Historias de violencia y también de solidaridad El director de Parador Retiro y Los pibes reincide en el mejor doc observacional, registrando las luchas de las mujeres que van de visita al penal de Sierra Chica. Google devuelve un ticket a las entrañas más oscuras del Sistema Penitenciario Nacional cuando se tipea “Cárcel de Sierra Chica”. Basta con ver el sinfín de entradas con videos de peleas a facazo limpio y notas sobre la peligrosidad de sus presos, la presencia totémica de Carlos Robledo Puch y, desde ya, el motín que en marzo de 1996 terminó con ocho muertos devenidos en relleno de empanadas. Lo que no aparece es todo aquello que cuenta La visita. Contar: no decir ni mucho menos gritar a los cuatro vientos qué opinan quienes empuñan la cámara. En ese sentido, el de Jorge Leandro Colás (Parador Retiro, Los pibes) es uno de esos documentales que cuenta mucho, muchísimo, sin que lo parezca. Cuenta, en la superficie, la dinámica del pueblo de Sierra Chica cuando llegan esas novias y esposas –con sus hijos, sus bártulos, su comida y sus puchos a cuestas– que recorrieron cientos, quizás miles de kilómetros para pasar unas horas junto a sus parejas presas. Entre medio, casi de contrabando, se cuela todo: la violencia institucional, la tenacidad espartana de quienes esperan, los prejuicios de los vecinos, la solidaridad de clase y de género y algunas historias de vida que, de aparecer en una ficción, más de uno catalogaría de imposibles. Sierra Chica es un pueblo igual a tantos otros del interior rural de la Provincia de Buenos Aires, con sus casas bajas y avenidas de concreto partidas al medio por boulevards con palmeras. Lo particular es que su economía no gira alrededor de la soja y el maíz, sino del movimiento que trae aparejada esa mole de cemento y alambres. Un objeto de estudio a priori inabarcable por su historia, su envergadura, sus implicancias, los múltiples enfoques posibles y, desde ya, la mala prensa que rodea al submundo de las rejas. Ante esa bastedad, Colás delimita su área de estudio con precisión quirúrgica, despojando el relato de todo aquello que esté por fuera de las visitantes. Toda una rareza en una cinematografía que, como la argentina, escupe documentales que intentan amplificar resonancias a través de la expansión. En ese sentido, aquí las ramificaciones se desprenden de la condensación, lo que la convierte en una de las primeras películas –sino la primera– que orbita sobre una cárcel y no menciona con nombre propio ni muestra a ningún preso. Poco importan los motivos que los llevaron a terminar allí, las causas judiciales, los años de condena y mucho menos su culpabilidad o no. Colás no dice “qué barbaridad”, sino que les pone rostros a esas mujeres anónimas e invisibles filmándolas con los mecanismos propios del documental observacional: la cámara y el micrófono operando como moscas en la pared, la no intrusión en el desarrollo de los hechos como norma y una predisposición para atender a los detalles que aparecen sobre la marcha son algunas de esas huellas éticas y formales. El único momento que rompe esa lógica es una entrevista a cámara a Bibiana, mudada a Sierra Chica cuando se le hizo imposible costear los pasajes desde su Santa Fe natal. Su casa es uno de los epicentros físicos del relato, a la vez que refugio de contención para quienes llegan desprovistas de dinero, mercancías y conocimiento de la maraña burocrática que imponen las normativas de ingreso. Ese ingreso se realiza a través de una pequeña puerta rodeada de alambres retorcidos que opera como segunda locación central de La visita. “¡Cerrá la puerta, che!”, grita una cuando empiezan los empujones. Quienes quedan afuera son, como las que entraron, mujeres que en muchos casos gastaron lo que no tenían para viajar. Pobres contra pobres: la violencia institucional colándose incluso fuera de la cárcel. La tercera locación es un local que, más allá de que los carteles aseguran que es un bar, sirve como SUM. Allí se cargan celulares, se usa el baño a cambio de tres pesos, se guardan mochilas y se venden hasta espejos. Todo, claro, en función de los requisitos de las mujeres. Su dueño es Emilio, en quien ellas encuentran, además de un proveedor infalible, una contención emocional. Comprensivo del contexto, Emilio se mueve como un experimentado pez en agua turbia, tratando de que incluso las negativas suenen amables. Una amabilidad que se erige como un destello de humanismo en medio de tanta deshumanización.
