Un regreso con la comicidad recortada Zoolander se estrenó en la Argentina en febrero de 2002 y pasó por la cartelera con más pena que gloria, tal como suele ocurrir con nueve de cada diez comedias fundamentales (¿alguien recuerda haber visto en cine Hechizo del tiempo?). Era, tanto aquí, con diciembre de 2001 a la vuelta de la esquina, como en el resto de un mundo aún atónito por el 11-S, un periodo desfavorable para una película en apariencia ultra tonta centrada en ambiente tan banal y superfluo como el del modelaje. Pero el tiempo, en alianza con la rotación del cable primero y la circulación en Internet después, hizo aquello que suele atribuirsele pero pocas veces ocurre: le dio la razón. Fue entonces que la vieron todos y a todos –o casi– les gustó. Catorce años después, Ben Stiller decidió ponerse otra vez delante y detrás de cámara para revivir a esa criatura “really, really, ridiculously good looking” compuesta partes iguales de posmodernismo, inocencia, sinceridad, egocentrismo y –last but not least– una dosis supina de idiotez llamada Derek Zoolander.El resultado es decepcionante, en parte por la certeza de los ¡cuatro! guionistas, todos miembros de la elite de la comedia americana contemporánea (el propio Stiller, Nicholas Stoller, John Hamburg y Justin Theroux), acerca del status icónico de las criaturas y referencias presentadas en aquel film, lo que da lugar a una catarata de guiños, chistes y referencias que en pocos casos trascienden el propio ombligo zoolanderiano. En ese sentido, los fanáticos más acérrimos seguramente saldrán contentos: habrá menciones –algunas gratuitas, otras no– al The Derek Zoolander Center For Kids Who Can’t Read Good And Wanna Learn To Do Other Stuff Good Too, el Orange Mocha Frappuccino y a los temas “Wake Me Up Before You Go-Go” y “Relax”, entre otras, además de una buena cantidad de cameos que conviene no adelantar.Pero la herida mortal está causada por la ausencia de la afinada capacidad de observación que caracteriza –¿caracterizó?– gran parte de la obra de Stiller como realizador. Así, si desde el seminal The Ben Stiller Show supo mimetizarse en el mundo del cine y la televisión primero, y el del modelaje después para descubrir sus mecanismos, reflexionar sobre ellos y recién entonces devolverlos a la pantalla de forma amplificada, retorcida y desaforada, aquí se limita a replicar un modelo narrativo jamesboniano con una autoconciencia nunca aplicada más allá del universo previamente creado. O al menos es lo que hace durante gran parte del metraje, ya que aún sobreviven pequeños destellos de su genio observacional en el personaje de Todo (Benedict Cumberbatch merecía una nominación al Oscar por esto y no por el afectado matemático de El código Enigma) y en la extraordinaria publicidad de Aqua Vitae.Así, Zoolander 2 es un film cuya comicidad luce recortada debido a que dejó de funcionar en dos niveles: si antes lo hacía tanto por las formas de apropiarse de los códigos audiovisuales y simbólicos de su objeto de estudio como por los chistes y situaciones propias de la lógica interna de la narración, ahora sólo queda lo segundo. Tampoco queda demasiado del ultrapop recargado de la primera entrega. Stiller deja de lado el montaje frenético y vistoso aprendido –y aprehendido– de la era MTV (no por nada el personaje debutó con un cortometraje en los VH1 Fashion Awards de 1996) para abrazar otro reglamentario, sin vuelo, que desemboca en escenas largas y carentes de timing. En medio de todo eso, el regreso del extraordinario Mugatu a cargo del igualmente extraordinario Will Ferrell y la aparición de una emperatriz de la moda con el acento soviético más ridículo del mundo, cortesía Kristen Wiig, muestran la buena madera con la que está hecha Zoolander 2. Que el ensamble no esté a la altura es la gran cuestión
