"Charlotte": comedia leve y absurda Una actriz con cierto pasado glorioso se embarca en una incierta búsqueda artística, pero sobre todo personal. Al director neuquino Simón Franco le interesan los personajes solitarios, introspectivos, aislados y que viven ensimismados, hasta que de golpe se chocan con una realidad ajena. En sus dos primeras películas había materializado aquello de “filmar tu aldea” centrándolas en terrenos patagónicos y aprovechando el paisaje como elemento dramático de incidencia directa en la trama principal. Gran comedia absurda nunca del todo valorada, Tiempos menos modernos, su ópera prima, seguía a un baquiano de origen tehuelche que, a mediados de la década de 1990, recibía en su casa cordillerana un televisor y un teléfono enviado por el Gobierno Nacional. Nada sería igual para él luego de ver toneladas de novelas y programas de chimentos que moldeaban una nueva manera de vincularse con el mundo. De tono más circunspecto y oscuro, casi observacional en su registro despojado, la segunda película de Franco, Boca de pozo, apoyaba su columna narrativa en un hermético empleado petrolero (el inolvidable Pablo Cedrón, fallecido en 2017 sin que el cine argentino lo aprovechara lo suficiente) con una rutina que se repetía día tras día, sumiéndolo en el tedio y el aburrimiento de un trabajo tanto o más mecánico que el movimiento de las máquinas perforadoras. Así hasta un paro laboral y el posterior regreso obligado a la disfuncionalidad interna de la familia. Para su opus tres, Franco deja atrás el viento, la nieve y el cielo encapotado de la Patagonia para ir hacia la llanura, el sol y la humedad de Paraguay, acompañando a una mujer autoexiliada en sí misma que intenta sacar su vida del estado de pausa. Fábula de superación inocentona, road movie en la que –como en casi todas ellas– importa más el recorrido que el destino, Charlotte presenta una protagonista que, a diferencia de los hombres anteriores, sabe qué quiere y dónde ir para conseguirlo. ¿Qué hay en Paraguay? El rodaje de la nueva película de un hoy reputado director (Gerardo Romano, que por esas cosas de las coproducciones le toca “hacer” de español) que en su momento fungió como descubridor artístico de Charlotte. Hace años que la memoria es un lastre indeseado que la hunde en los recuerdos de aquel pasado de gloria, alejándola de todo y de todos a excepción de su fiel compañero y asistente Lee (Ignacio Huang, de Un cuento chino), quien la secunda manejando la casa rodante que usan como vehículo. La decisión de partir llega luego de que el terapeuta de esta mujer de estirpe almodovariana (Ángela Molina, que acaba de recibir el premio Goya de honor) muera súbitamente mientras la atiende, en una secuencia que, ubicada como apertura, puntea los acordes del humor negro que aparece cuando Franco hurga en su intimidad. Claro que seguir los pasos de un director huidizo en Paraguay no será fácil, lo que la llevará a involucrarse en el rodaje de un comercial como paso previo a conseguir el papel que siente que le pertenece. Se trata de una búsqueda artística, pero sobre todo personal. Charlotte (película) es, en sus mejores momentos, una comedia absurda leve y colorida, registro poco habitual para un arco dramático que acompaña el derrotero de una crisis existencial. En sus peores, una apuesta sensiblera sobre las segundas oportunidades.
