El director de Palermo Hollywood, Buen día, día y Caño dorado propone un thriller suburbano con potencia, tensión y un destacado protagonista. Juan (Luciano Cáceres) e Ismael (Pablo Pinto) son empleados de un corralón de materiales y grandes amigos. Comparten salidas, charlas y una insatisfacción que, sobre todo en el caso de Juan, se traduce en borracheras recurrentes. A bordo del camión recorren gran parte del oeste del conurbano bonaerense buscando y entregando pedidos. Como en Un gallo para Esculapio, la de Corralón es una historia directamente condicionada por su contexto, con esas casas bajas y calles de asfalto resquebrajado, cuando no directamente de tierra, volviéndose elementos fundamentales de la acción. Uno de esos viajes los lleva hasta la casa de un matrimonio tan rico como maleducado e irrespetuoso. Harto del ninguneo y el maltrato, Juan decide llevar adelante una revancha muy particular: secuestrarlos no para pedirles dinero ni nada a cambio, sino por el placer aleccionador de reeducarlos como perros. Una metáfora social interesante, sí, pero también evidente. Filmada en blanco y negro, Corralón crece a medida que Juan se vuelve un personaje complejo, profundamente siniestro y misterioso. Hasta entonces el film había oscilado entre el relato social y los dramas internos de sus protagonistas torturados. Hay, además, toda una trama “romántica” entre Juan y una mujer (Nai Awada) vinculada con los secuestrados no del todo redonda. La segunda mitad de Corralón tiene la viscosidad de esos thrillers suburbanos tensos y opresivos, y el magnetismo de un villano cautivante, interpretado por un Luciano Cáceres perfecto en una apuesta al exceso que Pinto tarda bastante en abrazar, pero que cuando lo hace le da buenos resultados.
Un nuevo comienzo para los superhéroes. Utilizando la franquicia Marvel apenas como punto de partida, el director neocelandés se muestra desprejuiciado y abre una puerta hacia películas de superhéroes más libres, divertidas y relajadas, donde la aventura convive sin problemas con el buen humor. ¡Qué 2017 tienen los superhéroes en el cine! Había que creerle a la extraordinaria Logan cuando el sentido trágico y crepuscular de su pathos distópico invitaba a suponer el cierre de un ciclo. A fin de cuentas, el mensaje provenía del Wolverine de Hugh Jackman, una voz autorizada para firmar el acta de defunción por haber sido el único personaje que fatigó ininterrumpidamente las salas desde la seminal X-Men (2000). Con el último mutante original se fue uno de los responsables de la llegada masiva de los superhéroes a las salas y, por lo tanto, de un modelo narrativo y estético que hasta los propios fanáticos empezaron a reconocer que marchaba al agotamiento. ¿Cómo seguir después de esa partida? ¿Qué viene después del fin de un paradigma? Thor: Ragnarok ensaya una buena respuesta: una transición a ciegas, de puro ensayo y error, que tome los elementos característicos del modelo anterior para readaptarlos y seguir la marcha. Habrá que ver qué sucede de aquí en adelante. Por ahora, octubre de 2017, da toda la sensación que la tercera aventura en solitario del hombre del martillo atisba el inicio de una nueva etapa de los superhéroes en el cine. Inicio irregular aunque esperanzador: lo que estaría por venir es –¡al fin!– películas definitivamente más libres, divertidas y relajadas, menos constreñidas, acomplejadas y limitadas. Es cierto que las primeras Iron Man, las dos Guardianes de las Galaxia y Deadpool eran libres, divertidas, relajadas y sumamente autoconscientes. La particularidad de Ragnakok es que llega más lejos que ninguna. Una escena clave es aquella en la que Thor (el híper fachero Chris Hemsworth) vuelve a su planeta, Asgard, para reencontrarse con papá Odin (Anthony Hopkins) y lo encuentra viendo una obra teatral sobre las hazañas de Loki (el hermano “malo” de Thor) y los episodios que desencadenaron su muerte. La obra es una oda de tono épico, con orquesta en vivo, actuaciones shakesperianas y un protagónico de Matt Damon (primero de varios cameos de lujo) con peluca negra. Toda esa ridiculez pomposa le sirve a Ragnakok para hacer una declaración de principios. Vale recordar que el director Taika Waititi había codirigido hace un par de años What We Do in the Shadows, una tomada de pelo a toda la