Todo sea por emocionar Este film alemán une dos torturadas historias de vida en una apuesta por la reconciliación. Otra película más sobre las bondades de la vida y van… Dirigida por el alemán Uwe Janson, el film articula ese mandato a una historia de reconciliación personal y social de un anciana judía, sobreviviente del Holocausto y ex cantante de cabaret, y un joven en plena crisis. Los estilos de vida son diametralmente opuestos. Una es una vieja solitaria, ahogada en deudas, sin amigos ni familia, y el otro promedia sus treinta huyendo vaya uno a saber de qué. O al menos al principio, ya que Janson después se encargará de justificar su carácter errante. Lo único en común es que el físico de él es igual al que supo ser el del gran amor de la vida de ella. ¡Por la vida! irá alternando entre el presente de cada uno de ellos y la progresiva construcción del vínculo en común, y el pasado de ella, ilustrado en una serie de largos flashbacks musicalizados a toda orquesta. El pasado de él, en cambio, es mostrado a través de las consecuencias en el presente, marcando así un desequilibrio notorio que busca la emoción del emoción a como dé lugar.
Nuestros superhéroes del subdesarrollo El nuevo film de Loreti es el exponente más ambicioso y depurado del Cine Independiente Fantástico Argentino, una película que aspira a cierta masividad mediante un casting de figuras conocidas por el gran público sin resignar espíritu cinéfilo. “Lo que haría falta es público”, decía hace dos años Daniel de la Vega cuando este diario le preguntó por las asignaturas pendientes del Cine Independiente Fantástico Argentino. Las razones de la respuesta del director de Hermanos de sangre hay que buscarlas en el estreno de una sucesión de películas nacionales de indudable apego a los códigos narrativos clásicos, de buenas para arriba en su factura técnica, plagadas de referencias al cine de género de los 80 y con amplio reconocimiento en ámbitos alternativos o festivaleros, que sin embargo nunca lograron sintonizar con la cartelera, convirtiéndose la mayoría de ellas en fracasos comerciales. En ese sentido, Kryptonita es el exponente más ambicioso y depurado de este movimiento, una película que aspira a saldar aquella deuda mediante un casting de figuras conocidas por el gran público (de Nicolás Vázquez hasta Diego Capusotto, pasando por Pablo Rago y Juan Palomino) y una historia que amalgama lo particular con lo general. O, mejor dicho, que hace de lo general algo particular.Mucho antes de ser uno de los films más comentados y esperados del reciente Festival de Mar del Plata, donde su función de prensa se convirtió en un caos debido a la sobreventa de entradas, Kryptonita fue uno de los libros de culto fundamentales de la última década y convirtió a su autor, Leonardo Oyola, en el referente más visible de una generación de escritores (Juan Diego Incardona, Leandro Avalos Blacha, Selva Almada, entre otros) abocados a inscribir sus obras dentro de un realismo suburbano deformado a fuerza de suciedad y fantasía, cotidianidad y enrarecimiento. La historia se sitúa en la guardia del Hospital Paroissien de la localidad de Isidro Casanova, donde un doctor nochero cubre una maratónica guardia de tres días a cambio de unos pesos extras. En las vísperas del fin de turno llega la banda de Nafta Súper con su líder caído a raíz de un apuñalamiento con un pedazo de botella de cerveza. Botella verde, para más precisión.El dato sería menor, salvo porque allí, en ese color asociado a las marcas premium, se cifra gran parte de las coordenadas simbólicas del relato: el peso para la cerveza, el barrio, los códigos y la cultura del aguante, todo puesto en palabras mediante un léxico coloquial y callejero hasta lo apabullante que marca que para Oyola la riqueza de la lengua parece estar en su constante circulación y mutación y no en la letra fría de un diccionario. Loreti se mantiene en ese cauce sin ironía ni suficiencia, ni guiños cancheros, haciendo hablar a sus personajes como lo haría un lumpen del conurbano. Es el primero de los factores que hace viable algo que a priori no lo es: que el espectador crea que sí, que es posible que a un puñado de kilómetros de la General Paz se libre una batalla épica entre un grupo de delincuentes con poderes sobrenaturales y los escuadrones de un cuerpo de élite de la policía; una batalla, en fin, entre el Bien y el Mal. ¿Se dijo “poderes sobrenaturales” y “Bien y Mal”? El