Hermanos de (y con) sangre Lucida ópera prima con dos grandes intérpretes: Daniel Aráoz y Luis Ziembrowski. Los hermanos no sean unidos. Ese bien podría ser el título de 8 tiros, atendible debut en la realización de largometrajes del hasta ahora asistente de dirección (Viudas, La sangre brota) y guionista (Mala, de Adrián Caetano) Bruno Hernández. El film comienza en el velorio de la madre de Juan (Daniel Aráoz), donde él reaparece en público después de varios años de ausencia a raíz de su supuesta muerte, con el objetivo de cobrarse venganza de su hermano Vicente (Luis Ziembrowski), encargado de (intentar) asesinarlo después de acusarlo de traicionar el negocio de trata y drogas que ambos integraban. El debut de Hernández es un film sombrío, reposado, asentado en una acertada construcciones de climas opresivos en medio de una geografía realista. Narrado de forma progresiva y sin grandes picos dramáticos, la historia abre las puertas para el lucimiento de dos actores en su punto justo como Ziembrowski y Aráoz. Ellos se sacan chispas como esos hermanos opuestos y enfrentados por un pasado cargado por el peso de los rencores y recuerdos en común que atraviesa de punta a punta este tenso y más que digno thriller argento.
Tragicomedia en la burbuja inmobiliaria El film de Adam McKay podría definirse como una reversión tragicómica de El precio de la codicia pero menos desaforada que El lobo del Wall Street. Y lo que apuntaba a ser una deconstrucción del género “basado en hechos reales” cae en la culpa y la corrección política. Había una cuestión que a priori llamaba la atención en La gran apuesta. Esto dicho no por un casting pletórico de estrellas o el abordaje de un tema espinoso cuyos coletazos aún pegan fuerte en gran parte del mundo como la explosión de la burbuja inmobiliaria en 2008, sino por la presencia de Adam McKay como director. Seguramente ese nombre no diga demasiado para los habitués de la cartelera comercial, pero se trata de uno de los realizadores más importantes de la comedia norteamericana contemporánea, socio invisible de una empresa artística con Will Ferrell que ha dado como resultado films emblemáticos de la talla de Talladega Nights, Step Brothers y las dos Anchorman, entre otras. Resulta pertinente, entonces, preguntarse por sus motivaciones para incursionar en el ámbito de los films “basados en hechos reales”. ¿Acaso se debía a una búsqueda de prestigio o, por el contrario, a un intento de deconstruir el género mediante una puesta en abismo de sus mecanismos habituales similar a la del telefilm A Deadly Adoption –cuyos créditos lo incluyen como productor ejecutivo– con el melodrama? La primera hora ladea la respuesta hacia la segunda opción. La restante, no.Una de las escenas iniciales tiene al corredor de bolsa Jared Vennett (Ryan Gosling) esfumando cualquier atisbo de verosimilitud. Sucede cuando rompe la cuarta pared para hablarle directamente al público, revelándose además como la voz cantante del relato. Ese diálogo entre ficción y realidad –o, mejor dicho, entre la ficción y su construcción– será una de las apuestas más fuertes de un film que podría definirse como una reversión tragicómica de la mucho más adusta El precio de la codicia pero menos desaforada que El lobo del Wall Street. Durante el primer tercio, McKay muestra su firme voluntad de enclavar la narración dentro de las arenas de la comedia, como si ni siquiera él mismo se tomara demasiado en serio lo mostrado en pantalla. “Bueno, esto no pasó necesariamente así”, dirá uno de los personajes. “Ahora vamos con Margot Robbie para que nos explique cómo funciona el mercado”, replicará otro antes de que aparezca... Margot Robbie en una bañera hablando a cámara. Difícil atribuir esa elección a la casualidad: la actriz australiana encarnó a la esposa de Leonardo Di Caprio en el último trabajo de Martin Scorsese.Aspirante a cuatro Globos de Oro y firme candidata a alzarse con un buen número de nominaciones en los próximos Oscar, La gran apuesta arranca en 2005, cuando nadie creía que el mercado inmobiliario se caería a pedazos. Nadie salvo Michael Burry (Christian Bale, con la misma cara de torturado que en Batman), un médico devenido en administrador de fondos que, ante la certeza de un colapso inevitable pero de fecha incierta, invierte una importante tajada de su compañía en contra del mercado. Todos lo miran de