Soy de la raza gitana su príncipe y heredero Tomás Lipgot es un cineasta interesado en las márgenes. Allí estaban los personajes encerrados en distintas instituciones de reclusión de Fortalezas (2010). Entre ellos Moacir, internado en el Hospital Borda y cuya riqueza ameritó una derivación titulada, claro está, Moacir (2011). En ambos films la condición de otredad era involuntaria, generada por factores externos y ajenos al control de los protagonistas. Pero el neuquino también supo posarse sobre aquellos que eligieron escindirse del mundo por sí mismos, en pleno uso de sus facultades, como si allí, bien lejos de todo y de todos, encontrarán la plenitud. Tal es el caso del cineasta Ricardo Becher, a quien en Recta final (2010) se lo ve durante sus últimos días de vida en un geriátrico porteño. Vergüenza y respeto redobla lo anterior sumándole al exilio voluntario y puertas adentro de una familia gitana una cuota de orgullo e inexorabilidad. Ser otro en plena ciudad, por decisión propia y mandato.Vergüenza y respeto, retrato de una orgullosa familia gitana.“El gitano suele dividir el universo en dos hemisferios asimétricos. Uno pequeño, en el que sólo cabe él con sus circunstancias. Y otro enorme que sólo puede contener a los payos, es decir, al total de las personas y cosas no gitanas.” La placa de apertura alerta que los Campos viven como lo hacen por imposición del linaje. Así, las nenas no pueden salir solas a la calle, ni mucho menos a bares y o boliches, y llegan vírgenes al casamiento. Casamiento que generalmente se da durante la pubertad y con otro gitano, previa aprobación del padre. Tanto ellas como ellos difícilmente vayan al colegio más allá de tercer o cuarto grado, y los “payos” son como perros callejeros: pueden vérselos, compartir algún momento y tener un mínimo contacto, pero no mucho más. Si es más, saltará el padre: “O cortás con esto o te parto la cabeza”, dice él que le diría a su hijo si éste le tomara demasiado cariño a una señorita no gitana. Esas costumbres pueden arrugar la nariz de más de uno, pero no la de Lipgot.Tal como ocurría en El árbol de la muralla, en la que Jack Fuchs reflexionaba larga y profundamente sobre su pasado como sobreviviente del Holocausto y cómo éste se manifiesta en el presente –¿la otredad como carga?–, en Vergüenza y respeto la cámara importa tanto como el micrófono. Lipgot tiene la virtud de escuchar con atención y desprejuicio, y construye un cine de palabras, como si entendiera que la cosmovisión y los pensamientos son los rectores principales del desarrollo narrativo: no importa qué piense el cineasta ante una determinada situación –el “abuelo” criticando cierta liberalización del padre en la educación de sus hijos, la nena en vísperas del nacimiento de su primer hijo–, sino qué piensan y hacen los protagonistas ante ella. Y es justamente esa virtud su principal problema. En gran parte de los trabajos previos de Lipgot, la voz cantante era individual, permitiéndole profundizar en los distintos recovecos de la personalidad del portador. Aquí, en cambio, el amplio abanico de personajes impide dar contorno a cada uno de ellos, convirtiendo por momentos a Vergüenza y respeto en algo parecido al piloto de una serie documental. Serie que, en caso de hacerse, habría que seguir.
