Aquel cine impostado de los años ochenta Pasó exactamente un año para que se replicara –se intentara replicar– el modelo Relatos salvajes. Esto es, el de una película con narración episódica hilada por un tema particular (antes la violencia; ahora algo que podría resumirse como la “esencia” del ser humano) y un casting pleno de actores y actrices populares y en algunos casos prestigiosos (“Hay elenco para cuatro películas”, reconoció Julieta Díaz durante su visita a la mesa de la Señora de los mil cubiertos en Canal 13) interpretando personajes con ínfulas estereotípicas que operen como reflejo social y cultural de los espectadores con el objetivo de favorecer la empatía con todos y cada uno de ellos. Claro que aquél era un producto depurado, cuidado, filmado por un director con muñeca y conocimiento del tempo y el lenguaje cinematográficos acordes a la expectativa de un estreno convertido rápidamente en evento. El espejo de los otros, en cambio, exhibe un desgano y automatismo ya no inferior a Relatos salvajes, sino a gran parte del cine nacional de los últimos quince, veinte años.Que el film se sitúe en el cenáculo de una iglesia gótica en ruinas ubicada en algún punto de la ciudad de Buenos donde cada noche se realiza una cena trascendental para los comensales, todo ante dos hermanos (Graciela Borges y Pepe Cibrián) que juegan a ser dioses observando con devota atención, muestra que el film es hijo dilecto del peso metafórico de Eliseo Subiela antes que del trabajo con los géneros de Szifron. Lo mismo ocurre con los caricaturescos hombres y mujeres que, atribulados por sus circunstancias, desfilan ante el escenario. Por allí pasarán, entonces, una familia dispuesta a dirimir sus diferencias, un hombre que se reencuentra con ¡su esposa muerta! (“Lo vi a Borges”, dice ella como para asegurar que todos entiendan que pasó a mejor vida), dos corazones rotos en una primera cita y un grupo de amigas dispuestas a satisfacer el último deseo de una de ellas, víctima de una enfermedad terminal.Es cierto que la preocupación máxima de Marcos Carnevale (Elsa y Fred, Anita, Viudas, Corazón de León) siempre fue el establecimiento de una “conexión” con el público mediante la imposición de un aura optimista y biempensante generalizadas y a prueba de todo, incluso de la lógica interna de esos universos narrativos. Pero sus trabajos anteriores exhibían un mínimo cuidado por la forma, algún esmero por crear personajes con motivaciones y contar lo más límpidamente posible una historia de escala humana. El espejo de los otros ni siquiera llega a eso. Realizada como si el Nuevo Cine Argentino fuera una entelequia, algo que jamás pasó aquí o en ningún lado, su opus ocho es un estertor de aquellas películas trascendentes, ambiciosas, graves, impostadas y plenas de cursilerías travestidas de reflexiones existenciales que inundaban la cartelera en los ’80. Películas que felizmente son cada vez más esporádicas, pero que, queda claro, todavía no terminan de extinguirse.
