El dolor de ya no ser La exhibición de cine nacional alcanza uno de sus puntos más conflictivos este jueves 24/4, con el estreno de ¡siete! películas. Mal lanzadas en pocas salas -eso en el mejor de los casos, ya que muchas de ellas irán sólo al Gaumont- y casi sin difusión, la mayoría de ellas nacerá condenada al olvido y a la invisibilidad. Olvido e invisibilidad que, en caso de cumplirse con El otro Maradona, sería injustificado. Dirigido por Ezequiel Luka y Gabriel Amiel, el film es una aproximación sentida, respetuosa pero nunca condescendiente ni paternalista, a la figura de Goyo Carrizo, amigo y compañero de Maradona durante la época de los Cebollitas al que muchos catalogaban como un jugador tanto o más talentoso que el mismísimo Diego. Pero el destino le jugó una mala pasada y una lesión le truncó una carrera de proyección internacional, convirtiéndose entonces en uno de los mejores cazatalentos del país. El otro Maradona sigue a Goyo durante varias jornadas de su trabajo, mostrándolo en su cotidianeidad y tomándose el tiempo necesario para que se exprese, dejando entrever así que su corazón palpita al ritmo de la redonda, viviendo para y por el fútbol, con el recuerdo latente de su pasado frustrado, pero con el piadoso consuelo de recorrer los potreros del país en búsqueda de aquel jugador distinto. Pero el film no sólo es un retrato personal, sino que adquiere un gramaje aún mayor cuando aprehende la pulsión futbolera del país, encarnando en su protagonista una figura representativa de todos aquellos deportistas que en algún momento amenazaron con ser, pero que una realidad adversa los empujó a no serlo.
Con las mejores intenciones... Es llamativo que el cine argentino actual se ocupe poco y nada de lo gauchesco, más allá del revuelo generado por Aballay, el hombre sin miedo un par de años atrás. El director cordobés Fernando Musa quiere ser la excepción a la regla con El grito en la sangre, pero las intenciones no siempre hacen una buena película, y el resultado es una épica fallida, oscilante entre el revanchismo, el autodescubrimiento y la incipiencia del amor. Adaptación de la novela Sapucay, de Horacio Guarany, quien aquí se encarga no sólo de la narración en off sino también de ponerle el cuerpo a uno de los coprotagonistas, El grito en la sangre se sitúa a mediados del siglo pasado, cuando Cali debe seguir la creencia popular que obliga al primogénito a vengar al padre cuando éste muere a traición. Lo que seguirá es el derrotero del adolescente en busca de conocer -y matar- al asesino, al tiempo que se enamorará de la hija del patrón. El film acierta en la recreación de época y en la utilización de un tono gauchesco noble y nostálgico, pero nunca logra darles carnadura a sus personajes más allá del carácter funcional dentro del relato. Así, Cali encarna la bondad y tenacidad más pura, sin un atisbo de oscuridad o matiz. Lo mismo ocurre con las contrafiguras de turno, como -por ejemplo- el compañero de trabajo que disputa el amor de la chica. Por otra parte, Musa desaprovecha la enormidad geográfica abusando del plano-contraplano, aproximándose a un lenguaje más televisivo que cinematográfico. Así, El grito en la sangre termina siendo una película plena de buenas intenciones, un loable intento de reapropiarse del acervo cultural identitario de nuestro país. Lástima que no haya mucho más allá de eso.
