Esta valiosa ópera prima israelí llega a los cines argentinos tras su estreno en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes 2016. Las vivencias de tres generaciones de una familia palestina son el centro narrativo del buen debut en la realización de la hasta ahora diseñadora de vestuario (trabajó con Elia Suleiman, entre otros) Maha Haj. Los protagonistas de Asuntos de familia son una pareja de ancianos de Nazaret con décadas de matrimonio a cuestas y un evidente hastío mutuo, y la madre de uno de ellos. El escenario lo completan tres hijos en etapas distintas de la vida. Uno vive en Ramallah y aspira a permanecer soltero, el otro en Suecia y mantiene una relación distante con su lugar de origen, y la tercera está embarazada de su actual pareja, quien inesperadamente se convierte en actor de cine. Estrenada en el Festival de Cannes del año pasado, la ópera prima de Haj circunscribe el deseo y los anhelos de sus personajes a un terreno en conflicto permanente como Palestina. No obstante, el film evita recargar las tintas sobre la coyuntura apelando a un solapado humor absurdo en los momentos más abiertamente políticos (el cruce del checkpoint, por ejemplo). Sucede que a Asuntos de familia le interesa más explorar cómo ese entorno condiciona a esos hombres y mujeres, jóvenes y viejos, con las mismas dudas y temores. El resultado es un retrato multigeneracional íntimo y sensible, pero no sensiblero hecho por una directora para tener en cuenta.
Comedia navideña como un turrón muy azucarado. Reuniones con amigos postergadas durante meses, balances con lo mejor y lo peor del año que se va, unas confituras por acá, un poco de pan dulce por allá, brindis al por mayor y, claro, el cine de Hollywood celebrando las bondades de la familia desde las carteleras comerciales de todo el mundo. Los rituales que culminan con el descorche y las doce pasas de uva del 31 de diciembre a la noche incluyen el estreno anual de –mínimo– una película enmarcada en los festejos navideños. Todo indica que la temporada 2017 viene con cupón de 2x1, pues a la flamante Guerras de papás 2 se le sumará dentro de tres semanas La Navidad de las madres rebeldes. Dos secuelas de películas en principio sin resquicios para continuaciones, una ambientada en el universo masculino aunque con aspiraciones ATP y unisex, y la otra en el femenino y con promesa de zarpe, según vaticina el tráiler. La primera casi que se vende sola, con Will Ferrell y Mark Wahlberg, el reaparecido Mel Gibson en plan cascarrabias y el aquí modosito John Lithgow encabezando los créditos. Y ellos son quienes cumplen y dignifican, aun cuando estén más preocupados en agradar que en actuar. Guerras de papás 2 empieza como terminaba la uno. El buenazo de Brad (Ferrell) sigue felizmente juntado con Sara (Linda Cardellini) y criando a los hijos de ella con el rudo de Rusty (Wahlberg), quien a su vez convive con nueva novia y su nena preadolescente. Que el film de Sean Anders presente este ensamblaje con naturalidad y sin ningún tipo de juicio suma unos porotitos, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de una película multitarget proveniente del núcleo de una industria de mirada históricamente conservadora y heterosexual. Pero hasta allí llegan las subversiones en una historia que rápidamente se coloca bajo el paraguas de lo probado. Empezando por la originalísima idea de juntar a los dos abuelos paternos, que son iguales a Brad y Rusty pero más grandes, para construir toooooda una película alrededor de ese encuentro y sus correspondientes chispazos, empatías, rencores del pasado y enredos de manual. No hay nada necesariamente malo dentro de Guerra de papás 2, pero tampoco demasiado bueno. Es, pues, otro de los productos hechos con la solvencia y el profesionalismo habitual de la industria norteamericana, una comedia blanca y familiar digna de un Jim Carrey o Robin Williams de mediados de los ‘90 que avanza por un camino plagado de fórmulas con la seguridad de quien ha visto recorrerlas mil veces antes. Una película reglamentaria donde todos trabajan bien y hacen lo que les pidieron que hagan. No más, pero tampoco menos. Los componentes se alinean automáticamente detrás de un guion con poca imaginación a la hora de explotar las posibilidades humoristas de sus intérpretes. Ferrell, de probados pergaminos en el terreno del absurdo y la improvisación, se limita a golpearse con cuanta cosa tenga adelante, mientras que Wahlberg esfuma cualquier atisbo de explosividad aniñada para convertirse en un ogro con una progresiva tendencia a la ternura. Que así y todo la cosa por momentos funcione se debe a que los muchachos son comediantes puros, capaces de hacer reír aun en circunstancias adversas. Por allí anda un Mel Gibson en la piel del abuelo con menos tacto a la hora de hablar a los nietos que se recuerde, en lo que es un oasis de acidez en medio de tanto turrón azucarado.
