Marta Buneta supo ser una reputada bailarina de cabaret y una de las pioneras del striptease en Buenos Aires. Pero hoy su realidad la encuentra viviendo en la calle luego de una crisis emocional que, 14 años atrás, derivó en una internación primero y el alejamiento de su familia después. Desde entonces, cada semana arma un show callejero con coreografías, playbacks, poemas y canciones que rememoran sus épocas de gloria. Los directores Bruno López y Malena Moffatt –quien se dedica a las artes plásticas y supo coordinar talleres de arte en psiquiátricos– se enfrentan al desafío de mostrar un personaje involuntariamente excéntrico, una mujer que pasea por la zona de Congreso con un look estrafalario y una palmera que cuida como si fuera su hija. Lo hacen sin caer en el golpe bajo ni en la piedad bienpensante, dejando que la mirada de Marta coincida con el punto de vista del film. De allí, entonces, el carácter derivativo y arremolinado de su narración. Marta Show acompaña la rutina de quien, entre otras cosas, pasa sus días recogiendo hojas porque dice que son hijas abandonadas de los árboles y dándole ibuprofeno a las palomas para que “no se enfermen”. En ese contexto realiza un show semanal del que participan otras personas en situación de calle que encuentran allí una válvula de escape ante una realidad para nada confortable. Como en Moacir, del aquí productor Tomás Lipgot, Marta Showtematiza la locura, la soledad y la marginalidad con respeto y sin prejuicios, dándole a esa mujer un poco de luz en medio de tanta oscuridad.
Los documentales familiares son una de las recurrencias más habituales de los directores jóvenes de la Argentina. Así ocurre con Lucía S. Ruiz, que en Esa película que llevo conmigo reconstruye la tortuosa historia de su abuelo Pepe durante la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial. La voz en off, confesional y reflexiva, contextualiza la situación. Todo comienza hace casi 20 años, cuando la directora viajó a Europa con sus abuelos y retrató aquella experiencia a través de una cámara VHS. Ahora, con el abuelo fallecido, el reencuentro con aquellas cintas servirán de disparador para buscar las piezas faltantes de ese rompecabezas llamado pasado. La directora tira de la hilo y descubre los pormenores de aquel exilio forzado a París durante las guerras. Lo hace a través de esos archivos audiovisuales y entrevistas a familiares, entre ellos su padre y el resto de la rama paterna que aún vive en España y aporta una mirada opuesta sobre la inmigración y sus consecuencias. Sentida, honesta y emotiva, Esa película que llevo conmigo va de lo biográfico a lo ensayístico, del homenaje personal a la experiencia colectiva de gran parte de quienes llegaron a la Argentina a mediados del siglo pasado.
Joan Stanley aparenta ser una anciana igual a tantas otras que dedica su tiempo al cuidado de su jardín, tal como muestra la primera escena. Pero, cuando una mañana llegan varios oficiales del servicio secreto británico con una acusación de espionaje bajo el brazo, queda claro que esa señora adorable tuvo un pasado muy distinto al que siempre contó. Basada en el caso real de Melita Norwood, La espía roja muestra el recorrido que llevó a aquella por entonces joven veinteañera a involucrarse con la KGB. Todo comienza cuando, mientras estudiaba Física en Cambridge a fines de la década de 1930, se enamoró de un joven comunista convencido de las bondades del sistema soviético. Un sistema necesitado de información sobre el desarrollo tecnológico de los británicos y los norteamericanos, cuestión de no quedar rezagado en la carrera armamentística que empezó incluso antes del fin de la Segunda Guerra Mundial. Con una narración que va y viene entre el presente y aquel pasado, la de Trevor Nunn es una de esas películas que deja la sensación de que podría haber sido mucho mejor. Su tono académico está lejos de la intriga del espionaje, la música omnipresente de George Fenton (que incluye violines de fondo en una escena de sexo) intenta guiar las emociones del espectador y el elenco –con la notable excepción de Dench– se mueve en un registro apesadumbrado. Melodrama bélico antes que thriller político, La espía roja sobrevuela aquel largo periodo de tiempo de modo superficial y estilizado, sin explorar las contradicciones de una mujer tironeada entre el deber patriótico y sus mandatos éticos. Distinto es el caso de la pata del relato apoyada en el presente, donde Dench logra insuflarse a su mirada cristalina un aura culposa pero reposada ante el pedido de explicaciones de las autoridades y principalmente de su hijo. Su trabajo es de un nivel de excelencia muy por encima del de la película.