Los hombres que forman el primer grupo masculino de nado sincronizado de Francia no nadan, como indica el título local, por un sueño. Lo hacen como una forma de sortear sus respectivas crisis. Los motivos son varios y abarcan desde soledad y enfermedades hasta desocupación y marginación, entre otras penurias. Una premisa difícil y hasta ridícula para una comedia, pero que sin embargo desemboca en un aceptable entrenamiento. El personaje central del segundo largometraje como realizador de Gilles Lellouche después de Narco es Bertrand (Mathieu Amalric), padre de una familia que intenta sostenerlo como puede en medio de una profunda depresión. Es en ese contexto que unirse a un grupo de nado sincronizado asoma como la posibilidad de ocupar el tiempo y socializar con esos hombres a los que, como él, no les resulta nada fácil la mediana edad. Nadando por un sueño es una película no extensa de humor negro que, sin embargo, respeta a esos hombres evitando usarlos como objeto de escarnio. Varios chistes funcionan gracias al indudable oficio de un elenco que reúne a varios de los actores más destacados de su generación, quienes logran evadir el retrato caricaturesco de los males que aquejan a sus personajes. Resulta difícil sorprenderse ante un desarrollo narrativo previsible, pero Lellouche se las arregla para imprimirle ritmo y construir una comedia sencilla y honesta.
Reencuentro con el mejor Pedro Las reaccciones en Cannes estaban justificadas: el film del manchego, especie de memoria íntima, es una cumbre en su carrera. Los créditos iniciales de Dolor y gloria se imprimen sobre un fondo en el que se dibujan figuras amorfas, cuyos movimientos se repiten a intervalos regulares. La secuencia remite al efecto de los caleidoscopios, aunque aquí se percibe un burbujeo interno que rompe con las dos dimensiones, como si en las entrañas de la pantalla hubiera un magma haciendo presión para liberar su energía. Liberación interior: eso es la última película de Pedro Almodóvar, que llega a la Argentina luego de un consenso que en Cannes la declaró como su mejor trabajo en años. ¿Diez? ¿Veinte? ¿O acaso será el opus máximo de su trayectoria? Cada quien tendrá su opinión sobre el manchego, pero pocas veces antes puso en diálogo de forma tan descarnada, tan visceral, tan honesta sus obsesiones cinematográficas con su largo y por momentos tortuoso derrotero artístico y personal. Aquellas burbujas, entonces, como el síntoma del torrente sanguíneo de un corazón que pide abrirse ante los ojos del mundo. Dolor y gloria bien podría ser la puesta de las memorias del director, una ficción que entrevera lo real y lo imaginado, lo profesional y lo personal, hasta volverlo indisoluble. Película testamentaria, es producto de la madurez de un realizador que se sabe viejo y empieza a pensar sobre el fin de su carrera y su propia vida. Imposible no ver en cada elemento de la puesta, en cada vuelta de ese guión con lubricación perfecta, la huella de Almodóvar: todo remite a sus trabajos, a su forma de pensar y entender los vínculos humanos y el deseo, temas centrales de su obra. Hasta el protagonista está hecho a su imagen y semejanza: Salvador Mallo es un director surgido en los albores de la movida madrileña y de enorme éxito en años posteriores, interpretado por Antonio Banderas, en su séptima colaboración con Almodóvar. La diferencia es que si éste sigue filmando y produciendo, Mallo vive recluido, acompañado por posters de películas y dolores crónicos que lo inmovilizan. Una inmovilidad física y artística, en tanto hace años dejó los sets y ahora se deja invadir por los recuerdos. No parece casual que la primera escena lo encuentre en una pileta mientras el relato viaja hasta su niñez para mostrarlo junto a su madre (Penélope Cruz) lavando ropa a la vera de un río. Como en Roma, de Adolfo Aristarain, otra película de tintes crepusculares y confesionales, el agua opera como símbolo de pureza e inocencia, a la vez que evocadora de la infancia y la figura materna primero, y de los momentos que puntearon su vida después. La evocación se acentuará tras una invitación de la Filmoteca de Madrid para presentar una copia restaurada de Sabor, que 32 años atrás abrió las puertas de la fama. Eso lo llevará a reencontrarse con el actor Alberto Crespo (Asier Etxeandia), que después de aquel protagónico cortó relación con el director. Entre ambos habrá una fumata blanca como símbolo de paz, en lo que será la primera de varias postas reconciliatorias. Una de ellas es francamente conmovedora: el cruce con una ex pareja (Leonardo Sbaraglia) que va a su departamento luego de ver en el guión de un unipersonal de Crespo la recreación de esa relación. La escena tiene un intimismo y visceralidad notable y es, quizás, la cúspide de la carrera de Banderas, que se fue de Cannes con un merecidísimo premio a Mejor Actor. “El buen actor no es el que llora, sino aquél capaz de contener las lágrimas”, dice Mallo. Banderas derrama algunas lágrimas. Pero lo suyo es una angustia contenida que trasciende lo espiritual para volverse un estado constitutivo, algo enquistado en el cuerpo machacado de su personaje. Sin él sería imposible que Dolor y gloria fuera una experiencia física, una película que duele.