Tufillo a enseñanza aleccionadora Un repaso por la cartelera y lanzamientos a DVD de los últimos años muestra que la comedia goza de buena salud, manifestándose en exponentes para todos los gustos y públicos: las hubo absurdas y delirantes (No te metas con Zohan), estúpidas (Jackass 3D), anárquicas y retorcidas (Proyecto 43), inteligentes y melancólicas (Bienvenidos a los 40), festivas pero amargas (21: La gran fiesta), salvajes (la primera ¿Qué pasó ayer?, ¿Quién *&$%! son los Miller?, Proyecto X) e incluso adultas y sofisticadas (Saber dar, ¿Cómo saber si es amor?, Una segunda oportunidad). Todas ellas son, además de buenas para arriba, ejercicios de autoconciencia creativa, películas en cuya génesis subyace la intencionalidad de no ser más de lo que proponen. Las novias de mis amigos la pifia feo desde su misma idea inicial, presumiéndose “profunda” cuando es un muestreo apenas simpaticón de lo buen comediante que podría llegar a ser Zac Efron cuando acepte que ya no es el galancete infanto-juvenil de High School Musical. El resultado es, parafraseando al crítico norteamericano Scott Foundas, un producto menor que quizá disfruten aquellos “adolescentes y veinteañeros que tengan menos experiencia de vida y menos madurez emocional que estos personajes”. El punto de partida de Las novias de mis amigos no es original, pero había antecedentes que abrían un resquicio de interés. Al fin y al cabo, la bisagra entre una adolescencia que no termina de irse y los temores de una adultez inminente es el tema predilecto de Judd Apatow desde las fundacionales Freaks and Geeks y Undeclared, pasando por gran parte de su filmografía posterior como director y productor. El film de Tom Gormican, en cambio, limita la complejidad del crecimiento al aspecto únicamente sexual, con esos tres amigos –Efron, un tal Michael Jordan que no es el 23 de los Bulls y el gran Miles Teller, revelación absoluta desde El laberinto en adelante– prometiéndose que seguirán solteros por largo rato, empardando así responsabilidad y madurez con noviazgo. El descontrol y el absurdo era una posibilidad, pero Gormican elige mostrarles a sus personajes –y a los espectadores, claro– que en el fondo todos quieren encontrar su media naranja. Así, el derrotero emocional del trío terminará emanando un tufillo a enseñanza aleccionadora patentado en la aparición de una mujer ideal para cada uno de ellos. Mujeres que, como no podía ser de otra forma en una comedia que malentiende al universo masculino, son huecas, básicas y enamoradizas. Igual que estos tres amigotes dominados por su entrepierna.
Queremos tanto a Jeanne Moreau Hay una buena noticia detrás del estreno de Una dama en París: la validación de que Jeanne Moreau es una actriz inoxidable a sus 85 años. Ella es aquí Frida, una mujer de origen estonio radicada en París desde hace varias décadas. Mayor y no del todo consciente de sus limitaciones físicas, Frida descarga su ira contra su flamante cuidadora, una sufrida coterranea recién llegada a Francia luego de una serie de problemas familiares. El film de Ilmar Raag se articulará a partir de la progresión del vínculo de estas dos mujeres con personalidades y circunstancias complementarias, pero aunadas por sus pasados amorosos truncos. Es cierto que Una dama en París está filmada a reglamento, sin demasiadas ideas formales, y su historia esperanzadora la ubica peligrosamente cerca de un crowd-pleaser para el público mayor, pero su desarrollo se sigue con interés gracias a la capacidad de Raag para construir personajes atribulados pero alejados del estereotipo, cargándolos de humanidad y sentimientos. Esto se da también por el enorme trabajo no sólo de Moreau sino también de Laine Mägi. Ambas le insuflan calidad a un film que logra evadir el somero etiquetado artie. Lo que no será demasiado, pero que, en una cartelera cada día menos variada, puede ser suficiente.
Vamos por todo Irregular, imperfecta, desmesurada, ambiciosa, por momentos desprolija y siempre al límite del desbarranque: todo esto y mucho más es la curiosísima Gato negro. Curiosidad proveniente mucho menos de su forma y temática (una historia clásica de un self-made man que pasa de mendigo a millonario), sino más bien por el carácter extrapolado del actual contexto cinematográfico argentino. Así, cuando gran parte de las producciones apuestan por la pequeñez, el minimalismo y la falta de claridad conceptual al momento de definir qué contar y cómo hacerlo, Gastón Gallo va por absolutamente todo, construyendo una historia que por momentos parece ser más grande que la vida misma. Tito Pereyra no pegó una. Hijo de una madre pobre y un padre abandónico, emigró a Buenos Aires para terminar en un orfanato. La vuelta a Tucumán lo encuentra trabajando como mano de obra pauperizada en la industria azucarera, pero él quiere algo distinto y vuelve a la Capital, donde empieza a mezclarse en un ambiente de lúmpenes y ladrones de poca monta, hasta que descubre su talento para la retórica y, por lo tanto, para la venta. Así, progresivamente, irá construyendo un emporio de importación de distintos productos. Gato negro seguirá a Pereyra durante gran parte de la segunda mitad del siglo pasado, mostrando las distintas vertientes de su vida personal y laboral, todo atravesado por la ambición de trascendencia y una disposición constante a traspasar cualquier límite moral y legal con tal de conseguir sus objetivos. Como en Scarface, podría decirse. La comparación con el film protagonizado por Al Pacino es tan permitente como enojosa. Lo primero, porque aquí también el protagonista (Luciano Cáceres: impecable) está siempre al límite del desborde y se genera la empatía del espectador por un personaje inescrupuloso. Lo segundo, porque Gallo se aleja de la sofisticación del De Palma para, en cambio, construir un film más cercano al culebrón histórico, con personajes que entran y salen de la historia (en su mayoría interpretados por rostros conocidos: de Favio Posca a Luis Luque, pasando por Pompeyo Audivert, Lito Cruz y Leticia Brédice), metáforas obvias, música para subrayar emociones y una puesta en escena funcional a la utilización de los planos cortos propios del lenguaje televisivo. Es cierto que todo esto permitiría hablar de una película fallida, pero la autoconciencia en el uso de sus recursos y la aceptación de sus limitaciones, la sinceridad con la que se articulan los distintos elementos y las ganas de ir siempre por más hacen de Gato negro una película similar a su protagonista, una película con alma, vísceras y corazón. Justo aquello que gran parte del cine argentino parece haber perdido.