El director de Tierra adentro, Desierto verde, Chaco y Amanecer en mi tierra continua indagando en temas relacionados con la exclusión social y el medioambiente. En este caso, se mete con el problema de la basura en Buenos Aires y el rol de los recicladores en la extensa cadena productiva que comienza ni bien uno arroja un residuo en un tacho. Los protagonistas de Nueva Mente son los trabajadores de la Cooperativa Bella Flor, una organización de recuperadores urbanos que trabaja en el CEAMSE, donde diariamente se entierran más de 15.000 toneladas de basura. Bella Flor es uno de los diez emprendimientos colectivos instalados en un área del predio llamada Reciparque. Nueva Mente propone un recorrido que inicia a fines de la década de 1970, cuando se erradicaron los basurales urbanos y se los trasladó a la localidad de José León Suárez. Alrededor de esa zona se levantaron varias villas, cuya pauperizada economía gira alrededor del basural: muchos de quienes hoy son cooperativistas tuvieron su primer ingreso al predio del CEAMSE durante la crisis de 2001, cuando el combo desocupación + devaluación disparó el precio de los residuos de papel y el cirujeo se volvió el último salvavidas para no hundirse en el hambre. De la Orden indaga tanto en dinámica interna de la Cooperativa como en el rol del Estado en el problema de la basura, cediéndole el micrófono a quienes pasan largas horas al aire libre respirando la pestilencia mientras escarban en la montaña. Chato en su factura técnica, aunque claro en su exposición, Nueva Mente es más valioso en su faceta periodística –los programas de reciclado como consecuencia del caso de 2001, el rol de las empresas transportistas, la violencia estatal- que cinematográfica. Se trata, a fin de cuentas, de un documental que alumbra una situación invisible que merecía ser visibilizada.
El viejo secreto de una historia bien contada Un padre y su hija quedan atrapados en un entresuelo lleno de cocodrilos en medio de un huracán categoría 5. Hay tensión, claustrofobia y dosis de humor. Infierno en la tormenta se estrena en silencio, en medio del batallón de tanques familiares de vacaciones de invierno, y no tiene actores conocidos ni campañas de marketing diagramadas al dedillo detrás. Ese perfil bajo es acorde a un producto que hace de la ausencia de adiposidades su máxima virtud: si el Hollywood contemporáneo se empecina en explotar sus gallinas ponedoras de huevos de oro con sagas, franquicias, universos expandidos, reboots, spin-off y unos cuantos anglicismos más, Infierno… es concisa, breve, directa, efímera. Un artefacto que persigue el placer de narrar una historia que empieza luego del logo del estudio y termina antes de los créditos. Incluso su argumento podría resumirse en poco más de una línea: un padre y su hija quedan atrapados en un entresuelo lleno de cocodrilos en medio de un huracán categoría 5. Una premisa que invita al absurdo, al desparpajo de aquel cine de explotación que ya prácticamente no se hace y que, cuando se hacía, perseguía la voluntad de entretener a como dé lugar, sin importar demasiado el qué dirán. Infierno en la tormenta es, entonces, una feliz irreverencia. Los escasos 87 minutos de metraje asumen con orgullo su condición de ejercicio resolutivo y resultadista, de recreación vacacional pensada para mirar tirando pochoclo al techo. La película de Alexandre Aja muestra todas sus cartas al comienzo. Nada de vueltas de tuercas ni escenas que se resignifiquen más adelante, todo es pertinente y necesario para atornillar las clavijas de un relato perfectamente encorsetado. Empezando por el detalle de que Haley (Kaya Scodelario) sea una avezada nadadora, tal como se la presenta en la primera escena. Ya en el vestuario, su hermana la alerta sobre el paradero desconocido del padre (Barry