Otra de la chacinería de los sustos Un grupo de chicos “parafantasmal” llamando a silencio.Los números asustan bastante más que las imágenes de la pantalla grande: Sinister 2 es la ¡13ª! película de terror lanzada desde el primer jueves del año, cuando Ouija abrió un marcador que seguirá incrementándose con la llegada de La casa del demonio (3/9), Desde la oscuridad (17/9), Te sigue y Puertas adentro, estas dos últimas aún sin fecha confirmada de estreno. La amplitud del corpus invitaría a pensar en una muestra de la variedad de formas, estilos y calidades que campean a lo largo del género, pero lo cierto es que casi todas ellas, Sinister 2 incluida, se encuadran en la categoría “del montón”. Explotación nominal de la exitosa Sinister (2012) y con el realizador Scott Derrickson (El exorcismo de Emily Rose, Líbranos del Mal) ocupando ahora el rol de guionista y productor, el segundo largometraje de Ciarán Foy esfuma los méritos de su predecesora para convertirse en una –otra– película salida de la chacinería de los sustos.El de Derrickson no era un film cumbre ni mucho menos bisagra dentro del género, pero apostaba por climas inquietantes y una narración tan calma como fluida antes que por la generación de sobresaltos a fuerza de efectos sonoros y visuales. Que los había, claro, pero siempre funcionales a la historia de ese escritor de policiales (Ethan Hawke) víctima de su propio caso de investigación. Como en nueve de cada diez exponentes contemporáneos del cine de terror, la resolución apelotonaba explicaciones sobrenaturales y esfumaba el aura hasta ese momento terrenal del relato incluyendo a una figura mitológica especializada en devorar almas de niños. Sobre esta última coordenada parte Sinister 2. Menos secuela que spin-off, el vínculo narrativo con la película de 2012 es la presencia de un ex policía y amigo del malogrado escritor que, en su nuevo rol de detective privado, llega a un caserón rural donde vive una madre (Shannyn Sossamon, la morocha de Corazón de caballero) y sus dos hijos. Que nunca quede muy en claro cómo llegó hasta ahí o quién lo contrató es síntoma de una historia porosa, mero vehículo para sostener los sobresaltos presentados con cuidada regularidad.También se repite el cajón con rollos Súper 8 usados a lo largo de las últimas décadas y etiquetados con nombres de películas caseras pero que en realidad esconden asesinatos de familias completas. O casi completas, ya que en todos los casos uno de los hijos desapareció. Ellos forman un grupo “parafantasmal” que ahora acecha a los chicos de turno obligándolos a mirar los videítos. El fuera de campo y la textura fílmica de esos microrrelatos generan un efecto ominoso y siniestro que no llega a contagiar a la historia que los contiene. Lo que no deja de ser una lástima, ya que si hay algo que sobra en la figura del papá, un tipo bruto y violento pero con los contactos suficientes para mantener a mamá y a la prole en alerta, es carácter siniestro. Debe reconocerse a Foy la apuesta a establecer un carácter especular entre ambas vertientes narrativas, aun cuando nunca logre su cometido. Quizá la 14ª sea la vencida.
Cómo priorizar el estilo por el estilo mismo En Hollywood hay directores que tienden a invisibilizarse detrás de sus películas poniendo todos los elementos que las componen al servicio del nobilísimo objetivo de contar una historia. También están los que son capaces de incluir sus obsesiones temáticas y formales sin resentir ni forzar los mecanismos narrativos, conformando con sus trabajos no tanto una filmografía como una obra. Y están aquellos cuya máxima preocupación es imponer sus marcas cueste lo que cueste, más allá de su pertinencia y su necesidad. A este último grupo pertenece el británico Guy Ritchie. Egresado con honores de la escuela del autoconvencimiento de la propia genialidad, el ex de Madonna vuelve a anteponer sus preferencias estéticas endosándoles una pátina cool, jueguitos visuales y una predisposición constante para el guiño tan canchero como gratuito a una materia prima que pedía a gritos un tratamiento más acorde con su espíritu old fashioned y autoconsciente.Adaptación de la serie homónima de mediados de los ’60, El agente de C.I.P.O.L. es el contraejemplo perfecto de Misión Imposible: Nación secreta, en la que Christopher McQuarrie exprimió la premisa de espías y contraespías hasta convertirla en una de las mejores películas del año. Ritchie, en cambio, elige ubicarse por sobre el relato haciendo de él una excusa para el “lucimiento” de toda su imaginería audiovisual. Su talento, entonces, pasa por replicar un modelo cómodamente asentado en un tonito cool, trucos de montaje, zooms y paneos digitales, independientemente de que se hable de un grupo de lúmpenes dispuestos a robar un jugoso botín de piedras preciosas (Snatch: Cerdos y diamantes), del ingreso de un jugador compulsivo a los bajofondos de las apuestas (Revolver) o de un icono de la deducción y la lógica detectivescas en pleno siglo XIX (las dos Sherlock Holmes).Esa batería de artilugios recae sobre la historia de dos agentes secretos, uno soviético (Armie Hammer) y otro estadounidense (Henry “Superman” Cavill), unidos contra su voluntad con el objetivo de encontrar al padre científico de una joven mecánica residente en Alemania oriental, el único capaz de desbaratar los planes nucleares de un malvado millonario italiano. Ese universo socioeconómico, compuesto por partes iguales de glamour, ostentación, mujeres hermosas y tilinguería, y la apelación a una atmósfera por momentos paródica convierten a El agente de C.I.P.O.L. en hija putativa de las primeras James Bond. El problema es que el 11-S obligó a la criatura de Ian Fleming a mutar sofisticación y galantería por pragmatismo físico y dilemas morales, empujando sus films al terreno de los thrillers realistas y sucios de la línea encabezada por Jason Bourne. Consciente de ese cambio de paradigma, el esteta Ritchie esfuma rápidamente la vertiente más lúdica y efímera del relato para adoptar otra mucho más seria y convencional, marcando que el estilo por el estilo mismo servirá para entretener un rato, pero difícilmente alcance para hacer una buena película.