iconografía vampírica con la forma de documental sobre la vida cotidiana de un ecléctico grupo de chupasangres que compartían una casona en los suburbios de Wellington. Reírse de un género mediante el uso hiperbólico de sus reglas. En esa línea, la representación teatral de Thor manifiesta un punto de vista sobre el linaje de los superhéroes, como si el neozelandés dijera: “Hola, soy Taika Waititi y para mí todas las películas anteriores son esta pavada”. Inmediatamente después se descubre que Loki había adquirido la fisonomía del padre y gobernaba Asgard en su nombre, y que el verdadero Odin está exiliado y al borde de la muerte en la Tierra. La misma gravedad de la que Waititi se reía unos minutos atrás hace su aparición estelar durante el reencuentro/despedida en el que padre alerta a los hijos sobre una hermana ultra malvada llamada Hela (Cate Blanchett con cuernitos y trajecito al cuerpo símil Angelina Jolie en Maléfica). En esa contradicción se mueve una buena porción del primer tercio de Ragnakok. Igual que en la moderadamente subversiva Deadpool, aquí se ven las costuras de un guión tironeado entre las obligaciones contraídas en un escritorio y unas ganas bárbaras de patear todo y despacharse con una sátira feroz sobre el género. La buena noticia es que ocurre lo que no ocurría con el superhéroe puteador, y la balanza bascula hacia la segunda opción. Hela, efectivamente, es malvadísima. Y muy poderosa: a Thor le rompe el martillo apretándolo como a una pasta dental. ¿La destrucción de un ícono como símbolo del fin de un era? Por qué no. Hasta Stan Lee abona por el cierre prestándose para rapar a Thor. Desterrados por ella, los hermanos huyen al planeta Sakaar, donde gobierna el “Gran maestro”. El segundo villano del relato es el más pertinente a la búsqueda de Waititi por la sencilla razón de que es el malo más caricaturesco, afectado, colorido y modosito desde el Mugatu de Zoolander: comedia pura. Con la aparición de Jeff Goldblum (extraordinario) con un poncho dorado, jopo gris y trazos de maquillaje en el rostro, Ragnakok abraza definitivamente la aventura espacial para redondear un último tercio que debe más al humanismo y la claridad cinética de J. J. Abrams y al universo retrofuturista y kitsch de la ciencia ficción de los 80 –de Tron a Blade Runner– que a cualquier título de Marvel, más allá de las inevitables referencias y la aparición de Hulk/Bruce Banner en plan comic relief. La banda sonora mutando las habituales partituras orquestales por sintetizadores a todo volumen pone el moño a una fiesta que termina tan bien que hace olvidar que dos horas antes el panorama era totalmente distinto. Ojalá que dure.
Una experiencia hipnótica desde lo visual, pero que no alcanza para ser una buena película. Vincent van Gogh dividía su tiempo entre los pinceles y las plumas. A lo largo de su vida pintó más de 900 cuadros e hizo 1600 dibujos, pero también escribió una innumerable cantidad de cartas, sobre todo a su hermano Theo. De las 800 que se conservan actualmente, unas 650 fueron para él. Loving Vincent imagina el destino de la última de ellas, una que envió poco antes de morir y nunca llegó a las manos de su hermano porque Theo murió menos de un año después. El encargado de encontrarle un destinario final será Armand (Douglas Booth), el hijo del cartero y amigo de Van Gogh, Joseph Roulin. El film de Dorota Kobiela y Hugh Welchman impacta por su particularidad estética, y no mucho más. Sus poco más de 90 minutos de metraje están compuestos exclusivamente por imágenes realizadas por pintores e ilustradores que replican el estilo y la paleta de colores del autor de La noche estrellada, Autorretrato herido y Puesta de sol en Montmajour. El problema con Loving Vincent es el mismo de casi todas las películas concentradas más en su forma que en la manera de articularla con el relato. La historia continúa con Armand rastreando la huella de Van Gogh en charlas con quienes lo conocieron y que el film ilustra con flashbacks al uso, en una secuencia que se repite una y otra vez hasta volverse un acto reflejo. Académica aunque bella, trillada a la vez que original, poética pero solemne, Loving Vincent es sin duda una experiencia hipnótica y cautivante de punta a punta. Que eso sea suficiente para una buena película es otra cuestión.