Pálido regreso de estos míticos personajes de la historia grande de la animación. Creados en 1940 por William Hanna y Joseph Barbera, Tom y Jerry tuvieron una primera etapa con 114 cortos que le valieron a la MGM siete premios Oscar. Otros 50 cortos, un largo en 1992 (¡en el que hablaban y eran amigos!) y más de una decena de producciones destinadas al mercado hogareño completan los antecedentes audiovisuales de una de las parejas más famosas de la historia de la animación. Su nueva llegada al cine es otro síntoma de la carencia absoluta de ideas que atraviesa Hollywood. Sin llegar a los extremos del bochorno que fueron los regresos de El Oso Yogi (2010) y El Pájaro Loco (2017), se trata de una película hecha con las mismas ganas con que se hace un trámite en una oficina pública, un ejercicio pensado únicamente para acercar estos personajes a nuevos públicos. Se sugiere a los fanáticos de los cartoons originales que por favor se abstengan de presenciar cómo la trituradora de incorrección hace pedazos la violencia brutal del depredador hacia su presa. Donde antes había, entre otras delicias, decapitaciones y electrocuciones, ahora hay, con suerte, golpes y arañazos. El sadismo de antaño... bien, gracias. Situada en Nueva York, la trama comienza apenas Jerry llega a un hotel en vísperas de un evento de relevancia. Pocas cosas más desagradable que un roedor dando vueltas por la cocina mientras allí se prepara un voluminoso banquete ¿Cómo evitarlo? Contratando a un gato para que cace al ratón, algo que obviamente no ocurrirá. La película falla en todos sus aspectos. Sin gracia ni timing cómico y con un diseño de animación inusitadamente endeble para los estándares actuales, se trata de un universo muy parecido al de ¿Quién engañó a Roger Rabbitt?, con hombres y mujeres de “carne y hueso” (Chloë Grace Moretz, Michael Peña, Ken Jeong) y otros animales animados conviviendo a la par. Una convivencia carente de armonía y con nula química: pocas veces las costuras del dispositivo fueron tan evidentes como en los poco más de 100 minutos de esta película fácilmente olvidable.
La vuelta de los cines en casi toda la Argentina no significa un retroceso automático del streaming. De hecho, Raya y el último dragón tendrá un estreno simultáneo en casi 90 salas y en la plataforma Disney+. El panorama de novedades de este jueves 4 de marzo se completa con los lanzamientos en salas de Tenet, de Christopher Nolan; y Monster Hunter: La cacería comienza, de Paul W. S. Anderson; así como los de Nosotros nunca moriremos, de Eduardo Crespo (plataforma Flow y Cine América de Santa Fe), Un sueño extraordinario / Astronaut, con Richard Dreyfuss; y la también animada Sueños S.A. / Dreambuilders (ambas en el cine online de Cinemark Hoyts); Cerro quemado, de Juan Pablo Ruiz (en Cine Ar Play y Cine Ar TV); La cima del mundo, de Jazmín Carballo (en Puentes De Cine) y el reestreno de la copia restaurada de 8 y 1/2, de Federico Fellini. Hace ya más de una década que las películas animadas de Disney –no así las de Pixar, que aunque son parte del imperio se mueven con cierta autonomía– vienen presentado protagonistas femeninas fuertes y decididas que tensionan la idea de legado, una de las líneas rectoras de la filmografía contemporánea del estudio. Así lo hicieron, entre otras, Enredados, las dos Frozen y Moana: un mar de aventuras y así lo hace ahora Raya y el último dragón. Es cierto que ese cambio no es exclusivo de Disney, ya que hay cada vez más series y películas con personajes de este tipo. La diferencia es que si la mayoría necesita gritar a los cuatros vientos que tienen protagonistas mujeres, aquí todo transcurre con naturalidad y fluidez, sin subrayados ni discursos altisonantes. El epicentro de la historia es el reino de Kumandra, un lugar imaginario cuya iconografía, sin embargo, remite a la cultura oriental en general y china en particular. Porque el ratón será cualquiera cosa pero no tonto, y se adecua a los tiempos que corren tanto a través de sus personajes como intentando interpelar a la audiencia del que, pandemia mediante, se ha convertido en el principal mercado cinematográfico. Allí solían convivir en armonía los humanos y los dragones, hasta que unos monstruos obligaron a los reptiles gigantes a un sacrificio prácticamente total. Quinientos años después, una pelea entre Kumandra y los reinos vecinos pone en peligro la piedra mágica que mantiene a los monstruos alejados, desatando una nueva amenaza que la jovencita Raya –hija del guardián de aquella piedra– deberá evitar buscando el último dragón del título. Junto a él (o ella, dado que es una “dragona”) se embarcará en un largo viaje con el objetivo máximo de recuperar la piedra y, con ello, el equilibrio de antaño. Raya y el último dragón se inscribe orgullosamente en la tradición de las road movies con espíritu de aventura de autoafirmación personal y cultural, en tanto para Raya el viaje es una manera de validar algunas ideas sobre el mundo y refutar otras. Así, a la pérdida de la inocencia generada por las traiciones múltiples se contraponen los aprendizajes sobre la importancia del trabajo en equipo y el afianzamiento de valores colectivos y familiares. Pico creativo más alto de Disney desde Zootopia, la película nunca pierde la capacidad de asombrarse (y asombrarnos) ante lo desconocido y el sentido de las buenas aventuras, aquellas que todavía el cine puede dar.