Una comedia romántica francesa sin demasiados hallazgos. Dos amores en París empieza con Juliette (Alexandra Lamy) siendo dejada por su pareja, un hombre harto de las indecisiones. Ella sufre una suerte de imposibilidad crónica de elegir aun entre las opciones diarias más banales: la lectura de la carta de un restaurante como suplicio. Sobre esa base, el director, guionista y autor del libro en que se basa el film, Eric Lavaine, construye un relato que apuesta todas sus cartas a la blancura de la comedia romántica más clásica. Allí estarán, entonces, las citas con chicos de Tinder (y toda una explicación sobre la aplicación) y algunos encuentros casuales, hasta que finalmente llega el amor. Y por partida doble. Sucede que la protagonista se enamora de un acaudalado bancario que primero la rechaza y después vuelve rendido a sus pies, y en ese interín conoce a un reputado chef dispuesto a adueñarse de su corazón, para alegría del padre gastronómico de Juliette. Hay una línea muy delgada que separa lo naif de la tontería, lo lúdico de la puerilidad. Dos amores en París coquetea siempre sobre esa cornisa, hasta que sobre el Ecuador del metraje se lanza al vacío. Ni siquiera la inocencia generalizada permite sostener la credibilidad de una serie de situaciones venideras que incluyen, entre otras cosas, una propuesta de matrimonio en simultáneo. Lo que era ameno aunque fácilmente olvidable se vuelve una disyuntiva en cuyo resultado se entrevé una reivindicación con olor a moraleja.
Luego de su lanzamiento en Cannes 2017 llega a las salas argentinas la nueva película del director de El extranjero loco, Gitano: Quiero ser libre y Geronimo. Djam es una chica joven, bonita y absolutamente desprejuiciada que vive en la isla griega de Lesbos junto a su padrastro, un marinero cuya embarcación para turistas está averiada desde hace meses. La necesidad de una biela nueva y ciertos comportamientos mal vistos por él, sumado a la tendencia a la aventura de ella, son las excusas perfectas para enviarla hasta Estambul. Estrenada en la última edición del Festival de Cannes, Djam, que para su estreno nacional suma el subtítulo “Una joven de espíritu libre”, narra el recorrido de la joven protagonista (una avasallante y magnética Daphne Patakia) por la capital turca. Allí se encontrará con Avril, una turista francesa abandonada por un novio que se llevó todo su dinero. La dupla atravesará experiencias llenas de peripecias (pierden transportes, se cruzan con personajes de toda índole) deparadas por un guión donde cada elemento tiene la responsabilidad de decir algo sobre el estado del mundo. Entre el coming of age y la road movie, entre canciones y bailes teñidos con la melancolía del rebético griego, el film del argelino Tony Gatlif (Exils) apuesta por el progresivo alumbramiento del interior de esas mujeres en conflicto interno por las heridas del pasado y la incertidumbre del futuro. El problema es que los descubrimientos de la protagonista no son solo personales, sino también sociales. Así, Djam se encuentra con una realidad atravesada por las consecuencias de la inmigración y la xenofobia que la película subraya con la fuerza de quien le importa más qué decir que cómo decirlo.
