entrevistarlos para Página/12, Sasiaín y Godfrid definieron a la película como un “viaje de vuelta”. Disiento. La Tigra, Chaco es un viaje de ida hacia un mundo que será inconmensurablemente distinto. Como en el final de la película de Sofía Coppola, el protagonista masculino parte hacia su realidad, su vida, sus amigos, su trabajo, su rutina. Ellas, Charlotte y Vero, se quedan allí, en Tokio o La Tigra, inmersas en sus mundos que desde entonces jamás volverán a ser lo que eran. Queda en el espectador la duda acerca de la viabilidad de un futuro encuentro, lo que hace al fin y al cabo que ambas películas tengan un desenlace quizás no desolador, pero si empapado de una enorme nostalgia por ese momento inmediatamente pasado, ya irrepetible. Bob le cambió la vida a Charlotte y Esteban le cambió la vida a Vero. Bob no olvidará su semana en Japón y no pasará un día sin recordar a aquella joven insegura e inexperta en las huestes de la adultez que compartió su circunstancia oriental. Esteban vagueará por Buenos Aires quizá sólo, quizá con esa novia a la cual asegura haber dejado poco antes de su partida al Chaco, pero su vida, al igual que la del espectador, difícilmente vuelva a ser la misma luego de ese viaje inolvidable.
Las locuras de Jack & Jane Ni los antecedentes del terceto protagónico y su certificada probidad en las huestes de la comedia romántica remontan el lastre que Nancy Meyers le asesta al opus cinco de su carrera como directora. Lenta, grave, por momentos parsimoniosa, Enamorándome de mi ex (It's Complicated, 2009) es un auténtico despilfarro de potencialidades. La trama prometía: Jane vive en una casa grande acompañada sólo por la soledad y los recuerdos de un fallido matrimonio con Jake, exitoso abogado que reconstruyó su vida amorosa con una hermosa morocha un par de décadas menor. Pero cuando un hijo de la pareja finalice su estudios en New York y ellos compartan el mismo hotel, un vendaval de pasión reavivará las cenizas del fuego siempre latente de la pasión matrimonial. Lo que empieza como un juego de complicidades y anécdotas deviene en la concreta posibilidad del reestablecimiento del vínculo amoroso que los unió durante más de dos décadas. Es precisamente durante ese tiempo de seducción mutua y (re)construcción del enamoramiento donde Nancy Meyers juega sus mejores cartas: comedias de enredos, humor físico y algunas pinceladas de romanticismo se mixturan en lo que aparenta ser un perfecta sincronía relojera que incluye a la simétrica redondez de la panza cervecera de Alec Baldwin y su pinta de bon vivant con Porsche; y a Meryl Streep, cada película más luminosa y radiante, más sutil, mejor actriz; todo en una ambiente de liviandad y feliz intrascendencia que por momentos rememora a esa gran comedia de 2009 que fue Julie & Julia (2009), con el amor por el arte culinario y al acto de comer incluido. Pero la complicación a la que parece referir el título original –el más ambiguo y a priori menos cómico It´s Complicated - no sólo es una posible adjetivación a dicotomía de Jane entre la bonhomía de su arquitecto (Steve Martin, demasiado contendido en su habitual verborragia) o la desfachatez de Jack, vuelto como perro faldero a la contención de su ex mujer, sino al auto-boicot cinematográfico de Enamorándome de mi ex. A diferencia de El descanso (The Holiday, 2006), ese vehículo de andar constante y seguro que trazaba una parábola sobre las vicisitudes del amor, la última media hora es un derrotero de moralina exacerbada, de largos soliloquios. Las palabras son dagas que hieren de muerte a la película cuando transmiten aquello que no pueden las imágenes, defecto más propio de un guión poco depurado que de los actores. Enamorándome de mi ex tenía todo para convertirse en una película efímera y pasajera, combinación ideal para un comedia veraniega. Pero termina siendo un trago de difícil digestión, como un churro en la playa.
