Los mutantes sean unidos... A la salida de la función de prensa de X-Men: Días del futuro pasado, hablamos con un colega acerca del nivel mayoritariamente pobre de los tanques cosecha 2014. Ambos coincidimos, primero, en que establecer el año pasado como parámetro de comparación no era una decisión acertada, ya que el agrupamiento temporal de joyas como Monsters University o Titanes del Pacífico fue una feliz excepción. La conclusión conjunta fue que, sin ser una película notable ni mucho menos, el regreso de Bryan Singer a la saga –había dirigido las dos primeras, a comienzos de la década pasada- es de lo mejorcito visto este año. La historia enlaza la trilogía iniciada en 2000 con el par de films sobre la "nueva generación" realizados desde 2011. Ambientada en un futuro, la guerra entre mutantes y humanos es una amenaza concreta para los primeros, quienes para salvarse no les queda otra opción que tratar de remendar los errores del pasado. Y para esto, nada mejor que ir directo a las fuentes: esto es, viajar al comienzo del fin (los '70, justo en el crepúsculo de la guerra de Vietnam) para evitar el asesinato de un empresario / científico armamentístico (Peter Dinklage, el enano de Game of Thrones), cuyo desarrollo en ciernes está vinculado con unos robots capaces de detectar y aniquilar a los mutantes. Para eso, la troupe encabezada por Charles Xavier tendrá la ayuda de una mutante (Ellen Page) capaz de transportar a las personas al pasado a través de su conciencia. ¿Alguien dijo El origen? Sí, el germen de Nolan campea en la idea basal, pero X-Men jamás ensaya una explicación metafísica del fenómeno, sino que simplemente se lo apropia para explotarlo narrativamente, naturalizándolo como parte del universo fantástico. El elegido para viajar no es otro que Wolverine (Hugh Jackman). Una vez en los '70, y pasados los chistes de rigor sobre el choque cultural, el hombre con las garras deberá encontrar a Mystique (Jennifer Lawrence) para revertir la historia. El film de Singer oscila entre una vertiente humorística nunca del todo explotada y las escenas de acción habituales en este tipo de producciones, aunque pierde algunos puntos cuando los dilemas temporales generen un tono grave y ampuloso, como si no cupiera la posibilidad de una reflexión forzada. Así, asentada sobre esos pilares, X-Men: Días del futuro pasado es un producto correcto, que entretiene y cautiva gracias al magnetismo de sus actores (Dinklage nació para ser cínico y sobrador en pantalla), y que conecta ambas sagas con armonía. No será mucho, pero para este 2014 flaquito puede ser suficiente.
Todo por un sueño La bicicleta verde no sólo es la primera ficción filmada en Arabia Saudita, sino que también está dirigida por una mujer, Haifaa al Mansour. Si se tiene en cuenta que proviene de uno de los países con mayor respeto por los códigos morales y éticos del Islam vertidos en la Sharia y que, según ellos, la mujer está absolutamente atada a los mandatos del hombre, podría pensarse que se está ante un film declamatorio, más preocupado por vociferar las penurias de una sociedad patriarcal que por la articulación de una historia. Pero no: La bicicleta verde es una buena película que, sí, tiene cosas para decir, pero que jamás descuida su forma. Estrenada en Venecia 2012, de donde se llevó tres premios, y basada parcialmente en la vida de la sobrina de la realizadora, La bicicleta verde es la traducción local de Wadjda, nombre de la protagonista de 12 años cuya máxima aspiración es adquirir el transporte al que alude el título de estreno local. El problema es, claro, que el entorno no ve con buenos ojos que una niña se dedique a esas actividades “de hombres”. Pero a ella le importa poco y decide anotarse en un concurso de recitación del Corán con el único fin de destinar el premio en la compra de la bicicleta. A partir de esa pequeña anécdota, Mansour, quien filmó casi desde la clandestinidad, oculta y dando órdenes a través de radios y teléfonos, traza un panorama de las mujeres en ese contexto sin jamás recaer en la declamación. Por el contrario, y gracias al filtro de la mirada de la nena, las distintas disputas tanto con la madre como con las distintas autoridades del colegio fluyen con la naturalidad propia de un coming-of-age. Es cierto que el desenlace es abrupto y con olorcito a tribunero, pero esto no implica que La bicicleta verde no articule con armonía las coordenadas de su proveniencia con las herramientas del cine, mérito del que no muchos estrenos semanales pueden vanagloriarse.
