Hacía un buen tiempo que no se sabía nada de Raúl Perrone por fuera del circuito de festivales especializados. Pero el realizador de Labios de churrasco, La mecha y 5 pal' Peso vuelve al ruedo en plena pandemia con Corsario, un nuevo eslabón de su larga cadena de películas centradas en la experimentación formal y narrativa que inició con P3ND3J05. Luego de un fallido lanzamiento en salas antes de la cuarentena, Corsario llega ahora directamente a la plataforma de streaming Cine Ar Play Como en aquella monumental película de 2013, Perrone vuelve a focalizar su atención en los jóvenes de su lugar en el mundo, Ituzaingó, donde imagina a un director de cine abiertamente inspirado en Pier Paolo Pasolini encabezando un casting para un próximo proyecto. Uno a uno irán pasando chicos y chicas para leer un poema del escritor y director Dylan Thomas, todo ante la atenta mirada de un realizador ficticio que, finalmente, termina saliendo a las calles para observar por sí mismo la juventud mientras en off se escuchan los versos de poemas que tranquilamente podrían pertenecer a su pluma. Perrone elige filmar con una cámara estenopeica –es decir, sin lente ni foco– realizada especialmente para la ocasión, dando como resultado una imagen granulada y fantasmal. Se trata de una búsqueda acorde a la última década de su prolífica carrera, dedicada casi íntegramente a abordar el carácter espectral del cine y de las criaturas que lo pueblan. Y al igual que gran parte de estas películas, el núcleo más interesante pasa justamente por el carácter libertario de una propuesta tan inclasificable como su director.
La maldición del guapo es una película que, por sus modos de pensar, entender y ejecutar el cine, nació vieja, como si se tratara de algún proyecto pensado en la década de 1980 y desempolvado recientemente vaya uno a saber por qué. Sin embargo, a diferencia de casi siempre, la vejez no implica falta de frescura. Al contrario: lejos de la solemnidad o de las grandes frases sobre la vida que suelen atravesar varias películas de Beda Docampo Feijóo, su último trabajo es una comedia leve y efímera sobre ladrones y estafadores, pero sobre todo sobre padres e hijos. El protagonista es Humberto (Gonzalo de Castro), un hombre bajo cuya galantería esconde un pasado de estafador y una condena a varios años de prisión en Buenos Aires, donde conoció a una mujer con la que tuvo un hijo al que prácticamente desconoce. Ya radicado en España y alejado (al menos un poco) de la vida delictiva, Humberto recibe la inesperada visita de ese muchacho (Juan Grandinetti), que lo detesta pero no puede evitar recurrir a él ante la necesidad de conseguir varios miles de euros para solventar unas piedras preciosas robadas por unas clientas de la joyería donde trabaja. Ese pedido asoma como una oportunidad para intentar recomponer un vínculo aquejado por el tiempo y la distancia, pero también por las actitudes del pasado. Lo que al principio es frialdad y pase de facturas, lentamente se convierte en un duelo dialéctico de alta intensidad entre esos dos hombres que compartirán fiestas y charlas, descubriendo que en el fondo no son tan distintos como pensaban. Que nadie espere una comedia renovadora ni mucho menos trasgresora. Lo que hay es una amable fábula sobre el amor, la lealtad y los vínculos familiares con un humor algo apolillado aunque eficiente en sus módicas intenciones y, sobre todo, una indudable química entre Grandinetti –perfecto en su decadente galantería y con un acento español tan logrado que ni se nota- y de Castro. Los afilados diálogos entre ambos son, por lejos, el punto más alto de una película con más virtudes que errores.