reojo, hasta que algunos empiezan a darse cuenta que quizá no está tan loco. El primero será Vennett, quien le acerca una oferta a Mark Baum (Steve Carell), líder de un grupo compuesto por criaturas cuyo carácter retorcido las convierten en dignos exponentes del universo habitual de McKay. Los últimos son dos jóvenes a cargo de una “pyme” que buscan dar el gran salto en Wall Street de la mano de Ben Rickert, nueva incursión de Brad Pitt en un rol destinado a encarnar la conciencia y mesura después de la inexplicablemente reputada 12 años de esclavitud, en la que, al igual que aquí, figuraba como productor asociado.McKay (uno de los coguionistas encargados de adaptar el libro homónimo de Michael Lewis, autor de El juego de la fortuna) resuelve bien el pilar más “teórico” del conflicto enhebrando diálogos propios de las necesidades dramáticas con explicaciones sin temor a proferir mil términos propios del argot financiero, varios de ellos a cargo de cameos similares en forma y contenido al de Robbie. Pero, al igual que los malos corredores de carreras, da la sensación que La gran apuesta no sabe regular su potencia. Así, a medida que se acerca la explosión de la burbuja –no es spoiler: difícilmente alguien no sepa cómo terminó la timba especulativa–, el film muta autoconciencia por una culpa manifestada en el pesar de sus personajes por haberse vuelto recontra ricos a costa de la estafa a millones de ciudadanos. Una placa previa a los créditos con los números de esas pérdidas cumple con la dosis de corrección política de todo producto oscarizable que se precie de serlo, marcando que, después de todo, quizás a McKay no le desa- grada tanto la idea de llevarse alguna estatuilla a casa.
Un muy digno exponente del terror gótico que aporta al crecimiento del cine de género en la Argentina. Estrenada en la última edición del Festival Buenos Aires Rojo Sangre (BARS), Resurrección es un digno exponente de un subgénero poco abordado en el cine argentino contemporáneo como es el terror gótico. El film, dirigido y escrito por Gonzalo Calzada, transcurre en 1871 en las afueras de una Buenos Aires azotada por la fiebre amarilla. Hasta allí llega un joven cura (Martín Slipak) que, en su camino a la Ciudad, para en el caserón familiar, donde se encuentra con un panorama desolador: todos los suyos han sido afectados por la enfermedad, con excepción de uno de los empleados (Patricio Contreras), al tiempo que él empieza a padecer los primeros síntomas. Calzada pone a sus personajes en un universo donde realidad e imaginación se vuelven indisociables debido a una serie de presencias ominosas y de situaciones sobrenaturales. Portador de un correctísimo diseño de producción y con una notable factura técnica, el film es entretenido, eficaz y atrapante. Más allá de que algunos agujeros en la historia y un uso por momentos excesivo de la música terminen nublando el resultado final, Resurrección valida una vez más la tendencia de que el cine argentino de género está en constante expansión.
Cuando lo que importa es el viaje Rodrigo de la Serna y Ernesto Suárez son los disímiles protagonistas de esta más que digna road movie que significó la ópera prima como guionista y director de Varone. Camino a La Paz se inscribe en el grupo de películas nacionales ruteras centradas en los avatares del personaje de turno girando por la inmensidad del territorio argentino, con gran parte de la filmografía de Carlos Sorín y la reciente Las Acacias como principales referentes. Recorrido que es, como en nueve de cada diez road movies, disparador de cambios en los personajes. La ópera prima de Francisco Varone encuentra a Sebastián (Rodrigo de la Serna) empezando a trabajar como remisero a raíz de la flamante desocupación de su novia (Elisa Carricajo). Uno de sus clientes habituales es un viejo cascarrabias y enfermo llamado Jalil (Ernesto Suárez), quien para sorpresa de Sebastián le ofrece que se encargue de llevarlo hasta la capital de Bolivia, donde debe encontrarse con su hermano mayor. Suerte de historia de pareja dispareja forzada a convivir en el opresivo espacio de un Peugeot 505, Camino a La Paz muestra el recorrido de la dupla por medio país. Lo hace con emotividad, plena conciencia de sus alcances y limitaciones, siempre preocupándose por la suerte de sus personajes y sin jamás forzarlos a cambios bruscos ni mucho menos arbitrarios.