Cómo filmar un compendio de moralinas Alice (Dakota Johnson, de 50 sombras de Grey) cortó con su novio facultativo para ver cómo se sentía enfrentando el mundo adulto en soledad. Se muda con su hermana Meg (Leslie Mann), obstetra que asegura a quien quiera oírla que ayudar a mujeres durante el parto no le despierta el instinto maternal, y entra a trabajar a un estudio de abogados, donde pega mucha onda con su compañera Robin (la australiana Rebel Wilson, en su enésimo rol de gordita reventada y amante de la joda y el sexo casual). El punto habitual de encuentro es un bar regenteado por el futuro chongo de Alice y en el que también suele caer Lucy (Alison Brie) para tener mil citas a ciegas con chicos sacados de Internet. Casi todas las chicas, con excepción de la última, la soñadora, la que espera su príncipe azul, se emborrachan y se encaman con el primer tipo que les tire un poco de onda, hasta que casi todas ellas se dan cuenta de que no, que nada mejor que la estabilidad emocional, ya sea sola o acompañada. Así se plantean las cosas en este remedo autoindulgente de Sex and the City y Girls llamado Cómo ser soltera. Que el arco dramático ensaye distintas respuestas a esa pregunta marca el tono de una propuesta preocupada por su carácter moralista, de aprendizaje a la fuerza. Nada malo de por sí, salvo porque los personajes se mueven traccionados por los hilos de esa meta dramática y no por la propia dinámica de los hechos que atraviesan.Situada en Nueva York y narrada con un tono melanco hipster, Cómo ser soltera se estrenará en España este viernes con el título de Mejor... solteras. El bautismo ibérico será funcional y coherente sólo para aquellos espectadores que se levanten de su butaca cuando promedie el metraje. De ahí en adelante, el film de Christian Ditter pasará de la glorificación de las fiestas y el descontrol a su negación y posterior condena, interpretándolas únicamente como síntomas de un vacío generado por la ausencia de una media naranja. Pecado mortal para una propuesta con ínfulas de retrato y relato –habrá mensajitos, emoticones y clavado de vistos por doquier– de la generación sub 30. Así de unidimensional es todo. De mujeres que viven el sexo con libertad y sin culpas, ni hablar. De mujeres que hacen de la soledad una elección, tampoco. De mujeres capaces de divertirse simplemente pasando el rato con amigas, menos. De mujeres preocupadas por pagar las cuentas y llegar a fin de mes mientras intentan construir una carrera profesional, menos que menos.
Robo, rehenes y De Niro de taquito En un momento del film Buenos vecinos, el líder de la fraternidad Delta Psi Beta (Zac Efron) organiza una fiesta de disfraces bautizada “De Niro’s Party”, en la cual los asistentes deben cumplir una única condición: vestirse como algún personaje de Robert De Niro. Que en esta escena aparezcan invitados caracterizados como varios de los roles más icónicos e identificables de la segunda mitad del siglo pasado (Vito Corleone, de El Padrino; Travis Bickle, de Taxi Driver; Jake La Motta, de Toro Salvaje; Max Cady, de Cabo de miedo, y Jack Byrnes, de La familia de mi novia, entre otros) marca el carácter totémico de un actor cuya trayectoria supo ser durante décadas insoslayable. Pero la cuestión cambió entrados los 2000, cuando empezó a naufragar en aguas turbias, amarrando en proyectos en su mayoría de mediocres para abajo. El regreso a los primeros planos que significó El lado luminoso de la vida –nominación al Oscar incluida– invitaba a presuponer un reencauce artístico, pero Bus 657-El escape del siglo, aun sin ser de lo peor que ha hecho en la última década, valida el hecho de que no, que De Niro quizá no esté de última, pero sí que necesita con urgencia un asesor a la hora de elegir sus trabajos.El encumbramiento y posterior descenso conforman un recorrido similar al de Al Pacino. Claro que si el protagonista de