Un policial sobre un asesino serial protagonizado por Denzel Washington. El “abstract” narrativo de Pequeños secretos podría ser el mismo de alguna de varias películas encabezadas por el actor en los años ’90, como El coleccionista de huesos. Y es justamente en esa época, con sus monitores de tubo gigantes y teléfonos de línea, que transcurre esta historia acerca de un policía que regresa a sus orígenes para seguir asesinatos muy similares a los de unos años atrás. Con su ambientación lúgubre, un tono sepulcral y un sospechoso al borde de la locura, los ecos de Pecados capitales y El silencio de los inocentes –los referentes más recordados del género– resuenan durante las dos largas horas de la última película del director de El sueño de Walt. Como en el film de David Fincher, los protagonistas son una pareja de policías en edades y etapas de sus carreras opuestas: Deke (Washington), de salida luego de varios años con un ascenso trabado a raíz de su carácter, vuelve a Los Angeles para recolectar unas pistas, mientras que Baxter (un estereotipado Ramy Malek) intenta continuar con su franca escalada en la fuerza. Y, también como en Pecados capitales, el joven dejará de desconfiar de su colega para unir fuerzas en una investigación que los llevan hasta un técnico de heladeras llamado Albert (Jared Leto, siempre intenso y sobreactuado), iniciando así la búsqueda de rastros y huellas para atar los distintos cabos sueltos. Y cabos sueltos hay de sobra. Pequeños secretos es uno de esos policiales hechos de taquito, sin demasiado esfuerzo y con varios lugares comunes orgullosamente transitados. Una película tensa y atrapante, además de la enésima muestra de solvencia absoluta de Washington, a quien a estas alturas de su carrera cuesta no imaginarlo vestido con un uniforme y armado.
"El silencio del cazador": relato clásico de lucha contra la impunidad. El actor encarna a un guardaparque que protege a la selva misionera de los cazadores furtivos en este notable thriller con resonancias ecologistas. “Funcionarios sobran. Lo que hace falta es poner el cuerpo”, dice el guardaparque Ismael ante el planteo de su mujer de mudarse a Posadas por una oportunidad laboral y, con ello, dar una vuelta de página a la vida en común. La frase está en perfecta sintonía, primero, con el idealismo intransigente de un hombre que ha dedicado su vida a proteger la selva misionera de cazadores furtivos que, más por diversión que por necesidad, circulan sigilosamente entre la frondosa vegetación a la espera de una presa. Y segundo, con un mandato estético del director Martín Desalvo según el cual los personajes construyen su esencia, su manera de existir, en base a la corporalidad. Thriller con resonancias ecologistas, western anclado en las históricas tensiones de clase que, desde Ushuaia hasta La Quiaca, atraviesan a la Argentina, El silencio del cazador es una película intensa y nerviosa, una historia de enfrentamientos personales en el que se conjugan dos cosmovisiones opuestas. El último trabajo del director de El día trajo la oscuridad (2014), El padre de mis hijos (2018) y Unidad XV (2018) arranca con una secuencia notable que muestra a Ismael (un Pablo Echarri inusualmente contenido) invisibilizándose en la selva para seguir con sigilo los sonidos provenientes de la actividad de un par de cazadores a los que, en este caso, encuentra con las manos en la masa. O, mejor dicho, en el cadáver de un animal. La situación está filmada con una cámara en mano que, si bien aquí no puede evitar el típico plano tembloroso de la espalda, en general no sigue sino que “replica” los movimientos de los personajes: si Ismael viaja en moto por un terreno pedregoso, la cámara también; si él está agachado y luego se levanta, el ojo electrónico seguirá ese camino. Que esté pegada a ellos, que casi siempre se mantenga al ras de la tierra y evite ese flamante lugar común visual que es el plano aéreo desde un drone, genera una atmósfera opresiva y asfixiante que hace sentir el calor y la humedad desde el otro lado de la pantalla. Como Al acecho, otro muy buen thriller –que puede verse en Netflix– centrado en una guardaparque con el que éste tiene varios puntos en común, el entorno agreste es más que una locación: es un factor que condiciona los comportamientos y actitudes de un hombre perseguido por su propia historia. Una historia que es la de muchos, con el sometimiento a los poderosos y lucha contra la impunidad que otorga el dinero como características principales. Así lo demuestra la reaparición de “El Polaco” (Alberto Ammann), un terrateniente que desde su estancia, como en su momento su padre agonizante, hace y deshace a su voluntad, independientemente