El hombre araña sale de paseo Mientras enfrenta a un nuevo villano, el superhéroe de Marvel más trajinado sufre penas de amor y recorre Europa en plan turístico. Hay vida después de Avengers en el mundo de los encapotados. Pasaron apenas dos meses y medio del cierre a toda orquesta que fue Engame para que el Universo Cinematográfico de Marvel (MCU, por sus siglas en inglés) contraataque con las coordenadas principales de lo que vendrá. Que este nuevo comienzo tenga como protagonista a Spider-Man –el personaje más rebooteado en lo que va del milenio, con tres actores distintos interpretando al tímido y algo torpe Peter Parker– habla del rol central que ocupará de aquí en adelante, algo que ya se vislumbraba con el virtual nombramiento de “heredero” que había recibido de parte de Tony Stark, uno de los miembros del grupo original caído en desgracia luego de las fechorías del malvado Thanos en los que hasta ahora eran los dos últimos títulos del MCU. Con Tom Holland en la piel del hombre arácnido por quinta vez, Spider-Man: Lejos de casa funciona como película de transición, lo que se traduce en una simpleza narrativa que Marvel parecía haber olvidado. El síntoma más visible de esa simpleza es la voluntad del realizador Jon Watts (guionista de la entrega anterior de Spider-Man) de hacer un relato autónomo. O al menos todo lo autónomo que puede ser el 23º título de una saga cuyo alcance crece tanto como una enredadera en primavera. Como si se quisiera dar una vuelta de página lo más rápido posible a todo lo anterior, Lejos de casa da cuenta del actual contexto mediante un fragmento del noticiero realizado por dos compañeros del secundario de Parker. En esa introducción queda claro que las cosas son distintas desde que Thanos hizo desaparecer a la mitad de la población del mundo por la maquiavélica razón de que “sobraba gente”, pues aquellos que se volvieron polvo en Infinity Waradquirieron nuevamente una forma corpórea ocho meses atrás, luego de cinco años de haber estado vaya uno a saber dónde. Al acto de haber regresado se lo denomina aquí “blipear”, una acción que realizaron varios compañeros de Parker. Es distinta también porque varios de los Avengers originales ahora están “fallecidos, pero no olvidados”, tal como afirma la joven presentadora del noticiero escolar. En medio de eso aparece en México un “ciclón con cara” que enciende la luz de alerta de Nick Fury (Samuel L. Jackson). Quien salva las papas es Misterio (Jake Gyllenhaal), un superhéroe proveniente de un planeta Tierra que no éste sino el de una realidad paralela. Allí, afirma, le tocó enfrentar a cuatro criaturas compuestas por los componentes elementales: aire, agua, tierra y fuego. Pudo vencer a las tres primeras; a la última, en cambio, no. Toda esa trama superheroica –mucho más directa, menos enrevesada y autorreferencial que lo habitual– se desarrolla en paralelo a otra centrada en los avatares de la adolescencia de Parker, que a modo de cierre del secundario se va de viaje por Europa con sus compañeros, incluyendo a MJ (Zendaya), la chica que le gusta pero no se anima a decirle nada. La idea de Parker de que ambas identidades no se intersecten sirve de puntapié para algunos pasos de comedia de enredos que Watts maneja con ese profesionalismo despersonalizado propio de toda la filmografía de Marvel. Un profesionalismo no exento de babeo turístico durante los paseos por ciudades como Venecia, Londres, Praga y Berlín. Entre esas postales se desarrolla el arco dramático de un protagonista que aceptará su destino. El resto es fórmula conocida: secuencias de acción a gran escala; un villano sin muchos matices pero que, a diferencia de los anteriores, no busca destruir el mundo sino venganza; y una escena pos créditos que muestra que los Avengers, aunque con nuevas caras, todavía tienen kilómetros de hilo en el carretel.
