Tan rutinaria como un mal partido La fiebre mundialista se expande por las salas, avalando la comparación entre la oferta cinematográfica y los vaivenes de la redonda. Así, es posible encontrarse con Al filo del mañana y una apuesta vibrante, explosiva, gozosa y cinética similar a la de Holanda ante España. También están las películas que imitan el modelo del seleccionado local, logrando resultados apenas aceptables asentados en sus individualidades antes que en la armonía grupal: el estoicismo cómico de Adam Sandler y Drew Barrymore en Luna de miel en familia. Incluso A Million Ways to Die in the West entra en la movida, equiparándose con los once de Sabella: tanto los pergaminos y antecedentes de Seth MacFarlane como de Messi y compañía invitaban a pensar en una performance mucho más favorable. A este grupo se le suma Pasión inocente, lo más parecido a Francia-Honduras que pueda verse en pantalla grande. El único interés en ambos casos pasa por saber en qué momento ocurrirá lo i-nevitable (el primer gol galo en un caso, el derrape del protagonista en el otro) y hasta dónde llegarán las consecuencias (por cuánto diferencia ganaría uno; qué tan bajo caerá el segundo). ¿El resto? Puro cumplimiento normativo, puro relleno. Como ocurre con los partidos, el espectador está limitado a un rol pasivo. Así verá la irrupción de una bonita estudiante inglesa en la rutina de un músico frustrado devenido profesor, un Guy Pierce sacado de una clase de Filo de Puan: pulóver sobrio, tono monocorde, barbita de una semana, peinado cuidadamente desprolijo, anteojos. A los diez minutos, se hacen ojitos y flirtean. A los veinte, en plena reunión social, la esposa de él, cuyo hobby es coleccionar frascos de galletitas (¿?), habla con una amiga acerca de una ola de divorcios y de cómo ellos mantienen inquebrantable su vínculo, al tiempo que el profe asiente a los elogios del asador de la visita. Porque Pasión... no se conforma con su carácter predecible, sino que le adosa el preanuncio de sus movimientos narrativos, limitando a sus personajes a seguir una hoja de ruta. Construido con un montaje paralelo bochornosamente obvio, actuado con esa gravedad trágica que el mal cine indie yanqui les dispensa a los “temas importantes”, con pianos y violines, ni siquiera propone una pizca de arrebato, deseo y culpa en el affaire del protagonista, desplazando ese foco a los celos de la hija del matrimonio ante la inglesita interpretada por Felicity Jones con una carga de ingenuidad, sensualidad y misterio, cualidades que Pasión inocente olvidó vaya a saberse dónde.
Viaje al prejuicio La primera mitad de la séptima temporada de Mad Men culminó con Don Draper (Jon Hamm) distanciándose de aquel hombre cínico, manipulador, imperativo y misógino que supo ser, convirtiendo el desenlace en un auténtico enigma: ¿Acaso lo visto en los últimos capítulos es una pantomima a la espera de un zarpazo final consecuente con el accionar del personaje o, por el contrario, se trata del inicio de una parábola emocional con gustito a moraleja? Que a menos de un año del punto final de la ficción ideada por Matthew Wiener, Hamm le ponga al cuerpo a un hombre con valores iniciales similares a los de su criatura televisiva, al que le hacen falta apenas un par de horas para volverse más bueno que La-ssie, es una señal de alerta. No necesariamente por un paralelismo artístico entre Mad Men y Un golpe de talento, pero sí por la evidencia del daño generado por una resolución calculada únicamente para la obtención del aplauso de una platea biempensante, independientemente de la traición a cuanta lógica psicológica exista. Ostentosamente rico y orgullosamente soltero, JB Bernstein es un empresario deportivo cuyo trabajo nunca queda del todo claro (¿representante? ¿publicista? ¿relacionista público?), pero que sin duda le reporta una torta de dólares. O al menos le reportaba. Independizado vaya uno a saber de dónde, de qué o de quién hace tres años, según dice por ahí, ahora está a punto de entrar en bancarrota. La salvación llega gracias a un video de Susan Boyle (¿?) y la posterior idea de concretar un reality show para buscar un par de lanzadores de béisbol en... India, dándoles a los finalistas la oportunidad de probarse en las grandes ligas locales. El viaje será, claro está, una oportunidad para que Craig Gillespie (el mismo de Lars y la chica real y Noche de Miedo 3D) apelmace imágenes, sonidos y referencias tipificadas sobre la vida en aquel país dignas del programa de viajes de Iván de Pineda, con el agregado de la certeza de que allí subyace lo más parecido a la barbarie que el cine norteamericano haya dado en años. La comparación con Slumdog Millionaire es inevitable, pero lo cierto es que la propuesta estética de Danny Boyle se correspondía con un punto de vista que hacía de la idealización y la estilización sus normas. Aquí, en cambio, mugre, pobreza, vacas sueltas por la calle, mujeres lavando ropa a la vera de los ríos, mal olor y sobre todo una población primitiva y simiesca constituyen distintas postas de una experiencia zoológica. Debe agradecérsele al film que la audición dure apenas una hora, destinándole la segunda a una fabulita de superación para algunos física (los dos pibes no tienen idea de béisbol) y para otros espiritual. Allí estará Bernstein dispuesto a darse contra la pared y aprender acerca de las bondades del amor y la amistad, algo inédito en la historia del cine. Vale cruzar los dedos, entonces, para que Don Draper no caiga en la misma bolsa.