Un policial que termina perdiendo la brújula El despliegue publicitario y la campaña de marketing vuelven al estreno de Muerte en Buenos Aires un evento prácticamente insoslayable para la comunidad cinematográfica atenta a las novedades de la cartelera. El problema es que la ópera prima de Natalia Meta no parece estar a la altura de sus propias circunstancias, convirtiéndose en un film más preocupado por exhibir sus valores de producción y tirar por la cabeza un cúmulo de referencias de los años ’80 (desde peinados altos y los cortes de luz de la postrimería alfonsinista hasta las luces de neón y la música con sintetizadores), que por construir un núcleo narrativo que evada lo tipificado e irregular. La irregularidad proviene de la tendencia generalizada al desinfle. Es cierto que Muerte en Buenos Aires comienza como otros mil y un policiales, pero la distribución iniciática de las claves detrás del asesinato de un acaudalado bon vivant homosexual de la alta alcurnia porteña genera atracción en el espectador y ganas de saber un poco más. En ese sentido, el film intenta articularse como un whodunit clásico, con una galería de potenciales sospechosos del crimen y pocas certezas, en el que, se sabe, nada es lo que parece. Los encargados de la investigación serán el inspector Chávez (el mexicano Demián Bichir hablando en un curioso porteño, híbrido entre el Pucho de Hijitus y Maravilla Martínez) y la oficial Chávez (una Mónica Antonópulos estéticamente salida de Flashdance), a quienes luego se sumará Gómez (Chino Darín). Las pistas llevan al trío a uno de los principales boliches de la movida gay, donde encontrarán en el performer del lugar y amigo de la víctima (Carlos Casella, también voz principal de la banda sonora) al principal sospechoso. Pero sobre la mitad del film, luego de la artificiosa escena de la suelta de caballos en plena Diagonal Sur que se ve en el trailer, Muerte en Buenos Aires pierde la brújula, adosándole más y más subtramas y niveles de lectura que sin embargo jamás adquieren la tonalidad justa. Porque como retrato de su tiempo –algo que sí era, salvando las enormes distancias, Los dueños de la noche, de James Gray– es una aproximación deliberadamente kitsch e inverosímil, como comedia es un cúmulo de estereotipos y como historia homoerótica peca de confundir represión e introspección con tibieza.