Sérpico, Scarface y Perfume de mujer lidia con esta situación virando su carrera hacia la autoparodia mediante la interpretación de personajes delineados a su imagen y semejanza (el cantante venido a menos de Directo al corazón, el actor al borde de la locura de Un nuevo despertar), De Niro lo hace embarrándose en trabajos genéricos que actúa de taquito, alternando roles secundarios con otros protagónicos, siempre repitiendo tics propios y ajenos. Y eso vuelve a mostrarlo el dueño de un casino que le toca en suerte en este desaforado thriller que transpira grasa noventosa durante hora y media.La excusa narrativa recae sobre los hombros de uno de los crupieres (Jeffrey Dean Morgan, el mismo de la muy buena y todavía en cartel En la mente del asesino), obcecado esposo y padre de una nena con leucemia que necesita 300 mil dólares para continuar con el tratamiento. La posible solución aparece cuando un agente de seguridad del casino le proponga robarle unos cuantos palos verdes al jefe. Verdes y sucios, ya que las ruletas y tragamonedas no son sino la fachada de un negocio de lavado de dinero. El golpe, obvio, no saldrá del todo bien, y la banda terminará huyendo y tomando de rehenes a los integrantes de esa variopinta fauna de estereotipos que conforma el pasaje del colectivo del título. Perseguidos por la policía y también por un asistente de Pope, ellos avanzarán rumbo a Texas sorteando barricadas, intentos de sublevación, bajas y demás imprevistos. La situación remite invariablemente a la nunca del todo valorada Máxima velocidad, pero allí donde ella apostaba a una acción continua y creciente, el realizador Scott Mann –sin parentesco conocido con su colega Michael– lo hace por los giros y contragiros de un guión acuoso y abarrotado de situaciones imposibles, sólo aptas para un espectador dispuesto a suspender la credulidad. Sólo así, quizá, también podría llegar a entenderse la presencia del viejo Robert.
Lo primero (siempre) es la familia... Una producción animada española sin demasiadas sorpresas, pero que entretiene con nobleza. Una familia espacial (Atrapa la bandera, España/2015). Dirección: Enrique Gato. Voces: Dani Rovira, Michelle Jenner, Carme Calvell, Javier Balas, Camilo García, Toni Mora, Marta Barbará, Fernando Cabrera, Xavier Casán Y Oriol Tarragó. Guión: Jordi Gasull, Neil Landau y Javier Barreira. Música: Diego Navarro. Edición: Alexander Adams. Distribuidora: UIP. Duración: 94 minutos. Apta para todo público. Podrá cambiar el origen y las técnicas de animación, pero la mayoría de los films infantiles con estreno comercial giran en derredor de las mismas ideas: la familia, las responsabilidades, el crecimiento y, en los últimos años, una pátina de conciencia ecológica políticamente correcta. Una familia espacial recorre todos esos tópicos con profesionalismo y placidez para convertirse en una película que, sin ser extraordinaria, cumple sus módicos objetivos. Financiado con dinero español, el film de Enrique Gato (Las aventuras de Tadeo Jones) tiene como protagonistas a Mike, Scott y Frank, nieto, padre y abuelo de una familia de astronautas que vuelve al ruedo después de que la NASA se disponga a enviar una misión espacial rumbo a la Luna con el objetivo de ganarle de mano al villano de turno, quien aspira a apropiarse de ella para extraer sus recursos naturales. Una picardía infantil de Mike terminará convirtiéndolo en pasajero de la nave junto a su abuelo. A partir de esa anécdota, Una familia espacial desandará los caminos habituales de este tipo de producciones, matizando la reconciliación y los valores familiares con una correcta vertiente humorística. Ciertos ribetes de reclutamiento sobre el final confabulan contra este film que, sí, no ofrece nada demasiado novedoso en el horizonte de la animación contemporánea, pero que logra entretener con nobleza y sinceridad.