de la legalidad o no de sus planes. Cuando lo descubren por primera vez cazando con unos amigos en la selva, hay una advertencia. En la segunda la cosa ya pasa al terreno de la violencia física, con un disparo al hombro del compañero de Ismael cuyas consecuencias El Polaco arregla con una jugosa cantidad de billetes, como todo en su vida. Pero el enfrentamiento entre El Polaco e Ismael va más allá de los límites selváticos, dado que es una relación asimétrica de larguísima data que arrancó con ambos padres enfrentados y que ahora encuentra un nuevo capítulo en la disputa por Sara (Mora Recalde), una médica del lugar que en su juventud novió con el primero y ahora lo hace con el otro. Puede sonar anacrónica una subtrama así en estos tiempos, pero Sara no es presentada como un botín sino como una mujer firme y decidida, dueña de sus decisiones y atenta a sus deseos. Está todo bien en El silencio del cazador, una película pensada desde la interacción de imágenes y sonidos con las líneas de diálogo, en la que sus temas se desprenden de las acciones y no al revés, en la que no hay personaje secundario sin relevancia en la trama. Lo único que hace ruido en la primera parte es el acento forzado de los actores, obligados a silbar las erres y remarcar la tonada del norte de la Mesopotamia. Pero la sensación no dura demasiado: es cuestión de dejarse envolver por los tentáculos de un relato que muestra que los géneros clásicos, aunque a veces no lo parezca, gozan de buena salud en el cine argentino.
"Hermosa venganza": agenda de género. La película dirigida por Emerald Fennell tiene un tratamiento destinado a dividir aguas entre quienes celebren el revanchismo femenino y aquellxs que vean una banalización colorida y pop de situaciones gravísimas. Los electores del Oscar suelen encolumnarse detrás de películas cuyo aspecto más destacado es el Tema, con mayúsculas. Tanto mejor si es de enorme relevancia en la agenda social y política del momento. Luego de más de una década de levantar la bandera de la diversidad racial con títulos afro-friendly –desde Doce años de esclavitud hasta Luz de luna– y rubros interpretativos dignos de una publicidad de Benetton, los académicos recordaron que las mujeres también dirigen y nominaron, a falta de una, a dos realizadoras para la gala del 25 de abril, un hecho inédito en más de 90 años de historia durante los que apenas nueve habían llegado al quinteto final (y solo una, Kathryn Bigelow, se fue con la estatuilla bajo el brazo). Una es Chloé Zhao por la notable Nomadland; la otra, Emerald Fennell por esta película estrenada en el Festival de Sundance 2020 que se carga la agenda de género sobre las espaldas con orgullo y prepotencia, releyendo una premisa clásica del subgénero rape and revenge –que alcanzó su esplendor en los desencantados años 70– para gritar en cada plano que los hombres del mundo se dividen entre cretinos y cretinos peores. ¿Hermosa venganza hubiera cosechado cinco nominaciones, incluyendo las principales, diez años atrás? ¿Cómo hubiera sido su performance en la temporada de premios en un contexto de consumo audiovisual prepandémico, con el clásico esquema de ventanas de exhibición en plena vigencia? Es cierto que Fennell imprime a una historia que involucra violaciones y abusos un tono arriesgado para los parámetros del Oscar, cruzando el drama de personaje con la fábula vengativa y hasta algunos pasos de comedia negra, un tratamiento destinado a dividir aguas entre quienes celebren el revanchismo femenino y aquellxs que vean una banalización colorida y pop de situaciones gravísimas. Pero también que no logra sortear las habituales recurrencias a la psicología y el pasado como justificación de todo, clarificando así los bordes más filosos de un personaje magnético e inicialmente desconcertante, pura manipulación psicopática. En la primera escena se ve a Cassie (Carey Mulligan) borracha en el sillón de un boliche, mientras un grupo de hombres habla de la manera más guarra posible sobre las cosas que harían en la cama con esa mujer indefensa. Uno de ellos toma la iniciativa, se acerca con aparentes intenciones de auxilio, ofrece un taxi para llevarla a casa y, una vez en viaje, le ofrece un desvío a su departamento. Allí le da una copa, la tira la cama y va directo con la cabeza a las bragas, justo cuando Cassie, para sorpresa de él, parece recuperarse al instante de su borrachera. Sucede que la situación fue perfectamente calculada para dejar al muchacho en offside, algo que por el conteo y la larga lista de nombres apuntadas en su libreta es parte de un sistema, de un plan mayor. La joven promesa (de allí el título original) durante su etapa de estudiante de medicina