Las cosas no andan nada bien para Mario. Luego de dos décadas de un matrimonio feliz, este hombre cincuentón debe enfrentar no solo el dolor, la culpa y la tristeza por una separación en principio transitoria, sino también la crianza de dos hijas adolescentes con problemas propios de esa etapa de la vida. Entre el deseo de independencia de la mayor y el primer desplante amoroso de la menor, Mario realizará un tortuoso aprendizaje sobre la paternidad, los vínculos y la responsabilidad. Mario (Bouli Lanners) no se opone a la partida de su esposa Armelle (Cécile Remy-Boutang), aunque sí le pide que por favor vuelva cuanto antes. Sabe que su fuerte no es el trato con sus hijas ni muchos menos los quehaceres domésticos diarios. Deseoso de recomponer la relación, empezará a tomar clases de actuación en el mismo teatro donde trabaja su mujer, en lo que es una excusa obvia para cruzársela. Un cruce que ella evitará a toda costa, obligando a su ¿ex? a enfrentar a una realidad indeseada. La primera película en soledad de la directora y guionista francesa Claire Burger -que, según dice, se basó en su propia experiencia- muestra el día a día de la nueva vida de Mario. Una rutina compuesta básicamente de un trabajo monótono en una oficina de migraciones, sus flamantes clases de teatro (en las que surgirá un nuevo aunque predecible interés romántico) y el trato con sus hijas. No la tendrá nada fácil lidiando con Frida (Justine Lacroix), de 14 años, y Niki (Sarah Henochsberg), de 18, quienes optaron por quedarse con él. El verdadero amor alternará algunos momentos dramáticos –especialmente en lo que refiere al vínculo con las hijas– con otros de notable ternura y sensibilidad, como aquellos en los que Mario se abre a sus propios sentimientos. Es cierto que algunas subtramas no terminan de explotar (la identidad sexual de Frida, la situación amorosa en el teatro), pero así y todo Burger logra un relato madurativo absoluto: maduran las hijas enfrentándose por primera vez a problemas de “adultos”, madura Mario reconociendo sus debilidades y fortalezas, y madura Armelle dándose cuenta de que la idea de familia no implica necesariamente compartir un techo.
“Annabelle 3”, más de la misma receta El conjuro es una de las franquicias más inesperadas de los últimos años. Estrenada en 2013, la primera película giraba en torno a uno de los casos de actividad paranormal solucionados por los demonólogos Ed y Lorraine Warren, y fue un éxito inmediato. Hablar de “éxito” en el Hollywood actual es hablar de universos expandidos, secuelas, precuelas, spin off y demás, algo de lo que El conjuro se hizo cargo creando también una saga paralela alrededor de Annabelle, la muñeca poseída que disparaba fenómenos sobrenaturales. La criaturita de plástico funge aquí como “solista”, capaz de generar todos los males atrayendo espíritus que encontrarán en ella un canal para poseer humanos, tal como explican los Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga) en una de las escenas iniciales. Por esa razón no la rompen: las consecuencias podrían ser peores. Las cosas se complican cuando los enormes ojos pintados de celeste de Annabelle se posen en la hija del matrimonio. La ópera prima de Gary Dauberman remite a otras épocas del cine de terror. Aquí la referencia son los ‘90, más precisamente Scream. O al menos eso se desprende de la larga introducción que muestra la dinámica entre dos amigas adolescentes, coqueteo con un cajero de supermercado incluido. Desde ya que encarnan los arquetipos de este tipo de relatos: una es rubia, algo tímida, responsable y bondadosa; la otra, morocha, irreverente y explosiva. Ambas quedarán al cuidado de la hija de los Warren en el caserón familiar que incluye un sótano repleto de objetos tan malditos como para que una vez por semana venga un cura a exorcizarlos. Cuando una de ellas no tenga mejor idea que husmear y abrir la puerta del mueble donde reposa la muñeca, Annabelle 3 dejará de lado su pátina noventosa para abrazar los tópicos habituales del terror contemporáneo. Poco hay de novedoso en el largo recorrido de esas tres chicas en busca de la supervivencia, ni en la forma reglamentaria y despersonalizada con la que Dauberman genera sustos en los espectadores. Con más golpes de sonido que enrarecimientos climáticos y la búsqueda de impacto como norte, Annabelle 3 se convierte en un producto igual a tantos otros que circulan semana tras semana.