Un policial que se queda a mitad de camino Betibú quiere ser una nueva muestra de que un tipo de cine argentino de corte netamente industrialista, popular y clásico en su forma es posible. Quiere ser y por momentos lo es: con nombres como Axel Kuschevatzky, Daniel Burman, Diego Dukovsky y Vanessa Ragone en distintos roles del área de producción, plena de publicidades encubiertas que abarcan desde gaseosas hasta noticieros y diarios, narrada con seguridad y confianza, portadora de una solvencia admirable para dosificar la información necesaria para constituir el puzzle detrás de la muerte de un acaudalado empresario, técnicamente irreprochable y con un casting justísimo, el opus dos de Miguel Cohan es una de las películas que mejor aprehende el modelo comercial y artístico de Hollywood en los últimos años, síndrome del redondeo final incluido. Esto dicho también porque la concepción del film podría entreverse desde antes de su génesis: al igual que en gran parte del cine norteamericano, la materia basal es un libro, firmado en este caso por una de las plumas más reconocidas –y reconocibles– de la literatura argentina como es Claudia Piñeiro, la misma detrás del texto original de Las viudas de los jueves. El film empieza con un largo plano secuencia por una casa de un country que culmina en el hallazgo de un cadáver. Muy parecido a la escena inicial de los tres cuerpos flotando en una pileta de Las viudas..., es verdad, pero aquí el eje estará menos en la representación del ocaso del modelo neoliberal, con toda su preocupación por el qué dirán y la propensión al lujo melifluo y la cáscara explotando durante diciembre de 2001, que en el liso y llano develamiento de los nombres detrás de esa muerte. Candidatos para haberle rebanado la yugular no faltan, ya que la víctima era un tipo con poder y el menudo antecedente de haber sido acusado del homicidio de su esposa. La investigación estará a cargo de tres periodistas. Mejor dicho, dos periodistas y una escritora de novelas policiales (la Betibú del título, interpretada por Mercedes Morán), a quien el editor español –gajes de la coproducción, que le dicen– de un diario le ofrece inmiscuirse en ese microcosmos enrejado con el fin de narrar desde adentro la cocina del crimen. Los contactos y la perspicacia del veterano de Brena (notable Daniel Fanego, hallazgo demasiado tardío del cine argentino), el empuje del principiante Mariano (Alberto Ammann) y la imaginación y capacidad de observación de Betibú hacen del trío un complemento perfecto, ideal para meter las narices un poco más profundo en el caso, descubriendo así una serie de asesinatos inconexos que finalmente no lo serán tanto. Al igual que en la no del todo valorada Sin retorno, Miguel Cohan se muestra, incluso a su pesar (ver entrevista en este diario del último sábado), como un narrador de policiales aplomado y seguro, siempre dispuesto a invisibilizarse y ponerse al servicio de sus actores y la progresión del guión coescrito por él y su hermana Ana. El resultado es un relato terso y fluido. Lo contrario a otra película argenta alla Hollywood como fue Tesis de un homicidio, donde la imagen recurrente de una moneda operaba como un indicio insoslayable del rumbo del desenlace. Pero la vocación eminentemente masiva del film muestra su anverso en los últimos 25 minutos, cuando el diablo del redondeo mete su cola obligando a un apelotonamiento de explicaciones en off para culminar en una arbitrariedad de guión que aquí no se develará, pero que seguramente hará fruncir el ceño a más de uno. Desenlace agujereado (¡¿qué pasa con El Gato?!) e incluso facilista, Betibú se queda a mitad de camino. Los espectadores, también.