Jimena Monteoliva debutó en la realización de largometrajes con un muy interesante thriller psicológico llamado Clementina (2017), centrado en una mujer que, en la inmensidad de su casa, planea una venganza contra un hombre golpeador. Todo allí era asfixia y encierro, opresión y soledad. Esa perspectiva de género con tintes pesadillescos vuelve a estar presente en Matar al dragón, uno de los estrenos de esta semana. Los ecos de las fábulas infantiles oscuras –hay algo de versión retorcida de Hansel y Gretel– resuenan en la cabeza frente a una historia cuyos protagonistas son dos hermanos separados desde la infancia. La menor, Elena, queda confinada en una cueva donde lleva una vida miserable junto a un delincuente, mientras que Facundo sigue adelante como puede. Un tiempo después, cuando Facundo (Guillermo Pfening) ya tiene una familia, reaparece Elena (Justina Bustos) con magullones y heridas por todo el cuerpo. Más allá de las miradas de reojo de la esposa de Facundo, Elena termina viviendo con ellos en el enorme caserón campestre. No pasa mucho tiempo hasta que las cosas se enrarecen con la aparición de hombres ominosos que parecen seguir la huella de la mujer, aterrando a una familia a priori desconcertada ante el nuevo escenario. Qué ocurrió durante su cautiverio es, en principio, uno de los enigmas centrales que el film irá resolviendo a medida que avance el metraje. La claridad de la casa y la oscuridad de la cueva confrontan de manera alevosa, convirtiéndose así en una metáfora religiosa algo obvia. Si bien no alcanza el grado de sutileza de Clementina, Matar al dragón encuentra sus principales puntos de interés en una correcta ambientación (la mugre de la cueva se impregna en la piel) y algunos momentos de tensión muy bien ejecutados por Monteoliva, una atendible directora dentro del panorama del cine de género nacional.
“Busco una narrativa que cuente poco pero haga sentir mucho”, explica la directora ecuatoriana Ana Cristina Barragán en las notas de prensa de su ópera prima, Alba, que luego de un agitado recorrido por festivales de cine de todo el mundo desembarca en la plataforma Puentes de Cine. Sobre esa primacía de lo sugerido por sobre lo enunciativo se construye esta historia de iniciación centrada en una nena cuya vida da un inesperado giro de 180 grados. Alba tiene 11 años, es silenciosa y amante de los animales pequeños, un gusto que no parece casual en alguien con enormes dificultades para vincularse con sus pares. Vive junto a su madre, quien a raíz de un grave problema de salud debe pasar varias semanas internada, obligando a Alba a mudarse temporalmente con su padre, un hombre a quien prácticamente no conoce. Desde ya que las cosas no serán nada sencillas para esa joven tímida y con un mundo interior complejo y cargado de emociones, así como tampoco para ese padre al que no todos los denodados intentos por comunicarse con ella dan resultado. La cámara de Barragán, pegada durante casi toda la película a Alba (gran trabajo de Macarena Arias), es el indicio formal más visible de la cercanía emocional entre directora y protagonista. La realizadora ecuatoriana respeta a rajatabla los sentimientos de esa chica frágil y misteriosa que, en medio de una crisis familiar, afrontará también los primeros escarceos con la sexualidad y el universo adulto. El resultado es film pequeño y emotivo, hecho con silencios y miradas antes que palabras, que registra con sutiliza las complejidades inherentes de esa aventura diaria que es crecer.