Película episódica sobre seis personajes dominados por la soledad. El libro Crónicas del asfalto adquirió cierta fama gracias al tono entre amable y fabulesco con que se aproximaba a la vida de seis vecinos de un edificio ubicado en un barrio ficticio de París. Su autor es el francés Samuel Benchetrit, quien ya tenía en su haber cuatro películas como realizador y ahora es uno de los dos responsables de adaptar su propio texto a la pantalla grande. La comunidad de los corazones rotos podría ser una de Robert Altman hablada en francés, con sus seis personajes hermanados por la soledad y el desamparo en tres historias paralelas cuyos desarrollos podrán –o no- intersectarse. La primera gira alrededor del acercamiento entre una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) y un hombre en silla de ruedas (Gustave Kervern); la segunda muestra la amistad entre una actriz venida a menos (Isabelle Huppert) y un vecino adolescente; mientras que la última aborda el encuentro entre un astronauta norteamericano (Michael Pitt) que cae con su capsula espacial en la terraza y una inmigrante marroquí. Los relatos corales suelen ser efectivos aun cuando la irregularidad sea una norma. La comunidad de los corazones rotos no es la excepción, pues sus tres historias entregan momentos de emoción genuina y otros apuestan deliberadamente por el lugar común. La buena noticia es que Benchetrit respeta a sus personajes, dejándolos evidenciar sus problemas sin juzgarlos. Una película sencilla, noble y directa, aunque con poca pulpa en su interior.
Cómo salvar al mundo y hundir al cine. El nuevo producto del director de Batman vs. Superman confirma los malos augurios de uno de los proyectos más conflictivos de Hollywood. Liga de la Justicia es la película-morbo de la temporada pochoclera. Su rodaje empezó poco después del estreno Batman vs Superman: El origen de la Justicia, con los consabidos cortes, parches y reescrituras que todo fracaso genera en los proyectos posteriores de una franquicia. Así y todo a la gente de Warner no les cerró el nuevo tratamiento del director Zack Snyder, e incorporaron como guionista a Joss Whedon para que hiciera lo mismo con el universo Marvel: masajearle las cervicales, abrirle los chacras a nuevas energías, descontracturarle los nudos a ese guion que, como el del encuentro de los dos encapotados más famosos, se hundía en la gravedad y la transcendencia. El suicidio de la hija adolescente de Snyder dejó al responsable de Los Vengadores a cargo de las retomas y ajustes finales –aunque sólo acreditado como coguionista– de una producción cuyo presupuesto terminó por los 300 millones de dólares, casi el doble de Mujer Maravilla. Muchos verán Liga de la Justicia, entonces, con el secreto placer de confirmar en pantalla los malos augurios de uno de los proyectos más conflictivos de Hollywood de los últimos años. A ellos debe decírseles que mejor se queden en casa, porque al lado del ladrillazo de BvS ésta es una obra maestra. Pero, claro, para eso tampoco hacía falta demasiado. El estudio Warner había prometido un ensamblaje perfecto entre ambas miradas. Difícil lograr una homogeneidad partiendo de una disputa artística entre la épica innegociable de uno, con sus largos travellings en cámara lenta y regodeos visuales como marcas registradas, y la gracia desprejuiciada del recién llegado. Basta haber visto media hora de Los Vengadores y otro tanto de BvS para identificar qué porción del corte final corresponde a cada director. Snyder debe haber rodado el 80 por ciento y, por lo tanto, su tono adusto e