segundo factor es anterior a la preocupación por la forma de comunicarse, y tiene que ver con la apropiación de la iconografía del universo de los superhéroes para cambiarlos de bando y devolverlos a la pantalla en medio de un ámbito palpable y cercano por su geografía; pero sobre por todo por el alcance de sus acciones.Los alter egos tercermundistas de Superman (Nafta Súper, interpretado por Palomino), Batman (Federico, por Rago), Flash (El Ráfaga, por Diego Cremonesi), Linterna Verde (El Faisán, por Nicolás Vázquez) y la Mujer Maravilla (Ladi Di, por Lautaro Delgado) batallan no por la salvación del mundo, sino por sostener al líder con vida hasta el amanecer y evitar la concreción de las amenazas del negociador (Capusotto en plan Guasón merqueado y de aparición mucho más breve de la que los afiches invitan a suponer), ubicando a Kryptonita más cerca de una revisión del cine opresivo y concentrado en tiempo y espacio de John Carpenter –referencia reconocida por los propios Loreti y Oyola en varias entrevistas– que de la grandilocuencia temática, visual y sonora de una de Marvel. Quizá por eso tampoco hay en el film un ahondamiento en la faceta emocional que explique los porqué del aquí y ahora de cada personaje, lo que es virtud a la vez que defecto. Los flashbacks, centrales para el arco dramático del libro, aquí se resuelven con una serie de imágenes deliberadamente estilizadas y digitales dignas del universo de Frank Miller, con Sin City como máximo emblema, lo que convierte a la narración en un tren sin freno a cuyos pasajeros, esos superhéroes del subdesarrollo, uno se queda con más ganas de conocer.
Otra vuelta de tuerca para un icono “Ya conocen la historia”, aclara la voz en off de Igor (Daniel Radcliffe) mientras la cámara muestra en un contrapicado casi vertical al monstruo creado con retazos de cadáveres humanos en vísperas de la tormenta de rayos que le dará el impulso inicial a su corazón. La primera escena de Victor Frankenstein parece hacerse cargo de una de las grandes problemáticas de un film basado en un universo que, según Wikipedia, registra casi un centenar de apariciones en cine y más de sesenta en televisión: cómo contar lo mil veces contado, qué vuelta de tuerca darle a una iconografía mundialmente conocida, revisada y analizada. La respuesta ensayada aquí consiste en apostar por una serie de personajes al borde del desquicio y portadores de un delicado equilibrio mental, a los que sitúa en medio de una batalla entre el Bien y el Mal.La responsabilidad del relato recae en Igor. Que en realidad no es Igor. Esclavizado en un circo en el que es víctima del bullying ya no sólo de sus superiores sino también de sus compañeros, el joven jorobado sin nombre escapa gracias a la ayuda de un misterioso médico que ve en él un talento innato después de que salve a la acróbata de la que está enamorado. Porque, claro, el Igor que todavía no es Igor es feo y sucio pero culto, bondadoso y apasionado por la anatomía humana. Así, de buenas a primeras pasa de atracción circense a, ahora sí, llamarse Igor y asistir a ese doctor agnóstico, cientificista como pocos y particularmente eléctrico llamado Victor Frankenstein y que James McAvoy interpreta como si hubiera desayunado un litro de nafta premium durante todos los días de rodaje. La teoría de Frankenstein –si la vida es finita, la muerte también– lo lleva a experimentar con un mono (re)construido al que la cámara del escocés Paul McGuigan (7, el número equivocado; la insufrible Push) muestra con llamativa distancia emocional y explicitud, emparentando este laboratorio con el de John Thackery (Clive Owen) en la serie de HBO The Knick.No es el único punto en común. Tanto aquí como en la realización televisiva de Steven Soderbergh sobrevuela la duda sobre la cordura de esos médicos apegados a un metodismo obsesivo. La potencial locura tiene su lógica: Victor Frankenstein y la serie se sitúan a fines del siglo XIX y principios del XX, respectivamente, época bisagra para el desarrollo científico de la medicina. Pero el escocés recuerda que en Hollywood todo debe ocurrir por alguna razón, y arrancará a injertar las justificaciones de rigor. En ese sentido, resulta más interesante la ambigüedad del agente de Scotland Yard encargado de investigar el robo de animales, un auténtico chupacirios menos preocupado por el caso que por las connotaciones diabólicas detrás del intento de engendrar vida donde ya no la hay.