#PoneleZombiesATodo “Las adaptaciones de grandes clásicos del teatro o la literatura que apuestan por un giro moderno, refrescándolos con pátinas de diversos colores y texturas, corren siempre el riesgo de la obsesión por la superficie.” La definición con la que el periodista Diego Brodersen arrancó la crítica publicada en este diario de la versión de Anna Karenina a cargo de Joe Wright le calza perfecto a esta visita de refilón al universo de Jane Austen, perpetrada en este caso por el realizador Burr Steers (17 otra vez y Más allá del cielo, ambas con Zac Efron). Lo de “refilón” se debe a que la materia prima no provino directamente del texto de la novelista británica, sino del de un tal Seth GrahameSmith, autor de otro libro con premisa delirante devenida en película como Abraham Lincoln: cazador de vampiros, quien en 2009 aprovechó que los derechos de Orgullo y prejuicio se encontraban bajo dominio público para reimaginar la historia original en el contexto de una Inglaterra decimonónica invadida por una horda de muertos vivos. El resultado es, pues, Orgullo, prejuicio y zombies, película que ya desde su título digno de la explotation ochentosa pos dictadura preludia la auténtica berretada que finalmente es. Claro que hay berratadas buenas y otras que no. Las primeras son aquellas que se asumen como tales; las segundas, en cambio, no. Y la falla suele ser justamente ésa, la falta de autoconciencia sobre su condición, tal como ocurre durante la segunda mitad del metraje. En la primera, Steers parece divertirse de lo lindo retorciendo el universo palaciego sumándole facas y armas a los corsés y vestidos de las chicas para tironearlas entre los mandatos culturales y la bravura de la cacería. Estas mujercitas de armar tomar, capaces de pasar del cuchicheo en una fiesta de gala a repartir cuchillazos en un pestañeo, y el habitual colorinche visual impuesto en las adaptaciones para adolescentes más recientes –ver si no La cenicienta o la última Romeo y Julieta– invitan a pensar que el film desandará un recorrido que mezcle la estilización de Sucker Punch con el gore más clásico, ilustrado en el festivo regodeo hemoglobínico que implica filmar las vísceras y cerebros en planos casi siempre cerrados. Pero cuando Steers debe ir a fondo con esa propuesta, elige sacar el pie del acelerador, relegando la vertiente más física del relato en pos de un intento por abrazar la aventura –automática, sin vuelo– y el romanticismo –bobo y desangelado– heredado de la saga Crepúsculo. Así, con poco músculo y más corazón, Orgullo, prejuicio y zombies es una película que quiere abarcar mucho, pero termina apretando poco.
Guarradas gratuitas Fenómeno comercial con más de cuarenta millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, la tetralogía Cincuenta sombras llegó al cine de una forma tan tardía como incompleta: en el interior de la adaptación del primer libro, Cincuenta sombras de Grey, anidaba el espíritu grasa y la ilustración banal y superflua del deseo de esos thrillers eróticos berretas de los primeros 90 (El cuerpo del delito, Sliver), pero no su goce culposo ni mucho la autoconciencia de sus limitaciones. Difícil, pues, esperar algo bueno de una versión cómica de una película de por sí mala. El máximo responsable de 50 sombras negras es el aquí actor, productor y coguionista Marlon Wayans, un rostro quizá no tan conocido por estos pagos –una de las películas más populares, ¿Dónde están las rubias?, es una fija de la rotación de Telefe– pero de amplia trayectoria y, siendo un poco generosos, ciertos pergaminos en el terreno de la búsqueda de risas gracias a la creación de Scary Movie. Esa saga, además, cimentó el que con los años se convertiría en el procedimiento habitual de su trabajo, que consiste en tomar el éxito de turno y refritarlo en clave de comedia por momentos absurda y por otros gruesa, dando como resultado films en la línea de ¿Y dónde está el fantasma? o Inactividad paranormal, ambos con inexplicable paso por los cines argentinos, y dirigidos, al igual que aquí, por Michael Tiddes.Lejos del carácter metadiscursivo e irónico de las primeras comedias de Mel Brooks, quizá el referente más lejano –en tiempo, pero también estilo y forma– de Wayans, 50 sombras negras se limita a apelotonar guarrerías sexuales gratuitas y de dudoso gusto en medio de una estructura narrativa similar a la del film protagonizado por Dakota Johnson y Jamie Dornan. Nada nuevo bajo el impetuoso sol de enero, dirán a coro y con razón aquellos espectadores que recuerden las dos primeras Scary Movie (la tercera y cuarta, dirigidas por David Zucker, creador de La pistola desnuda, son otra cuestión). Tampoco es novedoso que el film llegue apenas un año después del estreno del objeto a parodiar. La premura es acorde al carácter efímero del éxito de Grey y oportuna en términos comerciales y de visibilidad, pero difícilmente positiva en términos artísticos: cada plano exhibe una facturación apurada y vaciada de cualquier tipo de reflexión, y su guión una falta de puntería casi perfecta a la hora de dar en el blanco humorístico. Falta de puntería y de timing, ya que, al igual que la adaptación del libro de la británica E.L. James, 50 sombras negras llega tarde a todo, incluso a una dosis de escatología que hará respingar las narices de los amantes del buen gusto. Proyecto 43 lo hizo mil veces mejor y casi tres años antes.
