Los riesgos de viajar en la hora pico El director y el actor ya saben cómo llevar adelante una de esas películas que no ofrecen nada novedoso ni aspiran a grandes premios, pero pueden sostener una trama con sus buenos giros de tuerca y la premisa de, a pura acción, hacer posible lo imposible. Neeson es Michael, un ex policía devenido laburante civil sometido a una situación extraordinaria. Las quejas por el hacinamiento en el subte en hora pico, las cancelaciones constantes de los trenes y la ausencia de determinadas líneas de colectivo después de la medianoche son una recurrencia en las bocas de los argentinos. Pero pasarla mal, verdaderamente mal en un transporte público es otra cosa. Bien lo sabe Liam Neeson, quien supo recibir un mensaje de texto en un avión (¡a 10 mil metros de altura!) alertándolo sobre la muerte de un pasajero cada veinte minutos, y que ahora tiene que encontrar a un testigo encubierto en un tren repleto a cambio de la vida de su familia. Se recomienda huir urgentemente ante la presencia del actor irlandés en algún aeropuerto o estación, puesto que compartir asiento con él puede convertir cualquier día en un martes 13. Aunque, claro, siempre terminará haciendo de las suyas para que el pasaje completo llegue a destino sano y salvo, sobre todo si quien pilotea el vehículo es un realizador de probados pergaminos en situaciones de emergencia como Jaume Collet-Serra. La cuarta colaboración entre el español y el protagonista de La lista de Schindler es una de esas películas que no ofrece nada novedoso ni aspira a ganar premios importantes. Pero también una que sabe muy bien cuáles son sus intenciones y, aquí el mérito, cómo llevarlas adelante. Deudora durante gran parte de su recorrido narrativo de un cine nervioso y artesanal cada vez más relegado de la cartelera, El pasajero presenta a un Neeson típico de la última década: un ex policía devenido laburante civil sometido a una situación extraordinaria que deberá resolver solito. Al mismo tipo de personaje que, entre otras penurias, sufrió el secuestro de su hija (Búsqueda implacable), perdió la memoria después de un choque en taxi (Desconocido), desarticuló una toma de rehenes en un avión (Non–Stop: Sin escalas) y rescató a su hijo de las garras de un poderoso mafioso (la muy recomendable Una noche para sobrevivir), le toca salvar las papas durante un viaje en tren rumbo a casa. Allí lo esperan su mujer y un hijo por cuya facultad están a punto de endeudarse hasta la médula. O al menos esa era la idea hasta que a papá le anunciaron esa mañana que se quedaba sin trabajo. “Hay alguien acá que no encaja y vos tenés que encontrarlo antes de la última estación”, le dice la mujer que se le sienta enfrente (Vera Farmiga), dándole como único dato que su objetivo lleva una mochila. ¿Por qué a él? ¿De qué se trata? ¿Quién es la dama misteriosa? ¿A quién buscar? Todas preguntas que Michael (Neeson) irá respondiéndose a medida que avance el metraje y termine involucrado hasta el fondo en un juego que hubiera preferido no jugar. Como un Poirot sucio y violento, irá descartando “sospechosos” uno a uno ante la mirada de pasajeros que desconfían de su teoría conspiranoide. El único que le cree es Collet Serra. Como en Desconocido y Sin escalas, el realizador vuelve verosímil lo que no es a puro pulso narrativo, claridad visual y confianza en la acción física, torciéndole la muñeca a un guión que reserva para la última media hora una seguidilla de vueltas con traiciones dobles y discursos aleccionadores a cargo de un héroe que funciona mejor cuando pega y se mueve que cuando habla.