Nunca es tarde para aprender It’s Complicated. Así se tituló el film anterior como directora de la reconocida guionista Nancy Meyers (Lo que ellas quieren, Alguien tiene que ceder), y así también podría definirse la situación laboral y personal de la protagonista de su último trabajo, Pasante de moda. Jules (Anne Hathaway) es una self-made woman que construyó su emporio textil desde los cimientos y ahora se debate entre aceptar la propuesta de los inversores y contratar un CEO con el know how adecuado para resolver los problemas logísticos y técnicos de una expansión ultraveloz, o seguir cargando solita y sola con todo el peso de la responsabilidad gerencial. Los vientos de cambio también soplan fuerte puertas adentro del hogar, cuando la frustración de su marido, quien dejó una promisoria carrera como diseñador para ocuparse de los quehaceres domésticos y el cuidado de la hija en común, empiece a corporizarse en un evidente malestar. Es en ese contexto que aparece el setentón Ben (Robert De Niro) como flamante incorporación a la empresa a raíz de un programa de pasantías para mayores.Las miradas de reojo, en especial de la jefa, serán una norma en medio de un ámbito laboral similar al de una agencia de publicidad palermitana: moderno, cool, dominado por el diseño y la búsqueda de un ambiente descontracturado. Pero los murmullos mutarán en admiración a medida que avancen los minutos y Ben se muestre atento y solidario con el prójimo. La parábola narrativa tiene su lógica. Al fin y al cabo, el choque etario es una de las recurrencias de varios de los trabajos guionados y/o dirigidos por Meyers, con El descanso-El amor no se toma vacaciones como máximo y mejor exponente. El problema es que la realizadora aquí no parece demasiado dispuesta a entender los cambios generacionales, utilizando ese choque como una vía sólo para revalidar los usos y costumbres anacrónicos de la “vieja escuela” humana y laboral. Se entiende, entonces, que Ben luzca como uno de esos tipos que parecen sabérselas todas. Que en varios momentos parezca que efectivamente se las sabe todas es menos mérito de Meyers que de la capacidad de De Niro de transmitir conocimiento, calma, sapiencia, seguridad y paz interior con una facilidad extraordinaria, marcando una vez más que el naturalismo actoral le sienta mucho mejor que el histrionismo o la gesticulación exagerada.Amena como cerveza liviana en verano, con personajes amables hasta lo buenudos a los que difícilmente pueda pasarles algo malo y narrada con la tersidad habitual de Hollywood, Pasante de moda es una de esas películas con la cual es imposible enojarse, aun cuando se note en ella una preocupación mayor por provocar efectos sobre el espectador que por la creación de situaciones coherentes con las reglas de su universo ficcional.
La Nueva Comedia Americana mete la cola La flamante animación del director de Las chicas superpoderosas cuenta con un aporte esencial de Sandler como guionista y productor y despliega un universo colorido, desaforado y con mil ideas visuales por minuto, que justifica los anteojos 3D. Es hora de escribirlo con todas las letras: Adam Sandler es uno de los comediantes más importantes de los últimos 25 años, aun cuando desde hace una década naufrague en proyectos que, en la mayoría de los casos, lo muestran bien lejos de aquél que supo ser durante los 90 y la primera parte de este milenio. Coguionista, coproductor y cabeza del casting vocal, el ex Saturday Night Live se calza al hombro Hotel Transylvania 2 no sólo para elevarla por sobre la línea de flotación establecida por la mayoría de las películas animadas. También, y sobre todo, para convertirla en una remembranza de sus mejores trabajos, un regreso a las fuentes de su humor más inocentón, por momentos tonto, pero siempre descontrolado y explosivo. La Nueva Comedia Americana campea también en la idea de unos amigotes imperfectos, deformes, literalmente monstruosos y lejos de los cánones de los políticamente correctos, que priorizan los intereses grupales por sobre las voluntades individuales, como si fueran unos mosqueteros desclasados y venidos a menos. “Todos para uno y uno para todos” en la pantalla... Y también fuera de ella: entre las voces de la versión original se destacan, además de la del propio Sandler, las de Kevin James, Andy Samberg y James Spade, todos habitúes del circuito artístico de la productora Happy Madison.El film empieza un par de años después del desenlace del anterior. Obligado a dejar atrás su misantropía después de que su hija Mavis se enamorara de aquel mochilero adolescente, Drácula (Drac, para los amigos) ahora regentea el hotel del título con criterios mucho más laxos que incluyen, claro está, la aceptación de huéspedes humanos. No es casual que Sandler haya prestado su voz para el doblaje original del emblemático Conde. Al fin y al cabo, y al igual que los personajes más reconocidos del protagonista de Un papá genial y Locos de ira, Drácula es un tipo temeroso, algo huraño y sin demasiadas ganas de aceptar los cambios del entorno, pero de una bonhomía infinita. La nena, por su parte, ultima preparativos para su casorio, excusa ideal para el reencuentro de los espectadores con la criatura del doctor Frankenstein, el Hombre Lobo, la Momia y los zombies. Que ellos tengan aquí un peso narrativo y humorístico mucho mayor que en la entrega previa se debe a que el tema ya no es la relación con un otro distinto y digno de los peores temores y prejuicios, sino la amistad masculina y las consecuencias personales del inexorable paso del tiempo. Otra vez la NCA metiendo la cola.El nacimiento del nieto de Drácula y la incerteza sobre su grado de vampirismo dan luz verde para que el realizador moscovita Genndy Tartakovsky (El laboratorio de Dexter, Las chicas superpoderosas) lance a la cofradía a la aventura de comprobar si efectivamente el nene es un chupasangre o no, al tiempo que la hija se debate entre quedarse allí o mudarse a California para darle una crianza normal. O todo lo normal que podría ser crecer entre humanos. Tartakovsky evade cualquier intento de psicologismo o bajada de línea sobre la potencial elección de Mavis, priorizando la empatía con los integrantes estelares de la mitología fantástica-monstruosa devenidas criaturas queribles, ideales para el consumo “de toda la familia”.Lo que no implica que se esté ante un mero vehículo para vender más Cajitas felices. Por el contrario, HT2 tiene aquello que muchas comedias, sobre todo las infantiles, parecen olvidar en algún momento de su producción: un compendio de situaciones absurdas y mil gags cortitos y al pie, en su mayoría de buenos para arriba. Tal como ocurría en Lluvia de hamburguesas, la hasta ahora mejor película animada del estudio Sony, Tartakovsky despliega un universo colorido, desaforado y con mil ideas visuales por minuto puestas al servicio del humor, convirtiendo a cualquier elemento de la puesta en escena en materia prima cómica y haciendo que, al menos por una vez, se justifique la incomodidad de los anteojitos bicolores.
Del sueño a la pesadilla El séptimo largometraje de Michel Gondry está menos preocupado por la suerte de sus personajes que por retorcer y exprimir al máximo un universo visual con reglas tan propias como arbitrarias. Una rata con cara de hombre, un cocinero que interactúa desde la TV y sale de la heladera, zapatos con vida propia y cordones que se atan solos, alimentos danzantes sobre las bandejas, un timbre símil cucaracha... Podría pensarse que lo anterior corresponde a un sueño, pero en realidad son algunas de las características del universo de La espuma de los días, adaptación de la novela homónima de Boris Vian a cargo del realizador de videoclips devenido cineasta Michel Gondry. Gondry siempre manejó universos visuales particulares, excéntricos, coloridos. El problema es que estos deben estar apuntalados por un guión y una narración sólidos y cuidados, capaces de contener esa estética al borde del descontrol. Eso ocurrió en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos gracias al texto de Charlie Kaufman y el resultado fue perfecto. Caso contrario, ocurre lo que en La espuma de los días y todo se limita a una parafernalia visual gratuita y vaciada de cualquier funcionalidad narrativa, un ejercicio de estilo destinado a satisfacer sólo a los acérrimos defensores del cineasta. El film tiene sus mejores momentos en el primer tercio, cuando describe la dinámica del mundo anárquico y deliberadamente artificioso de Colin (Romain Duris). En una fiesta conoce a Chloé (Audrey Tautou, aún imposibilitada de despegarse de la ternura y calidez de su personaje insignia, Amelié), con quien inicia una relación devenida en idilio hasta que le descubren una enfermedad terminal. A partir de ahí, Gondry empuja su séptima ficción a una suerte de Love Story filtrada por la óptica retorcida de Terry Gilliam aunque sin su oscuridad. Extensísima y agotadora, La espuma de los días se desinfla a medida que lo hace la preocupación dramática de Gondry, quien parece menos interesado en la suerte de sus personajes que en retorcer y exprimir al máximo un universo visual con reglas tan propias como arbitrarias.