Un superhéroe sin autoconciencia La robusta nómina de películas de superhéroes producidas en los últimos diez, doce años conforma un corpus cinematográfico que, a estas alturas, es el síntoma inequívoco de la existencia de un género tan particular como consolidado. Pero hay –tiene que haber– algo más, y allí están, entre otros, la fascinación por el exhibicionismo impúdico y comicidad de Iron Man, los traumas juveniles madurados en la cosmovisión oscura de Batman, la simpatía grasosa de Thor y la capacidad empática de la fantasía del impopular detrás de Spiderman. En esa línea, Capitán América: El primer vengador (2011) aportaba lo suyo asentándose en un relato –y retrato– autonconscientemente maniqueo y anacrónico de un mundo bipolar, convirtiéndose así en un film que sobrevivía incluso a la confusión entre gravedad y complejidad. El primer cambio sustancial de Capitán América y el soldado del invierno respecto de su predecesora es la flamante reubicación enteramente coyuntural, con el otrora lánguido Steve Rogers asentado en las coordenadas paranoides de un presente dominado ya no por potencias militares, sino por un grupo de inescrupulosos sentados detrás de sus escritorios. Interesante, al menos en los papeles. Pero del dicho al hecho hay un largo trecho que el film jamás logra saltear. De amplia experiencia en el mundo televisivo (Community, Arrested Development) y con un interesante trabajo conjunto llamado Bienvenidos a Collinwood como principal antecedente, Joe y Anthony Russo construyen una película cuyo despliegue y auténtico inicio se da por el minuto 40, 45. Lo anterior es apenas una sucesión de chistes respecto de las dificultades para adaptarse al mundo moderno del colimba congelado en los ’40. Y también para conseguir una chica. La cupido es otra vieja conocida del mundillo Marvel, Black Widow (Scarlett Johansson). Tanto su inclusión como el mayor protagonismo de Nick Fury (Samuel L. Jackson) servirán para una excusa argumental generada por asesinato de él y la inestimable ayuda de ella para develarlo. Ayuda por demás necesaria, ya que el principal acusado será, sorpresa y media, el mismísimo Capitán América (Chris Evans), figura estelar del cuerpo de elite de la agencia de seguridad Shield. Aunque el espectador sabrá que no, que el asesino es el soldado estacional del título, un misterioso ¿hombre? con la parte inferior del rostro semicubierta, cual Bane en Batman: El Caballero de la Noche asciende. Vale agregar que el principal sostén de la culpabilidad es un ejecutivo de la entidad llamado Pierce (Robert Redford). No habrá que ser demasiado perspicaz para dilucidar una intencionalidad espuria detrás de la acusación, además de un vínculo entre el hitman y el galancete setentón. El problema principal del film no es su duración eterna ni sus irregularidades narrativas, sino la falta de autoconciencia que caracterizaba a la primera. Así, y a diferencia de Joe Johnston, los Russo nunca logran que el héroe apolillado saque a flote una película enfrascada en su modernidad formal, cuyo punto máximo es un desenlace entre sofisticadas naves voladoras construidas a pura fascinación hi tech. Todo esto independientemente de que, al fin y al cabo, todo se trate de una consecuencia directa de la Segunda Guerra Mundial.
Cuatro franceses sueltos en Nueva York Tercera entrega de la saga que comenzó con Piso compartido (L'auberge spagnole, 2002) y siguió con Las muñecas rusas (Les poupées russes, 2005), Lo mejor de nuestras vidas tiene al cuarteto protagónico ahora ya entrado en los 40s. Allí está Xavier (Romain Duris) en plena separación de la madre de sus hijos (la británica Kelly Reilly), quien decide comenzar una nueva en Nueva York, llevándose con ella a los pequeños. Dispuesto a no alejarse de ellos, Xavier cruza el Atlántico Norte para instalarle en el departamento de Isabelle (Cécile De France). El panorama se completa con Martine (Audrey Tatou, visitante ilustre a la Gran Manzana. Cédric Klapisch no puede evitar embelesarse con la arquitectura neoyorquina, constituyendo inicialmente una película cercana a la postal cinematográfica. Sin embargo, con el correr de los minutos empieza a interesarse más por los personajes, sus vínculos, preocupaciones y sentimientos que por el entorno. Así, y más allá de algunas aristas estereotipadas de algunos de ellos, Lo mejor de nuestras vidas termina siendo una comedia romántica tan menor como eficaz en su premisa, llevadera en su desarrollo y amena incluso en el planteamiento de las problemáticas y los vericuetos emocionales de sus protagonistas.