Remake para la nostalgia adulta La película toma los lineamientos principales del relato original para recubrirlos de una pátina de espectacularidad. Disney continúa en su cruzada de apelar a la nostalgia de los adultos sin descuidar la búsqueda de nuevos públicos, en este caso con una remake con actores de Aladdín. Una fórmula que la empresa de ratón más famoso del mundo viene aplicando en los últimos años con indudable éxito comercial -el artístico, en todo caso, es otra cuestión-, tal como demuestra una nómina que va desde Alicia en el país de las maravillas (2010) hasta las más recientes La Cenicienta (2015), La Bella y la bestia (2017), El libro de la selva (2017) y Dumbo (2019). En todas ellas la mecánica es similar: tomar los lineamientos principales del relato original para recubrirlos de una pátina de espectacularidad visual y algunos tópicos temáticos propios de estos tiempos. Así ocurría en La Bella y la bestia, que incluyó a un personaje gay en la estructura dramática, y así ocurre con esta remake de aquel film animado de 1992 dirigido por Ron Clements y John Musker, basado en Las mil y una noches y otras historias relacionadas con la cultura árabe, en la que la princesa Jazmín (Naomi Scott), lejos de la sumisión, se convierte en una potencial sucesora al trono de la ficticia ciudad de Agrabah. Más allá de eso, no hay demasiadas novedades respecto a la película original, empezando por una estructura narrativa centrada nuevamente en la historia amorosa de la princesa con Aladdín (Mena Massoud), quien niega su condición de ladrón para agradarle a la señorita, en lo que es el principio de una serie de enredos que la película irá intercalando con números musicales que se clavan directo en la memoria emotiva de los mayores. También se mantiene el monito capuchino Abu; Jafar, el asistente del sultán con ambiciones de poder que devendrá en malvado, y, desde ya, el genio azul a cargo de Will Smith. Había temores, fundados luego de la aparición de los primeros trailers, sobre la performance del protagonista de Hombres de negro. Pero Smith, si bien no dignifica, se adecúa a la liviandad generalizada del relato, funcionando como comic relief cuando se lo necesita y corriéndose a un segundo plano cuando no. Quizás el factor más llamativo del último trabajo del cada día más funcional Guy Ritchie –el mismo que hace veinte años asomó como una de las voces más disruptivas del cine indie británico gracias a Juegos, trampas y dos armas humeantes– es que, por primera vez desde el 11 de septiembre de 2001, el cine de Hollywood disocia los turbantes de la idea de maldad: Aladdín, entonces, como una película que se permite incluir árabes buenos. Claro que hubiera sido imposible hacerlo de otra forma, en tanto se trata de una película amable, dinámica, llevadera y colorida. En ese sentido, una huella visible del estilo del director de Snatch: Cerdos y diamantes es la apuesta por una paleta de colores recargada, como si se tratará de un ejercicio kitsch y estilizado. Así, Ritchie es el timonel de un barco que termina amarrado en el puerto del entretenimiento eficaz luego de un viaje de rigor, sin sobresaltos ni grandes rugosidades.