Cómo pifiarla 90 minutos seguidos Estrenada a fines de junio y con un paso injustamente discreto por la cartelera comercial, Escribiendo de amor mostraba a un guionista atrapado en un laberinto artístico y personal del que salía gracias al redescubrimiento de las bondades de la reciprocidad sentimental. La premisa era simplísima, más bien una excusa para desplegar sus cartas ganadoras: personas en lugar de personajes, secundarios justísimos, gracia, timing, inteligencia, sofisticación, reflexión sin caer en dramatismo ni muchos aspirar a la trascendencia. Todas cualidades que Con derecho a roce, comedia romántica centrada en los avatares emocionales de un guionista, retacea con alarmante perfección hasta convertirse en noventa minutos redondos de fallas, una tras otra. Que se extienden incluso al título de estreno local, que deforma cualquier sentido del original.Playing it Cool podría traducirse como “jugar callado”, y ésa es la estrategia adoptada por el protagonista para levantarse a la chica de turno, quien quiere –alega querer– cualquier cosa menos rozarse con él. El, vale aclararlo, no tiene nombre, pero sí una voz en off que machaca una y otra vez el “yo” para referirse a sí mismo, siempre con tonito canchero y suficiente. Esta falta de identidad es el primero de varios vacíos de una película que no hace otra cosa que mirarse su propio ombligo desde el evidente paralelismo entre el flirteo y las situaciones de la comedia romántica que él, como guionista, está escribiendo.¿Ejercicio metadiscursivo sobre los límites entre realidad y ficción, entre arte y locura, al estilo Charlie Kaufman? Ojalá. El guión de Chris Shafer y Paul Vicknair se contenta con proponer una serie de encuentros y desencuentros en bares, fiestas, playas, calles y restaurantes amplios y luminosos, dignos de afiche de agencia de turismo, siempre para decirse cosas que sólo para ellos parecen ocurrentes.Directo de un afiche también provienen la belleza inhumana de Michelle Monaghan, que sigue pifiándola feo con sus elecciones actorales, y el porte de galancete de Chris “Capitán América” Evans. La pareja será muy linda y dará bárbaro en cámara, pero para sostener solita una película le falta bastante.