Las vacaciones como el principio de un fin y, con ello, de una manera de sentir, de posicionarse frente a una vida distinta a la imaginada. Así podría resumirse el núcleo emocional y dramático de Azul el mar, el debut en la realización de largometrajes de la cordobesa Sabrina Moreno estrenado en el marco de una de las secciones no competitivas del último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. La ciudad balnearia asomaba como el escenario ideal para su primera exhibición pública, en tanto aquellas playas y sus inoxidables hoteles setentosos operan como marco de la disolución definitiva del vínculo amoroso que unió a Lola (Umbra Colombo) y Ricardo (Beto Bernuez). Hasta la ciudad de los alfajores y los lobos marinos llega la pareja con sus cuatro hijos –un par adolescentes, los otros chicos– durante algún verano de la década de 1990, tal como se desprende de los planos iniciales que recorren distintos sectores céntricos y de la precisa ambientación de un film que se propone auscultar en la intimidad de una mujer cuyo mundo interno se asoma a un abismo. Un abismo metafórico que deviene en literal cuando ella se acerca a los acantilados cercanos al faro para observar la infinidad del océano. Como en Julia y el zorro, otra producción surgida de la inagotable cantera audiovisual cordobesa, vista en el festival costero del año anterior y también protagonizada por Colombo, Azul el mar habla sobre una mujer sola aun estando acompañada. Afincada en los recuerdos personales de la realizadora, a quien no cuesta imaginarla como una de esas chicas que disfruta las bondades marplatenses ajena a los problemas de sus padres, la película presenta, en sus primeros momentos, escenas típicas de una rutina familiar vacacional. Todo marcha por los cauces habituales de los tiempos dilatados del verano, con horas de arena y agua y otras tantas destinadas al paseo por espacios públicos. Pero en la habitación matrimonial del hotel las cosas son distintas. Hay un evidente malestar en Lola frente una situación que difícilmente hubiera elegido, por lo que aflora en ella un sentimiento de incomodidad y lejanía, como si su cabeza estuviera en un lugar distinto al de su cuerpo. Una incomodidad que lleva al relato a una zona donde conviven el presente y una serie de ensoñaciones que remiten a un pasado idílico, proyecciones de aquello que fue y ya no es. O de aquello que directamente nunca fue pero podría haber sido. Porque Lola es un personaje igual de ambiguo que la película. Moreno está atenta al detalle mínimo y encuentra su principal aliado en el enorme talento de Colombo, aunque también es una directora que, en su búsqueda de materializar esa abstracción que son los sentimientos, recurre a algunos motivos visuales reiterativos (los planos en cámara lenta del mar) y a situaciones de guion forzadas que llegan al extremo de sacar una muerte de la galera.