ahora tiene 30 años y pasa sus días llenando tazas desganadamente en una cafetería y viviendo en casa de sus padres, quienes para su cumpleaños no tienen mejor idea que regalarle una valija. Allí conserva intacta su habitación de niña, como si su tiempo biológico se hubiera detenido en algún momento de su adolescencia, en lo que es la subtrama más interesante pero más superficialmente trabajada del relato. Pronto se sabrá que su costumbre de salir noche a noche a “cazar” hombres que, al verla borracha, intentan encamarse, es un intento de vengar un hecho del pasado universitario. Una venganza de la que no estarán exentas las mujeres que con su silencio fungieron de cómplices: aunque con especial predilección por los masculinos, Fennell deja en claro que el concepto de villanía está desparramado en todos los personajes. Hasta el interés romántico de Cassie, que inicialmente aparece como excepción a la regla y, por lo tanto, complejiza la hipótesis inicial, termina mostrando la hilacha, dando pie a una secuencia final que, con su negrura doliente, deja flotando la sensación de que la película podría haber sido tanto mejor.
Maria está casada hace 20 años y tiene una vida sexual libre e intensa. El tema es que no la tiene con su marido Richard sino en distintos affaires con hombres generalmente menores que ella, con especial predilección por estudiantes universitarios, como describe la secuencia introductoria de la nueva película del director de Canciones de amor. Pero no es que no lo quiera: para ella -parece- lealtad y compañerismo marchan por carriles separados del de la fidelidad. O al menos así es hasta que una noche siente que llegó el momento de tomarse un tiempo, razón por la que se alquila un cuarto (la habitación 212 del título) en el hotel de enfrente del departamento matrimonial. Lo que inicialmente es un espacio para reflexionar sobre cómo seguir de allí en adelante, termina como un viaje íntimo y fantástico por su vida amorosa y la de su pareja. El acto central de Habitación 212 está integrado por distintos encuentros de Maria (Chiara Mastroianni) con hombres y mujeres pertenecientes al pasado que se materializan en el presente. Es así que desfilan por la pantalla el Richard de 25 años que supo enamorarla, la profesora de piano que fue su primer amor, además de la mamá y la abuela de Maria. A medida que avanzan las charlas sobre el amor, los vínculos, la femineidad y el paso del tiempo, la película va abandonando su tono fresco y su mirada desprejuiciada sobre el sexo y las infidelidades para entrar en un terreno de psicoanálisis colectivo, una relectura sobre los distintos caminos que podría haber adoptado su vida si hubiera tomado decisiones distintas. Un mecanismo circular y, por lo tanto, reiterativo que recién recupera parte de su energía inicial en un desenlace que hace de la magia un motivo festivo, en lugar de un vehículo para mirarse en el espejo.
Menudo desafío se propuso el realizador cordobés Moroco Colman cuando decidió, en 2015, utilizar como materia prima de su segunda película el libro La marca de la bestia, la pormenorizada investigación periodística de Dante Leguizamón y Claudio Gleser sobre la figura de uno de los criminales más tristemente célebres de la provincia del fernet y el cuarteto. Más desafiante resulta hacerlo de manera si se quiere poco ortodoxa para los cánones cinematográficos, despojando las acciones de una motivación y, por lo tanto, volviendo el asunto más incómodo y nada tranquilizador. Es, además, un criminal cuyos delitos se resignifican a la luz verde de la ola que desde hace seis años tiñe las calles de las principales ciudades del país, como se señala algo explícitamente en la escena final. El protagonista de La noche más larga existió y dejó una de esas huellas que marcan un antes y un después en la vida comunitaria. Se cree que Marcelo Mario Sajen violó a más de noventa chicas jóvenes entre 1991 y 2004, siempre en las inmediaciones del Parque Sarmiento de la capital provincial. Muchas de ellas denunciaron y se cargaron sobre los hombros la visibilidad y el avance del caso; otras, la mayoría, por temor, vergüenza o ambas, callaron. La información de contexto aparece en las habituales placas negras con letras blancas al inicio del film, mientras una voz en off femenina sitúa el relato en las inmediaciones del espacio verde más grande de la ciudad. En esa zona y durante la noche cazaba Sajen con un modus operandi descripto a través de un montaje paralelo por el cual lo único que cambia en cada situación son los rostros y nombres de la víctimas: cuando menos lo esperaban, Sajen aparecía por detrás, las apuntaba con un arma y las llevaba hasta una zona oscura.