Un ejercicio simple, efímero y feliz El proceso de producción más caótico de Pixar –eyección del director original, cambios radicales en el rumbo artístico y el elenco vocal, postergación del estreno de mediados de 2014 a fines de 2015– se tradujo en una de las películas más flojas de su historia. Lo que no implica que sea mala: incluso una “floja” de la compañía detrás de Toy Story, Buscando a Nemo y WallE es mejor que el ochenta por ciento del cine de animación. Los antecedentes generan una situación cuanto menos curiosa, por la cual el principal problema de Un gran dinosaurio no hay que buscarlo dentro de ella sino afuera, más precisamente en los altísimos parámetros de calidad a los que el estudio del velador saltarín acostumbró a sus seguidores de todas las edades. Seguramente ellos acudirán en masa a las salas esperando una historia de carácter humanista que incurra una vez más en temas como la familia, el crecimiento y la amistad. A ellos, tranquilidad absoluta: todo eso está. Lo que podrán extrañar es la sedimentación. Sin nostalgia ni duelos activos, ni múltiples claves de lectura, Un gran dinosaurio es apenas un ejercicio simple, efímero y feliz.Situado en una prehistoria habitada por dinosaurios y humanos después de que el meteorito evadiera la Tierra, el debut de Peter Sohn, reemplazante de Bob Peterson como director, es el film más infantil de Pixar desde Cars 2. Esto, por un núcleo argumental, estético y ético apuntado a los más chicos, una inocencia a prueba de todo, el vaciamiento de referencias y guiños para los adultos y, sobre todo, la caída en ese vicio habitual de este tipo de producciones que es machacar una enseñanza –“hay que superar los miedos”– mediante su repetición crónica. El film, que también es lo más Disney de Pixar, levanta vuelo después de la muerte del personaje que nada casualmente cargaba con la responsabilidad moral del relato, dando pie al paso de la verbalización del concepto a su puesta en imágenes.Sohn narra con simpleza y tersura el proceso madurativo de Arlo, un apatosaurio de 11 años, débil y miedoso, que, empujado por la idea de salvaguardar la cosecha familiar, termina perdido bien lejos de los suyos, acompañado únicamente por el niño salvaje al que inicialmente enfrentaba. Suerte de road movie en cuatro patas y a campo traviesa con el regreso a casa como objetivo, el relato campea entre la dinámica interna de esa pareja dispareja, que va del odio a la desconfianza y de allí a la amistad, siempre en tono low-fi y naïf, y la de la dupla con el entorno. Entorno que es de una belleza apabullante, no sólo por la amplitud y funcionalidad de los diseños y la gama de colores, sino porque los escenarios rocosos y boscosos –y sobre todo el agua, durante años el tendón de Aquiles de la animación digital– tienen un grado de realismo sorprendente, sostenido a lo largo y ancho del campo visual.El recorrido se estructura sobre la base de la aparición de distintos personajes destinados a motorizar la narración, que encuentra los mejores momentos durante su última parte. Ya definitivamente despegado de la faceta más doctrinaria y pueril, Sohn raspa las piedras valiéndose de una metáfora obvia de la familia como círculo para construir un desenlace de indudable emoción. Que esta resolución dramática se dé casi sin diálogos y por la pura potencia de las imágenes muestra que Un gran dinosaurio podía haber sido bastante más que lo que finalmente es.
Retrato de una obsesión Más allá de un desenlace poco convincente, se trata de otro sólido film del director de El túnel de los huesos. El director del subvalorado thriller carcelario El túnel de los huesos (2011), Nacho Garassino, vuelve al cine con Contrasangre, un film noir seco, noctámbulo y ominoso centrado en un ex policía devenido en encargado de seguridad de edificios que se obsesiona con una chica atormentada por su pasado. El hombre en cuestión es Juan (Juan Palomino), que trabaja como vigilante nocturno y tiene un matrimonio al borde del colapso. Uno día conoce a Analía (Emilia Attias), una joven vulnerable y torturada por los recuerdos de una violación que vuelven al presente cuando Julio (Esteban Meloni) sale de la cárcel y empieza a buscarla. Juan, entonces, se convertirá su protector primero, y en algo más después. Garassino acerca los vértices de ese triángulo con precisión, seguridad y sin apuro, tomándose el tiempo necesario para someter al espectador a las particularidades de ese grupo de mentes obsesionadas. Filmada en una Buenos Aires lúgubre y casi irreconocible, Contrasangre cae en su parte final, cuando la narración desemboque en una serie de vueltas de tuerca engañosas y de dudosa calidad.