Es un monstruo grande y pisa fuerte... El director británico Gareth Edwards había prometido una versión “más real” de la historia de Godzilla, pero lo cierto es que Hollywood repite la operatoria de 47 Ronin, apropiándose de la versión original para deformarla a voluntad. Se entiende, entonces, el descontento generalizado de los japoneses para con esta nueva aproximación a una de sus criaturas favoritas. Pero además, Godzilla tiene la enorme desgracia de estrenarse casi un año después de una de las mejores película de monstruos de los últimos años, Titanes del Pacífico. Desgracia porque los puntos de contactos entre ambas invitan a una comparación tan odiosa y pertinente como inevitable, ubicando a este film varios escalones por debajo del de Guillermo del Toro. Godzilla comienza con unas imágenes de archivo de 1954 que exhiben las pruebas nucleares realizadas en el Índico, para luego trasladarse hasta fines del siglo pasado, cuando un físico norteamericano (Bryan “Walter White” Cranston) está al mando de una planta nuclear en la que un supuesto accidente genera la muerte de su esposa (Juliette Binoche, en poco más que un cameo). Ya en la actualidad, el hijo de la pareja (Aaron Taylor-Johnson) es un militar norteamericano. Además de, claro está, un padre devoto, un tipo más bondadoso que Lassie y con una de esas vocaciones de servicio inquebrantables que tanto le gustan a Hollywood. Por si fuera poco, debe hacerse cargo de un padre que, aún hoy, sigue pensando que aquel accidente no fue tal, certeza que lo lleva a meterse en más de un problema. El único que lo mirará con un poco de atención es un colega japonés (Ken Watanabe, el único oriental al que parecen reconocer los norteamericanos) que entrevé lo que vendrá. Y lo que vendrá es la aparición de dos monstruos reanimados por la energía nuclear y la de su predador natural, el Godzilla del título. A partir de ese momento, el film desplazará su faceta más reflexiva acerca de los peligros nucleares para oscilar entre los intentos fallidos por detener a los monstruos, el planteamiento de distintas hipótesis sobre su desarrollo y la destrucción generada por ellos, todo hasta llegar al enfrentamiento final entre ambos. Analizada desde su propuesta indudablemente masiva, Godzilla es una película rendidora, con mucha espectacularidad, algunas buenas ideas audiovisuales (ver el manejo del espacio y el sonido en la escena del paracaídas) y un desarrollo narrativo que nunca decae a lo largo de dos horas. El problema está en la imposibilidad de generar una mínima emocionalidad en lo que se ve en pantalla. A diferencia de Titanes del Pacífico, donde sí había una preocupación germinal por sus personajes que culminaba en un final tan apoteósico como sinceramente emotivo, además de un espíritu inmensamente lúdico, aquí nunca se atisba un interés por la suerte de los distintos protagonistas, quienes en la mayor parte de los casos están ahí para cumplir a rajatabla con los mandamientos del cine mainstream y contextualizar los hechos antes que para encarnarse como criaturas autonómicas. Así, Godzilla está más cerca de la destrucción masiva y distanciada de Transformers que del humanismo del film de Guillermo del Toro. No está mal, pero de ahí a una versión “más real” todavía falta un largo trecho. El último plano, el mejor de la película, abre las puertas a una secuela. El gigantón verde tendrá su revancha.
Un universo plástico y superficial El mundo femenino que pinta esta comedia de venganza hacia un marido infiel no logra apartarse de una visión más preocupada por la superficie que por la esencia de los personajes. Y todo se diluye en una serie de gags ya demasiado trillados. Una de las características principales de la Nueva Comedia Americana es la ausencia casi absoluta de universos femeninos, marginando a las mujeres a roles secundarios y generalmente funcionales al lucimiento de la muchachada protagónica antes que a un desarrollo propio. La ecuanimidad genérica es, entonces, una deuda pendiente. Pero la escasez no impide el hallazgo de una serie de patrones constitutivos comunes en las contadas excepciones. De esta forma se verá que ellas suelen ser retratadas como cultoras del