La naturalidad de una distopía La película crea un mundo deformado que la protagonista percibe con la tranquilidad de lo normal. No hay que ser un genio para darse cuenta de que el título alude a la remanida idea de que detrás de toda quietud pueblerina, de ese tiempo en apariencia detenido, anida una serie de secretos que la comunidad ampara con un silencio cómplice. Pero lo infernal en el segundo largometraje como realizador de Alberto Romero luego del documental Carne propia no se da en la inmensidad desértica del norte de la provincia La Pampa donde transcurre la totalidad del relato, sino puertas adentro de la casa que comparten María (Guadalupe Docampo) con Lionel (Alberto Ajaka), tal como demuestra la primera escena. Allí se produce un forcejeo con un arma que termina con un balazo, mientras que ella, embarazada y harta de un sometimiento ilustrado luego a través de una serie de flashback al uso, huye a bordo de su camioneta rumbo a su pueblo natal, Naicó. Un pueblo donde la luz mala es mucho más que un elemento constitutivo del ideario local, según le dice el policía que la detiene en medio de la ruta. Ese policía marca el primero de varios cruces con seres de ínfulas marcianas. Marciano es un calificativo acorde a la propuesta general de la película. Casi como si fuera un cuento de Ray Bradbury enmarcado en un contexto polvoriento y solitario, casi distópico, digno de Mad Max, María rumbea a un destino que cada minuto parece más lejano, al tiempo que se topa con distintas criaturas que la orientarán en su camino. Pero, ¿cuánto hay de real en esos hombres y mujeres que aparecen en los lugares menos pensados, en los contextos más inesperados? Cuento fantástico en el sentido más literal del término, Infierno grande crea un mundo deformado que María percibe con la tranquilidad de lo normal. Así, por ejemplo, habrá un buscavidas que por unos pesos se ofrece de guía, un chico solo en medio de la noche, un lugareño ominoso con pinta de linyera y hasta un cura con un confesionario ambulante montado arriba de una bicicleta. Infierno grande entrega sus mejores momentos cuando hace chocar su deriva apacible con esas alteraciones solapadas, dejándose llevar por un surrealismo que convierte al recorrido de María en el producto de lo que podría ser una mente afiebrada. En paralelo a ese relato central, Romero desarrolla una subtrama centrada en la relación de María con Lionel, un machirulo dominante que pone a su mujer en el lugar de servidora y que no comulga para nada con la voluntad de ella de pedir un traslado. Lógico: son tiempos electorales y para él, candidato a la intendencia, una separación significaría una derrota segura. Imposible no encontrar en esa dinámica los ecos de una coyuntura atravesada por la visibilización de la violencia de género. Una imposibilidad que proviene del esfuerzo de la película por hacerlo notar: todo lo que durante el recorrido de María es pura sugestión se diluye ante el carácter evidentemente opresor de Lionel. En ese sentido, no ayuda mucho que ese personaje esté construido a puro lugar común del costumbrismo rural, con gestos ampulosos y un acento bien marcado, como para que quede bien clarito que el muchacho es un villano de aquellos.
La tercera entrega de una de las sagas de acción más estimulantes de la actualidad propone un recorrido desenfrenado, felizmente caótico e hiperviolento, aunque se resiente cuando apuesta por el desarrollo de los personajes y la historia. Con Liam Neeson ya viejo para andar trompeando y tirando patadas y Tom Cruise enfrascado en misiones imposibles cada vez más cosmopolitas y parecidas a las de James Bond –aunque Cruise, a diferencia del agente 007, está dispuesto a mancharse–, John Wick se erige como una de las sagas de acción más estimulantes de la actualidad. En su tercera parte, vuelve a apostar por un recorrido deliberadamente caótico que, sin embargo, se resiente cuando apuesta por el desarrollo de sus personajes y la historia. A John Wick 3 – Parabellum le pasa lo mismo que a Rápidos y furiosos, otra saga nada casualmente pensada para, por y desde lo desaforado; esto es, funciona muy bien en su faceta de acción y hace gala de un caudal enorme de ideas visuales a la hora de transmitir en imágenes el placer del movimiento, pero cae cuando pone el freno de mano para darle carnadura al relato. Un relato que comienza inmediatamente después del fin de la segunda parte, con Wick transformado en “excomunicado” debido al retiro de la membresía de la poderosa agrupación de criminales que integra(ba). La consecuencia principal de esa “excomunicación” es el pedido internacional de su cabeza a cambio de ni más ni menos que 14 millones