"Godzilla vs. Kong": titanes en el ring. Las peleas confusas e hipertrofiadas elevan la habitual destrucción de ciudades, toda una especialidad del cine de monstruos, hasta niveles ridículos, sin un atisbo de autoconciencia. Hay películas malas y buenas; sofisticadas y berretas; expansivas e introspectivas, emotivas y desalmadas; bobas e inteligentes. Y después está Godzilla vs. Kong, cuya desidia generalizada la vuelve una experiencia única dentro de una sala oscura, quizás el peor de los regresos posibles tanto para las criaturas como para quienes desde hace más de un año no se sientan en una butaca. Es cierto que unir nuevamente –luego de haberse enfrentado en los ’60– al primate más famoso de la historia del cine con el monstruo de origen japonés suena, en un contexto de remakes, reboots y demás anglicismos, a intento de hacer leña del árbol de la instalación en el público. Nada nuevo bajo el sol, por cierto: si ya se enfrentaron Freddy Krueger con Jason Voorhees (Freddy vs. Jason; 2003) y Alien con Depredador (Alien vs. Depredador; 2004), ¿por qué estos pesos pesados no tendrían su revancha? El problema es que nadie parece haber estado lo suficientemente interesado en sentarse un rato a pensar cómo, de qué manera diseñar este duelo de titanes. Imposible que una embarcación de esta envergadura a la deriva no termine encallando en el menos dragado de los puertos. La culminación de la primera etapa del llamado Monsterverse –el universo compartido que arrancó con Godzilla (2014) y continuó con Kong: La Isla Calavera (2017) y Godzilla 2: El rey de los monstruos– presenta, como Mujer Maravilla 1984, dos películas apelmazadas en una, cada cual con sus protagonistas e intereses particulares. En la Isla Calavera está hace una década la científica Ilene (Rebecca Hall) estudiando el comportamiento del mono y haciéndose cargo de la hija muda de una lugareña, mientras que, en los Estados Unidos, Madison (la estrella centennial Millie Bobby Brown) empieza a desconfiar de la empresa Monarch gracias al podcast de un científico infiltrado como empleado de limpieza hace siete años. No suena muy lógico que un imperio tecnológico no sea capaz de encontrar un audio en internet ni a su responsable. Pero nada aquí es lógico, en realidad: la búsqueda de verosimilitud, de coherencia interna, de una situación como consecuencia de otra anterior y disparadora de una que vendrá, se queda en casa. La cuestión es que en Monarch desarrollaron naves capaces de llegar hasta un lugar cercano al centro de la Tierra, el mismo desde donde creen que hace miles de años surgieron las especies a las que pertenecen Godzilla y Kong. Si uno dialogaba con el desquicio militar pos Segunda Guerra Mundial y el otro funcionaba como metáfora del apetito lucrativo de la humanidad, aquí son reducidos a vecinos enemistados cuyos ancestros se odiaban. Aun sabiendo eso, el jefe –un villano de cartón a cargo del mexicano Demián Bichir– da la orden de llevar al mono hasta la Antártida para que haga de “escolta” de los humanos en su exploración, mientras el lagarto mutante anda muy tranquilo acechando en el océano. A una pelea confusa e hipertrofiada luego le seguirá otra aún más confusa e hipertrofiada que eleva la habitual de destrucción de ciudades –toda una especialidad del cine de monstruos– hasta niveles ridículos aunque sin un atisbo de autoconciencia, todo mientras Madison llega hasta el mismísimo centro de operaciones de Monarch e Ilene descubre que Kong tiene un corazón bondadoso digno de su cuerpo XXL. La ausencia de escena pos créditos permite irse apenas corren las primeras letras blancas sobre fondo negro. Una buena, al menos.