Los trabajos y los días fue el proyecto ganador del concurso 25 años de creación en la categoría Historia del CETC. Si bien se trata de una iniciativa de la entidad cuyo funcionamiento opera como objeto de estudio, la brevísima película del director de Sábado, Los suicidas, Las Vegas, Adán Buenosayres: la película y Victoria está muy lejos de los tópicos y las taras habituales de los documentales “oficiales”. Sucede que a Juan Villegas le interesa menos la mera enunciación de datos que el minucioso registro del día a día de lo que ocurre en las instalaciones del Centro de Experimentación del Teatro Colón, cuya fundación fue motorizada principalmente por su primer director, el pianista y compositor Gerardo Gandini. De allí, entonces, que Los trabajos y los días empiece y culmine con dos fragmentos de Esas cuatro notas (2004), de Rafael Filippelli, que tienen a Gandini sentado ante su instrumento. Ambas secuencias son las únicas que podrían catalogarse como homenaje. Por fuera de eso, Villegas apuesta por una cámara fija y una búsqueda de transparentar el dispositivo para filmar los engranajes que hacen funcionar esta institución (¿alguien dijo Frederic Wiseman?), todo en el marco de los ensayos de una puesta del concierto In nomine lucis. Villegas muestra las situaciones que enfrentan los trabajadores del lugar de cara a la puesta. Situaciones que siempre son solucionadas. Hay, entre otras cosas, preguntas de un músico sobre si su instrumento estará seguro, dudas sobre cuál es la mejor tonalidad para la iluminación o cómo conseguir determinados elementos para la sala. “Una institución es una idea llevada a la práctica”, dice una de las entrevistadas en off, mientras la imagen muestra a un grupo trabajando. De la distancia que va del dicho al hecho se ocupa este documental tan pequeño como valioso.
La conquista de las ruinas es una película coral, filmada en blanco y negro, que transcurre en distintos lugares de la región, desde el delta del Paraná hasta la Patagonia andina, pasando por Bolivia y la Ciudad de Buenos Aires. Allí el director boliviano Eduardo Gómez encuentra varios personajes a través de los cuales tematiza la relación entre el ser humano y su entorno. Una relación no precisamente armoniosa, más bien lo contrario. Así lo demuestra, por ejemplo, el minero que trabaja en una cantera y el obrero boliviano que se desloma en obras en construcción de la Ciudad, así como también un arqueólogo que ve cómo gran parte de los tesoros naturales patagónicos caen en las manos incorrectas y dos hombres de una comunidad aborigen que observan con tristeza como la urbanización desmesurada avanza en la zona de Tigre. Sus historias personales se entrelazan con las distintas maneras de pensar el mundo. Todos coinciden en señalar la tensión entre naturaleza y urbanidad, punteando así un estado de situación por el cual los recursos de la tierra terminan abocados al lucro. Si bien es un tema abordado por varios documentales en los últimos años, Gómez logra darle a su film un vuelo propio gracias a una mirada personal y una capacidad para vincular lo abstracto con lo material.
Lo más sobresaliente de Ecosistemas de la Costanera Sur es su carácter de rareza. Fabián Arenillas es el primer actor que aparece en escena. Lo hace comiéndose un choripán en los clásicos carritos del lugar mientras, entre bocado y bocado, cuenta brevemente su historia: la importancia social, los proyectos faraónicos de la dictadura y su actual carácter de reservorio verde a la vera de una ciudad cada vez más cubierta de cemento y ladrillos. Es, quizás, lo más parecido a una secuencia “convencional” que entregará el film durante sus poco más de 70 minutos. La idea central, según cuenta en off el propio realizador, era hacer una película sobre esa zona de la Ciudad de Buenos Aires, aunque no de la manera tradicional (“Toda la información está en Wikipedia”, dice), sino a través del cine. Es, entonces, un documental sobre la Costanera pero también uno sobre el propio documental, en línea con varios títulos recientes que siguieron un recorrido narrativo similar. A las reflexiones sobre la realización se suma una serie de subtramas que intentan narrar la Costanera recurriendo a microhistorias vinculadas con el cine y casi siempre a través del humor, como si la propia película asumiera su condición de juego, de experimento. Habrá una sobre la realización de un film de terror de bajísimo presupuesto –y la relación entre el director y su novia actriz-, otra que aborda las historias las algunas construcciones clásicas y uno con eje en el formato Súper-8 con una suerte de backstage de un corto experimental filmado por Paulo Pécora. Lo particular de Ecosistemas de la Costanera Sur es la libertad absoluta con que se aproxima a su objeto de estudio. El problema es que esa libertad coquetea por momentos con lo caprichoso y arbitrario, volviendo la película algo caótica cuando sale de su cauce. No obstante, el nuevo trabajo de Matías Szulansky -que ya mostrado una voz particular en Astrogauchos- es una apuesta por el riesgo en un contexto donde los documentales suelen contentarse con fórmulas seguras.