trabajo mancomunado en pos de un objetivo macro. Basta recordar a las porristas de Dulces y peligrosas enlazando esfuerzos para robar un banco, a las amigotas –y no tanto– de Damas en guerra haciendo lo propio para celebrar el casamiento de una de ellas, o a las coreutas de la poco vista Ritmo perfecto aceptando debilidades y fortalezas para ganar el concurso de canto. ¡Mujeres al ataque! podría encuadrarse en esa tendencia, con las tres protagonistas conscientes de su meta común y un voluntarismo inquebrantable para alcanzarla. Pero hasta ahí llegan las similitudes, ya que lo demás es un somero refrito de momentos más o menos logrados, pero siempre ya vistos, de distintos exponentes del género, todo circunscripto a un universo tan plástico y ajeno al espectador que imposibilita cualquier atisbo de empatía. Y sin empatía, se sabe, no hay comedia que funcione. Lo más cercano a una mujer de carne y hueso en ¡Mujeres al ataque! es Kate (Leslie Mann), devotísima esposa de Mark (Nikolaj Coster-Waldau, el Jaime Lannister de Game of Thrones) y compradora compulsiva de sus chamuyos, todos y cada uno de ellos escupidos con el fin de encamarse con cuanta mujer se le cruce. Lo que el tipo –un energúmeno sin un ápice de no serlo, según lo muestra el film– seguramente no esperaba era que Kate conociera a una de ellas, Carly (Cameron Diaz). Pasada la sorpresa inicial, y con ella la posibilidad de analizar con más profundidad la frustración ante un mundo emocional a punto de descuajeringarse, el film de Nick Cassavetes (un tipo capaz de pasar del caramelo de Diario de una pasión a la violencia de Alphadog y de allí a las lágrimas de La decisión más difícil) seguirá durante la primera mitad la progresión vincular entre ambas, y en la segunda la construcción de la venganza contra el semental. Venganza a la que también se sumará Amber, un camionazo cuyo laconismo permite inducir que las bondades de la actriz Kate Upton difícilmente trasciendan lo físico. El personaje de Upton es síntoma de una película demasiado preocupada por la superficie y la fórmula antes que por el núcleo humanista de sus criaturas. Más aún si ellas se desenvuelven en un universo plástico demasiado alejado del urbanismo coloquial de la NCA y demarcado por los límites de la corrección y el apego al ideario sociocultural imperante (ver la coda final). Por si fuera poco, los padecimientos perpetrados al infiel son de manual (diuréticos, hormonas femeninas, etcétera). Lo que no sería necesariamente negativo, siempre y cuando se esté a la altura de las circunstancias. Porque para chistes con pedos, mejor rever –y escuchar y sentir– los de Jeff Daniels en Tonto y Retonto, cuya secuela ya está en marcha y se estrenará a mediados de noviembre. Paciencia.
El amor es más fuerte Otro buen documental que se estrena en silencio, y van…. Dirigido por las hermanas Melina y Luciana Terribili, Un día gris, un día azul, igual al mar sienta las bases de su relato sobre la relación entre dos chicas de los suburbios de la ciudad española de Granada, ciudad que es casi siempre grisácea, con un ambiente lóbrego soviético generalizado. Allí planean la vida en pareja, más allá de un entorno poco favorable para ambas, ya que no sólo el trabajo escasea (una está en una escuela de oficios) sino que también los padres de una de ellas atraviesan una serie de problemas de salud que requieren de su asistencia. A partir de esa anécdota, las Terribili construyen un documental de observación formalmente puro y duro, pero emocionalmente cercano a sus protagonistas, acompañándolas en todos y cada uno de sus avatares diarios con una cámara siempre respetuosa y a la distancia justa para aprehender la intimidad sin invadirlas. Así, ella se acercará hasta casi pegarse a sus rostros para oírlas -y sentirlas- hablar sobre las expectativas de un futuro cercano en común, al tiempo que no perderá detalles de sus pequeños gestos y expresiones. Riguroso en su forma, emotivo y sincero en su núcleo humanista, Un día gris, un día azul, igual al mar llegará a una cartelera abarrotada de producciones nacionales sin que nadie se dé cuenta. Es una lástima, porque el resultado final ameritaría bastante más atención.