La operación que propone el realizador alemán Martin Schreier en La fábrica de sueños es complicada, por momentos peligrosamente parecida a la de Roberto Benigni en La vida es bella: narrar una fábula old school en medio de un contexto histórico no precisamente sencillo, como fue la división de Berlín con la construcción del muro en 1961. Justo cuando empieza a levantarse, el bueno de Emil (Dennis Mojen, una copia algo más angulosa de Leo Di Caprio en Titanic) consigue trabajo como extra en los famosos estudios de cine Babelsberg, la cuna audiovisual teutona fundada en 1911, donde conoce a una bailarina francesa llamada Milou (Emilia Schüle). Entre ambos inician un inocente juego de seducción que culmina de la peor manera, es decir, con uno a cada lado del muro. Emil aprovecha la confusión generalizada para hacerse pasar por un poderoso ejecutivo, dando luz verde a una faraónica producción sobre Cleopatra cuyo único fin es poder traer al set a Milou como doble de canto de una famosa actriz. Si bien el reencuentro no será como esperaba, la fábrica de sueños del título prenderá sus motores para que todo arribe a buen puerto. Desde sus personajes y su tono edulcorado hasta la majestuosa recreación de época y su idea de cine dentro del cine puesta al servicio de mostrar los engranajes de un gran estudio, la película funciona como una sumatoria de partes destinadas a agradar. Y lo hace. Schreier lima toda posibilidad de cuestionamiento evitando la abyección y los gritos de Benigni y, a cambio, ofrece un cuento de hadas donde todo parece posible, un drama romántico predecible y efímero con algunas pinceladas de humor. Una película de pura superficie que, sin embargo, llena los ojos.
"Mujer Maravilla 1984": dos por una. Las dos películas que hay en "Mujer Maravilla 1984" no se llevan ni bien ni mal entre sí. No se tironean ni pelean por imponerse una sobre la otra. Es una relación cordial por la que van cediéndose el protagonismo, conformando una mixtura de tonos digna de una bipolaridad cinematográfica. Las entradas de los principales complejos de cine en la Argentina cuestan, dependiendo del horario y el tipo de sala, alrededor de un treinta por ciento más que en las vísperas del cierre de marzo del año pasado. No cualquier bolsillo está en condiciones de desembolsar entre 450 y 650 pesos –más de doble si se quiere homenajear al consumo gastronómico de los patos tragando un balde de maíz inflado– por una película. Pero, ¿y si fueran dos por el precio de una? Da la sensación que la directora Patty Jenkins y el séquito de ejecutivos del estudio Warner dueños de la decisión sobre el corte final, para justificar el gasto que supone cada ticket, decidieron que Mujer Maravilla 1984 fuera mucho más que una película. Durante los kilométricos 151 minutos de esta secuela del mucho más fresco film de 2017 ocurre todo lo que puede ocurrir, una acumulación de sucesos que empuja a la progresión dramática a la condición de reliquia, de costumbre de otros tiempos. Todo es por duplicado en Mujer Maravilla 1984: dos villanos, dos protagonistas femeninas y dos secuencias introductorias, una que parece corresponder al relato macro de la saga –es imposible pensar una película de este tipo como objeto autónomo– y otra de menor escala, más cercana al tono retro, de comedia ochentosa con tintes policiales, que abraza el film de Jenkins hasta el Ecuador del metraje. La primera dura diez minutos, es bien grandota, artificial y ofrece planos generales digitalizados con calidad de render: muestra a una jovencita Diana Prince compitiendo en una Olimpiada con obstáculos contra mujeres mucho más grandes que ella. Todo para -claro- aprender que no está bien hacer trampa. Cuál es la relación de todo eso con lo que vendrá después es algo que no parece importar demasiado. La otra transcurre en 1984 y tiene a Diana (Gal Gadot) ya convertida en adulta y heroína anónima evitando el robo a la joyería de una galería por parte de un parte de ladrones no precisamente próvidos para el delito. Lo que intentaban robar era una piedra capaz de cumplir deseos, que luego del golpe fallido es llevada al Smithsonian Museum donde trabaja Diana con la no precisamente popular ni querida Barbara (Kristen Wiig). Las chicas pegan onda, toman unos tragos, Diana la salva de una situación de