Producción animada europea que repite algunas fórmulas, pero construida con personajes queribles y a pura honestidad. El carretel de los vampiros sigue teniendo kilómetros y kilómetros de hilo para cortar, también en materia de cine infantil. Un par de años después de Hotel Transylvania 2 (y poco antes de la tercera entrega de esa saga) llega otro título protagonizado por una familia de chupasangres llamado El pequeño vampiro. Basado en los personajes de las novelas de Angela Sommer-Bodenburg, el film de Chris Brouwer y Richard Claus tiene a los que quizá sean los vampiros más buenos del mundo. Tan buenos son que no saben cómo defenderse de un malvado cazador dispuesto a todo para encerrarlos, cosa que ocurre durante una reunión por el cumpleaños número 13 de Rudolph. El pequeño deberá salvar a los suyos mientras es perseguido por su enemigo. Para eso contará con la ayuda de Tony, un humano de su misma edad fascinado por los mundos de ultratumba. Sin la estridencia habitual de Hollywood (se trata de una coproducción enteramente europea), el film es un relato de aventuras sobre la amistad con varios lugares comunes y hecho a pura fórmula, pero también con una sentida honestidad para ver al público infantil a la cara. Pequeña, clásica, con personajes sumamente queribles, incluidos los “malos”, El pequeño vampiro oculta sus imperfecciones cuando se ve con los ojos de los chicos que alguna vez fuimos.
Una película de destrucción masiva. El debut en la dirección del hasta ahora actor y productor neoyorquino Dean Devlin funciona por la acumulación de adiposidades sobre la base del modelo narrativo habitual del cine catástrofe, aquel que se caracteriza por presentar un apocalipsis inminente debido a un desequilibrio geológico o climático (acá son las dos) que sólo puede ser solucionado por el héroe de turno. El resultado es un auténtico disparate que tarda un buen rato en asumirse como tal, pero que cuando lo hace se vuelve muy divertido. La secuencia de títulos le explica el cambio climático a Homero Simpson. El Hombre, se dice, ha prestado poca atención a las consecuencias de sus acciones y el mundo devolvió favores con un aumento exponencial de terremotos, huracanes, sequías, inundaciones, nevadas y cuanto fenómeno exista. Tan mal estaban las cosas, que en 2019 un consorcio internacional –liderado, of course, por Estados Unidos– diagramó un complejo sistema de satélites interconectados para “bombardear” nubes, retrotrayendo la situación a la relativa normalidad de los años previos al desbaste. Jake Lawson (Gerard Butler, que desde 300 en adelante parece desayunar un bidón de nafta premium) fue el impulsor y máximo responsable del proyecto, hasta que su irreverencia le valió un despido coronado por la “traición” de su hermano, quien ahora ocupa su puesto. Tres años después, con él viviendo en un tráiler con vista VIP al Cabo Cañaveral y un presidente de origen latino en la Casa Blanca (Andy Garcia), los satélites congelando una aldea afgana y rostizando el sistema de cañerías de Hong Kong indican que hay que poner manos a la obra para un mantenimiento. Y hasta sus más acérrimos detractores coinciden en que Jake es el único capaz de hacerlo. Caso contrario, vendrá la geo-tormenta del título y ahí sí: chau mundo. Devlin aprendió bastante durante sus años de productor del realizador Roland Emmerich. Del responsable de Día de la Independencia y Godzilla toma, primero, su fascinación por la destrucción urbana grandilocuente, la idea simplificada del héroe como personaje sin dobleces ni contradicciones y la tentación de escribir diálogos como si se tratara de una publicidad de reclutamiento de la NASA. Pero también el espíritu despatarrado y festivo que desde 2012 ha caracterizado a las catástrofes pergeñadas por el austríaco. Lentamente Geo-Tormenta deja atrás sus visos de thriller informático-conspirativo-espacial para entregarse a una última media hora donde importa menos la coherencia interna -y ni hablar de la científica- que la elevación del absurdo por el absurdo mismo. Absurdo que además es celebrado. Basta ver al Presidente sacando una bazooka de un auto oficial o al buenazo de Jack salvándose unas veintiocho veces de una muerte espacial para comprobar que la ridiculez podrá tener sus detractores, pero que si se entra a la sala dispuesto a apagar el cerebro junto con el celular puede arrancar unas cuantas risas.