Desde la seminal 25 Watts (2001), de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella, pasando por gran parte de la obra de directores como Federico Veiroj, Adrián Biniez y Álvaro Brechner, el cine uruguayo de las últimas dos décadas está íntimamente asociado a la comedia solapada, a una gestualidad reducida a su mínima expresión, a protagonistas inseguros y de a pie, muy parecidos a cualquier persona que podemos cruzarnos en una calle, envueltos en situaciones que deben enfrentar aun cuando la mayoría de las veces no estén preparados. Así ocurre con Mario en La muerte de un perro, ópera prima del montevideano Matías Ganz. La acción es disparada por el hecho que describe el título, algo que sucede por la supuesta mala praxis del veterinario Mario (Guillermo Arengo). O al menos eso piensa su dueña (Ana Katz), que no duda en escracharlo en redes sociales y congregar a varias decenas de personas para insultarlo en la puerta del negocio. Las cosas tampoco andan bien en casa, donde su mujer Sylvia (Pelusa Vidal) pasa sus primeros meses de jubilación poniendo en tela de juicio a una empleada doméstica que supuestamente le roba elementos de valor que, sin embargo, siempre aparecen en el mismo lugar. A todo eso se suma un robo en la casa que obliga al matrimonio a instalarse durante un tiempo en la casa de su hija y su pareja. Pero, ¿fue un robo o se trató de una (otra) maniobra de la dueña del perro? Ante la falta de respuestas concretas, Mario empieza a elucubrar diversas teorías conspirativas –algunas relativamente realistas, otras, absolutamente descabelladas- que harán ingresar al relato a una zona donde la realidad empieza a enrarecerse. El recorrido del film, entonces, va de un costumbrismo rioplatense, con sus silencios y miradas, al suspenso, no sin antes incluir algunos pasos de un thriller psicológico. En medio de todo eso, el film aborda cuestiones como los temores de las clases medias alrededor de la propiedad privada y el paso del tiempo en ese matrimonio que empieza a crujir a raíz de esta seguidilla de situaciones. Una materia prima que daba para un drama, que sin embargo Ganz convierte en comedia imprimiendo a todo un tono leve y relajado, atravesado por varias pinceladas de un humor subterráneo que sale a la luz en los momentos menos esperados.
Rivera 2100 suena a título de una película distópica. Pero, aunque la idea de futuro está en juego en este documental dirigido por Miguel Luis Kohan, nada más alejado de la ciencia ficción. Rivera 2100 es la dirección de la casa de la familia Vitale en Villa Adelina. Fue allí que en 1976 Rubén "Donvi" Vitale y Esther Soto, junto a sus hijos Lito y Liliana, montaron un estudio de grabación que operó como oasis de libertad albergado a numerosos artistas con ganas de dar rienda suelta a la creatividad. El nuevo trabajo del director de Café de los Maestros, La experiencia judía de Basavilbaso a Nueva Amsterdam y El francesito, un documental (im)-posible sobre el Dr. Enrique Pichon Rivière aborda lo ocurrido en aquellos años a través de un registro documental realizado con indudable cariño hacia los Vitale y cercanía para con quienes pasaron por allí, muchos de ellos figuras centrales de las distintas corrientes artísticas que afloraron luego del regreso a la democracia. La película se apoya principalmente en los testimonios de Donvi y Esther, a la postre creadores de MIA (Músicos Independientes Asociados), una de las entidades pioneras en materia de producción independiente, a los que se entrelazan los recuerdos y vivencias de quienes estuvieron bajo su paraguas. Desde ya que Lito Vitale tiene un rol fundamental tanto detrás de escena (es uno de los productores) como delante. Es así que durante poco más de una hora Rivera 2100 agrupa recuerdos y anécdotas que entrelazan lo familiar con lo artístico y lo personal con un contexto político oscuro donde la música asomó como la luz al final del túnel.
Los documentales centrados en personajes históricos presentan varios desafíos para los directores. A los inevitables datos biográficos y de contexto, debe sumarse la creación de un interés en el espectador por una vida ajena y en muchos casos lejana, sin que esto implique un enamoramiento de la película hacia su personaje. Un desafío que sortea –y con creces– el realizador Sebastián Martínez (París Marsella, Centro) en El mundo entero. El personaje en cuestión se llama Francisco Piria y es conocido por haber fundado la pequeña localidad balnearia de Piriápolis. “¿Cómo se hace una ciudad de la nada, en medio de la nada, a fines del siglo XIX, en Uruguay?”, se pregunta la voz en off en una de las primeras escenas. La búsqueda de una respuesta da como resultado un recorrido por la vida de un hombre con espíritu de pionero y mil aristas, cada cual más misteriosa, fascinante e intrigante que la anterior. Una vida en la que se entreverán los desarrollos inmobiliarios con la alquimia, la masonería, la escritura de la que es considerada la primera novela futurista uruguaya y hasta un intento trunco de hacer negocios en la Argentina. Piria fue un millonario que cosechó su fortuna de muy joven gracias a su talento para el comercio, y que luego dedicó sus energías a desarrollar una ciudad siguiendo los por entonces aquí desconocidos modelos urbanos europeos. Y también, por qué no, sus caprichos. El resultado fue un oasis de construcciones faraónicas y monumentos importados en una zona deshabitada, prácticamente virgen. Claro que el estado uruguayo no vio con buenos ojos el emprendimiento, algo que no le impidió a Piria continuar con su aventura, llegando incluso a crear leyes propias. Martínez no oculta su fascinación por el personaje ni mucho por una obra arquitectónica que filma con fruición y enorme atención a los detalles, en lo que probablemente sea una de las primeras veces que los planos aéreos con drones están plenamente justificados. Pero si en la mayoría de los documentales esa fascinación se traduce en celebración, aquí opera como base para un documental narrado con la misma pasión y elegancia con que Piria realizó sus obras. Obras que, como suele ocurrir con los megalómanos (cuesta no vincular esta historia con la del arquitecto Francisco Salamone), esconden decenas de significados que la película intenta dilucidar. Una tarea por momentos imposible, pero que depara un viaje hipnótico y atrapante.