Más valioso como ensayo sociológico que cinematográfico Retrato sociocultural sobre los métodos de comunicación actuales enfrascado en una historia de terror demasiado convencional. Es sabido que el bajo presupuesto y el acompañamiento de un público fiel y dispuesto a consumirlas en salas hacen de las películas de terror uno de los negocios más redondos del Hollywood moderno. Eliminar amigo lleva ese circuito económico al extremo. Esto dicho no sólo por haber costado un millón de dólares y recaudado 17 millones durante el fin de semana de su estreno norteamericano, sino porque además toda la narración transcurre dentro del monitor de una computadora (!). Dirigida por el ruso Levan Gabriadze, quien, como no podía ser de otra forma, ya está trabajando en la secuela, Eliminar amigo arranca con Blaire mirando videos en Liveleak. Lo hace de forma hiperveloz, bien acorde a los tiempos-Windows que imperan, hasta que se detiene en el del suicidio de una joven. Joven que mientras estuvo viva fue su mejor amiga. O al menos eso alega ella ante su novio en la charla vía Skype que ocurre inmediatamente después. Al encuentro 2.0 se sumarán unos amigos en común y un desconocido que lo hace utilizando la cuenta de la chica fallecida. Primero, claro está, todos piensan que se trata de una broma de mal gusto, pero cuando el misterioso invitado empiece a manejar a su voluntad la computadora y redes sociales de Blaire se darán cuenta que no es tan así. ¿Cómo es posible que a nadie se le haya ocurrido desenchufar todo? Es una pregunta de cajón que el guión de Nelson Greaves recién plantea bien avanzado su desarrollo, marcando que aquí importa mucho menos los hechos que la forma en que se muestran. Y debe reconocerse que Gabriadze lo hace de forma original. Así, por la pantalla de la PC de Blaire –y por la del cine- desfilan Liveleak, YouTube, Facebook, Instagram, Spotify, Skype y Google, entre otras páginas y chats emblemáticos, convirtiendo al film en un retrato fiel de la comunicación y sociabilidad contemporáneas y elevándolo, aunque más no sea por eso, por sobre la media del género. El problema es que ese interés sociológico no se corresponde con el cinematográfico. Tanto que su estructura es trillada y reducible a la idea de “entidad fantasmal asesina uno a uno a un grupo de adolescentes”. Eliminar amigo es, entonces, apenas un lavado de cara para un género que, salvo contadísimas excepciones, está cómodamente enfrascado en sus propias reglas, aun cuando elija mostrarlas a través de una computadora.