Lo que fuimos es una película altamente combustible, casi una invitación a incendiar la pantalla con lugares comunes y golpes bajos: un paso exitoso por el Festival de Sundance, una enfermedad degenerativa, una familia disfuncional, dos hijos con relaciones amorosas problemáticas y atravesados por la soledad, y hasta una nieta adolescente en plena crisis vocacional. Sin embargo, durante gran parte de su metraje, el debut en la realización de Elizabeth Chomko –que se basó en hechos reales ocurridos con su madre para escribir el guión– se mantiene sobre los carriles de la sutileza y la sobriedad. En la primera escena, Ruth (Blythe Danner) sale de su casa en camisón en pleno tormenta de nieve y sin rumbo definido. Una llamada a Bridget (Hilary Swank), quien vive hace años en la otra punta de Estados Unidos, la obligará a volver a sus pagos junto a su hija Emma (Taissa Farmiga) para reunirse con su hermano Nicky (Michael Shannon) y el padre de ambos, Bert (Robert Forster), primero para buscarla y luego para decidir cómo continuar de allí adelante. Sucede que Ruth padece un Alzheimer avanzado y a su marido, más allá de los esfuerzos, le resulta imposible controlarla. Claro que después de 60 años juntos será muy difícil que acepte internarla en un geriátrico. Imposible no prender las luces de alerta ante ese panorama, pero Chomko toma dos buenas decisiones. La primera es eludir el dramón familiar facilista matizando el dolor del entorno ante la enfermedad degenerativa con bienvenidas dosis de humor negro (todo lo contrario a la circunspección desgarradora de Siempre Alice, otra película con el Alzheimer como disparador dramático). La segunda es dirigir a sus actores de forma tal que la distancia emocional que hay entre los personajes vaya diluyéndose a medida que compartan tiempo juntos. Lentamente irán tornándose más complejos y sus conflictos, aunque mil veces transitados (relaciones amorosas infelices, presiones familiares, la irreverencia de la adolescente), adquirirán matices y una profundidad poco habitual en este tipo de películas. Con un elenco impecable encabezado por Hillary Swank (la actriz contemporánea con dos Oscars menos conocida de Hollywood) y el siempre extraordinario Michael Shannon, Lo que fuimos pierde parte de su potencia cuando, sobre el final, incluya varias golpes de guión precipitados. No obstante, el resultado es un retrato sobre los vínculos tan noble como desgarrador, un relato madurativo en el que los integrantes de esa familia aprenderán a (con)vivir con la realidad que les toca.
Toy Story 4: juguetes que no se oxidan La saga Toy Story es la crónica de un crecimiento. A lo largo de los 25 años que separan la primera de esta ¿última? entrega crecieron sus personajes humanos y el público, pero también un estudio que durante ese periodo ha moldeado el inconsciente colectivo de una generación –y más también– y desarrollado avances técnicos impensables a mediados de los ‘90. Basta ver en la primera escena los detalles del agua, ese elemento históricamente imposible de animar, para comprobar el grado de realismo que el equipo del velador saltarín fue capaz de lograr. Ese fragmento inicial funciona, a su vez, para mostrar quién será el gran protagonista del relato. Todo arranca en medio de una tormenta durante la que se pierde un autito. Si bien el rescate es conjunto –el trabajo comunitario y colaborativo es un elemento fundante de la saga–, quien se lleva los laureles es Woody, ese vaquero que supo ser el juguete predilecto de Andy y ahora está al servicio de su hermana menor. De servicios, maduraciones y grupos habla esta despedida que, ahora sí, parece definitiva. Toy Story 3 culminaba con Andy partiendo a la universidad no sin antes dejarle todos sus juguetes a la pequeña Bonnie. Era, pues, una forma de aceptar el fin de la infancia, a la vez que el reconocimiento de Pixar del fin de una etapa creativa: no parece casual que el nivel de una buena parte de sus películas posteriores haya estado por debajo de la media histórica, ni que le siguieran varias secuelas (Buscando a Dory, Cars 2 y 3, Monsters University) que perdían la chispa de las originales. Ese espíritu de cierre también mueve los hilos de una película que funge como espejo de TS3, en tanto quien cierra las cosas aquí es Woody. El problema con esa búsqueda es una tendencia a la autorreferencia que convierte a TS4 en un producto diagramado de punta a punta con la idea de saciar a sus fans. Disney, entonces, aplicando