Lo que ellas quieren La sección Sportivo BAFICI del último festival porteño y el estreno hace un par de semanas de la notable El otro Maradona pusieron sobre el tapete la temática del fútbol en el panorama de documentales argentinos. En esa misma línea se inscribe Mujeres con pelotas, de Gabriel Balanovsky y la neoyorquina Ginger Gentile. El film está centrado en la lucha de un grupo de chicas de la Villa 31 por formar su propio equipo y jugar un importante torneo en Río de Janeiro. Todo esto al menos desde la sinopsis oficial, ya que la dispersión genera que esto no sea algo secundario, pero sí uno de las tantas aristas que se tratan durante los 75 minutos. Al fin y al cabo, también se abordará la discriminación, el menosprecio mediático y de los mismos clubes, las dificultades para conseguir espacios adecuados de entrenamiento y la falta de contención familiar de algunas jugadoras, todo entremezclado con testimonios de periodistas y dirigentes de distintas entidades relacionadas con el fútbol. El film se encuadra en una tendencia recurrente en los documentales argentinos, que es la de abordar un tema interesante y casi sin difusión, desarrollarlo con interés y preocupación, pero sin demasiado cuidado por la forma. Así, Mujeres con pelotas funciona como una serie de viñetas en las que se intercalan testimonios, permitiendo conocer en profundidad una disciplina hasta ahora silenciada.
Para saber cómo es la libertad (sexual) La identidad, la armonía con el cuerpo y la diversidad sexual son los ejes centrales de Madam Baterflai. La mendocina Carina Sama explora esas facetas a través de largos diálogos a cámara de cuatro travestis y una transexual. Diálogos en lo que logra un notable grado de cercanía con sus entrevistados, partiendo siempre desde el respeto y su capacidad para dejarlos que se expresen con libertad y sinceridad. Es cierto que Madam Baterflai es un documental de “cabezas parlantes”, formalmente chato y sin muchas ideas visuales ni narrativas, pero su mérito es el de convertirse en un buen retrato de estos tiempos, en un relato sincero, honesto y consciente de la idea central detrás de sus concepción.
Matando y paseando por la Ciudad Luz Suena raro hablar hoy de un productor o guionista que esté por encima de los directores, pero da la sensación de que Luc Be-sson es el responsable ideológico y artístico de cada uno de los proyectos en los que se involucra, independientemente del rol asignado por los créditos iniciales, relegando al realizador de turno, en este caso McG, el mismo de las dos Los Angeles de Charlie, a una función meramente técnica. Desde El transportador en adelante, los films angloparlantes del hombre detrás de El perfecto asesino y El quinto elemento se empadronan en una línea de continuidad incuestionable, haciendo de la acción eminentemente física y palpable, los protagonistas cincuentones y solitarios, la geografía transnacional aunque siempre centrada en París y un humor muchas veces involuntario, unas constantes en todos sus films. 3 días para matar es la apuesta máxima de todo lo anterior, una historia presentada inicialmente como un thriller seco y gélido que sin embargo abraza con fuerza el resquebrajamiento familiar del héroe de turno, la crisis emocional de su hija adolescente e incluso la comedia más lisa y llana disparada por el choque cultural entre lo americano y europeo, tomándolos además como elementos constitutivos de la trama antes que funcionales a la sucesión de piñas y patadas. El centro del relato es Ethan Runner, uno de esos agentes de la CIA con mil y un operativos encima que parece sabérselas todas. Costner es, después del renacido Liam Neeson, el hombre ideal para ponerle el cuerpo. El cuerpo y la mirada, porque la prestancia con la que se desenvuelve ante la cámara y esos ojos tristones dejan entrever que hay algo detrás de su forma recia, solitaria, aplomada y segura de trabajar. Y lo que hay es un cáncer fulminante que lo obligará a alejarse de la fuerza. Como en gran parte del cine de Besson, el mantenimiento del orden familiar es el principal motor de la narración, por lo que la certeza del crepúsculo será razón más que suficiente para que vuelva a casa a recomponer las cosas con su mujer (Connie Nielsen, eterna marginada a “esposa de”) e hija adolescente (Hailee Steinfeld, de Temple de acero). O al