Un drama gastronómico que no estimula demasiado el apetito i“Dulce y salado, como la vida misma”, reza el afiche promocional de Una buena receta. Que la frase se ubique justo debajo de la imagen de un Bradley Cooper en pose Luis Majul –mirada fija a cámara, brazos cruzados, rostro de circunstancia, serio a la vez que desafiante– invita a suponer que en la rutina del chef que aquí le toca en suerte no hay azúcar ni sal; más bien vinagre. Los primeros minutos validan el carácter apesadumbrado de su personaje, el otrora reputado Adam Jones, mostrándolo en pleno exilio en Nueva Orleáns, a donde partió con la idea de purgar las culpas de sus adicciones y perfeccionismo pelando un millón de ostras. El cumplimiento de la condena autoimpuesta conllevará el inicio de un segundo desafío personal: recuperar el prestigio perdido en Europa.La premisa de regreso a los orígenes y reencuentro consigo mismo resultará familiar. Sin ir más lejos, hace poco más de un año se estrenó Chef, cuyo arco narrativo punteaba algunos acordes similares al de Una buena receta. La diferencia, como en toda buena comida, está en la calidad de los ingredientes y la sabiduría a la hora de mezclarlos: si el realizador Jon Favreau –el mismo de Iron Man y la inminente versión live action de El libro de la selva– utilizaba la gastronomía como sutil metáfora de la industria cinematográfica, John Wells (director del drama coral Agosto) elige limitarse a cocinar la enésima versión de un recorrido con ínfulas expiatorias y la búsqueda del éxito personal y laboral como norte innegociable.Los problemas para Adam comienzan ni bien pise el Viejo Continente. Allí las cosas no quedaron del todo bien con ex socios y colegas aún dolidos por su tendencia a los berrinches y excesos, quienes rechazan de plano su regreso aparentemente consagratorio. Lo mismo ocurre con la crítica gastronómica Simone Forth, uno de los dos personajes (el otro es el de la psicóloga de Emma Thompson) incrustados en la trama menos por necesidades dramáticas que por la oportunidad de incluir en el elenco a una figura como Uma Thurman. Una serie de vueltas de guión le volverán a abrir las puertas del restaurante a cargo de Tony (el alemán de origen español Daniel Brühl), permitiéndole también reunir a gran parte de sus viejos conocidos para, ahora sí, ir su tercera y anhelada tercera estrella Michelin.El guión de Michael Kalesniko y Steven Knight propone paralelismos entre la vida y la gastronomía con evidencia y sin sutileza, convirtiendo la dinámica culinaria en un espejo de las tensiones entre los personajes. En ese sentido, el extraño mérito del film es el de hacer del arte del cuchillo una competencia tortuosa y de quienes la practican, una galería de hombres y mujeres al borde del desquicio, disociando el placer de la ingesta del de la cocina. Wells, entonces, filma la comida sin regodeo, con frialdad y distancia, como si supiera que ella es, al menos en este caso, apenas una herramienta, convirtiendo al film en un drama gastronómico que no estimula el apetito.