Fantasmitas traumados con ánimo de revancha. ¿Cuáles son los resortes internos de los actores para hacer su trabajo? ¿Se trata de una mera cuestión de técnica, con el consagrado “Método” como línea rectora, o acaso entran en juego cuestiones personales falibles de ser manipuladas por el entorno? Coproducción entre España, la Argentina y Uruguay, moldeada para todos los paladares hispanoparlantes, No dormirás está a favor de la segunda opción. Lo hace a través de una de sus protagonistas, Alma (Belén Rueda), que para una performance artística sobre la locura lleva a sus actrices, física y mentalmente, hasta el núcleo de ella. Nada mejor que un hospital psiquiátrico abandonado en algún lugar innominado de la Argentina para un tour de force generado por una vigilia que, aseguran, si se extiende por más de 48 horas borronea los límites entre lo real y lo imaginado. Caso curiosísimo en materia de películas con la locura como tema: la parte real es más siniestra y oscura que la imaginada. No dormirás dispone las piezas de un rompecabezas basado en el modelo del “thriller psicológicos de época filmados en interiores”, una de las especialidades del ala más industrial del país del jamón crudo desde el éxito de El orfanato. De España también proviene un estándar técnico y de diseño (el relato transcurre en los 80) altísimo, además de un guión sin fisuras, calculado hasta la última coma, con los consabidos golpes de efecto pensados para mover el cuerpo desde la platea. Y si el cuerpo responde, tal como ocurre aquí, es porque se está ante una película de género que funciona, que quiere asustar y lo hace, pero que en este caso, a medida que el rompecabezas empieza a completarse, deja la sensación que podría haber funcionado (o asustado) mejor. La que no se asusta es Bianca (Eva de Dominici) cuando le proponen formar parte del grupo de teatro perfomático de Alma, al que también asiste una de sus compañeras de elenco (la española Natalia de Molina). La idea es que disputen el protagónico de una obra escrita por una paciente de un psiquiátrico a través de ensayos en el mismísimo psiquiátrico y con ellas en un estado mental lo más parecido posible al de la ocasional dramaturga. Para alcanzar ese “nuevo umbral en la percepción” es necesario que no duerman durante días, tal como comprobó Alma en performances previas. “Tu miedo supera a tu talento”, la torea a Bianca cuando las cosas no salen. Y entonces Bianca avanza. Una actriz veterana (Eugenia Tobal), un escritor (un Germán Palacios con bigote “10 y 10” tipo Dalí), Alma, su asistente (Juan Manuel Guilera): todos se comportan de forma misteriosa, moviéndose en silencio y cuchicheando a espaldas de las pobres chicas. Es evidente que algo esconden pero, ¿qué? Durante su primera mitad, No dormirás está más cerca del suspense que del terror más clásico, sosteniendo su interés gracias a un logrado clima ominoso, cortesía de la fotografía de Bill Nieto, y a un vacío informativo que se irá llenando a la par que lo haga Bianca. Y acá llega el problema del film de Gustavo Alvarez (La casa muda), el mismo de nueve de cada diez películas del género de los gritos y sustos: la imperiosa necesidad de que todo cierre con moño, que en este caso reduce la potencia dramática hasta convertirla en otra historia de fantasmitas traumados con ánimos de revancha.