Como los Benvenuto, pero con nieve El film de Jesse Nelson muestra los sucesos vividos por una familia en las horas previas a la Nochebuena, con un arco narrativo circular en el que se hace obvio que todos los integrantes del clan terminarán brindando felices por el bienestar de los suyos. Si en lugar del mofletudo John Goodman estuviera Guillermo Francella, si la responsabilidad de los acordes finales cayera sobre Ignacio Copani, si se mutara el espíritu de conciliación por una buena dosis del humor costumbrista argento más rancio en stock, y si se cambiara la siempre idílica postal invernal de un suburbio norteamericano por un estudio televisivo del Gran Buenos Aires, los Cooper podrían ser tranquilamente los Benvenuto. Al igual que el de aquel programa dominguero emitido durante la primera parte de los 90 por Telefe, el arco narrativo propuesto por la realizadora Jessie Nelson (la misma de, ay, Mi nombre es Sam) edifica una sensación de circularidad que imposibilita suponer algo distinto a lo que finalmente ocurre. Esto es, que todos los integrantes del clan terminen brindando felices por el bienestar de los suyos, aun cuando esto implique resolver en apenas un par de horas aquello que al común de los mortales le demandaría años, quizá décadas, de charlas con amigos, consumo de whisky y terapia.Empalagoso como turrón de pasta de almendras y portador de un desenlace tanto o más difícil de digerir que un pedazo de lechón caliente el 25 al mediodía, el film de Nelson muestra los sucesos vividos por los distintos personajes en las horas previas a la Nochebuena. El menú, ideado junto al guionista Steven Rogers, incluye a un matrimonio herido por el paso del tiempo y la convivencia (John Goodman y una llamativamente controlada Diane Keaton), sus hijos (Olivia Wilde y Ed Helms), la hermana acomplejada por la volatilidad de sus emociones de ella (Marisa Tomei), el papá de ambas (Alan Arkin), enamorado secretamente de una joven y acomplejada camarera (Amanda Seyfried) y la tía senil de él (June Squibb). La voz en off, suerte de ¿homenaje? a esa madre putativa de todas las películas navideñas que es ¡Qué bello es vivir!, está siempre lista para subrayar aquello que la dinámica propia de cada escena dejaba clarito de por sí. El personaje a su cargo es... bueno, mejor no adelantarlo porque se trata de una de las vueltas de guión más involuntariamente cómicas del año.Navidad con los Cooper circulará por los carriles habituales de los relatos corales destinados a convertirse en una celebración de la unión y la familia a como dé lugar, pase lo que pase, caiga quien caiga. La oferta incluye una buena cantidad de pases de facturas, algunos gestos de buena voluntad, confesiones imposibles (atención a la del policía negro) y una enseñanza para cada uno de los protagonistas. Los nombres dentro de los paréntesis del párrafo anterior dejan en claro que hay elenco para cuatro películas y que si había algo en lo que Navidad con los Cooper no podía fallar era justamente en la parte actoral. A favor, entonces, debe decirse que el oficio generalizado de los intérpretes, en su mayoría de probada soltura en el terreno de la comedia, consigue poblar la pantalla con seres por momentos parecidos a los humanos. Por eso, y porque un redondeo para arriba no se le niega a nadie en estas fechas, el film llega raspando al cinco.
Se hace cine al andar... El director de TV Utopía reconstruye la historia de su abuedo con dignos resultados. Sebastián Deus prácticamente no conoció a su abuelo y ahora sale en su búsqueda: ¿Quién fue Modesto? ¿Cuál fue su camino? Los datos son más bien escasos: se sabe que nació en España en la década del ’20 y que tuvo que exiliarse durante la Guerra Civil, pero no qué hizo antes ni cómo fue vida europea. Estrenada en la sección Panorama argentino del Festival de Mar del Plata del año pasado, Por el camino de Modesto se propone rastrear las huellas de su protagonista en el Viejo Continente. El problema con el que se topa Deus es que incluso allí la información oficial es escasa, generándole varios huevos imposibles de llenar. El realizador de TV Utopía opta, entonces, por recorrer aquellos lugares por los que supuestamente pasó su abuelo hace varias décadas, dando como resultado un viaje físico e introspectivo. Construido sobre la base de imágenes evocativas, Por el camino de Modesto tiene una mirada atenta a los gestos y detalles que constituyen la dinámica esencial de cada ciudad. El resultado es un film por momentos reiterativo en su extensa duración, pero también hipnótico.