Otra típica historia de cacería humana El título local de Beyond the reach es Duelo al sol, pero bien podría ser “Gordon Gekko se va de vacaciones”. Esto no sólo porque tanto el emblemático personaje de Wall Street (1987) y Wall Street 2: El dinero nunca duerme (2010) como el protagonista de este film tienen el rostro arrugado del otrora reputado Michael Douglas, sino también porque ambos rigen sus vidas por la entronización del lucro, la ambición, la avaricia y cierta tendencia a considerarse con luz verde para disponer a libre voluntad de quienes los rodean. Claro que Gekko era, aun con las vociferaciones y devaneos ideológicos propios de toda la filmografía de Oliver Stone, un hombre preveniente de un marco social, cultural y político determinados, lo que lo convirtió en emblema de su tiempo. Este, en cambio, parece venir e ir desde y hacia la nada, síntoma de una película cuyos personajes está limitados a los mandatos de su historia, una típica cacería humana.El problema del carácter extemporáneo es la imposibilidad de establecer cualquier vínculo con personajes hechos a pura contraposición. Así, todo lo que en el empresario Madec (Douglas) es soberbia, locuacidad, suficiencia y ostentación (“Es la única en América”, dice sobre su camioneta con ¡seis! ruedas), en el baqueano Ben es silencio, misterio y, claro está, un poco de sensibilidad. La idea de opuestos se patentiza apenas se conocen, justo antes de partir rumbo al desierto de Nuevo México después de que el primero contratara al segundo para que lo guíe en busca de un carnero protegido. Más pronto que tarde las cosas salen mal, y la tensa relación empleado-empleador deviene en un juego de gato y ratón que Léonetti muestra con vértigo y aplomo, ayudado, claro está, por la distópica geografía de Mojave.Tal como ocurrió la semana pasada con Ricki and the Flash y la presencia de Meryl Streep, la razón principal para el lanzamiento local de Duelo al sol hay que buscarla en un actor conocido por gran parte del público como Douglas. Exponente clase B como los que ya no se estrenan y con una narración que de tan directa, concisa y concentrada resulta anacrónica para los bombásticos parámetros mainstream actuales, el film se reducirá a una persecución por el desierto, con el pobre de Ben corriendo de un lado para otro y Madec esperando el momento justo para agujerearle la cabeza de un balazo. Momento que se dilata no tanto por méritos del perseguido como por artilugios de un guión demasiado forzado que incluye, entre otros, el hallazgo de un mapa, una gomera y bidones de aguas enterrados en pleno desierto.
Pantallazos de una época que ya no volverá Un importante preestreno arranca con una voz en off enumerando las salas que durante la primera parte de la década del 60 convirtieron a la calle Lavalle en el polo de exhibición cinematográfico más importante del país, mientras que en la pantalla desfilan imágenes de las iglesias, farmacias, bingos y locales de comida rápida que hoy ocupan esos espacios. La escena enciende una luz de alerta: no hace falta demasiada perspicacia para interpretarla como el preludio de una elegía centrada en mostrar que el cine –y sobre todo su consumo– ya no es lo que fue. Pero el periodista, conductor radial y guionista Santiago Calori esfuma rápidamente esa vertiente para convertir su film en algo parecido a un reencuentro de compañeros de secundario. Esto es, una tertulia de viejos conocidos y amigos imperada por recuerdos y vivencias narrados desde un presente no mejor ni peor, sino simplemente distinto.“Esta es una historia oral e improbable de la cinefilia porteña”, aclara una de las placas de apertura, marcando así que la validación periodística importa menos que sentar testimonio de una coyuntura social, cultural y tecnológica irrepetible, envuelta en algunas verdades que son tales y otras que han alcanzado ese status a fuerza de reiteración. Calori recurre a distribuidores, exhibidores, productores, historiadores, directores e incluso alguna presencia arbitraria del ámbito musical para recordar cómo era someterse a ese hormiguero que era la actual peatonal un sábado a la noche (“Se tardaba cinco o seis minutos para hacer una cuadra”), las picardías (viajes en hidroavión a Montevideo organizados por el Cine Club Núcleo, llamadas telefónicas en código, montajes recompuestos en las salas de proyecciones) de los distintos integrantes de la industria para evitar la censura implementada desde la llegada de Onganía, e incrementada hasta lo imposible después del nombramiento de Miguel Paulino Tato al frente del Ente de Calificación Cinematográfica –“Hemos prohibido 125 películas y, si me dejan, mi meta es llegar a las 200, que es el número ideal para un año”, se lo escucha– y un reverdecer democrático ilustrado por cientos de estrenos exploitation con títulos tan inexactos como gancheros.Así, por ejemplo, una buena porción del metraje está destinada a explicar cómo Julie Darling (1983) se convirtió en Déjala morir adentro. El autor del delirio lingüístico fue un tal Claudio María Domínguez, quien antes de convertirse en estrella de la espiritualidad televisiva tuvo un exitoso pasado como distribuidor atento a los requisitos de la platea, y afinadísimo a la hora de encontrar el equilibrio comercial entre producciones clase B y otras hoy de culto como La ley de la calle, de Francis Ford Coppola. Este y otros recuerdos son verbalizados por sus protagonistas entre risas, orgullo y una pátina de nostalgia que felizmente no se convierte en melancolía. Calori toma la sabia decisión de apropiarse de esa levedad anecdótica para expandirla a toda la película, haciendo de Un importante preestreno un documental formalmente chato (las cabezas parlantes son una norma) y con agujeros históricos notorios (la dictadura de 1976 es una breve secuencia de montaje de imágenes de archivo), pero que se esfuerza por esbozar y generar una sonrisa en medio de un panorama para muchos desolador.