Pepper): no es una buena idea dejarlo solo, con su depresión galopante, en vísperas de un huracán que promete “poner en peligro la vida y la propiedad”, tal como dice un para nada alarmista locutor radial. Pero ni las inminentes toneladas de lluvia impiden que la buenaza de Haley vaya en busca de su progenitor, en un viaje cuyo destino final es la vieja casona que compartió la familia hasta el divorcio. ¿Por qué se divorciaron? No importa. A diferencia de nueve de cada diez películas que confunden la enunciación de un pasado con profundidad psicológica, aquí ese pasado es apenas una circunstancia, poco más que un somero contexto que motoriza la acción de una película anclada íntegramente a un presente puro y duro. Ese presente encuentra a papá en el suelo, inconsciente, embarrado y con un tarascón monumental en una de sus piernas, pues por el desagüe que da al lago no solo entró agua, sino también uno de esos cocodrilos XXL que podrían comerse un humano como canapé. Papá e hija rodeados por cocodrilos y, a su vez, atrapados por un huracán. Un encierro dentro de otro encierro. Ubicada en un punto medio entre la bizarría de Sharknado y el suspenso desesperante de Tiburón, Infierno...enfrenta a sus protagonistas a una serie de eventos cada vez más desafortunados: al primer cocodrilo se le sumará otro, luego otro, más tarde un tercero, un cuarto, un quinto…todo mientras que el entresuelo se inunda y en los alrededores se forma una reunión de consorcio de lagartos hambrientos. Al aislamiento y al encierro doble, entonces, se le agrega el factor tiempo. Que en principio todo tenga lógica habla de la escala relativamente humana del asunto, a la vez que de un director que hace de ese espacio cerrado un elemento constitutivo de una tensión dosificada, construida antes que tirada por la cabeza con golpes de sonido. Lentamente la película irá dejando atrás su impronta claustrofóbica para abrazar otra volcada a la exageración, siempre sin subrayarla, haciendo que los pasos humorísticos –que abundan en la última media hora– fluyan con la misma naturalidad con que el agua cubrirá hasta el último centímetro cuadrado de la casa.
Hay que esperar hasta bien avanzado el metraje de Volviendo a casa para que, efectivamente, alguien vuelva a casa. Lo que narra esta coproducción italo-argentina dirigida por el cineasta, fotógrafo y activista Ricardo Preve es el encomiable trabajo de un grupo de investigadores para rescatar a quien fuera la única víctima del naufragio del submarino italiano Macalle. La nave se hundió en el Mar Rojo a mediados de 1940, cuando la Segunda Guerra Mundial se acercaba a su fin. Fue luego de chocar contra un sector repleto de corales que hirieron de muerte la carrocería. Sin embargo, todos los tripulantes llegaron a una isla. Entre ellos el Suboficial Carlo Acefalo, quien murió luego del naufragio y fue enterrado por sus camaradas. La película reconstruye el caso yendo de lo general a lo particular: el contexto bélico, testimonios de familiares y algunas imágenes de archivo televisivo sobre reencuentros posteriores entre tripulantes. Hay también algunas recreaciones bastante precarias, cuyo diseño remite más a un documental de History Channel que al lenguaje cinematográfico. Pero el centro del relato está en el trabajo de Preve y su grupo para repatriar el cadáver de Acefalo. Más allá de su banda de sonido omnipresente y altisonante y algunas voces en off de ínfulas litúrgicas, Volviendo a casaadquiere interés cuando deja que los investigadores tomen la palabra. Las explicaciones mientras excavan y el análisis pormenorizado de cada hueso son síntomas de un oficio realizado con pasión y esmero que logra transmitirse a través de la pantalla. Esa misma pasión sirve para que ahora, casi 80 años después, aquel marinero regrese a su tierra.