de dólares. Los primeros 20 minutos de John Wick 3 – Parabellum son de lo mejor del año. Allí el hitman trajeado (Keanu Reeves, que con esta franquicia encontró una inimaginable segunda vida para una carrera hasta hace unos años extinguida) hace lo que mejor sabe: fugarse hacia adelante, sortear obstáculos de las formas más impensadas y, desde ya, boletear a una cantidad imposible de tipos que vienen a matarlo. Los boletea sin sutilezas, con lo que tenga a mano: hasta un libro funciona como elemento mortal en manos de Wick, en la escena más ridícula y graciosa de toda película. El ex doble de riesgo devenido en director Chad Stahelski tira toda la carne al asador durante una introducción que remite a la primera etapa de John Woo, aunque con una apuesta por el humor y la autoconciencia ausentes en la filmografía del realizador hongkonés: secuencias sin diálogos, con pocos cortes de montaje y filmadas casi siempre en plano conjunto, una claridad conceptual enorme para clarificar visualmente la acción y, desde ya, una sucesión de peleas diagramadas con una precisión digna del cuerpo de ballet del Bolshói. Esa oda a la violencia, sin embargo, se detiene, y Wick, de inmutable rostro de nada, empieza a involucrarse con distintos personajes que podrían detener la cacería. Los diálogos se vuelven altisonantes y graves, como si quisieran negar la condición festiva e irreverente de las secuencias de peleas, y la película, más allá de las escenas de acción posteriores, se estira hasta unos innecesarios 130 minutos. Así, el resultado va entre la locura y la solemnidad, entre el desenfreno y lo litúrgico. Pero a no preocuparse demasiado: todo indica que Wick tendrá su revancha.
Amor en Nueva York “Pensé que me iba a llevar toda una vida entender a la humanidad, pero me llevó un día”, dice Natasha al comienzo de El sol también es una estrella. Una suertuda bárbara la señorita, que a los 18 años, y con solo pegar onda con un chico, consiguió lo que millones de sociólogos, antropólogos y politólogos no. Pero así de absolutistas son las cosas en esta enésima adaptación de un best seller romántico para jóvenes adultos que se filma en Hollywood en la última década, centrada en este caso en dos adolescentes que se conocen de casualidad en la calle y sienten que están hechos el uno para la otra. Aunque para ellos la casualidad no existe sino que es todo producto del destino, tal como repiten no menos de diez veces durante la poco más de hora y media de metraje. Lo cierto es que ninguno atraviesa un buen momento. En especial Natasha (Yara Shahidi), hija de padres jamaiquinos que llegaron a Estados Unidos para hacer la América pero ahora están con un pie en el avión, a punto de ser deportados por ilegales aun cuando, desde ya, se trata de una familia honesta y laburante. Lo de “un pie” es literal: el relato empieza el día anterior a esa partida que podría ser definitiva, con ella jugándose las últimas cartas en una oficina de migraciones para intentar quedarse en ese país que siente como propio. En ese contexto se cruza, primero, con el empleado más amable de todo el Gobierno norteamericano, quien sin embargo le dice que vaya preparando las valijas. Y luego con el buenazo de Daniel (Charles Melton), hijo de inmigrantes coreanos pero con los papeles en regla que anda por la calle medio cabizbajo, no precisamente contento ante la obligación de seguir el mandato familiar yendo a una entrevista para ingresar a la facultad. Porque lo suyo es la música, tal como le dice a su amigo. Que ese amigo sea negro habla menos de la idea de Estados Unidos como un país forjado con el sudor de las minorías que de una corrección política supina, como si a través de esos estereotipos pintados a brocha gorda se intentara disparar un tiro por elevación a la Administración Trump. De allí en adelante, El sol también es una estrella se convertirá en una película igual de obvia que su título, una suerte de Antes del amanecer en clave millennial en la que los chicos comparten unas cuantas horas juntos mientras se cuentan intimidades y pasean por una Nueva York retratada con embelesamiento, como si la directora Ry Russo-Young se hubiera enamorado de los rascacielos de Manhattan. John Leguizamo interpreta a un abogado que ilustra a la perfección la moral bienpensante de un relato simplista y unívoco. Leguizamo tiene un muy recomendable show de stand-up en Netflix llamado Latin History For Morons, en el que un comentario racista de su hijo le sirve de disparador para un recorrido demoledor por la historia de la colonización en América Latina. Él solo sobre el escenario es capaz de generar más conciencia sobre la xenofobia que esta película.