Terror en el bosque Sin ser un film revolucionario, se trata de lo mejor que el género de terror ha regalado en 2015. El año que está a punto de irse será recordado como el del que quizás sea el récord de estrenos de películas de terror: van alrededor de 20 y se anuncian un par más de aquí a fines de diciembre. Muchas de ellas, además, invocan al diablo o a alguna de sus derivaciones (diabólico, infierno, infernal, etcétera), dando la sensación de que se trata de meros eslabones de una cadena antes que de productos autónomos. La historia de Los hijos del Diablo es la de siempre: una pareja se muda con su bebé a una casa en el medio del bosque y se desata una serie de fenómenos sobrenaturales. Mientras tanto, la radio asegura que Irlanda, país donde se desarrolla el relato, avanza con un proceso de desforestación para paliar la crisis económica y continuar en la Eurozona. La relación entre ambos sucesos es directa: Adam (Joseph Mawle) estudia el crecimiento de los árboles para una multinacional. La revancha de los seres mitológicos que habitan el interior profundo del bosque será inevitable. Sin ser extraordinaria ni mucho menos revolucionaria, la ópera prima de Corin Hardy tenía todos los elementos para perderse en el berenjenal de estrenos 2015, pero es quizás una de las más dignas y que mejor transita los lugares comunes del género. Se trata de un film pequeño, concentrado, que va de menos a más para terminar asustando con inteligencia, siempre apostando por un extraño verosímil político y sobre todo visual que remite al cine de los años '80 -de La Mosca a Gremlins, pasando por los primeros trabajos de Sam Raimi- antes que la actual era digital dominada por robots y superhéroes.
Una hagiografía didáctica y ejemplificadora “Quiero que todo el mundo aprenda de mi historia”, se sincera en un momento Malala Yousafzai, aquella estudiante y activista paquistaní conocida luego de que su militancia a favor de los derechos académicos de las mujeres musulmanas le valiera un intento de asesinato por parte de los talibán en octubre de 2012. Recuperada después de largo tratamiento en Londres y amenazada de muerte en su país de origen, con 17 años ya publicó una autobiografía, fue tapa de la revista Time, catalogada como una de las “cien personas más influyentes”, dio discursos en las principales organizaciones internacionales e incluso ganó el Nobel de la Paz el año pasado, convirtiéndose en la más joven en hacerlo. Si había algo que le faltaba para mundializar su carácter de símbolo y saciar sus aspiraciones de que “todo el mundo aprenda” de ella, era ir más allá de la especificidad de sus antecedentes, trascender las fronteras de las páginas de política internacional. Y para trascender, nada ni nadie más próvido que Hollywood, donde hace un siglo se comprendió que, antes que una disciplina artística, el cine es el gran constructor de relatos de la modernidad.Férrea candidata a una nominación al Oscar en la categoría Documental, El me nombró Malala es una película honesta: nunca oculta sus intenciones de constituirse como un proyecto propagandístico y hagiográfico multitarget destinado a presentar a Yousafzai ante el mundo occidental no familiarizado con las guerras en Medio Oriente. No por nada la apertura recae sobre una secuencia animada que rememora la historia de una mártir paquistaní caída en la guerra contra Inglaterra llamada, claro está, Malala. Davis Guggenheim (director de la interesante Waiting for Superman) apuesta por la construcción de un vínculo emocional con los espectadores mediante la humanización de una protagonista voluntariosa pero familiar y, lo que más le interesa destacar, adolescente. Así, durante los primeros veinte minutos la familia desfila ante la cámara compartiendo charlas, desayunos y juegos, todo intercalado con testimonios de los hermanos menores reconociendo, siempre con una frescura impostada, las bondades de la primogénita.Por allí también aparece el padre, ex docente perseguido, según el film, por los sucesivos regímenes paquistaníes, autor intelectual de la militancia de Malala desde la misma elección de su nombre y anclaje moral del relato. ¿La madre? Bien, gracias: casi siempre de espaldas, en silencio, cubierta de cabo a rabo, dice no más de cuatro o cinco palabras con una incomodidad evidente aun cuando el film se empecine en omitirla. Omitir es también lo que hace Guggenheim con las aristas de un conflicto histórico de índole étnico, económico, político, cultural y social como el de los talibán, reduciéndolo a una batalla entre la locura barbada –mostrada a través de registros caseros y pixelados– y la rasurada civilización occidental –indefectiblemente luminosa, con números planos a contraluz incluidos– digna de esos videítos virales que después de los atentados en París se proponían explicar todo en seis minutos y medio.