Otro hombre que huye de todo en las playas. Más allá de un volumen de estrenos que desde hace un lustro se ubica entre los 150 y 200 títulos (en 2017 fueron 209, según un relevamiento del sitio Escribiendo Cine), y de la variedad de formas y búsquedas dentro de ese corpus enorme, desde que al cine argentino se le antepuso el “Nuevo” las ciudades balnearias son, indefectiblemente, el refugio de seres penitentes. Nada de vacaciones con la familia o de andar feliz en alpargatas. Da lo mismo que sea Mar del Plata, una localidad del Partido de la Costa, algún pueblito tajeado por la ventosidad de la Patagonia u otro en las frondosas márgenes del Río Paraná. Siempre, como un mandato tácito, los hombres y mujeres de la factoría audiovisual nacional están ahí para que nadie los encuentre, con un pasado oscuro –un duelo, un delito, una relación trunca– a cuestas que, más temprano que tarde, llegará hasta ellos. Pescador es el exponente más novel de esta tendencia. Uno que marca el peso de la arena y las olas en su historia desde ese plano inicial que muestra la soledad más absoluta de la playa y, allí, en medio de la nada, al hombre que, se supone, huye de algo. O de alguien. O de los dos. Recién sobre la última parte del film de José Glusman (Cien años de perdón, Domingo de Ramos) se sabrá quién es el parco y solitario Santos (Darío Grandinetti) y cuáles fueron los motivos detrás de su mudanza a una casa en medio del páramo que es la zona de Pinamar fuera de temporada. El dato venía cocinándose a fuego lento desde el principio, creando una módica intriga que el film diluye con un largo flashback explicativo que rompe con el punto de vista establecido hasta ese momento. Antes hay un típico relato costero centrado en la relación entre este hombre y tres chicos locales que alistan un restaurant en un parador con miras a la próxima temporada de verano. Relación que va, como casi siempre en estos casos, de la desconfianza al aprecio, de la autoprotección silenciosa a la manifestación de la vulnerabilidad emocional. Y que empieza a construirse torcido, con Santos rechazando una y otra vez a los jóvenes interlocutores. Así y todo insisten en charlarle porque... bueno, no queda muy claro por qué. O son buenos o hay un agujero en el guión que justifique la tenacidad de los chicos. Definido por la información de prensa como un “policial playero”, el film va del drama intimista a la concreción del máximo temor de Santos no sin antes puntear las cuerdas del vínculo filial a través de un incipiente paternalismo ilustrado en decisiones que generan el refunfuño de los chicos. Sobre todo el de la chica, quien delegó en Santos el rol de depositario de sus miedos y desconfianzas y ahora, para salvar las papas del negocio, debe convertirse en mercancía de intercambio con un inspector municipal cuya bondad esconde, como todos aquí, secretos oscuros. Pródiga en planos abiertos de las playas vacías que ilustran la soledad de su protagonista, Pescador transmite un desfasaje tonal respecto al contexto de un estreno en plena temporada de verano que convierte ese terreno de sufrimiento en un lugar de descanso para mojar los pies.
El toro que no quería torear. Sin los guiños habituales en el cine animado de los últimos tiempos, quizá demasiado ceñido a que cada elemento cumpla su rol, el primer tanque de animación de la temporada apunta exclusivamente al público más pequeño. Y, a su manera, funciona. Creada originalmente por el cuentista infantil Munro Leaf en 1936, la historia de Ferdinando es conocida gracias al cortometraje animado de Disney realizado en 1938 y ganador de un Oscar al año siguiente. Ochenta años después, el toro amante de las flores vuelve a la pantalla grande de la mano del estudio Blue Sky, que desde la seminal La era del hielo no ha hecho otra cosa que incursionar en universos de animales parlantes dotados de sentimientos humanos, con las posteriores Río y Horton y el mundo de los quién acentuando la tendencia. Dirigida por uno de los grandes referentes del estudio, Carlos Saldanha, Olé, el viaje de Ferdinand es una de esas películas en las que cada elemento (personajes, escenarios, situaciones) está donde está para cumplir una