El hiperrealismo mata a la animación Es imposible no extasiarse ante tamaño prodigio técnico. Pero cuando el ojo se acostumbra, el efecto embriagador se apaga. Debería suceder una hecatombe bíblica en los próximos cuatro meses y medio para que 2019 no sea recordado como el "año Disney”. El estudio de Mickey atraviesa una temporada de ensueño colocando, como nunca antes, sus productos al tope de las taquillas de todo el mundo. En la Argentina, sin ir más lejos, las únicas seis películas que superaron el millón de espectadores en que va del año tienen la imagen del castillo al inicio de sus créditos. Entre ellas está Toy Story 4, que desde el sábado es el título más visto en la historia del país y al cierre de esta nota se aprontaba a superar las 5,5 millones de entradas. A ese (cada año más) selecto grupo de millonarias se sumará El rey León, uno de los platos fuertes de las vacaciones de invierno. Tan fuerte en su alcance comercial como poco novedoso en su estructura dramática, en tanto esta nueva versión es, con excepción de un par de escenas agregadas, un calco de la original: como en la remake de Psicosis a cargo de Gus Van Sant, aquí están los mismos diálogos, los mismos planos, las mismas situaciones. La diferencia es que si la anterior se había hecho a puro lápiz y papel, ésta apuesta por un registro que vuelve imposible disociar si lo que se ve es una animación o la captura de una cámara. Los primeros minutos de El rey Leóndejan la mandíbula por el piso. Pero no por lo que se cuenta. El contenido, como se dijo, transita las mismas postas que la versión de 1994: la presentación pública de Simba, heredero del trono que ocupa el Rey Mufasa; la muerte de éste durante una estampida de ñus orquestada por su tío Scar (quizá el villano más detestable de toda la historia de Disney); la partida del hijo atravesado por la culpa; el encuentro con la suricata Timón y el jabalí Pumba (quienes aquí tienen un protagonismo mayor y están deliberadamente volcados a la comedia verbal); el "Hakuna matata" cantado en una secuencia de montaje que ilustra el paso a la adultez de Simba; su regreso postrero para vengar a su padre. El asombro proviene de un hiperrealismo elevado a su máxima expresión, como si todas las películas de animación digital previas hubieran sido una práctica depuratoria para llegar a lo que se llegó ahora. ¿A qué se llegó? A texturas definidas hasta en sus detalles infinitesimales, a animales que mueven todos y cada uno de sus pelos y músculos cuando caminan, a escenarios que tranquilamente podrían ser naturales, a ríos que replican a la perfección el fluir del agua. Es imposible no extasiarse ante tamaño prodigio técnico. Pero cuando el ojo se acostumbra, el efecto embriagador se apaga. La película, entonces, está obligada a ir más más allá de su carácter de ejercicio estético. Acá empiezan los problemas: todo bien con el hiperrealismo, pero ya hay cientos, miles de documentales que retratan la dinámica de la fauna de la sabana africana. Y El rey León no es un documental de National Geographic. O al menos no debería serlo. El cine de animación siempre apeló al expresionismo para puntuar los diferentes estadios del relato y las emociones de sus personajes. Aquí, en cambio, todo lo falible de ser mostrado debe apegarse a las coordenadas de lo real. Y nada más alejado de “lo real” que un león hablando con un jabalí, o un grupo de hienas rosqueando para cogobernar el reino junto a Scar. Hay una distancia insalvable entre contenido y forma, entre la suspensión de incredulidad que requiere el primero y el apego a lo fotográfico de la segunda, que convierte a El rey León en una película vívida pero gélida, simpática aunque carente de corazón y, lo peor, con poca, muy poca capacidad de empatía.
Chucky vuelve más sangriento que nunca Siete películas y treinta años después del original, el nuevo regreso del muñeco maldito lo encuentra abrazando la comedia negra y los apuntes sociales. El 2019 es un año de regresos –algunos, esperados y siempre bienvenidos; otros, inexplicables y fácilmente olvidables– a la pantalla grande. A lo largo de los últimos meses desfilaron por las salas de todo el mundo desde el inoxidable Rocky Balboa y la niñera voladora Mary Poppins, hasta el elefantito igualmente volador Dumbo, Aladdin, el lagarto Godzilla, los Hombres de Negro y los juguetes de Toy Story. Si todos esos personajes instalados en el inconsciente colectivo volvieron en películas que intentaron (con mejor o peor suerte) insuflarles un aire acorde a los tiempos que corren, ¿por qué no habría de producirse, siguiendo esa línea de lavado de cara modernista, el regreso del muñeco maldito más famoso? Desde ya que “maldito” no implica necesariamente aterrador, tal como demuestra el arco recorrido por Chucky desde la seminal El muñeco diabólico (1988) hasta un presente que, siete películas y treinta años después, lo encuentra abrazando la comedia negra y los