Cuando hay hambre, no hay pan duro La entrega final de la saga expone de modo evidente los límites de lo que el cine teen está dispuesto a narrar. Tres entregas en la misma cantidad de años muestran que es muy fácil pegarle a Los juegos del hambre por factores que van desde el afano indisimulable de su concepto central a Battle Royale hasta el rebaje absoluto de su contenido político. Pero el error es menos de las adaptaciones de las novelas de la aquí coproductora y coguionista Suzanne Collins que de aquellos empecinados en pedirle a este tipo de producciones una complejidad que hoy, con las particularidades de un mundo al borde colapso, no van a dar. En ese contexto, Sinsajo - El final se destaca por su capacidad extrema, casi subversiva, de exhibir de forma evidente los mandatos y límites de lo que el cine para adolescentes está dispuesto a mostrar y narrar, convirtiéndose así en una película-síntoma: “Esto es lo más crítico y salvaje que pueden esperar en la actualidad”, parece decir a los espectadores.Los juegos del hambre fue víctima de la brillantísima idea impuesta en Hollywood desde el éxito de Harry Potter, que consiste en dividir el último libro de una saga exitosa en dos films aun cuando sea contraproducente para el arco dramático. Porque, claro, dos estrenos siempre recaudan más que uno. La división aquí es notoria: si Sinsajo - Parte 1 apuntó a desarrollar la faceta más “política” del asunto marcando el proceso de conversión de Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence, imponente incluso cuando no quiere) de heroína proletaria a líder de la revolución contra el presidente Snow (Donald Sutherland), principal sostén de la división de Panem en distritos numerados del 1 al 12 y gradualmente más empobrecidos, la segunda oscila entre el melodrama pueril, el estudio de personajes carentes de gramaje –el insufrible Peeta (Josh Hutcherson) a la cabeza– y la concreción física de aquella revolución. Aunque de concreto hay poco y nada, y aquí está el problema del film.Garry Ross, responsable de la primera y mejor entrega, era consciente de la potencia nuclear que subyacía en la idea de un grupo de adolescentes matándose por puro regocijo televisivo. La solución que encontró fue desactivarla a fuerza de eludir cualquier atisbo de explicitud gráfica e ideológica, priorizando la construcción de un mundo autónomo, sólido, pleno de recovecos y extrapolado de cualquier contexto. Pero a medida que avanzaron las películas, Panem empezó a volverse familiar, obligando a Francis Lawrence, reemplazante de Ross, a focalizar indefectiblemente en la faceta más problemática y central de la saga: la violencia física e institucional. En ese sentido, Sinsajo - El final propone varias de las secuencias más transgresoras del mainstream contemporáneo: hay un bombardeo a civiles por parte del gobierno, amputaciones, una buena cantidad de muertes e incluso algunas críticas al sistema democrático. Pero para proponer sin mostrar habría que sugerir, y se sabe que la capacidad de sugerir no es una de las cualidades más habituales de las adaptaciones de best-sellers.Así, sin espacio para lo elusivo pero tampoco para lo explícito, era inevitable que un relato dominado por la violencia fuera víctima de su propia trampa y terminara cayendo por el peso de un lavaje visual e ideológico que genera una pátina casi cómica, incoherente aun dentro de la propia lógica interna. En la primera imagen, Katniss está en un hospital con el cuello convertido en un moretón gigante. La curación es de las más rápidas de la historia: ni rastros a la escena siguiente. Ya rumbo al Capitolio, el grupo rebelde sufre la pérdida del máximo responsable a raíz de mina antipersonal que le vuela las piernas pero no lo rasguña ni lo hace sangrar. La cauterización es, claro está, instantánea.Tampoco ayudan demasiado la acuosidad de los diálogos que llenan los tiempos muertos ni el desdén para con aquellos personajes secundarios que supieron sostener gran parte del interés previo, como el presentador televisivo de Stanley Tucci, el asesor alcohólico de Woody Harrelson y su colega a cargo de Elizabeth Banks. Entre medio de todos, se pasea un Philip Seymour Hoffman lacónico y premonitoriamente espectral. Que su suicidio en pleno rodaje haya obligado a injertar imágenes descartadas en las secuencias finales es la cereza de una película quirúrgica, diseñada antes que filmada.