El cine fantástico y de terror argentino goza de buena salud. O, al menos, eso se desprende de Clementina, el inquietante debut como directora de la hasta ahora productora Jimena Monteoliva, que aúna una temática presente en la discusión pública como la violencia de género con los códigos del género de los sustos. La película arranca cuando Juana (Cecilia Cartasegna) recibe una paliza por parte de su pareja Mateo (Emiliano Carrazzone). Tan brutal es esa golpiza, que termina en el hospital y con su embarazo perdido. Sin embargo, y más allá de los consejos de una asistente social y un policía, ella se resiste a hacer la denuncia y regresa al techo compartido. Una vez en ese PH descascarado en el que intentaban formar un hogar, los recuerdos del pasado se corporizan a través de imágenes fantasmagóricas que la empujan al abismo de la locura. Una locura que Monteoliva construye con elegancia formal y sin apremios narrativos, en una búsqueda menos centrada en el impacto y el golpe de efecto que en la creación de una atmósfera pesadillesca que represente la subjetividad de la protagonista. Con ecos del horror japonés que fue furor a principios de la década pasada, Clementina irá jugando sus cartas con sabiduría, dosificando la información y evitando caer en el psicologismo. No hay explicaciones ni justificaciones para Juana, aunque sí una cercanía emocional que vuelve aterradora la posibilidad del regreso de la pareja golpeadora. Más allá de ciertos excesos durante el último tercio que rompen ese tono ominoso y sugestivo, Monteoliva transita con seguridad un camino en el que conviven la fantasía, la realidad y el deseo de venganza, convirtiendo a su ópera en un intenso alegato sobre los tiempos que corren.
Dos pícaras sinvergüenzas sin alma docente Dos pícaros sinvergüenzas (1988) fue un clásico de la rotación del cable y de los ciclos de cine ATP de las tardes de fin de semana de los canales de aire durante la primera parte de los ‘90. La película de Frank Oz -nombre fundamental de la comedia de aquellos años- giraba en torno a dos hombres (Steve Martin y Michael Caine) que seducían mujeres millonarias para luego estafarlas. Adaptada como comedia musical en Broadway en 2005, y con una versión argenta protagonizada por Adrián Suar y Guillermo Francella un par de años atrás, Dos pícaros… vuelve a la pantalla grande bajo la forma de esta remake llamada Maestras del engaño. Ya el cambio de género en uno de los términos del título preludia la modificación narrativa acorde a los tiempos que corren en Hollywood: como en Cazafantasmas y Ocean’s 8, ahora las protagonistas son mujeres en lugar de hombres. Hasta ahí llegan los hallazgos de esta comedia de enredos predecible y remanida, hecha a base de fórmulas mil veces aplicadas. La primera escena es sintomática del trazo grueso de toda la película. Allí está una de ellas (la australiana Rebel Wilson, que funciona solo cuando hay un director atrás capaz de controlarla) a punto de encontrarse con un hombre al que sedujo por internet mandándole fotos de una mujer que no era ella. Sorprendido ante una figura retacona muy distinta a la que esperaba, amenaza rápidamente con irse, pero ella le dice que en realidad su cita es una amiga y que esa amiga no pudo venir porque está a punto de operarse las tetas por un problema de salud. La única razón que explica que ese muchacho se crea semejante pavada y le dé 500 dólares es la voluntad de volver verosímil lo que a todas luces no es. Mucho más sofisticada es Josephine (Anne Hathaway), cuyo target no son pobres tipos sino viejos millonarios que patinan una fortuna en casinos. Mal no le va, según se desprende de la mansión francesa con vista al mar en la que vive. Si hasta el director Chris Addison parece embobado con ella, a quien le dispensa varios primeros planos dignos de una publicidad de perfume. Una nueva casualidad las hará confluir en un tren, puntapié para una asociación “laboral” que se probará exitosa. Para ellas y también para la película. Como Will Ferrell y John C. Reilly en Hermanastros, las chicas montan varios números de enorme inventiva que orbitan alrededor de lo desatado y lo impredecible. Ver sino a Wilson interpretando a la hermana loca y con ínfulas de reina. O en la piel de una chica cuyo hobbie es dispararle al mayordomo cual patito amarrillo de kermese. Pero la capacidad creativa dura hasta que las chicas se pelean e –igual que en la película original– se disponen a competir por el preciado botín de una misma víctima, un nerd informático creador de aplicaciones para celular. Así, Wilson devendrá en una ciega que dejó de ver por problemas psicológicos (¿?) y su ex compañera, en terapeuta alemana capaz de curarla. Esa competencia se construye sobre la base de una escalada de idas y vueltas, de mentiras y refutaciones que también son mentiras, cada cual más imposible que la anterior. De maestras, entonces, poco y nada.