Perón y los judíos arranca con una conferencia del historiador israelí especializado en peronismo Raanan Rein. Allí cuenta que, según sus investigaciones, Juan Domingo Perón no fue antisemita ni pro-nazi, sino un hombre que hizo del pragmatismo su principal norte político, al menos en lo que a la cuestión judía se refiere. A partir de esa reflexión, y movido por la inquietud de indagar en los vínculos de su padre fallecido con el peronismo, el director y periodista Sergio “Shlomo” Slutzky realiza un viaje en el que lo personal, lo social y lo histórico se entrelazan para vislumbrar la compleja trama de la construcción de la memoria. Durante ese recorrido entrevista tanto a personas que conocieron a su padre como a varios historiadores e intelectuales referentes de la comunidad. A través de ellos descubre, primero, que su padre no era el “gorila” que él pensaba, pero también que la relación con el peronismo está menos atravesada por lo religioso que por clase social y los recuerdos de la infancia y la juventud de cada entrevistado. Así, mientras algunos veían en este movimiento una amenaza opresora, otros focalizan en el sentimiento de libertad y las posibilidades de ascenso social de aquella época. Slutzky indaga en los pliegues de la relación cambiante, casi bipolar, de los dos primeros mandatos de Perón con los judíos: el mismo gobierno que se abstuvo de votar la creación del Estado de Israel, fue el primero en enviar un embajador. La película navega en ese mar de contradicciones balanceando opiniones y miradas, en lo que podría catalogarse como una réplica de la famosa “Tercera posición”.
Conocido gracias a varios cortometrajes y a su aporte como director de arte de Mercano, el marciano, Ayar Blasco es un director interesado en imaginar el fin del mundo a través de sus trazos. Así lo hizo hace más de diez años en su debut en la realización de largometrajes con El sol (2009), que tenía un grupo de personajes intentando sobrevivir luego de una catástrofe, y así lo hace ahora con Lava, en la que un grupo de extraterrestres invade el planeta e hipnotiza a los humanos a través de la televisión y los dispositivos móviles. Más allá de las indudables diferencias de tono y estilo, los ecos de El eternauta son bien visibles y audibles en esta distopía alucinada y alucinógena. Si allí el primer síntoma de anomalía era una inesperada nevada sobre la ciudad de Buenos Aires, aquí hay varios gatos gigantes que sobre las terrazas observan inmóviles la dinámica urbana como preludio de lo que vendrá. La situación encuentra a la tatuadora Débora (voz de Sofía Gala Castiglione) en una reunión con varios amigos junto a los cuales iniciará un recorrido que opera como puntapié para una serie de aventuras (o desventuras) hilarantes. Lava es mucho menos frenética, más oscura en su tono y reposada en el peso de sus personajes, que El sol. El resultado, sin embargo, es otra muestra de libertad creativa de uno de los referentes de la animación argentina.