Historia de una comunidad religiosa perseguida El nombre de los valdenses recorrió los medios en junio de este año, cuando el papa Francisco pidió perdón a los miembros de esa comunidad “por las actitudes y los comportamientos inhumanos” registrados a lo largo de la Historia, convirtiéndose además en el primer Pontífice en pisar una de sus iglesias, siempre según las crónicas periodísticas de esos días. Los analistas catalogaron los dichos como un pequeño acto de reparación para una Iglesia que, desde su surgimiento en el siglo XII, supo ser lo más parecido al progresismo que pueda encontrarse bajo el paraguas conservador del cristianismo. Como es de suponerse, a los cabecillas de la Inquisición no les satisfacía demasiado ese liberalismo, y decidieron combatirlo con la especialidad de la casa: persecución, censura, prohibición, hoguera y masacres. El resultado fue la diáspora de sus miembros a lo largo del mundo, incluido, claro está, la zona del Río de la Plata. Ellos llegaron a mediados del siglo antepasado a Uruguay, y a principios del XX a la Argentina, donde actualmente registran, según Wikipedia, diez congregaciones con unos tres mil miembros activos.El documental del peruano Marcel Gonnet Wainmayer campea entre el pasado y presente, entre lo político y lo religioso, entre lo personal y lo comunitario, para dar cuenta no tanto de los hechos como de sus representaciones. No es casual, entonces, que su narración descanse principalmente en tres expresiones artísticas, todas provenientes del riñón comunitario: la reciente restauración del film mudo Fideli per secoli, fechado en 1924 y en su momento prohibido por el incipiente fascismo, y las obras de teatro Li Valdés, del Gruppo de Teatro Angrogna, durante su gira por la Argentina y Uruguay, y una realizada por fieles de Carolina del Norte llamada From This Day Forward. A lo anterior, Gonnet le suma una serie de testimonios de intelectuales, en su mayoría italianos, que completan la faceta histórica de lo narrado.Es loable la premisa de “contar la historia a partir de los reflejos, del contrapunto entre los primitivos valdenses medievales y la actualidad de personajes con idiomas diversos”, tal como adelanta la información de prensa. Los reparos, en todo caso, pasan porque para que un contrapunto sea tal, el objeto de estudio debería problematizarse mediante una tensión ideológica o formal aquí ausente. Gonnet enhebra con precisión, sentido del ritmo y de la composición de la imagen distintos fragmentos de las obras en cuestión y otros filmados especialmente para la ocasión, pero la sumatoria de voces y representaciones unidireccionales generan una sensación circular, como no él pudiera despegarse del discurso de sus protagonistas, limitando su film al carácter de biografía oficial valdense.
Más descargado que recargado Menos de lo mismo... y sin Jason Statham. El transportador (2002) marcó la consagración definitiva de Jason Statham como una de las figuras más importantes del cine de acción de este milenio. A este film le siguieron dos secuelas (2005 y 2008), pero la cuarta fue la vencida y el pelado dijo no. El resultado es un producto que contiene varias de las escenas físicas más inverosímiles del año, pero que no va mucho allá de la replicación de fórmulas ya probadas. El nuevo Frank Martin (Ed Skrein, a años luz del carisma parco de Statham) mantiene los códigos de siempre: no hace preguntas, no pide nombres, exige puntualidad suiza y cobra la mitad del trabajo por adelantado. Aquí tiene un padre (Ray Stevenson) recientemente jubilado, que será secuestrado por un grupo de mujeres dispuestas a tomarse revancha contra los integrantes de la mafia que las secuestró cuando eran jóvenes. La promesa es liberarlo ni bien Frank culmine con su trabajo. Película con la huella del aquí productor Luc Besson, con toda esa galería de mujeres hermosas, acentos trasnacionales, lujos y autos de alta gama –los ralentis del Audi son dignos de una publicidad de entretiempo de Champions League–, El transportador recargado transita por los carriles habituales de este tipo de propuestas con conciencia y sin ningún ánimo de innovación. Quedan, entonces, apenas algunas escenas francamente imposibles (ver la de la manga del avión), cortesía de un habitué del círculo de Besson como el realizador Camille Delamarre, y no mucho más.