Ganar por puntos y en fallo dividido El cine se ha constituido con elementos de la literatura, el teatro y la fotografía, pero también con otros de una disciplina ajena al universo creativo como el deporte en general, y el boxeo en particular. Al fin y al cabo, el arte del cuadrilátero se maneja con partes iguales de la valentía, perseverancia e instinto de autosuperación, tres de los valores predilectos de Hollywood. Enésima derivación de Rocky, con la clásica secuencia de montaje de entrenamiento incluida, Revancha transita todos y cada uno de los tópicos esperables de una de boxeo sin jamás renegar de su condición de refrito, convirtiéndose en un exponente cuya autoconciencia se manifiesta no tanto en el guiño canchero como en el aplomo y seguridad a la hora de tematizar por enésima vez la parábola llena de sangre, sudor y lágrimas del hombre caído dispuesto a todo con tal de levantarse antes del campanazo final.Más cerca del drama telenovelesco de la fallida Cinderella Man que de los pasos de comedia de El ganador, Revancha arranca, como nueve de cada films pugilísticos, con el protagonista de turno, Billy (Jake Gyllenhaal, con una intensidad y transformación física que piden a gritos una nominación al Oscar), tocando el cielo con las manos. Esto es, reteniendo una vez más el título mundial. Su vida encarna el arquetipo habitual del deportista millonario e iletrado pero de físico fuerte y sentimientos nobles: allí está, entonces, volviendo a su mansión con la cara molida a golpes y la voluntad inquebrantable de saludar a la hija. Una vuelta de guión tan forzada como funcional desata el principio del fin.Los antecedentes de Antoine Fuqua no lo muestran como un director habitualmente preocupado por la suerte de sus personajes. Es, por el contrario, uno que generalmente los considera meros vehículos para motorizar la narración, aun cuando esto implique someterlos a situaciones rayanas con la saña. Aquí avala la tendencia empujando a Billy a un derrotero de penurias que culmina en lo más parecido al infierno en la Tierra. Infierno en el sentido más cristiano del término, ya que Revancha es también una épica religiosa. No es casual que en algún momento Billy intente autoconvencerse de que “Dios debe tener un plan para enseñarle algo” ni mucho menos que la pelea amateur que marca su regreso sea en una iglesia e incluya algún plano en contrapicado de un Cristo crucificado. Pero a diferencia de otra película sobrevolada por el espíritu de Ned Flanders como El vuelo, aquella en la que el personaje de Denzel Washington iniciaba un vía crucis judicial después de estrolar el avión que pilotaba, Revancha no pierde jamás su rumbo original, dejando ese componente en un segundo plano.Lo anterior no impide que la espiral descendente funcione a la perfección en términos dramáticos, ya que favorece a lograr una de las claves del género como es la empatía del espectador. Porque, ¿quién no podría desearle un poco de suerte a un tipo que perdió todo, incluso a su mujer (Rachel MacAdams, impecable en su finísima ordinariez) e hija y que, para colmo, se apellida Hope (Esperanza)? La aparición de un viejo entrenador tanto o más machacado que él (Forest Whitaker) marca el primer paso del meteórico ascenso rumbo a la revalidación personal y deportiva y, con esto, a los mejores momentos de una película que no será novedosa, pero que sabe qué quiere contar y, sobre todo, cuál es la mejor forma de mostrarlo. Fuqua no se lleva bien con la intimidad y la psicología pero sí con la vertiente más sudorosa y demodé del cine de acción, convirtiendo al último tercio del vía crucis de Billy en un emotivo compendio de golpes filmados con pulso, brutalidad y realismo. Al igual que el estilo pugilístico de su protagonista, Revancha tiene menos cabeza que corazón. Con eso le alcanza para ganar por puntos y en fallo dividido.
Otra muestra de cine ombliguista La película basada en la serie de HBO termina validando los peores lugares comunes sobre la industria de Hollywood. A estas alturas nadie puede sorprenderse demasiado con una película (de y) sobre Hollywood. Mucho menos si ella retrata a los distintos componentes de su industria como una serie de personajes con vidas tan lujosas como vacías, hombres y mujeres compuestos por partes iguales de vanidad, lujuria y egolatría. Sobre esto hablaba la serie Entourage, emitida durante ocho años (2004-2011) en HBO, y también, claro, su adaptación a la pantalla grande. El film retoma la historia de Vincent Chase (Adrian Garnier), uno de esos galancetes juveniles populares y renombrados en el gossip, y su grupo de amigos de la infancia devenidos en parte de su séquito laboral (su representante, su chofer y hermano actor) cuando el primero quiere dar el gran salto ocupando el rol del director, algo que su ex agente devenido en CEO de un estudio no ve con buenos ojos, hasta que empieza a hacerlo. El problema es que Chase se pasa del presupuesto y deberá incluir en la arquitectura financiera el dinero de un magnate cuyo hijo quiere involucrarse en el proceso creativo. La película acompañará el derrotero de Chase en su flamante participación en el submundo de la producción, dando paso a varios cameos de actores renombrados (desde Jon Favreau y Liam Neeson hasta Mark Wahlberg y Jessica Alba). Habrá, como en Polvo de estrellas y la aquí inédita The Canyons, de Paul Schrader, por nombrar a dos films recientes, una buena dosis de bilis y crítica a un universo cada día más preocupado por los números que por las películas en sí. El problema del film de Doug Ellin es que a lo anterior se le suma una mirada sobre la cotidianeidad de Chase. La preocupación del entorno por el sexo, la imagen y la percepción del otro es una validación de los peores lugares comunes sobre la vida en Hollywood, convirtiendo a los personajes menos en personas que en caricaturas de sí mismas y limitando a la película a una (otra) muestra de cine ombliguista.