apuntes sociales, como si el pequeño pelirrojo hubiera sido moldeado no por Don Mancini sino por un George Romero juguetón. La operación narrativa es la misma que la de otros tantos productos recientes de sagas populares: una historia que funciona menos como secuela que como reinicio y alrededor de la cual se colocan calculadas referencias al universo previamente construido. En todos ellos hay cambios. En la mayoría, de rigor y cosméticos. De esa mayoría se despega el guión de Tyler Burton Smith ofreciendo cambios que son como son –y están donde están– para resignificar y ampliar sentidos antes que para reducirlos o encauzarlos en un único carril interpretativo. Película consciente de su tiempo, El muñeco diabólico arranca ya no con un asesino en serie que en plena agonía traslada su alma a la criaturita de plástico mediante un rito. Lo hace con un pobre empleado vietnamita que, antes de ser echado de la fábrica por baja productividad, deshabilita todos los protocolos de seguridad de la línea de producción de los muñecos Buddi, incluyendo aquellos relacionados con la violencia. Sin realismo mágico ni hechizos vudú de por medio, la maldad es una consecuencia mecánica, una falla inducida del sistema. Los Buddi son furor de ventas en tiendas de regalos y supermercados. Lucen amistosos y queribles, y permiten controlar los dispositivos hogareños pertenecientes a la misma empresa multinacional que los fabrica: televisores, equipos de música, aires, computadoras… Todo puede ser manejado mediante los mecanismos internos de los muñecos. ¿Alguien dijo Google? Imposible no pensar en el emporio digital, algo que la película sugiere pero nunca subraya. Los Buddi también prometen compañía para chicos solitarios como Andy (Gabriel Bateman). Hijo de una empleada de supermercado (Aubrey Plaza) y con un problema de sordera que lo obliga a usar audífonos, Andy no es precisamente popular, y rápidamente se encariñará con el regalo de su madre. Un regalo que había sido devuelto y tenía como destino la destrucción, y que ella consiguió amenazando a su jefe con develar el affaire que tiene con una compañera. Las cosas en casa dejarán de ser lo que eran cuando el autodenominado Chucky (voz de Mark Hamill), lejos de ser el ente autónomo de la versión original, empiece a comportarse siguiendo los modos y formas de Andy: lo que él dice, Chucky lo ejecuta. El problema es que no está programado para entender las hipérboles y el sentido figurado de las frases. Así, ante la primera queja sobre el novio de mamá, el muchacho será boleta. Lo mismo que el pobre gato familiar, en uno de los primeros de varios pasos de comedia negra que predominan en la segunda mitad del metraje, especialmente en el largo acto final que transcurre en un supermercado. Allí El muñeco diabólico –película y personaje- exhibe su faceta más desprejuiciada y deliberadamente berreta, convirtiéndose en un remedo trash de la serie Black Mirror, con hectolitros de sangre chorreando en medio de una marea deseosa de vaciar las góndolas. Una marea que, de haber tenido zombies en lugar de humanos, podría corresponder a una escena de El amanecer de los muertos.
Marco Berger es un director que no puede evitar incursionar una y otra vez en sus temas predilectos. Desde Plan B (2009) en adelante, sus trabajos giran alrededor del deseo, lo prohibido, la represión de los sentimientos y los vínculos masculinos. Todo eso vuelve estar en el centro de la historia romántica que propone Un rubio. El rubio del título es Gabriel (Gastón Ré), un empleado de una maderera del conurbano bonaerense, viudo, con una hija que vive con su abuela y una situación económica que dista de ser ideal. Ante este panorama, la propuesta de alquilar una habitación recientemente desocupada en la casa de un compañero de trabajo llamado Juan (Alfonso Barón) asoma como una salvación transitoria. En prácticamente toda la filmografía de Berger el vínculo masculino describe un recorrido que va de la amistad a la seducción, y de allí a una intimidad atravesada por la ternura. En ese sentido, esta no es la excepción a la regla. Por el contrario, es la película donde más lejos llega el juego de miradas y roces que sirve de llama para encender la mecha de una tórrida relación física. Un rubio, entonces, es como el súmmum de las obsesiones de Berger. Un rubio no sólo indaga en las situaciones íntimas de Juan y Gabriel. También lo hace en cómo el contexto resulta un factor condicionante de esa intimidad: ese entorno social es a priori poco apto para salir del clóset, y en el caso particular de Gabriel se suma el sentir el peso de los mandatos sociales y familiares. El resultado es una película alejada del tono ligero y festivo de Taekwondo (2016), coridigida junto a Martin Farina. A cambio, Berger propone una sensible y respetuosa aproximación a los sentimientos de esos hombres que detrás de sus físicos robustos esconden un estado de soledad y fragilidad.