abuso y ella, enterada de las virtudes de la piedra, pide ser fuerte y sexy como su compañera, quien a su vez desea reencontrarse con su pareja fallecida tiempo atrás. La piedra, como Perón, cumple. Tanto es así que un poderoso empresario petrolero (el ocupadísimo Pedro Pascal, aquí en plan desaforado) con los números del negocio en rojo se fija en ella, completando así el mapa narrativo de un film que desde entonces acompañará a Barbara y Diana en sus periplos. Cada tanto tienden a coincidir en un mismo tiempo y espacio, pero es la excepción antes que la regla. Las dos películas que hay en Mujer Maravilla 1984 no se llevan ni bien ni mal entre sí. No se tironean ni pelean por imponerse una sobre la otra. Es una relación cordial por la que van cediéndose el protagonismo, conformando una mixtura de tonos digna de una bipolaridad cinematográfica. Mientras Barbara va de la invisibilidad al empalague con las mieles de su flamante magnetismo y Diana la pasa bárbaro con su nueva-vieja pareja –quien, rememorando a Ghost, se materializa en el cuerpo de otro hombre–, el petrolero hace de las suyas con el sueño concedido por la piedra. La moraleja es que hay que tener cuidado que lo que se desea, porque puede cumplirse. Chocolate por la noticia.
La vida no es no es nada fácil para Daniel en el reformatorio donde cumple una condena por un crimen cometido años atrás. Nominada al Oscar a Mejor Película Internacional en la edición pasada, Corpus Christi arranca con un brutal plano secuencia –toda una especialidad del cine europeo con pretensiones– que muestra cómo se arreglan las cosas allí entre los jóvenes: a los golpes, con humillaciones tortuosas a espaldas de los guardias. Daniel participa con la complicidad de su silencio, acumulando una rabia que canaliza durante las particulares ceremonias religiosas que propone el párroco del reformatorio. Daniel se siente atraído por el universo católico, tanto como para insistirle al cura por un lugar en un seminario, algo imposible dada la huella en el prontuario que significa su encarcelamiento. Son las vísperas de su salida en libertad condicional, y como único horizonte asoma un trabajo en una maderera ubicada en un pueblo en la otra punta del país. Un pueblo atravesado por una tragedia reciente que dejó como saldo la muerte de varios jóvenes del lugar. Como el párroco local está a la espera de un reemplazo temporal, apenas se asome a la iglesia y le diga a una jovencita que es un cura, Daniel termina haciéndose cargo de las misas y las confesiones. Poco importa que no tengo idea de cómo son los rituales. Lo suyo es un particular método de expiación casi perfomático que incluye gritos y lágrimas. Lentamente irá removiendo las heridas sin cicatrizar de aquel accidente, alterando la aparente tranquilidad de una comunidad que, como le dicen en un momento, intenta salir adelante. La película de Jan Kamasa (el mismo de Hater, estrenada en Netflix el año pasado) es inicialmente tanto o más enigmática que su protagonista (eléctrica interpretación de Bartosz Bielenia). Un relato seco y distanciado, de observación vaciada de emociones, centrado en cómo Daniel va permeando la dinámica colectiva del pueblo, con sus habitantes cargando cruces más pesadas que la del propio Daniel. Una cruz que para él que, con la forma de un hombre vinculado con su pasado que regresa, se hace más insoportable que nunca, poniendo en peligro su nueva vida. Hay dos mitades muy claras dentro de Corpus Christi Una trata sobre la fe, el perdón y el peso de la culpa en un hombre que vive cuestionándose y pregona la puesta en duda por el sentido la existencia, en línea con las muy buenas Calvario y First Refomed. A medida que las secuelas del accidente vayan cobrando protagonismo, el relato vira hacia el policial y la sensación de encierro de Daniel ante las presiones del alcalde para que deje las cosas como están. La película, en sus mejores momentos, es una apasionante reflexión sobre la dualidad, sobre las tensiones entre odio y compasión, entre penitencia y redención. No le hubiera venido mal a Corpus Christi una mayor capacidad de concentración, una voluntad férrea de mantenerse en el lugar de ambigüedad filosófica, algo que deja de lado cuando abrace los tópicos de los policiales y de las situaciones con resonancias sociales.