Tour de force sobre un juego de poder La preocupación del cineasta polaco por hablar sobre el poder y la ontología creativa nunca supera la tibieza.Estrenada en el Festival de Cannes de 2013, La piel de Venus iba a tener su demorado lanzamiento argentino el 23 de julio. Las bajas de última hora, habituales en un sistema de exhibición al borde del colapso los 365 días del año y ni hablar durante la fiebre Minion de vacaciones de invierno, terminaron empujándola al limbo de la postergación indefinida, hasta que a comienzos de esta semana la distribuidora anunció que finalmente subiría ayer a la cartelera. De esta misma forma, a última hora y cuando nadie la esperaba, llega Vanda (Emmanuelle Seigner) a la audición para el rol central de una nueva puesta de la novela La Venus de las pieles, escrita en 1870 por Leopold von Sacher-Masoch, padre etimológico del término masoquismo. Su irrupción marcará el inicio de uno de los ejercicios más deliberadamente artificiosos, extremos y autoconscientes de teatro filmado de la última década.La escena inicial es un travelling hacia adelante que recorre la avenida de una París digital, lluviosa, inhóspita y brumosa, sobre la cual se recorta la estructura de un teatro majestuoso y tanto o más gris que el cielo. La cámara entra allí para descubrir una sala casi vacía, con Thomas (Mathieu Amalric) erigiéndose como única y espectral figura sobre el escenario. El ojo electrónico encarna la mirada de la recién llegada, pero también, por qué no, la del emblemático realizador de El bebé de Rosemary y Chinatown. Al fin y al cabo, después de aquel aparente relanzamiento que significó El escritor oculto (2010), y quizá fatigado por las vicisitudes de una industria cuyos paradigmas artísticos han mutado –y siguen haciéndolo– hasta volverla irreconocible, eligió refugiarse en películas concentradísimas en tiempo y espacio, basadas en reconocidas obras teatrales y despojadas de cualquier complejidad formal y requerimiento extravagante de producción. Tal es el caso de Un dios salvaje (sobre el texto homónimo de Yazmina Reza) y ahora ésta, basada en una obra de David Ives que actualmente tiene su versión argentina en el Paseo La Plaza (con dirección de Javier Daulte y los roles protagónicos de Carla Peterson y Juan Minujín).La recepción del dramaturgo y flamante director teatral es tan educada como terminante: es tarde, ya no hay tiempo, que vuelva otro día, que seguramente no faltarán oportunidades. Pero el ímpetu de Vanda es innegociable y finalmente obtiene su anhelada prueba, aun cuando su aparente brutalidad cultural (“¿El título es por una canción de Lou Reed?”, pregunta) y crasitud empujen a Thomas al abismo de la duda. A partir de esa decisión, la dinámica establecida entre ellos se reduce a un juego de poder basado en la alteración constante de los roles de amo/esclavo, cuya vertiente más lúdica confluirá en otra mucha más enfermiza cuando el límite entre lo auténtico y lo fingido se esfume sin posibilidad de reconstrucción.El problema es que la concepción del film como batalla discursiva –y el escenario del teatro como su campo– se torna evidente sobre la mitad del metraje, generando una segunda parte redundante, expositiva en sus temas y agobiante en su construcción formal, incluso cuando el director tiene la cintura suficiente para evitar el facilismo de captar la acción desde el proscenio. Hay algo muy propio del universo Polanski en la idea de lo cotidiano deformándose y oscureciéndose hasta lo irreconocible, pero tanto aquí como en Un dios salvaje se percibe una preocupación mayor por los actores, su dirección, el texto y sobre todo las connotaciones de este último –una crítica la burguesía parisina en la primera; un tratado sobre el poder y la ontología creativa aquí– que por la forma de amalgamarlos en un todo con las características propias de una disciplina imperada por la relación de tiempo, espacio y movimiento como el cine. Película-recreo para el realizador polaco, La piel de Venus queda en la tibieza de un mero tour de force para los actores y, lo que es peor, también para los espectadores.