"Corazón loco": una película que atrasa El guion de Suar y Marcos Carnevale hace de las mujeres un par de figuritas cortadas con la más gruesa de las tijeras, uno los tantos prejuicios (sociales, de género, de clase) que atraviesan la película. Fernando Ferro es un hombre igual a todos, salvo porque tiene un “corazón enorme”, según él mismo dice. “Mide como el del resto, pero sufre una singular anomalía: puede amar mucho más que el de cualquier ser humano”, completa. Tanto puede amar, que no le alcanza con una mujer sino que necesita dos: una de lunes a jueves; la otra, de viernes a domingo. Desde ya que ninguna sabe de la otra ni de esa patología cardíaca, en parte porque viven a 400 kilómetros y Fernando es un avezado mentiroso. Pero sobre todo porque, aunque opuestas en su manera de ser, están hermanadas por la tontera y la tendencia a responder a todo con gritos y movimientos eléctricos de las manos. El día a día de este hombre con dos casas, dos autos, dos familias y otros dos departamentos alquilados es el centro narrativo de Corazón loco, una película que, aunque parezca increíble, no se filmó en la Argentina del siglo pasado sino en la del año 2019. Peor aún: de no haber existido la pandemia, hubiera sido una de las grandes apuestas comerciales de 2020 del cine nacional, dado que originalmente iba a estrenarse en salas a mediados de marzo. Es difícil imaginar a quién se le ocurrió que Corazón loco era una buena idea. Es cierto que el director Marcos Carnevale (Corazón de León, El fútbol o yo, No soy tu mami) nunca fue un vanguardista y en todos sus trabajos lo clásico coquetea peligrosamente con lo anticuado, pero pocas veces una película de su autoría lució tan fuera de tiempo, hecha con tanto desinterés, como ésta. La premisa, el desarrollo y la forma de Corazón loco remiten a otra época, e incluso varias situaciones están calcadas de Naranja y media, en la que Guillermo Francella interpretaba a un hombre enamorado de dos mujeres. Aquello podía ser gracioso en una tira cómica del prime time de Telefé de 1997, pero no ahora por la sencilla razón de que el mundo es otro. El lugar de Francella recae Adrián Suar, quien hace años se dio cuenta que lo suyo es la ejecución de un mismo personaje que salta de película en película. Bien dirigido y guionado, Suar es eficaz y empático (ver Dos más dos o Igualita a mí). Su Fernando, en cambio, miente, engaña y maltrata a quien se interponga en su camino, convirtiéndose así un hombre repulsivo de tan detestable. Los primeros minutos describen la rutina de este traumatólogo que hace nueve años pasa una parte de la semana en Mar del Plata con Paula (Gabriela Toscano) y sus dos hijas adolescentes y la otra, en Buenos Aires junto a Vera (Soledad Villamil) y un hijo pequeño. En el medio hay viajes en ambos sentidos de la ruta 2 que incluyen un cambio de vestuario, celular y auto en un parador que la cámara se encarga de remarcar que es el de Atalaya, en uno de los chivos más descarados que se recuerden. Para establecer con más determinación su punto de vista, el guion de Suar y Carnevale hace de las mujeres un par de figuritas cortadas con la más gruesa de las tijeras. En una de las escenas de apertura, por ejemplo, a Paula le tiran alcohol en los ojos y pasa media hora de película con dos parches que la ponen más cerca de la humillación que del disparador cómico. Mejor le va a Vera, a quien al menos le ahorran el ridículo. Fernando resuelve su vida manipulando, tergiversando y patoteando, tal como hace con un gerente del planetario (chivo descarado, toma 2) y sobre todo con un enfermero al que, sin argumentos para refutarlo, le pide que se limite a “responder como enfermero”, condensando en tres palabras uno los tantos prejuicios (sociales, de género, de clase) que atraviesan el relato. Todo sigue igual hasta que Vera y Paula se descubren mutuamente e inician un plan de venganza que incluye delicias imaginativas tales como ponerle laxante en la comida. El único atisbo de gracia proviene de un compañero de trabajo de Fernando a cargo del notable Alan Sabbagh, que con apenas preguntarle si se cree Saddam Hussein por tener dos mujeres y cómo hace con la AFIP para sostener su doble vida le alcanza para ser la única voz medianamente lúcida entre tanto descalabro.