la misma receta que en la unidad de negocios del cine de superhéroes y apostando, como los políticos de cara a las elecciones presidenciales, a su núcleo duro. Opera prima de Josh Cooley, uno de los tantos miembros del Departamento de Arte que asciende escalafones dentro de Pixar, Toy Story 4 transcurre poco tiempo después de la película anterior y encuentra a Bonnie a punto de enfrentar su primer día en el jardín. Un momento de angustia que el siempre gentil Woody intentará paliar acompañándola dentro de su mochila sin que ella lo sepa. Ángel protector con sombrero en lugar de alas, el vaquero con la inconfundible voz nasal de Tom Hanks (en la versión no doblada, claro) le sirve en bandeja los materiales para crear un nuevo juguetito llamado Forky. Su diseño es básico: una cuchara de plástico, bracitos de alambre recubierto con lana, ojos asimétricos y dos pedazos de palito de helado como pies. Lo que no es básico es el progresivo aumento de su importancia dramática, así como tampoco un cambio de personalidad que va de autopercepción de desecho (Woody sacándolo una y otra vez de la basura es uno de los momentos de comedia física más logrados del año) a la aceptación de un rol dentro del grupo, del menosprecio a la seguridad aun ante sus debilidades. En ese sentido, la capacidad de Pixar de darle rasgos definidos y gramaje emocional a sus personajes a través de situaciones minúsculas se mantiene inalterable. El acto central y desenlace transcurren en un viejo parque de diversiones en el que Woody y compañía se cruzarán con nuevas criaturas –vale destacar el motoquero con la voz de Keanu Revees, quien está a un par de películas de convertirse en una parodia de sí mismo, en la línea de Nicolas Cage– atravesarán varios enredos. Demasiados, podría decirse, en tanto por momentos el guión apuesta más por la peripecia que al crescendo dramático. No obstante, TS 4 entrega varias de esas secuencias de emoción genuina que solo Pixar sabe generar. Desde ya que la emotividad estará ligada a la subjetividad de cada espectador, pero se recomienda llevar pañuelos ante el potencial diluvio de lágrimas durante la última escena.
El 26 de noviembre de 2008 no fue un día más en Bombay. Aquel día la ciudad más populosa de la India fue sede de una serie de 12 ataques terroristas perfectamente coordinados por un grupo islamita que dejó como saldo 173 muertos y más de 300 heridos. Durante horas hubo disparos a quemarropa y granadas en estaciones de trenes, restaurantes, sedes policiales y hoteles cinco estrellas, entre ellos el Taj Mahal Palace & Tower. Hotel Mumbai: El atentado se propone recrear lo sucedido durante el ataque a uno de los hospedajes más emblemáticos de esa ciudad. La estructura narrativa es conocida: todo arranca con los preparativos de los terroristas, a quienes coordina una voz anónima en el teléfono, para luego pasar a una presentación rápida de los huéspedes (un matrimonio con su hijo, un poderoso empresario ruso, un pareja de mochileros) y empleados (el chef principal, el camarero interpretado por Dev Patel) que servirán de hilos conductores del relato. El realizador Anthony Maras intenta imponer un sentido realista, casi testimonial, a lo que muestra. De allí que intercale imágenes de archivo de noticieros al andamiaje ficcional. El australiano parece haber visto toda la filmografía de Kathryn Bigelow y Paul Greengrass antes del rodaje. De ellos –especialistas en narrar situaciones violentas concentradas en tiempo y espacio– toma el pulso a la hora de filmar las escenas de acción mediante un registro urgente, de cámaras en movimiento constante, para mostrar lo que va sucediendo en los distintos ambientes del hotel. En ese sentido, Maras y su coeditor Peter McNulty suman un poroto a favor logrando sostener la atención durante dos horas. El problema con esa búsqueda de realismo es que no se lleva del todo bien con la concepción de héroe que propone la película, así como tampoco con algunos diálogos altisonantes dignos del mainstream más moralista. Si bien Maras tiene la decencia de no juzgar a los terroristas, a quienes ubica no en un lugar de víctimas, pero sí de pobres tipos lobotomizados por el fanatismo religioso, hay en los empleados una bonhomía intransigente que los emparenta más al John McLane de Duro de matar que a un grupo de civiles sometidos a circunstancias extraordinarias, lo que le da a Hotel Mumbai: El atentado un sentido época tan potente como innecesario.