"La noche mágica", entre la pesadilla y la fábula (anti)navideña El film, que tiene estreno en salas, opta por el camino más ripioso ante cada encrucijada posible. Negrísima durante sus primeros dos tercios, incluye varios pasos de comedia absurda notables. La industria audiovisual argentina sale con los tapones de punta a recuperar el espacio perdido en las salas luego del cierre XXL obligado por la pandemia de Covid-19 con la producción local de aspiraciones mainstream más arriesgada desde La cordillera, de Santiago Mitre. En la película ambientada en una cumbre presidencial en Chile había un arco dramático no conclusivo que coqueteaba con la fantasía oscura y dejaba a aquellos espectadores (mal) acostumbrados a películas cerradas y abrochadas con moñito preguntándose qué era lo que acababan de ver. Las cosas son más unívocas en La noche mágica, menos adaptables a interpretaciones distintas de las que propone el guion escrito a cuatro manos por Javier Castro Albano y Gastón Portal, que aquí hace su debut en la realización de largometrajes luego de décadas dedicado a producción y dirección de contenidos para la pantalla chica. El riesgo surge por oposición: si la búsqueda de masividad se traduce en concesiones, tranquilidad y abstracciones marcianas por las que pocas películas argentinas de esta envergadura parecen transcurrir en la Argentina, La noche mágica opta por el camino más ripioso ante cada encrucijada posible. La película de Portal tiene un tono extrañísimo, partes iguales de pesadilla y fábula (anti) navideña, y propone un menú cuyo postre es una cazuela de incomodidad. Durante los créditos finales, llega el retrogusto con la pregunta por la pertinencia de esa incomodidad: ¿se trata de una consecuencia verosímil del desarrollo narrativo o un golpe de efecto por debajo del cinturón, una manera burda y talibán de autocolgarse el cartel de película que habla de “cosas importantes”? La báscula se inclina hacia la segunda opción, aunque no deja de ser una buena noticia una apuesta de este tipo en un contexto donde correrse de lo esperable, coquetear con el filo de los límites, puede ser castigado con el menosprecio o la cancelación, una tendencia cada vez más peligrosa que abarca desde actrices, actores y directores hasta personajes históricos de la animación (allí está Pepe Le Pew como flamante ejemplo). La incomodidad muestra todos los dientes durante una revelación en el último acto que no conviene contar, más allá de que una imagen previa –bastante subrayada, por cierto– se encargó de encauzar la subjetividad hacia la suposición de que hay otros motivos operando como motor de las acciones de uno de los personajes centrales. Concentradísima en tiempo y espacio -todo transcurre en un par de horas y en una misma locación, un lujoso caserón de San Isidro-, La noche mágica tiene mucho de noche pero poco de magia, al menos para los cuatro protagonistas adultos. No así para la más chica, que ve cómo ante sus ojos se materializa el sueño de todo sub-10: el mismísimo Papá Noel llega hasta su habitación para una visita personalizada en vísperas de Navidad. No puede saber que el hombre de barba y cabellera canosa es un experimentado ladrón de guante blanco llamado Nicola (Diego Peretti). Menos que no fue hasta ahí por ella sino para concretar un atraco y que, en lugar de la chimenea, entró por la ventana de la habitación de papá Juan (Esteban Bigliardi) y mamá Kira (Natalia Oreiro). Pero cuando Nicola asomó al balcón, Kira no estaba acostada con Juan: entre las sábanas retozaba Cachete (Pablo Rago con bigote de camionero redneck yanqui), el mejor amigo de él y padrino de la nena, que ante el arribo prematuro del marido escapa, como típico pata de lana, por la ventana. La secuencia culmina con pareja y amante maniatados en la habitación, y la promesa de Nicola de que todo terminará pronto. Algo que obviamente no ocurrirá, por varias razones. Negrísima durante sus primeros dos tercios, La noche mágica incluye varios pasos de comedia absurda notables, como aquel con una empleada doméstica con características de zombie, y otros a cargo de un Peretti cada vez más infalible en el manejo del humor antigestual, de expresiones mínimas. La última parte queda reservada para un abrupto e inesperado cambio de enfoque y tono, del que cada quien determinará su valía.