El osito se quedó sin pila La segunda película del osito fumón y guarro es una comedia gastada y fatigada más dispuesta a replicar los mecanismos ya probados que a expandirlos. La bajísima calidad de A Million Ways to Die in the West había dejado una pregunta reverberando en aquellos seguidores de Seth MacFarlane: ¿Cuál es el verdadero? ¿El creador de esa versión Los Simpson más mordaz, anárquica y retorcida que es Padre de familia y el de la feliz incorrección de Ted o el onanista dispuesto a construir una película únicamente para su lucimiento personal? Ted 2 ubica al realizador en un punto medio entre la genialidad de las aventuras de la familia Griffin y el tedio, desgano y arbitrio de su film anterior. Como la reciente Más notas perfectas, Ted 2 es un film más dispuesto a replicar los mecanismos ya probados que a expandirlos, relegando así uno de los factores fundamentales de cualquier comedia como es la inventiva. Y al igual que en el regreso del grupo de a capella encabezado por Anna Kendrick, la falta de sorpresa y cierta fatiga narrativa y humorística terminan configurando una propuesta que, aun sin ser mala, se ubica varios escalones por debajo que su predecesora. La excusa narrativa para el regreso del oso (mucho menos) fumón y guarro es una disputa sobre su condición de persona o propiedad, lo que lo obliga a iniciar un proceso legal junto a su amigo John (un Mark Wahlberg con mucho menos protagonismo que en la primera) y la flamante abogada Samantha (Amanda Seyfried), mientras que una empresa del rubro juguetero empieza a mirar de reojo la posibilidad de secuestrar a Ted para intentar copiar su mecanismo. El film de 2012 amalgamaba distintas vertientes de la comedia, principalmente buddy movie y coming of age, dando como resultado un menjurje ultra pop que alcanzaba su punto máximo en la fascinación por Flash Gordon. Aquí, en cambio, MacFarlane baja varias velocidades y apuesta por un humor menos punzante e incluso más conservador, poniendo a sus personajes a luchar por cuadrarse en lo socialmente aceptado. El osito, al menos aquí, está con poca pila.
Es la economía, estúpido La gran ganadora de la última edición de los Premios Donatello es una heredera del miserabilismo de Vidas cruzadas, 21 gramos y Babel. El capital humano es uno de esos films que, no conforme con el nobilísimo objetivo de contar una historia, se propone trazar un ensayo social, económico y político del mundo. Ensayo que, como suele ocurrir en estos casos, es de una oscuridad desoladora aun cuando la última imagen cifre un atisbo de esperanza. Los ecos del miserabilismo de Vidas cruzadas, 21 gramos y Babel resuenan desde la mismísima estructura coral hilada por, claro está, una tragedia, en este caso la muerte de un ciclista en una ruta durante la madrugada. A esto le seguirán cuatro capítulos, todos ellos demarcados por sus respectivos intertítulos. El primero está centrado en Dino (Fabrizio Bentivoglio), quien ve en una inversión en un fondo económico administrado por su consuegro multimillonario la oportunidad de salvar sus cuentas. El negocio, como todo en este film con plena conciencia de sus aspiraciones sociológicas, sale mal. El segundo adopta el punto de vista de la consuegra de Dino (Valeria Bruni Tedeschi), una de esas cincuentonas aburridas y menospreciadas por su marido ocupado pero con el dinero suficiente para ejercitar la filantropía salvando un teatro en ruinas. ¿Lo logra? Obviamente, no. El tercer recrea los sucesos vistos a través de Serena (Matilde Gioli), hija de Dino y novia de ese nene bien que es el hijo del financista. Por último, el epílogo aúna y concluye todas las historias. Es lógico que El capital humano haya significado un éxito en su país de origen, alzándose con siete premios David di Donatello, incluyendo el de Mejor Película. Al fin y al cabo, Virzi inyecta buenas dosis de corrección política achancándole a la economía (“Apostaron a que el país perdiera y lo lograron”, se dirá por ahí) la culpa de todos los males de la sociedad y reduciendo a los humanos a un conjunto de seres individualistas, oscuros, dominados o lisa y llanamente idiotas (allí está la acción final de Dino). Todo esto convierte a Paolo Virzi en realizador diplomado con honores en la escuelita de Alejandro González Iñárritu.