El sueño dentro del sueño La máquina de escupir productos de terror en serie no conoce fronteras geopolíticas ni mucho menos barreras idiomáticas. Desde Rusia, pero sin amor, llega esta película igual a tantas otras de Hollywood que se estrenan semana tras semana en la cartelera comercial argentina, con la única salvedad que aquí se habla la lengua de Lenin en lugar de la Washington. Si hasta el título local es fácilmente intercambiable con cualquiera de ellas, acentuando desde el vamos el carácter genérico y despersonalizado de una propuesta que gira alrededor de la suerte una chica que, para variar, es perseguida por los traumas del pasado y una de esas criaturas mitológicas digitales que se han vuelto en las villanas por excelencia del género en el siglo XXI. Esa chica se llama Svetlana y es hija de una mujer fallecida -del papá no se sabe, ni se sabrá, nada de nada- en dudosas circunstancias el día de su nacimiento, exactamente veinte años antes del inicio de las acciones. La misma noche que sopla las dos decenas de velitas, su hermano no tiene mejor idea que tirarse de cabeza por la ventana del departamento con ella como testigo: linda manera de arrancar la década. Con una serenidad inédita para quien queda sin familia en la adolescencia, Svetlana empieza a hurgar en los cuadernos con anotaciones personales de su hermano, a quien se ve que le encantaba escribir. En esas hojas encuentra descripciones pormenorizadas de varios trastornos que no lo dejaban dormir en paz. Trastornos causados menos por el stress que por un diablo sin rostro que habita el terreno de los sueños y tiene la capacidad de controlar el cuerpo de quien lo invoque. De allí que, tal como le dice un somnólogo, ese diablo sea idolatrado por varios cultos satánicos y sectas. La propuesta del especialista para superar las pérdidas es someterse a un sueño lúcido cooperativo: algo así como soñar despierto, y con conciencia de estar haciéndolo, junto a otras personas que a su vez pueden intervenir tanto en el sueño propio como en los ajenos. El acto central de Pesadilla al amanecer transcurre íntegramente dentro del hospital donde ella, otra mujer y dos hombres se prestan a la experiencia colectiva. Una experiencia que, lejos de aplacarlos, aumentará los problemas, en tanto cuando despierten les resultará imposible disociar realidad de imaginación, lo consiente de lo inconsciente. Lentamente cada uno irá perdiendo la cordura mientras se enfrentan a situaciones relacionadas con el pasado, lo que le permite al realizador Pavel Sidorov abrazar el terror psicológico y entregar varios sustos de rigor, construidos a puro golpe de sonido. No conforme con abrazar esos facilismos, el ruso intenta dar vuelta como una media todo lo anterior recurriendo al viejo truco del sueño dentro del sueño. Un truco elevado a la enésima potencia, tal como demuestra la sucesión de media decena de “despertares” de Svetlana de los últimos minutos. Y es muy probable que siga despertando: la última escena deja abierta la puerta para una secuela.