Donde la cordura diluye sus límites En el film de Fadel, el terror no es consecuencia de una situación particular sino una condición fundante, casi metafísica. Un grupo de ovejas yace al pie de la Cordillera de los Andes en medio de un día que podría ser igual a cualquier otro, a no ser porque tienen el hocico ensangrentado y lucen visiblemente alteradas. La cámara circula entre ellas hasta que se detiene a unos metros, donde una mujer degollada mira al infinito y lanza sus últimos suspiros mientras intenta sostener su cabeza. Es un primer plano impactante pero no morboso, visceral antes que truculento. La tentación ante la escena introductoria de Muere, monstruo, muere es pensar que lo que vendrá será una película de terror centrada en algún loco suelto dispuesto a sacudir la quietud de esa pequeña comunidad andina: el cine argentino, se sabe, suele recurrir seguido a aquello de “pueblo chico, infierno grande” para metaforizar todos los males imaginables. Pero no. La segunda película en soledad de Alejandro Fadel luego de Los salvajes irá desplegando un universo plagado de anomalías y misterio. Un universo parco, ominoso e hipnótico donde el terror no es la consecuencia de una situación particular sino una condición fundante, primigenia, casi metafísica. Estrenada en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes del año pasado, y parte de la Competencia Internacional del de Mar del Plata, Muere… continúa con un plano general que remite a un western y funciona al mismo tiempo como anclaje geográfico y presentación de un personaje: imposible imaginar las acciones que vendrán escindidas de ese terreno inhóspito, pedregoso y solitario. Lo mismo ocurría con Los salvajes, que no solo se retroalimentaba de su locación sino que utilizaba los códigos del género como plataforma de despegue para un relato que tomaba caminos inesperados. La diferencia es que si los protagonistas de aquella película se internaban en las montañas cordobesas para un viaje dominado por lo místico y lo religioso, aquí el recorrido está atravesado por la convivencia entre lo fantástico y la locura, la desmesura y el desconcierto, la ambición y la brutalidad. En ese plano general se ven dos camionetas policiales llegando a una casa para interrogar al marido de la víctima, un anciano barbado y con un ojo blanco que niega conocimiento alguno sobre los hechos. Uno de los policías es Cruz (Víctor López), un tipo torturado por el insomnio y visiblemente incómodo que responde a un comisario (Jorge Prado) que lleva el estereotipo hasta un límite que coquetea con el absurdo, como si fuera el tercer mosquetero de la dupla de policías de la serie P’tit Quinquin, de Bruno Dumont. Cruz, a su vez, tiene como amante a Francisca (Tania Casciani), la mujer de David (Esteban Bigliardi), señalado como culpable del crimen aun cuando por su físico resulte difícil pensar en semejante saña. Cuando Francisca aparezca muerta en condiciones similares a la primera mujer justo después del escape de David, los dedos acusadores volverán a señalarlo. Pero, ¿David es un lunático o se trata de una coartada? Sobre ese abismo donde la cordura esfuma sus límites se mueve Fadel, construyendo así una película con indudables ecos de la obra de David Fincher –¿será casual la coincidencia de nombres?–, quizás el cineasta contemporáneo que más y mejor trabajó alrededor de esa temática. Aunque David podría llamarse así en honor a Lynch, alguien habituado a abordar el Mal como una entidad ubicua, por fuera de la esfera del control humano, tal como le ocurre a su tocayo andino. Sus largas charlas con la psiquiatra ilustran una mente alterada, con voces que no puede callar aunque sí poner en palabras. Distinto es el caso de las imágenes, cuyo horror, afirma, “no es expresable”. Lo inasible, entonces, como elemento dramático, como motor de un relato que lentamente dejará atrás la sequedad del comienzo para abrazar un arco narrativo que hará explotar esa violencia contenida a través de la aparición de elementos sobrenaturales. Lo monstruoso, finalmente, se materializa en este film a la altura de sus propias ambiciones.