Cuenta conmigo Sebastián (Jerónimo Escoriaza) acaba de llegar con sus padres a los suburbios de la ciudad de Mendoza. En su primer día de colegio, conoce a Email (Emilio Lacerna) y a Guzmán (Tomás Exequiel Araya), con quienes empieza a construir una larga charla en cuyo desenlace anida una pregunta generada por el deseo de no tener clases: ¿Qué pasaría si, de buenas a primeras, falleciera la maestra de música? Menuda sorpresa se llevan cuando ella cae redonda al piso, iniciándose así un cese de actividades por duelo y, con él, el periodo al que refiere del título. Algunos días sin música es otra muestra de la gran cantidad de producciones realizadas en el interior del país, tendencia encabezada por el ya consolidado cine cordobés y los incipientes tucumanos y mendocinos. A este último pertenece la ópera prima de Matías Rojo. Nacido en la tierra del buen vino, este sociólogo y realizador narra una pequeña historia de iniciación entre los amigos, mostrándolos en el proceso madurativo que conlleva el conocimiento mutuo y el descubrir los mecanismos del funcionamiento de una dinámica grupal. Y lo hace con corrección y simpleza, dejando que sus criaturas fluyan en el devenir de la vida sin mirarlos con aire paternalista. Podrá no ser demasiado para algunos, pero que aquí alcanza para construir un más que interesante debut.
Un amor para toda la vida El tráiler de Aires de esperanza parecía preanunciar una certeza con gusto a desazón: Jason Reitman negoció la frescura, sinceridad y liviandad de gran parte de su obra previa para convertirse en un director “serio”, capaz de hablar de asuntos graves como el amor, la soledad y la maternidad con un tono ídem. Al fin y al cabo, se trataba de una historia de personajes quebrados y derruidos por sus propias circunstancias (una mujer depresiva, abandonada por su marido y a cargo del hijo de ambos; un reo en fuga encarcelado años ha por un crimen culposo, esto dicho en el sentido más legalista del término) más cercana al indie estadounidense habitualmente premiado en el Festival de Sundance que a las que hasta ahora venía desarrollando el realizador en La joven vida de Juno y Jóvenes adultos. Y algo de eso hay, ya que el primer viraje notorio de este film respecto a los anteriores de Reitman es la elección de tono mucho más serio, salvaguardado en parte por la adopción del punto de vista de Henry, el menor de los protagonistas. Lo que muestra que, en el fondo, Reitman sigue siendo Reitman y nada mejor que la inocencia para resguardarse de los avatares de la vida adulta (en ese sentido, es paradigmática la encarnación de una figura romántica en la aparición de una nena con el desparpajo de una “mini” Juno). Herny verá con ojos asombrados cómo su madre (Kate Winslet) empieza un romance tan intenso como repentino con Frank (Josh Brolin), un preso recientemente fugado y buscado por la policía al que alojan, inicialmente por la fuerza, en la casa de familia, convirtiéndose así en una figura paterna para él y masculina para ella. La fórmula suena a caramelo, sí, pero Aires de esperanza no es el melodrama lacrimógeno que podría haber sido porque Reitman revela una faceta hasta ahora no del todo lucida, como es su enorme capacidad para la narración. En ese sentido, el film avanza con una seguridad y tersidad digna del clasisismo del mejor Eastwood, remitiendo, al menos en sus mejores momentos, a esa madre de todas las historia de amores furibundos e imperecederos que es Los puentes de Madison. Los problemas del film empiezan sobre su última media hora, cuando Reitman confunde el cuidado narrativo con la necesidad de clausurar y sobrexplicar todas sus aristas, incluyendo, además, una dudosa capacidad para poner en tela de juicio las razones del asesinato de Frank. Así y todo, Aires de esperanza es un quiebre dentro de filmografía del que, a pesar de todo, sigue siendo uno de los directores más interesantes de su generación.