imágenes estilizadas se imponen sobre el juguetón y pop Whedon. Al primero se le puede atribuir una narración llamativamente desnorteada para los cánones de Hollywood, una que dedica sus buenos minutos a presentar a Aquaman (Jason Momoa), Cyborg (Ray Fisher) y Flash (Ezra Miller) para después sacar de la galera a un malvado que justifique su inserción la dinámica grupal. A todos ellos los habían ido a buscar Bruce Wayne/Batman (Ben Affleck) y Diana Prince/Mujer Maravilla (Gal Gadot) después de la muerte de Clark Kent/Superman para algo que en principio no se sabe muy bien qué es por la sencilla razón que no hay conflicto en puerta. O Wayne tiene poderes de clarividencia además de mucha mucha plata, o hay un boquete en ese guion visiblemente manoseado. Con el malo llega, al fin, lo más parecido a un nudo narrativo. El objetivo es que el tal Steppenwolf –hermano vocal del gutural Darth Vader– no junte tres cajitas cuya unión podría desatar lo más parecido a un apocalipsis. Quienes lo impedirán son esos muchachos y esa muchacha que repiten varias veces que lo suyo es “salvar el mundo”. Nada de andarse con chiquitas ni resoluciones terrenales. Con una reducción considerable aunque insuficiente de parlamentos sobre la Justicia, el Bien, el Mal y demás temas importantes, Liga… es, como Thor: Ragnarok, una transición. Lo curioso es que ocurre dentro del mismo metraje: Superman empieza a tirar chistes, Batman a cambiar traumas por canchereadas, Flash pasa de inocencia a estupidez y Aquaman se vuelve un rudo simpático. Contradictoria y neurótica, la película se vuelve más liviana e incluso leve, fugazmente divertida. Como si el porcentaje Whedon estuviera concentrado en la última media hora, la culminación se da no con una sino con dos escenas pos créditos.
Pierfrancesco Diliberto, más conocido como Pif, es un actor y conductor televisivo muy conocido en Italia. En 2013 incursionó en la dirección y la escritura de guiones con la comedia La mafia uccide solo d'estate, donde narraba la historia de amor de Flora (Miriam Leone) y Arturo (el propio Pif) en los años ’70 y ’90, en medio de una creciente incidencia de la mafia en la arena política. Basada, según se desprende de las leyendas de los créditos, en una historia real, A la guerra por amor es una secuela (o precuela) con los inicios del vínculo romántico entre ambos personajes a principios de la década del ’40 como núcleo narrativo. En plena Segunda Guerra Mundial, ambos viven en Estados Unidos y ella está a punto de casarse con el hijo de un socio de su tío capomafia mientras él es el cocinero del restaurante que utiliza la banda como base de operaciones. La noticia del casorio demuele a un Arturo dispuesto a todo con tal de evitarlo. Incluso a viajar hasta una Italia en plena guerra para pedir personalmente la mano al padre de ella. Sin dinero, la única forma de cruzar el Atlántico es enlistarse en las fuerzas norteamericanas. A la guerra por amor oscila entre un costumbrismo craso (los lugareños de Sicilia), un romanticismo que de tan inocente se vuelve tonto y una búsqueda humorística que no da resultado. Y mejor ni hablar de una estilización bélica que, en sus peores momentos, recuerda a La vida es bella. Leve, muuuy levemente divertida, la historia pega una vuelta de campana en su última media hora para volverse un panfleto antibélico con tintes de denuncia sobre los desmanejos de la mafia. Hasta incluso martiriza a un personaje central para subrayarlo. La onomatopeya que sirve de nombre artístico al director es también un buen adjetivo para definir su película.