Mundos paralelos Entre el thriller psicológico y la ciencia ficción, esta rareza financiada mayoritariamente por capitales lituanos se estrena de manera exclusiva en BAMA Cine Arte. Aurora es una auténtica rareza. Coproducción europea financiada mayormente por fondos lituanos y vista hace ya tres años en festivales mayormente del este del viejo continente, la película de Kristina Buozyte esconde un sinfín de referencias veladas –y no tanto- al universo de la ciencia ficción en medio de una historia digna de un culebrón vespertino. El film comienza con el científico Lukas (Marius Jampolskis) a punto de iniciar la etapa final de su proyecto de investigación sobre las posibilidades de lograr una transferencia neuronal que permita ingresar a la mente de personas en estado de coma, en este caso una bella señorita recientemente accidentada con su auto. El experimento funciona inicialmente de maravillas, pero con el correr de las sesiones Lukas empieza a tener sentimientos contrapuestos con una mujer a la que encuentra en ese mundo neuronal, al tiempo que también sufrirá las consecuencias en el “mundo real”. Buozyte se toma el tiempo necesario para construir una historia sin fisuras que irá oscureciéndose a medida que avancen los minutos. Ominosa, hipnótica e inquietante, Aurora no termina de redondearse como un film aún mejor debido a cierta tendencia al preciosismo y la estilización.
Thriller con poca espuma El debut angloparlante del sueco Daniel Alfredson es un ejercicio deliberadamente old-fashioned que se queda a mitad de camino de todas sus líneas de interés. Tal como ocurrió hace cuatro años con su hermano Tomas (Criatura de la noche, El topo), el realizador sueco Daniel Alfredson, conocido por sus trabajos en las dos últimas partes de la adaptación de la saga Millennium, pega el salto al cine angloparlante con un ejercicio deliberadamente old-fashioned. Esto dicho no sólo porque tanto El topo como El gran secuestro de Mr. Heineken se ambientan en un pasado reciente, sino porque ambos optan por filmar a la vieja usanza tomando como base dos modelos de películas inhabituales en la cartelera comercial local. El director de Criatura de la noche encaró su versión de la clásica novela de John Le Carré como un film de espías clásico de los años '70, apropiándose de la forma pero también del espíritu paranoide de aquellos años. Daniel intenta aquí una operación similar construyendo un thriller ochentoso que toma como base la historia real de un grupo de amigos que, hastiados de las negativas de un banco a concederles un crédito, perpetró el secuestro del heredero del emporio cervecero en 1983. El film podría dividirse en tres capítulos. Ya en el primero, centrado en los preparativos y las motivaciones personales detrás del golpe, se vislumbra cierta aceleración en la sucesión de hechos que marca una tendencia al atropello narrativo presente a lo largo de todo el relato. Así, entonces, el grupo pasa del amateurismo a la híper planificación en apenas un par de minutos. La media hora central muestra la concreción del golpe y atisba algunas características de un secuestrado que, lejos de apichonarse ante el grupo, le dispensa un trato oscilante entre la suficiencia y la ironía, subestimando su accionar. Que él tenga la cara de Anthony Hopkins no hace más remitir a un Hannibal Lecter diluido y, claro, con gustos gastronómicos un poco más convencionales. Pero Alfredson apenas insinúa la idea de la manipulación psicológica, prefiriendo pasar rápidamente al tercer y último acto, donde se muestran las fisuras grupales, la resolución del caso (cuya clave recién se devela con una leyenda antes de los créditos) y el desenlace de cada uno de los protagonistas. A diferencia de la galantería narrativa de El topo ilustrada en el progresivo despliegue informativo, da la sensación de que El gran secuestro de Mr. Heineken quiere contar demasiado en poco tiempo, sobrevolando varias potenciales líneas argumentales (la dinámica del grupo, la trama policial, la potente personalidad de la víctima) sin ir a fondo en ninguna, quedándose a mitad de mitad de camino de todo.