La historia de Guillermo Gaede es digna de la pluma de John le Carré. Nacido en Lanús, “Bill”, tal como se hizo llamar cuando se mudó a los Estados Unidos, siempre simpatizó con el comunismo en general y con la Revolución Cubana en particular. Así, aprovechó su trabajo en Silicon Valley para filtrar información tecnológica al gobierno de Fidel Castro. El problema fue el desencanto que le generó su ansiada visita a Cuba. A partir de ahí, empezó a colaborar con los norteamericanos entregándoles datos sobre distintos agentes secretos de la isla. Estrenado en una de las secciones paralelas del último BAFICI, El Crazy Che recupera todo el recorrido -ideológico, pero también físico- del doble espía. Doble espía que, en realidad, nunca fue del todo consciente de su condición y de los peligros, ya que para él todo fue un juego motorizado por su idea de participar activamente en el juego geopolítico de la Guerra Fría. Los realizadores Pablo Chehebar y Nicolás Iacouzzi saben cómo exponer y dosificar el enorme caudal de información. Para eso recrean distintos sucesos mediante animaciones que hilan mediante una serie de entrevistas montadas con timing y precisión, generando un suspenso creciente. El magnetismo arrollador de Gaede ayuda a conformar un documental que por momentos parece una ficción.
Bastante después de la medianoche ¿Qué pasaría si Jesse y Celine volvieran a París tres décadas después de enamorarse definitivamente en Antes del atardecer, ya cuando los hijos sean grandes y el síndrome del nido vacío los obligue a reencontrarse consigo mismos, descubriendo que ya no son quienes eran? Este crítico no tiene el dato fehacientemente comprobado, pero es más que probable que una pregunta similar circulara por la cabeza del guionista Hanif Kureishi (Ropa limpia, negocios sucios; Intimidad; Venus) a la hora de imaginar y escribir Un fin de semana en París. Dirigido por otro veterano como el sudafricano Roger Michell, el mismo de ese exitazo de la rotación del cable llamado Un lugar en Nothing Hill, el film apuesta por el naturalismo de la trilogía de Richard Linklater, convirtiendo a la pareja de sesentones en plena crisis en potenciales versiones futuristas de los personajes emblemáticos de Julie Delpy y Ethan Hawke. Futuristas pero también más plásticos y atados a los mandatos impuestos por sus creadores. Los que llegan a la Ciudad Luz son los muy british Nick y Meg (Jim Broadbent y Lindsay Duncan), dos profesores casados hace treinta años. Pero hay poco que festejar. Más bien lo contrario. En los recorridos turísticos, en los viajes en subte o taxi, en los almuerzos y cenas, en la intimidad de la habitación de hotel, en todos lados se percibe la erosión del tiempo compartido. Sobre todo de parte de ella, quien oscila entre el acompañamiento, la misericordia y el rechazo físico en una misma escena, todo ante un marido incondicionalmente enamorado. En ese sentido, aquí se está más cerca del punto de vista masculino de Antes de la medianoche que del equidistante de Antes del amanecer y Antes del atardecer. El problema es el mismo que en la última parte de la trilogía, ya que esta decisión termina guiando al espectador a una toma de posición en favor de él por sobre ella, esmerilando además las aristas del entramado emocional de la dinámica de la pareja.Claro que Un fin de semana en París no es una de Bergman. Sus esporádicos pasos humorísticos, amables e inocentes, permiten inscribirla en el subgénero de comedia geriátrica. Subgénero en boga desde hace un lustro y que tiene a El exótico Hotel Marigold y su inexplicable secuela como naves madres. Debe reconocérsele a Kureishi-Michell la voluntad de ir más allá de la revalidación generacional festiva y acrítica que suele campear a lo largo y ancho de estos films, optando por un tono intimista y eminentemente crepuscular que una capital francesa elegíaca aún en sus jornadas más luminosas acentúa con sutileza.