El retorno del Rey Basada en el cuento clásico de los Hermanos Grimm, El príncipe Sapo, La princesa y el sapo (2009) es el retorno a las fuentes que hicieron de la factoría Disney la mejor y más grande compañía de dibujos animados. Al padre de Tiana no le alcanzó una vida repleta de sacrificio y arduo trabajo. Ese anhelo con forma de restaurante fue siempre eso, un anhelo. La joven bebió ese esfuerzo y comparte esa meta. Ya sin la presencia física de su progenitor, la juventud la encuentra con dos trabajos, infinitas responsabilidades y una olla enorme como símbolo del sueño nunca extinguido del negocio propio. Mientras tanto, un apuesto príncipe arriba a la ciudad de Nueva Orleáns en busca de una bella adinerada para casarse, pero la ingenuidad lo lleva a las garras del malvado mago vudú que lo convierte en sapo, condición sólo reversible si recibe el beso de una auténtica princesa. Luego de los fracasos no financieros pero sí artísticos que implicaron sus incursiones en solitario en el mundo de la animación 3D, la empresa del castillo retoma con La princesa y el Sapo la senda que tantos éxitos supo darle. La utilización de dibujos en 2D abandonado desde Vacas vaqueras (Home on the range, 2004), genera una imagen sin una puesta en escena sobrecargada, con elementos apenas esbozados en el fondo del cuadro, criaturas con los ojos hechos no para el deslumbre sensorial sino para que actúen en funcionalidad con el relato, en lo que resulta un manifiesto a que el poderío narrativo de una película es mucho más que la sumatoria de imágenes deslumbrantes. Vean sino la conmovedora escena del cotejo fúnebre flotando sobre el pantano, con sus miembros apesadumbrados por la pérdida de uno de los personajes más queribles (nunca Disney fue tan lejos con la representación de la muerte). La dirección a cargo Ron Clements y John Musker guionistas y directores de Aladdín, quizás la mejor película de animación de Disney, es otro paso rumbo a ese norte de reencauce. Como en la historia romántica de Jazmín y el simpático ratero, la dupla construye una fábula de principio a fin, un mundo de realidad mágica donde los cocodrilos tocan la trompeta y los sapos interactúan con los humanos: como en las grandes películas infantiles, la lógica del relato permite que todo sea auténticamente posible y que nada aparezca forzado o carente de verosimilitud. Más allá de los puntos de contactos con otras películas de Disney-Pixar (el amor por el arte culinario de Ratatouille, la fortaleza del vínculo filial de Cars), y al igual que la indígena de Pocahontas, la asiática de Mulán o la árabe de Aladdín, La princesa y el sapo subvierte los rasgos caucásicos de las protagonistas femeninas que la animación norteamericana estableció como normales. Aunque una heroína negra sea una invitación a empalagoso menú de connotaciones políticas (algunas justificadas: el padre es Barack Obama hecho caricatura), esto no es más que dejo de realidad en una totalidad fantástica: los afroamericanos fueron durante siglos (y en ocasiones siguen siendo) una raza discriminada en las grandes urbes, que durante años relego sus libertades bajo el manto de la servidumbre y la esclavitud. La princesa y el sapo, cuya narración se ubica entre los 50 y 60, no es sino un retrato de esa época. Triste y alegre, emocionante al por mayor, La princesa y el Sapo marca el regreso con gloria de un gigante que se mantuvo durante un lustro sedado por el poderío tecnológico e imbuido en las reglas de la competencia feroz. Fue apenas una siesta, el castillo está de vuelta.
Esos locos bajitos... Más cerca de un tenso thriller que del terror exhibicionista, Eden Lake es un incómodo film donde el espectador sufre a la par de sus desafortunados protagonistas. La ópera prima de James Watkins (guionista de la segunda parte de The Descent, a estrenarse en Argentina en enero de 2010), narra el derrotero de Jenny (Kelly Reilly) y Steve (Michael Fassbender), jóvenes tortolitos dispuestos a vivir un fin de semana de arrumacos en el alejado Lago Edén. Pero poco tiene de paraíso este lugar: un grupo de adolescentes hostigan a la pareja desde el instante mismo de su arribo. Pronto, las diatribas e insultos se convierten en agresiones físicas y torturas, transformando a esa idílica luna de miel en un juego del gato y el ratón donde el único objetivo es sobrevivir. La empatía con los protagonistas es un elemento clave en películas como Eden Lake. Su ausencia marca un distanciamiento entre la historia que se narra y el espectador que observa, hundiendo a este último en el tedio y la indiferencia. Aquí, ese elemento no sólo no brilla por su ausencia sino que asoma con una fulgorosa presencia: la pareja sufre, grita, corre, y el relato invita, gracias al pulso narrativo de Watkins, a que su suerte sea de vital importancia para el relato. Mientras que la tendencia iniciada por la saga de El juego del miedo (Saw, 2004) y su infinito séquito de clones y copias es a interesarse no por quién muere sino en cómo lo hace, aquí eso queda fuera de campo (de hecho, sobre la mitad de la película se produce un quiebre argumental que la misma elige no mostrar) para que la cámara siga a los verdaderos protagonistas, Jenny, Steve y la supervivencia (o no) de ambos. Las motivaciones de los victimarios son más políticas que psicológicas. Ellos, faltos de un norte a seguir, de un modelo de vida a imitar, buscan llenar el vaciamiento de sus ideales con un burdo intento de trascendencia, de pertenencia a un mundo que los desconoce. No actúan para saciar su ego mesiánico (el Jigsaw de El juego del miedo) ni por revanchismo personal (Jason Voorheesen la saga de Martes 13, Freddy Krueger en Pesadilla, y sigue la lista) sino por el mero hecho de dejar un registro de sus existencias: todo es un gran show para la cámara que inmortalizará ese momento de relevancia efímera, nada tendría sentido sin la presencia de ese pequeño artefacto que todo lo ve, todo lo oye, todo lo graba. Estrenada en silencio, Eden Lake es mucho más que la acumulación de sustos y gritos que se generan durante el metraje. Es un thriller político, intenso, bien filmado y sólidamente narrado.