Hechizo del tiempo El film de Afonso Poyart supera una premisa ridícula a fuerza de su creencia en el poder del relato y grandes actuaciones de Anthony Hopkins y Collin Farrell. Una buena historia no hace una buena película, pero allana gran parte del camino. En la mente del asesino pertenece, en cambio, a ese grupo minoritario de films con historias ridículas y totalmente inverosímiles que, a fuerza de seguridad narrativa, termina redondeándose en un producto más que atendible. Dirigido por un tal Afonso (así, sin L después de la A) Poyart, el film comienza con un whodunit clásico: una serie de asesinatos sin conexiones aparentes recae en dos agentes del FBI (Jeffrey Dean Morgan y Abbie Cornish) que, ante la imposibilidad de avanzar con la investigación, recurren a un médico retirado (Anthony Hopkins) después de la muerte de su hija a causa de una leucemia y cuyo principal talento es, a grosso modo, la posibilidad ver el pasado y el futuro de cada una de las personas a su alrededor. A medida que el trío hile las distintas puntas de la causa y descubra un patrón detrás de los crímenes que los conduzca a un sospechoso con los mismos poderes que el personaje de Hopkins, el film dejará de lado su vertiente policial más cercana a Pecados capitales para convertirse en un thriller con el tiempo, sus cruces y la viabilidad de alterarlo como protagonistas que remite desde Minority Report y Terminator hasta Deja vú. Leído así suena a gran cocoliche y por momentos lo es, pero Poyart hace algo que pocos: cree en lo que cuenta, va a fondo con su propuesta, se toma en serio lo que cuenta sin que esto implique solemnidad o pompa. Por momentos impredecible pero siempre efectiva, En la mente del asesino tiene además a una dupla actoral en su punto justo, con el circunspecto Hopkins hace la gran Barcelona simplificando lo que a priori era complejo y Colin Farrell luciendo felizmente contenido en un rol que se prestaba para el desborde. El resultado es, entonces, un film dirigido por un realizador que quiso mezclar a Fincher, Spielberg y Cameron, pero le salió una de Tony Scott. Y eso, al menos en este caso, está bien
Una historia de encierro y superación El quinto film del director irlandés se aferra al “canon oscarizable” para seguir el derrotero de una mujer que, tras ser secuestrada y sufrir el “síndrome de Estocolmo”, vive encerrada en una habitación al cuidado del niño que tuvo con el secuestrador. Todos los años y casi sin excepción, los miembros de la Academia de Hollywood destinan al menos uno de los hasta diez lugares de la terna a Mejor Película a producciones independientes con un reputado paso por esa plataforma de despegue de la temporada de premios que es el Festival de Toronto, previo estreno en el de Sundance o, tal como ocurrió con La habitación, en el ascendente Telluride. Adaptación de la novela de Emma Donoghue –quien a su vez se basó en el caso real de la austríaca Elisabeth Fritzl– a cargo de ella misma, el quinto largometraje del irlandés Lenny Abrahamson (la comedia dramática y melómana Frank, editada aquí en DVD) tiene todos los elementos para estar en la máxima gala de la industria cinematográfica, donde aspira a cuatro estatuillas (Actriz, Película, Director y Guión adaptado). Al fin y al cabo, no es otra cosa que una de esas historias de superación de adversidades, aun cuando por su revestimiento dramático no lo parezca, y el punto de vista –voz en off incluida– es el de un niño de cinco años. Y se sabe que la inocencia de la mirada infantil cotiza en bolsa: vale recordar las cuatro nominaciones concedidas a La niña del sur salvaje tres años atrás, film con el que éste comparte más de un punto de contacto, entre ellos la habilidad de pulsar las teclas emocionales adecuadas en los momentos más oportunos.No sería extraño pensar en algún espectador acercándose a la boletería y pidiendo tickets para ver “la de la mujer encerrada”. Esto porque su premisa convierte a La habitación en una película de concepto y, por ende, fácilmente vendible, punto a favor no tanto para el realizador como para los responsables de la producción y ventas internacionales. “La mujer” se llama Joey (Brie Larson, ganadora del Globo de Oro y el Critic’s Choice por este papel) y vive encerrada en un cuarto de diez metros cuadrados desde hace siete años, cuando, siendo una veinteañera, salió a pasear a su perro y nunca volvió: fue secuestrada por un tal Nick. El síndrome de Estocolmo hizo de las suyas y ahora ella carga con la responsabilidad del cuidado del hijo de ambos, Jack (Jacob Tremblay). Para él la vida se