Una película hecha a la medida de Sundance Wikipedia asegura que el Festival de Sundance se creó a fines de la década de 1970 “como una iniciativa de Robert Redford para reunir a un grupo de amigos y colegas que fomentarían y apoyarían el cine independiente, más allá de las exigencias del mercado”. Lo que difícilmente supiera el protagonista de El golpe, Los tres días del cóndor y Todos los hombres del presidente es que, casi cuarenta años después, esa independencia terminaría rendida antes los mandatos del mercado que supuestamente combatía, dando forma a algo que podría denominarse “películas Sundance”. Tan generalizado se ha vuelto el subgénero que hasta los grandes estudios tienen sus filiales dedicadas a proyectos de este tipo, uniformizando aún más sus reglas y normas: en nueve de cada diez casos se trata de relatos intimistas centrados en personajes con vaivenes psicológicos –si son adolescentes, mejor– y estructuras narrativas con la disfuncionalidad como norma, la (auto)superación como mandato y un optimismo a prueba de todo como fin. En ese contexto, el tránsito de Sentimientos que curan –enunciativa traducción del algo más elusivo Infinitely Polar Bear original– por todos estos lugares marca una de las últimas encarnaciones de esa derrota independentista.Mark Ruffalo es algo así como el Tom Hanks de esta corriente artística, un actor especializado en ponerle el cuerpo a norteamericanos comunes, laburantes, con alegrías y tristezas citadinas y cotidianas, de fácil empatía con el público. Incluso su Bruce Banner en Los vengadores es un tipo al que uno podría cruzarse en plena calle. El principal problema del film es precisamente él, que muta su habitual naturalismo por un exceso generalizado, compendiando tics, poses y gesticulaciones dignas del Al Pacino más crepuscular en todas las escenas en las que aparece. Que son muchas, ya que la ópera prima de Maya Forbes parece construida en derredor de su lucimiento.Ruffalo interpreta a Cameron, un maníaco-depresivo casado con Maggie (Zoe Zaldana) y padre de dos hijas. Que una de ellas preste la voz en off para hilar el relato es el único amparo que justificaría el unipersonal perpetrado por Ruffalo. Producido por el realizador J.J. Abrams (las nuevas Star Trek, la inminente Star Wars) a través de su compañía Bad Robot, el film despliega su núcleo cuando Maggie abandona los suburbios de Boston para estudiar en Nueva York durante un año y medio con el objetivo de insuflarle dinero a la alicaída economía familiar, delegando en su marido la responsabilidad de las hijas en común. Responsabilidad que en principio no sabe bien cómo canalizar –está más cerca de ser un compañero de colegio que de una figura de autoridad– pero que al final sí. Entre medio, Sentimientos que curan se apropia de la bipolaridad de su protagonista, oscilando entre la circunspección y el desborde.
Melodrama como los de antes Una película concientemente demodé, pero que funciona en los términos en que está planteada. Maniquea, estilizada, edulcorada, llena de actores de todas las nacionalidades imaginables (de Inglaterra a Australia, de Estados Unidos a Alemania) alternando sin continuidad entre el alemán, francés e inglés, segura de sus intenciones y sus alcances... Todo eso es Suite francesa, un melodrama bélico de los que ya casi no se hacen, con todo lo bueno y lo malo que esto conlleva. Basada en la novela homónima de Irène Némirovsky, la historia se sitúa en 1940 durante la expansión de las tropas alemanas por el territorio francés. En un imponente caserón en las afueras de un pueblo conviven Madame Angellier (Kristin Scott Thomas, impactantemente gélida) con su nuera Lucile (Michelle Williams) a la espera del regreso del frente del hombre en común cuando uno de los jerarcas nazis (Matthias Schoenaerts) ocupa una de las habitaciones para establecer su puesto de mando. Jerarca que no sólo es más bueno que Lassie, sino que toca el piano como los dioses. Y compone sus propias partituras. La atracción entre ambos será inexorable. Lo mismo que el cuchicheo de esos opuestos perfectos a la bondad de Lucile que encarnan Angellier, los otros soldados alemanes (uno encarnará, como debe ser en estos casos, el arquetipo del Mal) y el resto de los pueblerinos. El realizador Saul Dibb (La duquesa) construye un relato sin visos de revisionismo ni mucho realismo, apostando sobre todo a la historia de amor entre los protagonistas. Es en ese sentido que Suite francesa, con su apego al melodrama más clásico (dos personas que se aman y no pueden debido al contexto) y todas sus reglas, se erige como una película demodé, un bálsamo entre tanto tanque metadiscursivo y autorreferencial.