función preasignada, más allá de la pertinencia narrativa. No le hubiera venido mal un poco más de aire, de libertad, de explosión, de voluntad para sortear las taras autoimpuestas. Pero así y todo la cosa funciona, al menos como ejercicio recreativo veraniego. ¿Por qué? Porque Olé, aunque calculada hasta el último pixel, sabe cómo hablarle a los más bajitos, máximos –y únicos– destinatarios del primer tanque de animación de 2018. Como en la inminente Coco, de Pixar, Olé sitúa su acción en un universo de habla hispana. Más precisamente en un rancho donde un españolísimo hacendado cría toros para venderlos a reputados toreros o, en su defecto, al frigorífico de la zona. A uno de los becerritos que pastan en el corral no le importan las cornadas ni los duelos físicos, sino cuidar la pequeña flor que asoma en las grietas de la tierra seca. Tan bueno y noble es Ferdinand, que si fuera perro debería llamarse Lassie. En un giro marca Disney, la muerte de su padre en una corrida lo obliga a huir sin rumbo, hasta que encuentra una granja habitada por un padre y su pequeña hija donde puede pasar el día entero oliendo flores sin que nadie lo moleste. El problema es que se trata de un animal de una tonelada y, por lo tanto, el humano promedio lo mira de reojo cuando se pasea por la feria del pueblo. Más aún después de alborotarlo todo a raíz de una picadura de abeja, hecho que lo devuelve a la chacra con sus viejos compañeros devenidos en adultos. Olé apuesta una buena porción de sus fichas a la belleza visual de sus escenarios y a la caracterización de sus personajes. Ni siquiera los “malos” (un torero engreído de piernas flaquísimas y gestos exagerados, un animal violento y solitario) son del todo malos en este universo plagado de colores pastel cautivantes para los ojos de los espectadores más chicos. Sin los guiños ni canchereadas habituales de los productos multitarget de animación, el film de Saldanha es transparente y honesto a hora de contar y mostrar esta fábula con todos los lugares comunes del cine eco-friendly motorizada por la idea de la amistad y el trabajo grupal, y gana algunos puntos gracias a la eficacia de sus gags visuales, con el premio mayor para los tres caballos alemanes que bailan como si no existiera un mañana. En ese sentido, Olé funciona mejor como sumatoria de secuencias antes que como un todo homogéneo. Algo que a los chicos seguramente les importará poco y nada.
A 22 años del film original con Robin Williams llega este reciclaje que tiene sus puntos más altos en el carisma y profesionalismo de sus protagonistas. El negocio de la nostalgia de Hollywood continúa a todo vapor con esta remake del film familiar protagonizado por Robin Williams hace ya 22 años. Se trata de una versión más volcada a la comedia inocente y al gran espectáculo visual que a la aventura oscura, y que, gracias a sus intérpretes, se convierte en un aceptable pasatiempo veraniego. Jumanji: En la selva, dirigida por Jake Kasdan (Malas enseñanzas, Nuestro video prohibido), tiene un planteo distinto a la original. Ahora los protagonistas son un grupo de compañeros de colegio secundario que durante una jornada de detención -aquella forma de castigo que inmortalizó El club de los cinco- encuentran una vieja plataforma gamer con un cartucho puesto. Con el inicio del programa entran “dentro” de ese mundo selvático donde deberán ir superando obstáculos con las habilidades y fortalezas de cada uno de sus “personajes”. Así, la chica linda y frívola queda en el cuerpo de Jack Black, el nerd tímido se vuelve Dwayne “The Rock” Johnson y el negro deportista se achica al tamaño de Kevin Hart…. Lo que sigue es una historia que oscila entre el homenaje a toda la iconografía gamer/cinematográfica (Tomb Raider), la autoconciencia y la parodia a la película de 1995, todo salpimentado con esporádicas dosis de aventuras que funcionan en la medida del oficio de sus intérpretes. Como en prácticamente toda su filmografía, The Rock (¿el emblema del cine familiar de los 2010?) se ríe de su fisonomía y aporta todo su oficio para uno de sus habituales héroes cancheros y algo torpes, mientras que Black demuestra que funciona mejor cuando se lo contiene.