Mujeres que se comunican con el cuerpo. Indagar para comprender antes que para juzgar. Esa voluntad es la que mueve al director de Salsipuedes en su segundo largometraje, concentrado en el infinito universo femenino. La que está transcurriendo debe ser una de las semanas más agitadas en las tres décadas de vida de Mariano Luque. Hace 48 horas el director cordobés –radicado en Buenos Aires hace cuatro años– tuvo la première de su tercer largometraje, el documental Los árboles, en el marco del cierre de la muestra DocBuenosAires, y ayer volvió a la Sala Lugones del Teatro San Martín para el estreno de Otra madre, su trabajo inmediatamente anterior. A Luque se lo seguirá viendo seguido en el décimo piso del edificio de la Avenida Corrientes al 1500, dado que el doblete se completa con un foco sobre sus trabajos previos. Entre ellos estará Salsipuedes, que en 2012 marcó su debut la dirección de largometrajes. El acompañamiento a mujer sometida a la violencia de su pareja durante un fin de semana de camping le servía a Luque para explorar un universo femenino en crisis, indagando en el interior y en las dinámicas internas que la llevaban a soportar una experiencia violenta y traumática. Indagar para comprender antes que para juzgar. Esa misma voluntad es la que persigue Otra madre. “Vos sos chiquita todavía, no te hagás la grande”, le dice Mabel (Mara Santucho, rostro emblemático del llamado Nuevo Cine Cordobés) a su hija de cuatro años (Julieta Niztzschmamn) mientras le ata los cordones en medio de un cuarto con más camas que las que aconsejaría la comodidad. La cámara de Luque encierra el rostro de esa mujer de ojos claros y pecas que intenta canalizar en la maternidad la incertidumbre y los temores de una nueva vida. Nueva tanto para ella como para el resto de las mujeres que componen su entorno más cercano en la casa familiar. Mabel convive bajo el mismo techo con su madre, su hermana adolescente y la abuela después de haberse separado de su pareja, quien, como todos los hombres aquí, ocupa un rol periférico. Incluso cuando se los ve es como si no estuvieran. Están pero no están: el de Otra madre es, pues, un universo de relaciones femeninas tan íntimo y cerrado que los hombres no pueden acceder. Mabel vuelve muy tarde a casa porque ahora tiene dos trabajos en lugar de uno. Hace malabares con sus horarios y el dinero, sus salidas con hombres son menos un momento de cortejo que de catarsis y liberación, y pide y debe favores a su amiga y empleadora (Eva Bianco, otra figura recurrente del NCC). Para esta última las cosas tampoco andan del todo bien puertas adentro, con los conflictos con su hija a la orden del día. ¿Es posible ser mujer, madre, hija, tía, hermana y amiga a la vez? ¿Cómo enfrentar los sentimientos contradictorios de la maternidad? ¿De dónde sacar fuerzas para seguir cuando el mundo prefigurado muestra fisuras irreversibles? La búsqueda de respuestas de Mabel es un camino allanado de rugosidades dramáticas o vueltas rocambolescas de guión. Es como si a Luque le interesara un devenir y quisiera obtener un registro naturalista de las situaciones (las escenas con la nena son extraordinarias) para filmar lo más parecido al recorte de una porción de vida. No parece casual que en la ficha técnica de Otra madre figuren Ivan Fund y Eduardo Crespo en los roles de director asistente y director de fotografía, respectivamente. Los dos realizadores tienen en común, además de la ciudad entrerriana de Crespo como lugar de origen, una sensibilidad particular para hacer cine basándose en la observación fina de los detalles y el uso de pequeños retazos de una rutina en apariencia anodina. Para eso resulta fundamental una cámara que, como la de Luque, se vuelva una prolongación del ojo humano camuflada en la puesta en escena que pueda ver sin ser vista. Una cámara atenta al pulso y la respiración de esas mujeres que comunican no tanto con la palabra como con el cuerpo.