menos intentarlo, ya que la primera está harta de sus promesas y posteriores desplantes, y la segunda ni siquiera le dice papá. Las cosas irán más o menos bien (mamá le delega el cuidado de la nena, él promete cocinar, etcétera), hasta que una colega le acerca una oferta imposible de rechazar: una droga experimental contra su enfermedad a cambio de un último encargo a cumplir en el período temporal referido en el título. A partir de ahí, película y protagonista alternarán entre la recomposición del vínculo, la atención a las vivencias de la hija y la concreción del operativo final. Así, podría pensarse a 3 días para matar como tres films enfrascados en uno e hilados únicamente por la omnipresencia de Cost-ner. Más redonda e imprevisible en su faceta humorística que Familia peligrosa, aunque menos en la construcción de la acción que Búsqueda implacable, ambos títulos con Besson detrás, el de McG es un film tan irregular y neurótico como felizmente inverosímil y disfrutable. Por caso: después de que Runner se carga a cinco tipos en un hotel sale a pasear con su hija por una París más bella que nunca (no por nada uno de los patrocinadores principales es Peugeot) con una naturalidad que el film decide apropiarse mirándola de forma distanciada pero cómplice. O también porque Runner tortura a un italiano mientras éste le pasa una receta de fileto como si nada. Podrá achacársele la ausencia de un amalgamado armónico, ciertos elementos de guión forzados e incluso el tratamiento superficial de cada una de sus partes, pero lo cierto es que es justamente en esa imperfección donde radica la excentricidad de un mecanismo tan volátil como eficaz.
La canción de Buenos Aires Surgida durante la estadía de Oliver Kolker en Estados Unidos, la idea germinal de Fermín, la película era, según afirmó el propio director en Pantalla Pinamar, reflejar los cambios de las implicancias del tango a lo largo de los últimos años, desde las estrictamente musicales hasta el ideario de vida subyacente a esas letras poéticas, desgarradas y melancólicas. El objetivo es tan ambicioso como válido: al fin y al cabo, hay antecedentes de películas que se apropian con éxito del arraigo cultural para luego maximilizarlo en una pantalla. En todo caso, la discusión debe darse sobre la forma elegida por Kolker y su codirector Hernán Findling para canalizar el objetivo inicial. Y es allí donde Fermín pierde, convirtiéndose en la enésima muestra de que la sumatoria de buenas intenciones no constituye necesariamente una buena película. El film está centrado en Fermín Turdera (Héctor Alterio), un milonguero de la vieja guardia cuya ancianidad lo encuentra empastillado hasta la médula en un neuropsiquiátrico público. La situación cambia con la llegada del doctor Kaufman (Gastón Pauls), quien no sólo descubrirá que el vocabulario del paciente está compuesto únicamente por frases de distintos tangos, sino que le arrastrará el ala a su nieta y única visita, la también tanguera Eva (Antonella Costa). Dos razones más que suficientes para que comience una investigación sobre el ritmo rioplatense. Investigación que incluirá visitas a distintos clubes, la presencia de personalidades del ambiente (por allí anda, entre otros, Carlos Copello) y una visita a la vieja colección materna de LP. Pero Fermín, la película también es –o quiere ser– el retrato de un hombre que atravesó la segunda mitad del siglo pasado, por lo que también habrá tiempo para una serie de flashbacks reveladores de las distintas facetas del pasado, referencias a Perón y los desaparecidos incluidas. El problema principal está en la imposibilidad de cuajar la totalidad de las partes. Más allá de la certeza de sus creadores, el film nunca define exactamente qué quiere ser, oscilando así entre la hagiografía tanguera, una crítica velada al sistema de salud, el drama histórico de consecuencias presentes (hay una disputa amorosa no saldada) e incluso una comedia romántica. Sincera aunque previsible en su primera faceta, endeble y descuidada en su segunda, el film suma un par de porotos gracias al aplomo de Pauls en plan de personaje digno de Ben Stiller, con su hombre buenazo superado por las circunstancias y dispuesto a todo con tal de quedarse con la chica. Incluso a tomar clases de baile y poner sus labios a centímetros del bigote postizo de Emilio Disi.