Mera repetición de lugares comunes. Estrenadas en 2001 y 2003, las primeras Jeepers Creepers no revolucionaron el cine de terror ni marcaron una huella importante en su historia, pero al menos se destacaron por sobre la media al inscribirse dentro del género sin el espíritu entre irónico y metadiscursivo de moda en aquellos años post Scream. Cuando todos tendían a evidenciar los mecanismos narrativos habituales del cine de los sustos y los gritos para tomárselos en sorna, el director Víctor Salva apostó por dos películas de terror “en serio”. Dos jóvenes en un lugar desconocido, una entidad misteriosa que los acecha y de la que, en principio, no se sabe nada, y la lucha básica por la supervivencia funcionaban como herramientas gastadas aunque de imperecedera nobleza. Sobre esa misma base de respeto y convencionalismos se construye una tercera parte que prácticamente calca la parábola argumental de sus predecesoras centrándose en un nuevo regreso del monstruo con apetito de hombres y mujeres con olor a miedo. La diferencia es que las otras dos eran buenas y ésta... no. Alejada del modelo de road movie setentosa de la 1 y la 2, El regreso abraza todos los lugares comunes del cine de terror clase B que se estrena semana tras semana en la cartelera, ése que prodiga títulos con referencias al Diablo y lo paranormal aun cuando éstos brillen por su ausencia, incluido el de un diseño producción que no logra suplir falencias presupuestas con ideas de puesta en escena. Un policía negro igualito al Morgan Freeman de los ‘90 que parece locutar documentales espiritistas antes que actuar, un comisario gordo que no cree en nada hasta que empieza a creer, una anciana con los ojos blancos que habla con el fantasma de su hijo muerto y guarda una mano del bicho dotada de “poderes” de clarividencia, el buenazo del vendedor del pueblo flirteando con la nieta bonita: el guión de Salva acumula personajes poco desarrollados y situaciones resueltas a puro CGI bastante berretón. Difícil asustarse en un contexto donde, además, Creeper tiene hasta una súper camioneta fortificada que envidiaría más de un marine norteamericano. El principal problema de Jeepers Creepers: El regreso no es que en las dos anteriores se haya contado prácticamente todo, sino que los protagonistas lo saben: que este bicho con alas y máscara berreta aparece cada 23 años durante 23 días, que es prácticamente imbatible, que la solución más segura es esconderse y que al final, pase lo que pase, seguirá vivo. Lo que no saben es quién es ni por qué hace lo que hace. Y nunca lo sabrán, convirtiéndolo en un villano sin motivación y, por lo tanto, de escaso atractivo para la platea. Lo único que importa aquí es el periplo centrado en el intento de resistencia de la pequeña comunidad del medio oeste norteamericano acechada. De este lado de la pantalla, sólo queda ver a cuántos es capaz de cargarse antes de someterse a un exilio voluntario que seguramente interrumpirá dentro de poco tiempo, cuando una nueva e inevitable secuela le ofrezca en bandeja una panzada de humanos como almuerzo.
El género de terror se despide del año con un exponente muy pobre. La Argentina debe ser uno de los países con mayor consumo de cine de terror en el mundo. Estrenada solo en Estados Unidos, Kuwait (¿?) y aquí, Se ocultan en la oscuridad es el típico exponente clase B centrado en los sucesos paranormales en un pueblo chico. Una película vista mil veces antes… y mejor. El protagonista es un doctor recién mudado a un caserón de ensueño que empieza a sufrir pesadillas con un ser monstruoso que lo acecha desde la oscuridad. Un ser muy parecido a Freddy Krueger. Nada original ni contundente sucede después: el doctor investiga, el monstruo se vuelve cada vez más real, lo ven algunos otros personajes… Se ocultan en la oscuridad oscila entre el thriller psicológico y el terror más llano sin funcionar en ninguno de los dos terrenos. Para el primero le falta profundidad y desarrollo; para el segundo, una buena de dosis de oficio de parte de sus responsables. Con un guión trillado y previsible hasta la última coma, y un tono serio que nunca asume su condición de berretada, Se ocultan en la oscuridad no asusta, ni moviliza ni entretiene.