El director palestino de El paraíso ahora, Omar y El ídolo debutó en Hollywood con esta película de supervivencia y romance basada en el best sellar de Charles Martin. El resultado es una narración prolija y atrapante al servicio de dos estrellas como Elba y Winslet, pero que extraña la audacia y la provocación de sus trabajos previos. ¿Qué pasaría si tomáramos la anécdota de ¡Viven! (Alive, 1993) y, en lugar de en clave de aventura de supervivencia, la contáramos abrazando todos y cada uno de los lugares comunes de esos dramones sobre romances intensos y absolutos imposibilitados por su contexto? Posiblemente obtendríamos algo muy parecido a Más allá de la montaña. Quienes se acerquen a las salas esperando encontrar alguna huella del cine del palestino Hany Abu-Assad (Paradise Now, Omar) se llevarán una decepción. Más allá de la montaña es un producto impersonal, hecho en modo automático y sin riesgo, pero que sabe muy bien qué quiere contar y cuál es la mejor forma de hacerlo. Todo empieza con un encuentro en el aeropuerto entre el neurocirujano Ben Bass (Idris Elba) y la fotógrafa Alex Martin (Kate Winslet) después de un vuelo cancelado por mal clima. Ambos necesitan llegar a destino cuanto antes (él tiene que operar; ella ni más ni menos que casarse) y deciden alquilar una avioneta que, claro, se cae en medio de una zona montañosa cubierta de nieve. El piloto muerto y Alex herida e inconsciente es el panorama que ve Ben cuando despierta, lo que lo lleva a hacerse cargo de la situación. En medio de esa vertiente de supervivencia, entre salvatajes, cuidados y charlas, Ben empieza a enamorarse perdidamente de Alex. Y ella también, más allá del casorio inminente. La tragedia aérea será una anécdota menor cuando Más allá de la montaña devele el carácter de ejercicio romántico sencillo y demodé que anida en su núcleo. La lucha contra viento y marea (o nieve) de la parejita enamorada en medio de un contexto adverso es una fórmula tan vieja como el cine mismo que, sin embargo, Abu-Assad narra con la convicción de quien parece haberla descubierto mientras la recorría. Entre excesos, diálogos grandilocuentes, innumerables tomas panorámicas aéreas y un sentido de la metáfora cuanto menos evidente (ver el uso del fuego), Más allá de la montaña es la crónica de una lucha contra el destino. Lucha que ya hemos visto y sabemos cómo va a terminar, pero que siempre puede volver a verse.
Una comedia sobre el universo masculino con resultados apenas destacables. Ben Stiller ya había avisado en La vida secreta de Walter Mitty que los tiempos salvajes y satíricos de su etapa más prolífica e interesante como director y actor habían quedado atrás. Los ecos de aquella comedia dramática con tintes filosóficos y de autoayuda sobre el sentido de la vida resuenan en Un papá singular. El protagonista de Zoolander es Brad, un hombre de 47 años con un trabajo en una ONG que le ha dado más satisfacciones espirituales que dinero, un matrimonio tan estable como falto de sorpresa y un hijo a punto de empezar la facultad. Es, pues, un buen momento para preguntarse qué ha hecho en su vida. A diferencia de lo que el título local plantea, Brad se siente cualquier cosa menos singular. La singularidad, al menos para sus ojos, está en aquellos compañeros de secundario que comparten postales de éxito laboral y personal en redes sociales. En ese sentido, el Brad's Status original es mucho más pertinente dado que el gran tema del film no es otro que la percepción de pertenencia a un círculo social. Un viaje por Boston para ver universidades con su hijo (Austin Abrams) le sirve a Brad para reencontrarse consigo mismo y ver cuánto de aquello que hubiera querido ser hay en su presente. Un punto de partida interesante que, sin embargo, no se traduce en una película del todo redonda. Estrenado en el reciente Festival de Toronto, el film dirigido y guionado por el también actor Mike White oscila entre el intimismo y la sutileza y un tono pedagógico y moralista que se ilustra en una voz en off omnipresente. Con un poco más de confianza de White en su materia prima, esta visita a los avatares del mundo masculino hubiera sido bastante distinta al vuelo rasante que finalmente es.