Un pontífice hecho de cartón BoettiUna película es un espejo de su tiempo, y Francisco. El Padre Jorge no es la excepción. Segundo exponente cinematográfico de la Papamanía después del documental Francisco de Buenos Aires, de Miguel Rodríguez Arias, y antes de Call me Francesco, del italiano Daniele Luchetti y con Rodrigo de la Serna y el chileno Sergio Hernández (Gloria) como intérpretes del Sumo Pontífice, el film del español Beda Docampo Feijóo arranca con un “tour papal” guiado por el personaje de Leticia Brédice, inaugurando una larga nómina de actores y actrices de renombre en plan bolo. Claro que ese recorrido eclesiástico prescinde de imágenes de los ámbitos marginales donde Bergoglio (Darío Grandinetti) supuestamente se desenvolvió durante su trayectoria para, en cambio, optar por otras de lugares porteños turísticos (del Obelisco a Caminito, del Puente Avellaneda a la Catedral), siempre musicalizadas al ritmo de “Balada para un loco”, de Astor Piazzolla. La vida del cura oriundo del barrio de Flores, entonces, como entidad falsa, lavadita, aséptica, estanca, museística y predeterminada. Lo mismo que la película toda.Basada en el libro Francisco. Vida y Revolución, de la periodista Elisabetta Piqué, y filmada con todos los vicios del barroquismo de los ’80, incluido el de los inexplicables fundidos a negro, Francisco. El Padre Jorge apela a esa norma tácita de las biopics que pregona el uso de saltos temporales (el relato va y viene entre la actualidad y los ’50, ’70 y ’00) con el fin de mostrar los momentos trascendentales de la vida del protagonista de turno. El problema de esto es, como en nueve de cada diez casos, una narración que avanza por acumulación de escenas antes que por progresión dramatúrgica. Sin embargo, aquí hay algo aún peor, y es el esmero de Feijóo por desechar cualquier elección que se asemeje a una sutileza. El carácter obvio, machacón y subrayado es tanto narrativo como ideológico. Así, por ejemplo, el tour se detiene en la iglesia de San José de Flores, en cuyo confesionario Francisco “descubrió su vocación”, tal como dice la guía, justo antes de que el film muestre a un Bergoglio adolescente confesándose con el párroco y, claro, “descubriendo su vocación”.Para lo segundo basta ver el fragmento donde, en plena dictadura, clama por la aparición de un par de camaradas jesuitas ante un militar que, como no podía ser de otra forma en un film donde todo es funcional a la construcción hagiográfica, es más malo que un villano de James Bond. El realizador español está menos preocupado por la comprensión de las aristas de su personaje que por reflejar un posicionamiento ideológico ante cada uno de los conflictos sociales, políticos y eclesiásticos de interés masivo del último medio siglo. Posicionamientos que no van más allá de la preocupación estoica por los pobres, la violencia, la corrupción, las drogas y, last but not least, el aborto. O, mejor dicho, por la concesión del perdón a las mujeres que se lo practicaron. De 2015, entonces, apenas el año de producción.