En la cuna de la mafia, una de fantasmas. Oscura y refinada historia de ribetes fantásticos, tiene como gran tema la pérdida de la inocencia. La película admite reminiscencias del cine de David Lynch y Tim Burton, pero los directores, por momentos, se engolosinan con su tono poético. Los títulos de películas con nombre propio son una pesadilla para una distribución nacional (y hasta regional) siempre adepta a incluir términos que cumplan la doble función de resultar “atractivos” para el público y dar una idea básica del contenido y el tono del relato. ¿Qué es, por ejemplo, Joy? La historia de superación de una madre soltera que lucha contra viento y marea para hacerse un lugar en medio de una industria machista y misógina. Ok, entonces acá se llama Joy: el nombre del éxito. ¿Y The Post? La recreación a cargo de Steven Spielberg de una investigación periodística en los 70 relacionada con ocultamientos gubernamentales durante la Guerra de Vietnam llegará en febrero con el subtítulo “Los oscuros secretos del Pentágono”, como para que se entienda bien de qué va el asunto. Con la elección de Luna, una fábula siciliana en lugar del Sicilian Ghost Story original, armaron un problema donde no había. Así como estaba era perfecto, fiel a esta oscura y refinada historia de ribetes fantásticos -David Lynch y Tim Burton asoman como referentes ineludibles- con la pérdida de la inocencia como gran tema. Hablar de Sicilia, al menos en términos cinematográficos, remite invariablemente a la mafia y su amplio linaje de hombres dispuestos a todo con tal de proteger el negocio. Incluso a secuestrar al hijo adolescente de un soplón, aislarlo y torturarlo física y psicológicamente durante dos años para, como cierre, ahorcarlo y descomponer el cadáver en ácido, tal como ocurrió con el joven Giuseppe Di Matteo a mediados de los ‘90, cuando los tentáculos de la Cosa Nostra llegaban a todas las esferas del poder siciliano. Pero los directores Antonio Piazza y Fabio Grassadonia –que presentaron el film en la última edición de Mar del Plata– no toman ese hecho para recrearlo. No hay nada en Sicilian Ghost Story que remita a los recursos habituales del cine basado en hechos reales: como indica el título, es una historia de fantasmas, no sobre la mafia. Los acontecimientos son el puntapié para un abordaje periférico proveniente del punto de vista de Luna (Julia Jedlikowska), la muchachita enamorada de Giuseppe que no dejará de buscarlo hasta las últimas consecuencias. “Alejate de esa familia”, ordena papá cuando Luna dice a dónde fue, todo ante la atenta mirada de una madre suiza con aspecto de bruja. El de estos chicos es, como el de Romeo y Julieta, un amor contrariado que marcha a contramano del contexto y de las imposiciones familiares rumbo a una tragedia inexorable. La cocina de la mafia permanece en un fuera de campo que el film nunca abandona, funcionando como contexto donde lo real se entremezcla con la fantasía hasta volverse un todo indivisible. Deliberadamente artificiosa en la construcción de sus amplios espacios, con esos bosques que, gran angular mediante, devoran a la pequeña Luna, Sicilian Ghost Story ostenta una seguridad inhabitual para una segunda película. Una virtud a la vez que problema, en tanto Piazza y Grassadonia tienen tanta confianza en su material -y, sobre todo, en la forma lírica y poética de disponerlo en pantalla- que por momentos se engolosinan. Como en esa larga media hora final donde lo fantasmagórico se vuelve bello y la oscuridad muta en luminosidad ante la certeza de un amor para toda la vida.
Fascinante acercamiento a la enigmática figura de Pablo Fayó, el genio de la historieta que desapareció del mapa. Pablo Fayó fue una de las apariciones más rutilantes del comic argentino post-dictadura. Sus primeras viñetas, publicadas en la revista Fierro hace más de tres décdas, rompieron con el molde de lo hasta entonces establecido, y muchos calificaron al autor de promesa. Pero unos años después, cuando todo marchaba hacia una consagración segura, el historietista dejó los lápices para dedicarse a la música. ¿Qué pasó? ¿Por qué? El documental de Santiago García Isler intenta dilucidar respuestas acompañando a Pablo en una cotidianeidad que lo encuentra cantando tango en bares, administrando el alquiler de las habitaciones de su PH, y en diversas charlas con los colegas más reputados de la Argentina que rememoran anécdotas y ensayan sus teorías sobre qué hay detrás del misterioso alejamiento de Fayó. Pablo luce cansado, cubierto por un manto de silencio que tapa sus zonas más oscuras y que ni siquiera la insistencia de su amigo García Isler logra correr. No obstante, a medida que avanza el metraje, este film por momentos caótico y desprolijo –igual que su protagonista– devela parte de la esencia bohemia y frágil del hombre detrás de las viñetas. Mucho más que una película “sólo para fanáticos”, Algo Fayó se interesa menos por el cómic en sí que en los procesos internos -y, por lo tanto, impredecibles y casi siempre inexplicables- detrás de ese misterio llamado creación.