limita a los acontecimientos y objetos de ese cuarto, al tiempo que ella le explica cómo funcionan los mecanismos de sus vidas haciendo algo parecido al personaje de Roberto Benigni en La vida es bella. Esto es, ideándole un universo que vincula lo real con lo imaginario en el que, por ejemplo, los suministros que trae Nick todos los domingos son obra y gracia de un pedido al televisor. El parentesco es lógico, al menos en su núcleo: ambos films tematizan cómo lidiar y transmitir una situación trágica a quien difícilmente tenga las herramientas para comprenderla.Durante la primera hora, Abrahamson describe el accionar cotidiano de la madre y el hijo (gimnasia, juegos, charlas, algo de TV) mediante planos mayormente cerrados, cortesía de una cámara casi siempre pegada al rostro de los intérpretes. Esa elección genera una opresión formal en línea con el entorno claustrofóbico en el que transcurre el relato, pero también la sensación de que sus espacios y recovecos no son elementos fundantes de las acciones ni con peso específico dentro de la trama, sino meros vehículos para el arco dramático. Basta ver la utilización del espacio cerrado y la cuidadísima disposición de los elementos dentro de él ejecutadas por Quentin Tarantino en Los 8 más odiados para imaginar qué tanto jugo podía haber exprimido Abrahamson con un poco más de ideas y voluntad de asomarse al riesgo. La que sí arriesga es Joey cuando, sobre el Ecuador del metraje, logra liberar al nene engañando a Nick y burlando sus rigurosos controles. Ya con ambos afuera, La habitación desplazará su eje a la reconstrucción del vínculo con la familia. Mamá (Joan Allen), papá (William H. Macy) y la nueva pareja de ella irán de la sorpresa inicial a los roces y pases de factura con Joey, mientras Jack descubrirá progresivamente de qué se trata el mundo real. Así, pues, el film termina convirtiéndose en un dramón sobre familias disfuncionales aquejadas por las consecuencias del pasado, pero con un irremediable Happy Ending. Cualquier similitud con el habitual canon oscarizable no es pura casualidad.
(Sin) sangre, sudor ni lágrimas La enésima adaptación de una novela distópica protagonizada por adolescentes podría haber sido un film sólido y entretenido, pero elige contar una historia poco interesante y de la peor forma posible. Hija dilecta de Los Juegos del Hambre, Divergente, Maze Runner y Los juegos de Ender, entre otros tantos exponentes recientes de esta tendencia, La quinta ola imagina un futuro devastador, con la población humana intentando resistir los embates de una invasión alienígena. Cassie Sullivan (Chloë Grace Moretz, demasiado frágil para este rol) es una estudiante común y corriente. Su rutina se interrumpe cuando toda la ciudad descubra una enorme nave espacial sobrevolándola. Enorme y familiar, ya que es idéntica a la que azotaba Johannesburgo en Sector 9. Esa es el primera de una serie de cuantiosas referencias que, durante la primera mitad del metraje, permite constituir una genealogía que va desde las mencionadas distopías adolescentes hasta otras más clásicas como Soy leyenda y la versión spielbergiana de La guerra de los mundos. Pasadas las primeras cuatro olas (shock electromagnético para acabar con la electricidad, un terremoto, un virus y la posterior infiltración), el ejército al mando de Coronel Vosch (Liev Schreiber, en su enésima interpretación de un soldado de su carrera) empezará a alistarse para el golpe final preludiado por el título reclutando a todos los chicos. Salvo a la protagonista, quien permanecerá en la clandestinidad después de ver cómo asesinan al padre y se llevan a su hermano menor. El film abrirá su segunda línea argumental centrada en los avatares del grupo durante el entrenamiento, al tiempo que acompañará a Cassie durante su travesía para rescatar al hermano. En el ínterin conocerá a un chico cuya conversión en interés romántico es síntoma de un film que, de todas las historias posibles, elige contar la menos interesante y de la peor forma. Esto es, el de la violencia límpida y el amorío adolescente y casto de Los Juegos del Hambre. Sería un error esperar los hectolitros de sangre de la última de Tarantino, pero aquí los personajes salen de las peores situaciones como si lo hicieran de un salón de bellezas: maquillados, siempre peinados y alineados. Ya sobre el desenlace, el film se tomará una serie de licencias narrativas imposibles de creer aun dentro de la lógica propuesta, marcando que se trata de un producto demasiado parecido a otros y que, para colmo de males, deja todo abierto para una secuela.