Carla Juri interpreta a la pintora Paula Modersohn-Becker, pionera del expresionismo alemán en tiempos dominados por los prejuicios y el machismo. Apenas dos semanas después ese homenaje-retrato de Vincent Van Gogh llamado de Loving Vincent, llega a la cartelera argentina otra película centrada en los avatares más oscuros de la pintura. Avatares en los que el machismo y los prejuicios sociales derivados de los parámetros estancos del arte son moneda corriente. El título es Paula y la figura, Paula Modersohn-Becker. Nacida en Dresde en 1876, la pintora realizó al menos 750 lienzos, 13 estampas y cerca de un millar de dibujos en apenas 31 años de vida. Con el tiempo fue la primera mujer en tener un museo dedicado a su obra en Europa, convirtiéndose en una de las grandes referentes de la primera etapa del expresionismo alemán. La primera parte del film de Christian Schwochow muestra los inicios de Modersohn-Becker en una escuela donde profesores y compañeros descreen de su talento. Lo mismo que su padre, dispuesto a todo con tal de que trabaje. Los planos elegantes, cierta solemnidad en los diálogos y el regodeo en el diseño de arte y el vestuario decimonónico preludian una biopic al uso plagada de lugares comunes. Y es cierto que algo de eso hay en las dos horas de metraje, pero también que a medida que la protagonista adquiere contornos y gramaje el asunto se vuelve más interesante. Una vez instalada en París, después de divorciarse de su marido, un pintor exitoso y viudo, Paula -película y personaje- ajusta su sintonía fina. La historia se despoja de su aura melodramática y se adentra en el terreno de la disputa por la instalación de un canon artístico. La lucha de Paula es, pues, tanto una reivindicación de género como de la libertad creativa, aun cuando el costo sea la propia vida.
Escenas de un futuro distópico. El relato, que tiene como protagonista a una pareja que debe atravesar un territorio devastado, va del western a la road movie, y de allí al drama romántico y el thriller de supervivencia. La guerra por el agua es una sombra que se extiende amenazante desde hace décadas, y ahora con mayor potencia que nunca. Si hasta el mismísimo Papa Francisco culminó un seminario de derecho al agua en abril de este año preguntándose si todas las crisis geopolíticas actuales no significan el preludio de una Tercera Guerra Mundial. Debut en la dirección de largometrajes de Nicolás Puenzo –hijo de Luis (La historia oficial) y hermano de Lucía (XXY, Wakolda)–, Los últimos no cita al cura oriundo del barrio de Flores pero sí toma como punto de partida un hecho real. En este caso, la declaración de una emergencia por escasez de agua en Bolivia durante 2016. A partir de esa anécdota imagina un futuro impreciso pero cercano 0ûalrededor de 2030, según se desprende de edades y referencias– con la batalla por los recursos naturales en plena acción y el norte del país hecho un páramo desde que las mineras secaron todo lo que se podía secar y dejaron una horda de sobrevivientes liberados a las más crueles de las suertes. La de dos de ellos puede cambiar si sortean mil y un obstáculos para cruzar la cordillera y llegar al Océano Pacífico. Los que pueden salvarse son una joven pareja (Peter Lanzani y la modelo y actriz peruana Juana Burga). Pueden y deben, dado que ella tiene un incipiente embarazo que difícilmente llegue a buen puerto en las inexistentes comodidades del campamento de refugiados que los alberga. La solución es una huida por un largo camino en el que se cruzan los escenarios distópicos, empolvados y desérticos de Mad Max con otros post-bélicos dominados por casas destruidas y escombros al por mayor de Niños del hombre y La carretera, siempre con la persecución de los drones del bando invasor. Puenzo Jr. capta la majestuosidad del altiplano boliviano y el desierto de Atacama sin caer en la grandilocuencia, haciendo de esas tomas panorámicas elementos funcionales al relato. Majestuosidad sin grandilocuencia: el punto justo para una película en cuyo ADN está el gen de la ambición. No por nada el relato va del western a la road movie, y de allí al drama romántico y el thriller de supervivencia. El problema es que por momentos esa ambición, además de visual y narrativa, es también discursiva. Las situaciones que atraviesa la pareja parecen pensadas y calculadas hasta el más mínimo detalle para que digan más del mundo “real” que del ficticio construido en la pantalla, con sus dardos venenosos al corporativismo, al extractivismo y al imperialismo. Los personajes con los que se cruzan, con el mercenario interpretado por Alejandro Awada a la cabeza, despliegan así un carácter meramente funcional, alegórico. Por ahí también anda un fotógrafo de guerra curtido y neurótico (Germán Palacios) con las contradicciones a flor de piel y una médica (Natalia Oreiro) que es pura bondad. El que está perfecto es Peter Lanzani, por la sencilla razón de que uno rápidamente se olvida de que es Lanzani. Pocos actores –menos los de cierto reconocimiento mediático– logran ponerse por encima de su nombre propio a la hora de trabajar. Este pibe lo hizo no una sino dos veces este año: se recomienda prestarle particular atención en la serie Un gallo para Esculapio, donde ni siquiera con acento litoraleño sonaba forzado.