La atracción de los opuestos La comedia romántica de Jonathan Levine abraza tanto la sátira política como lo más chabacano de la Nueva Comedia Americana. Por su dinámica interna y la relación directa entre efectividad y talento de quien la ejerce, la comedia es tierra fértil para los personajes-franquicia; esto es, para que actores y actrices encuentren una zona de confort y, una vez allí, interpreten personajes similares, con apenas algunas modificaciones acordes a las necesidades de cada guión. A esa nómina –que integran desde los hermanos Marx y Peter Sellers hasta Adam Sandler, Jim Carrey, Will Ferrell y Melissa McCarthy– pertenece Seth Rogen, quien desde su irrupción en la serie Freaks and Geeks viene depurando su arquetipo de gordito gritón, simpático, bonachón, no muy ducho con las mujeres, fumón, muy amigo de sus amigos y medio adolescente, que dice lo que piensa sin pensar lo que dice. El problema con estos personajes es el riesgo de que imanten todo lo que hay alrededor hasta convertirlo en una pieza más a su servicio. Ni en tus sueños se balancea sobre ese abismo, oscilando entre allanarle el camino para que desate su humor arremolinado y veloz –toda una marca de su procedencia del stand up– y limitarlo para que la película que asoma entre los pliegues de su unipersonal funcione. El encargado de regular la cuerda es Jonathan Levine, el mismo que saltó del indie a los grandes estudios con 50/50, aquella comedia centrada en la relación entre un joven con cáncer y su mejor amigo, obviamente interpretado por Rogen. Como allí, los componentes principales de Ni en tus sueños no son a priori los más indicados para una comedia. Menos aún para una que se permita dosis de zarpe –ver la escena de la eyaculación facial filmada desde la notebook– que no se veían en los cines argentinos desde ¿Quién mató a los Puppets?. En ese sentido, la principal operación de Levine consiste en amalgamar esos ingredientes diversos sin que se note, dando como resultado una comedia romántica que abraza tanto la sátira política como los gags gruesos del ala más chabacana de la Nueva Comedia Americana. Ala de la que Rogen es uno de sus rostros emblemáticos. Ese rótulo queda nuevamente validado con Fred Flarsky. Su flamante criatura es un periodista de un medio digital que acaba de ser comprado por un magnate que se mueve en las altas esferas del poder. Si hasta tiene contacto directo con el mismísimo presidente de los Estados Unidos (Bob “Saul Goodman” Odenkirk), un tipo frívolo y con pocas luces proveniente de la actuación que recrea diálogos de sus trabajos en su despacho mientras piensa muy seriamente en no presentarse para un segundo periodo en la Casa Blanca porque quiere volver a los sets. Una referencia ineludible a Donald Trump, con la salvedad que su álter ego ficticio se rodea de un equipo técnico y político próvido. De ese grupo sobresale la Secretaria de Estado Charlotte Field (Charlize Theron), cuyos aires juveniles y modernistas la convierten en firme candidata para suceder al jefe. Claro que para eso debe conseguir su visto bueno, algo en principio sencillo pero que al final no lo será tanto. ¿Por qué? Por lo que se dijo líneas arriba: Ni en tus sueños es, entre otras cosas, una comedia romántica, y por lo tanto esas proyecciones a futuro entrarán en crisis cuando el corazón lo disponga. Fred renuncia a su trabajo y, por esas casualidades sin las que no habría película, termina coincidiendo en una fiesta con Charlotte. No es la primera vez que se cruzan: años atrás, cuando ella era su niñera, él le dio un piquito que desembocó en una erección inolvidable. La cuestión es que ambos charlan y Fred termina contratado como redactor de discursos de la funcionaria. Basta con haber visto tres o cuatro comedias románticas para predecir cómo sigue esta suerte de Un lugar llamado Nothing Hill en clave guarra, sexual y lisérgica: la improbable atracción de los opuestos, el intento de sostener una relación aun ante esa oposición y una serie de dificultades externas que ponen en peligro la estabilidad del vínculo. A esa carencia de originalidad resolutiva, el guión de Dan Sterling y Liz Hannah le opone veneno político y una notable cantidad de chistes ejecutados con precisión relojera.