El director sueco de Criatura de la noche y El topo narra con buen pulso un thriller de detectives torturados y asesinos seriales, pero que esconde algunas manipulaciones no demasiado justificadas. Hay un límite muy fino entre el retaceo de información y el cambio de piezas sobre la marcha. El muñeco de nieve es un digno exponente de la segunda tendencia. Se trata de un film correcto, atrapante, tenso y ominoso como los paisajes invernales nevados en los que transcurre, pero que en su resolución esconde una vuelta de tuerca que coquetea peligrosamente con la manipulación. Basada en el séptimo libro de la saga de policiales de Jo Nesbø protagonizada por el detective Harry Hole, quien en mayo de este año volvió a las bateas nórdicas con su décima (y hasta ahora última) aventura, El muñeco de nieve es uno de esos policiales que ya casi ni se hacen. O sí, pero en formato de miniserie. Da toda la sensación de que una entrega por capítulos hubiera permitido un mayor y mejor desarrollo al caudal de situaciones que van sucediéndose a lo largo de las casi dos horas de metraje. Hole (enésimo personaje torturado de Michael Fassbender) es un detective alcohólico que junto a su colega Katrine (Rebecca Ferguson) investigan la desaparición de una mujer ocurrida justo cuando el invierno dejaba caer sus primeras nevadas. Rápidamente descubren que no es un caso aislado, sino obra de un asesino serial con predilección por las mujeres en matrimonios infelices y con hijos que firma sus crímenes dejando un muñeco de nieve en la puerta. Hole y Katrine inician en su largo periplo en busca de pistas, abriendo un abanico de sospechosos que va desde un acaudalado empresario (J.K. Simmons) hasta un médico abortista (David Dencik), todo en medio de las vísperas de la confirmación o no de Oslo como sede de un importante evento deportivo invernal. Pero hay más, porque el film del sueco Tomas Alfredson (Criatura de la noche, El topo) incluye toda una subtrama que ocurre nueve años antes del presente e incluso unas pizcas de drama familiar con el vínculo de Hole con su ex mujer (Charlotte Gainsbourg) y el hijo de ella. Que es también de él, pero no lo sabe. Alfredson es un narrador solvente y capaz de manipular el timón con seguridad aun en medio de esa tormenta de subtramas. El problema es que la resolución es un Deus ex machina sacado de la galera que va a contramano de todos los indicios que el relato había esparcido durante la hora y media previa, convirtiendo a El muñeco de nieve en una película tan entretenida como engañosa.
Las desventuras laborales y afectivas de una cincuentona en una propuesta amable y eficaz. La Aurore del título original es madre de dos hijas, se separó hace años y ahora está obligada a regresar a la selva laboral después de un largo periodo de trabajo hogareño y de asistir a su ex marido en el emprendimiento familiar, todo en medio de una inminente menopausia. Esos elementos le sirven a la realizadora y actriz Blandine Lenoir para construir una película sencilla, sin dobleces, transparente como río patagónico. El film propone un recorrido emocional centrado en los avatares, los dolores y las alegrías de una mujer de 50 años. A lo largo de ese camino Aurore (interpretada por otra actriz y directora como Agnès Jaoui) se topará con un jefe insoportable, el embarazo de la hija mayor y la aparición del interés en un hombre del que estuvo profundamente enamorada en la adolescencia, entre otras situaciones. 50 primaveras es uno de esos títulos escritos mirando de reojo a la platea, con la búsqueda de empatía como norte máximo. Aun cuando sus temas puedan ser espinosos (la inserción laboral en la mediana edad, la soledad, el nido vacío), Lenoir jamás deja de lado un tono amable y ameno que entrevera el drama con algunas pinceladas de humor. Más allá de lo forzado de su resolución, se trata de un film correcto, de personajes buenos y frágiles, que apuesta a la seguridad de los lugares comunes….y sale airoso.