¿Hay alguna forma de representación cinematográfica de la Triple Frontera que vaya más allá del narcotráfico y cuanto delito exista? Si la hubiera, no es precisamente el caso de Agua dos porcos, una coproducción entre Brasil y la Argentina centrada en las vivencias de un ex policía devenido detective privado (Roberto Birindelli) que llega hasta allí para investigar un crimen bajo el cual se esconde una intrincada red de secretos y delincuencia. Que el detective sea alcohólico, fumador y tenga una pésima relación con su hija adolescente -con quien se comunica a través de una identidad falsa en redes sociales- es la punta del iceberg de los lugares comunes que pueblan las casi dos largas horas de una trama que cruza trata de personas con sexo, corrupción policial e incluso pedofilia (el protagonista se acuesta con una mucama menor de edad). Agua dos porcos intenta inscribirse sin suerte en la línea de relatos realistas con aires de denuncia, pero es víctima de esos estereotipos que supuestamente quiere combatir.
París representa la tierra prometida para un sector importante de la intelectualidad argentina. Fue en el Barrio Latino de la capital francesa donde, a principios de la década de 1980, el músico Edgardo Cantón y otros 23 artistas abrieron la tanguería Trottoirs de Buenos Aires, un espacio que supo albergar no solo a los grandes referentes de la música rioplatense, sino también a aquellos exiliados en busca de un refugio espiritual para soportar el destierro. El actor Jean Pierre Noher (nacido en París pero instalado en la Argentina a los tres años) viajó hasta allí para indagar en la historia del lugar en particular y la relación entre el tango y la ciudad en general, en un documental dirigido por Costantino (el mismo de Buen día día, sobre Miguel Abuelo; e Imágenes paganas, sobre Federico Moura) más interesante en su planteamiento que en su desarrollo. Se trata del típico exponente de cabezas parlantes e imágenes de archivo que cuenta con testimonios de músicos y artistas de renombre como Jairo y Susana Rinaldi, pero que no logra construir un relato sólido con su materia prima. El resultado es una película-paseo, y no mucho más.
Como aquel impensado éxito comercial que fue Abzurdah, Yo, adolescente está basada en un libro escrito al calor del fuego de la juventud. El autor es el hoy periodista, conductor televisivo y músico Nicolás "Zabo" Zamorano, quien en 2005 empezó un diario personal en Fotolog cuyas entradas, años después, se compilarían en un único volumen impreso. Allí registraba con crudeza las implicancias de ser joven en Buenos Aires en un contexto atravesado por los ecos del incendio del boliche Cromañón. Zabo (Renato Quattordio) está en la etapa final del secundario, lidiando con las responsabilidades académicas pero también intentando descubrir su camino. Un camino ripioso, de muchas dudas y pocas certezas, en donde la identidad empieza a adquirir una forma definitiva. Pero lo que se propone romper los lugares comunes de la mirada adulta sobre la adolescencia termina convirtiéndose en una película llena de golpes bajos, con actuaciones desparejas y una profundidad digna de alguna tira de Cris Morena. Todos los chicos y chicas de la película de Lucas Santa Ana están preocupados por el sexo y las drogas. Y deprimidos. Zabo, por ejemplo, es perseguido por el recuerdo de un amigo que se ha suicidado recientemente, al tiempo que empieza una relación con una chica unos años mayor (Malena Narvay). Lo que hasta allí es un relato de iniciación muta por una sucesión de escenas forzadas por un guión más preocupado por generar conciencia que por lo cinematográfico. Está buenísimo hablar sobre los problemas de los adolescentes, pero una película así no parece la mejor manera.