Una cámara más oscura que nunca. Harta de invertir años y años –y billetes y billetes– para realizar una película, desencantada con las dificultades crónicas para conseguir un lanzamiento digno en medio de una cartelera comercial clausurada a prácticamente todo lo que no huela a pochoclo, abatida por la falta de ideas para nuevos proyectos y con la certeza de no saber muy para qué hace lo que está haciendo. Ese es el escenario emocional que le plantea la directora y guionista María Victoria Menis a su amiga y colega Franca González durante una de las primeras escenas Mi hist(e)ria en el cine. ¿En qué invertir el tiempo si se cuelga la cámara? La responsable de El cielito y La cámara oscura sabe que la crisis trae bajo el brazo las llaves de una nueva oportunidad, pero no tiene la más mínima idea de por dónde empezar, en cuál de todas las cerraduras que despliega el mundo moderno hacer el primer intento. Su amiga le muestra un posible camino a seguir: así como los escritores buscan inspiración para sus textos tomando apuntes de la vida cotidiana, ella debería tomarse un tiempo para pensar y, mientras tanto, filmar el entorno más cercano para que sea él quien inyecte combustible creativo a un tanque a punto de vaciarse. Sobre la base de esas “notas fílmicas” tomadas por la propia Menis, quien aporta su voz y deja su figura casi siempre fuera de campo, se construye esta brevísima (apenas una hora, créditos incluidos) ficción con elementos documentales. O, si se prefiere, documental con elementos de ficción, dado que resulta muy difícil desentrañar qué proporción de cada vertiente incluye la mezcla. A fin de cuentas, la directora empieza su registro cotidiano filmando sus padres mientras los hace rememorar los inicios de su relación, pasa a sus hijos y a sus inquietudes artísticas, y de allí a algunos colegas y amigos con posibles nuevos proyectos en puerta. A todas ellos los retrata en una intimidad documental aunque filtrada por mecanismos de ficción que por momentos se tornan evidentes, como esa subtrama sobre la crisis vocacional de una de las chicas con la Menis busca espejarse. La búsqueda es un viaje hacia el pasado y al origen de la cinefilia de Menis. Que es también la de toda la familia, con el recuerdo certero de una proyección de La ronda como la excusa para la primera cita de los padres. Los fragmentos de esos títulos bisagra en su formación primero como espectadora y luego como cineasta –La rosa púrpura de El Cairo, Ocho y medio, el cortometraje seminal Viaje a la Luna, la filmografía de Pedro Almodóvar– se cuelan en medio de un relato que en su primera mitad avanza de forma caótica y sin un norte claro, en línea con el desasosiego vocacional y personal de la realizadora. Pero Mi hist(e)ria… no es un pase de facturas público, aun cuando Menis está visiblemente enojada con el cine y persiga la idea de una catarsis colectiva. Sobre el Ecuador del metraje, ya con los ánimos más apaciguados, el film empieza a revelar un núcleo leve y entrañable, no exento de humor, asentado en la importancia de la pertenencia y la filiación. El cine como pasión y sufrimiento. Como la vida misma.