El duro de matar, menos duro. Hay que esperar hasta el final de los créditos para comprobar que En defensa propia se filmó en 2017 y no en 1993. Todo en el film de Steven C. Miller remite a una formar de pensar y hacer cine que hoy circula por los andariveles laterales del sistema de grandes estudios y resiste desde el mercado hogareño o producciones de reducida salida comercial en salas. Su estructura es la de un thriller policial a la vieja usanza con centro gravitacional en la corrupción en las altas esferas del brazo ejecutor de la ley, uno muy parecido a los que hace veintipico de años protagonizaban en serie Nick Nolte, Richard Gere y/o Morgan Freeman. De aquellos duros y recios oficiales al que le toca en suerte a Bruce Willis hay un trecho tan chico como el que separa el bien y el mal en estas historias. Y es justamente el hombre de la pelada más brillosa de Hollywood el único, culposo atractivo de una película vista mil veces antes... y mejor. En la primera escena Will (Hayden Christensen) habla de millones de dólares como un vuelto. El hombre es un exitoso corredor de bolsa endeudado sólo con su familia. Con el hijo como fija del bullying escolar y mamá enojada por las obligaciones laborales constantes, un fin de semana en una cabaña en las afueras del pueblo natal es la excusa perfecta para recomponer el vínculo. Sobre todo con ese chico de doce años al que hay que hacer hombrecito para que de una vez por todas devuelva golpes. Y pocas cosas más de machote estadounidense que salir a matar ciervos por el solo placer de hacerlo, tal como mostraron Los Simpson en el capítulo que Homero, temeroso de que el mundo se haya vuelto gay, quiere encauzar a Bart en los canales de la virilidad trumpeana llevándolo de cacería. Papá y el nene no se cruzan con metalúrgicos bailando en fundidora gay-friendly, pero sí con un hombre a punto de asesinar a sangre fría a otro. ¿Algo que ver con el robo a un banco que el jefe de la policía local (Willis) les había comentado en la entrada del pueblo? No es necesario estar muy avispado para mirar de reojo a ese policía que, evidentemente, sabe mucho más de lo que dice y con el que Will deberá vérselas cara a cara como testigo de los hechos: Will vs. Willis. Hechos que cuenta muy distinto a como fueron por la sencilla razón que de eso depende de la vida de su hijo, secuestrado como seguro del futuro botín por parte de uno de los ladrones. Así, el muchacho pasa de papá abandónico a lo más parecido a un superhéroe de carne y hueso intentando derribar él solito una red delictiva que abarca todo el organigrama policial. El problema con En defensa propia no es tanto lo trillado de sus peripecias como la forma seria, adusta con que Miller elige para contarlas. El realizador inició su carrera en el cine de terror de explotación para, unos años atrás, afincarse en las producciones clases B con estrellas del pasado. Películas fácilmente olvidables –Marauders, segunda de tres colaboraciones con Willis, se estrenó en mayo de este año– pero que al menos se asumían como ejercicio anacrónico de relojería genérica, el recuerdo de un tiempo que ya no es. Acá, en cambio, las clavijas del guión crujen ante algunos vacíos que con los minutos se vuelven pozos. Un policial como los de antes al que le falta policial como los de antes. El duro de matar, menos duro que nunca.