El director italiano Paolo Virzì no se anda con chiquitas. En línea con El capital humano, en la que se proponía indagar en las zonas más oscuras de la clase alta del país con forma de bota, con Notti Magiche propone una aproximación doble: el fin de una era cinematográfica y el inicio de una cambio social, todo en el contexto del Mundial de 1990. En medio de la desazón por la derrota de la selección local ante el equipo de Maradona, un auto cae al río con el cadáver de un reputado productor dentro. Los principales sospechosos del crimen son tres jóvenes guionistas finalistas de un concurso, quienes narrarán ante la policía todo lo ocurrido durante la última semana. La ubicación de la acción en un marco audiovisual le permite a Notti Magiche incluir múltiples guiños a la historia del cine italiano y a sus máximos referentes, en una aproximación no exenta de humor e ironía ante el cambio generacional producido en esa época. Cine dentro del cine, podría pensarse. Pero la película es también una commedia all’italiana plagada de diálogos veloces y enredos de diversa índole, además de varios comentarios sociales que abordan la coyuntura de los ’90. No todas situaciones funcionan bien y, por momentos, los mecanismos del guión se notan forzados. Sin embargo, Notti Magiche se erige como una propuesta simpática y atractiva, a la vez que un homenaje a un tiempo y a una forma de hacer y pensar el cine que se fue para ya nunca más volver.
Afanancio en busca de su redención El título y el póster invitan a pensar que el tercer largometraje como realizador de Eduardo Meneghelli se encuadrará dentro de las coordenadas del subgénero de las “películas de golpes” (“heist movies”), es decir, de aquellos relatos centrados en un robo planificado al dedillo y con un botín jugoso de por medio. Algo de eso hay, en tanto Blindado orbita alrededor de un empleado de una compañía de transporte de caudales que empieza a mirar con cariño esas bolsas repletas de dinero que día tras día traslada por la ciudad, lo que da pie a algunas breves secuencias de acción que Meneghelli resuelve con oficio, aunque abusando de un montaje veloz que frena la fluidez necesaria. Pero Blindado no focaliza tanto allí como en la conducta y la psicología de ese personaje, evitando así arrojarse definitivamente a los brazos de este subgénero y quedando en un estado de flotación que le impide definir qué tipo de película quiere ser. No hay a priori negativo en desplazar el eje del relato de los robos al universo interno de su protagonista. Claro que para que eso funcione es indispensable que ese personaje sea lo suficientemente magnético y atractivo para soportar sobre su espalda la responsabilidad de encauzar la narración, algo que el de Blindado está lejos de ser. El problema, entonces, está menos relacionado a la ejecución de la película que a la motivación redentora de Luna, quien al principio está de licencia en su trabajo como chofer debido a que su mujer e hijo murieron en un accidente automovilístico. Desde ya que él era el conductor del vehículo, y a todas luces no suena saludable que vuelva a sentarse detrás de un volante por un buen tiempo. Pero Luna (un inexpresivo Gabriel Peralta) le insiste a su compañero (Luciano Cáceres, siempre intenso) para que mueva los hilos dentro de la compañía y lo reincorporen junto a sus colegas de siempre (Luis Ziembrowski, Lautaro Delgado y Gonzalo Urtizberea). Una vez arriba del camión, las fricciones no tardarán en llegar. Sucede que el conductor sonoriza los viajes con audios evangélicos, abriendo las puertas para un inminente paralelismo entre sus acciones y distintos versículos de la Biblia. Allí se iniciará el periplo de ese hombre que robará no salvarse a sí mismo o por un mero afán de rebelarse contra el sistema, como ocurre en nueve de cada heist movies, sino porque con esa plata podría “salvar” a una mujer y concretar su anhelada redención. Luna, entonces, como una anomalía del sistema delictivo: un ladrón que roba para aliviar el peso de la culpa.