Retrato de un actor al filo de la locura Una comicidad entre negra y absurda impregna parte del nuevo film de Barry Levinson que, conocedor de la materia prima con la que cuenta, adecua la trama a la personalidad de Pacino. El resultado es una película autorreferencial, con ciertos tropezones narrativos. El actor Simon Axler está en pleno soliloquio reflexivo acerca de la ontología del oficio, la separación entre realidad y ficción y el proceso creativo detrás del personaje de Shakespeare que se dispone a interpretar en una obra teatral. Ya en el escenario, su performance es un auténtico fiasco, y concluye con él arrojándose al proscenio, signo inequívoco de una crisis que trasciende lo vocacional. Podría pensarse que lo anterior corresponde a la descripción de un fragmento de Birdman, pero no: Simon tiene el rostro de perro cansado de Al Pacino, conocido por su intensidad dramática y su fanatismo por la obra del autor inglés (su ópera prima como realizador fue En busca de Ricardo III). La escena, entonces, corresponde al inicio de Un nuevo despertar, subrayando así la matriz autoconsciente que sobrevuela de punta a punta el desarrollo narrativo del último film del veterano Barry Levinson (Rain Man, Buenos días, Vietnam).Y es que el protagonista de Sérpico, Scarface y Perfume de mujer, el mismo que durante los ’70, ’80 y partes de los ’90 alineó a colegas, público y crítica detrás de la consideración de su talento como uno de los más fulgurantes de su generación, se ha vuelto fatigoso y metadiscursivo, dándole a gran parte de sus últimos proyectos un tinte personal y autorreferencial que los convierten menos en películas “con” él que “sobre” él. La vejez, la redención y el paso del tiempo son los grandes temas de la filmografía del Pacino más crepuscular y, por ende, de las criaturas de esta etapa, incluidas ésta y el cantante folk Danny Collins, de la reciente Directo al corazón.Levinson conoce el potencial de su materia prima. Construye un film en derredor del finísimo límite entre cordura y locura. Allí se mueve Simon, dotado de una ominosa dualidad sobre su condición sin que esto implique ser empujado al vacío del patetismo y la parodia, aun cuando la potencial complicidad en un asesinato o la escena en la clínica de fertilidad lo paren en el abismo del precipicio. Todo lo contrario al tour místico/psiquiátrico propuesto por Alejandro González Iñárritu, que concluía con Michael Keaton literalmente cayendo de un edificio. Ya con Simon dado de alta después del incidente del comienzo, Un nuevo despertar –traducción optimista del mucho más oscuro The humbling original, literalmente La humillación– lo muestra intentando reencauzar su vida. Para esto contribuyen las charlas vía Skype con un psicólogo omnipresente y una suerte de retiro voluntario en su caserón, interrumpido más tarde por la aparición de Pegeen (Greta Gerwig, la estrella de la vertiente más hipster del indie norteamericano), hijita de un matrimonio amigo devenida en treintañera lesbiana y libertina.La progresiva incorporación de ella a la rutina de él, el peso de diferencia generacional a la hora de iniciar un affaire, los mohínes de un Pacino desatado y ciertos vestigios del pasado individual corporizándose en el presente común de la pareja sirven como disparadores de una comicidad entre negra y absurda. Una faceta en la que Levinson parece moverse más cómodo, pero por la que nunca termina de apostar de lleno. Ciertos tropezones narrativos y algunas subtramas que no pasan de la condición de esbozo, como el vínculo con su representante o la relación con la actriz y madre de Pegeen, completan el retrato de un actor al borde de la locura, fuera y dentro de la pantalla.