Cuando la memoria duele En las catacumbas de lo que hoy es el paraíso de consumo de la alta clase media vernácula, funcionó un centro clandestino de detención. “Allí donde la toques, la memoria duele”, reza la cita del griego Yorgos Seferis elegida por los directores Oriana Castro y Nicolás Martínez Zemborain para ilustrar la placa inicial de Segundo subsuelo. Al fotógrafo portugués Arthur Santana le llegó el momento de tocarla cuando menos lo esperaba; esto es, en medio de una jornada de trabajo que pintaba igual a tantas otras. Aquel día de 1987 estaba en las entrañas del que por entonces se llamaba Edificio del Pacífico para rodar junto a Fito Páez el videoclip de Ciudad de pobres corazones, hasta que los dibujos formados por las cerámicas del piso lo trasladaron a otro tiempo. Un tiempo atroz, oscurísimo, de libertades cercenadas y en el que el sonido de la muerte y el olor a pis lo invadían todo. Unos años después, con la llegada de la convertibilidad y el furor por las primeras marcas, aquella mole se convertiría en la Galerias Pacífico. Y Santana, en uno de los pocos testigos de lo sucedido allí durante la última dictadura militar, cuando varios metros bajo tierra funcionaba un centro clandestino de detención. Pero, ¿cómo es posible que en el subsuelo de lo que hoy es el paraíso de consumo de la aristocracia porteña se haya montado lo más parecido al infierno en la Tierra? Porque desde 1973, mucho antes de ser el shopping que es hoy, aquel edificio levantado a fines del siglo XIX fue sede de la Superintendencia de la Policía Ferroviaria y la de Coordinación Federal. Lo que no terminó de saberse es si quienes recalaron allí entre 1976 y 1983 lo hicieron por la voluntad de esas dependencias o como consecuencia del trabajo mancomunado entre las distintas fuerzas. Sin embargo, a Castro y Martínez Zemborain le interesa menos el entramado político-policial-militar que la sucesión de hechos fortuitos que desencadenó el descubrimiento, el pormenorizado análisis de la mano de los involucrados directos y la encomiable búsqueda de Justicia por parte de las víctimas y quienes las sobrevivieron. Víctimas que en muchos casos no saben dónde ni cuánto tiempo estuvieron detenidas, dificultado la identificación de los lugares. Así como se va armando un rompecabezas mediante retazos de recuerdos de olores y sensaciones, Segundo subsuelo se arma a la manera de un mosaico, con piezas cuyo sentido recién se avizora sobre el Ecuador del metraje. La dupla elige comenzar la película mostrando a Santana en un supermercado primero y en su casa cocinando después, y continúa con un relato a cámara sobre cómo y dónde fue “chupado”. Falta el quién, algo que ni él ni nadie conoce. La palabra del abogado especialista en Derechos Humanos y periodista Pablo Llonto, quien representa a familiares de desaparecidos en varias causas penales, permite suponer un rumbo que el testimonio posterior del juez Daniel Rafecas, cuyo juzgado investiga, desde 2004, las violaciones a los DD. HH. ocurridas durante la dictadura, no hará más que confirmar. Toda esa larga introducción funciona a modo de contextualización en tiempo y espacio. Mejor dicho, en dos tiempos (los ’70 y la actualidad) y un mismo espacio. Quien articula ambas temporalidades es el arquitecto que se encargó de la remodelación del edificio previo a la inauguración del shopping. Allí, además de objetos históricos, se encontraron paredes escritas con fechas y nombres, en lo que fue la primera pista concreta de la barbarie. A contramano del 90 por ciento de las películas que abordan el periodo más nefasto de la historia argentina, aquí el punto de vista es una derivación de la información y no al revés. Alrededor de esa ligazón directa entre la subjetividad de quienes filman y la realidad de los datos se construye el núcleo más jugoso de una película que va de lo general a lo particular, del horror sistémico a la experiencia personal de un Santana marcado por esas heridas que, más de 40 años después, siguen tan abiertas como el primer día.