Hay que salir del agujero interior Simón Franco sorprendió hace poco más de dos años con la poco vista Tiempos menos modernos, una comedia asordinada sobre un baquiano de origen tehuelche cuya vida daba un giro de 180 grados después de la llegada de la televisión a la Patagonia. Boca de pozo toma las mismas coordenadas geográficas, centrándose en un personaje perdido en ese terreno yermo, aunque en este caso en un complejo petrolero inhóspito, casi perdido. Como en su ópera prima, Simón Franco dedica los primeros minutos a mostrar el devenir de la rutina de su protagonista, el operario Lucho (notable Pablo Cedrón). Rutina que no presenta demasiados sobresaltos: de la cama al pozo y del pozo a la cama. El film acrecienta aún más el efecto alienante de lo cotidiano retratando la operativa maquinal -y todo el automatismo reiterativo que esto implica- de las moles de acero sobre las que él trabaja. El panorama cambia cuando llega al pueblo durante una huelga laboral. Allí se verá que, detrás de esa aparente calma, subyace un personaje pleno de matices: infiel, apostador compulsivo, no demasiado apegado a su familia y con un alcoholismo incipiente. Sin el humor solapado de Tiempos menos modernos, pero con mucha más espesura emocional, Boca de pozo empieza a complejizarse a medida que ausculta en los recovecos de Lucho. Podría pensarse a Boca de pozo, entonces, como una reversión tonal de los trabajos patagónicos de Carlos Sorín, desde Historias mínimas hasta la gran Días de pesca: allí donde antes había luz, inocencia y bondad, aquí todo es lóbrego, oscuro y silencioso, más allá de que Franco se reserve para el desenlace la potencialidad de un cambio. Cambio que quizás sea el deseo subrepticio del protagonista, incluso cuando ni siquiera él mismo pareciera saberlo.
Dos viejos conocidos en pos del humor Adam Sandler y Drew Barrymore tratan de poner todo de sí para darle vida a una comedia conservadora y con chistes algo repetidos. Por momentos lo consiguen; por otros, sobre todo Sandler, apenas si levantan cabeza en un panorama con el espíritu algo oxidado. Justo después de uno de sus tantos chistes de dudosa eficacia, Jim (Adam Sandler) reconoce que se está volviendo viejo. Basta ver los films del último lustro del actor con cara de huevo (Son como niños, la irregular Jack y Jill, el directo a DVD That’s My Boy) para comprobar que la afirmación es perfectamente transportable a su humor. Explosivos, sinceros e inocentones durante los ’90 y la primera parte de la década pasada, sus chistes se enraizaron en una espiral descendente de fatiga y obsolescencia, luciendo como gargajos escupidos por una obligación contractual antes que por el devenir natural de las situaciones narrativas. Pero en Luna de miel en familia Sandler parece percibir que el óxido es una amenaza latente. Quizá por eso guerrea munido no sólo de su habitual metralleta de gags estúpidos, sino también con la rota ideal para este descosido, Drew Barrymore, con quien ya había compartido cartel en La mejor de mis bodas y Como si fuera la primera vez. La combinación eleva –eso sí, no demasiado– a esta historia previsible y felizmente inofensiva por sobre la media de sus últimos trabajos. Dirigido por Frank Coraci (el mismo de El aguador y, ay, Click: perdiendo el control), el film parte de una recurrencia habitual en las comedias estadounidenses (Cómo sobrevivir a mi novia, La mujer de mis pesadillas, Son como niños, Sólo para parejas) como es el viaje a locaciones paradisíacas, haciendo de la distancia un disparador ideal para situaciones de cambio para la pareja central, en este caso Jim y Lauren (Barrymore). Viudo y con tres hijas él, recientemente separada y con dos hijos ella, tienen una cita a ciegas para el olvido, generando un odio irreconciliable. Pero esto es Hollywood, así que el guión de Ivan Menchell y Clare Sera forzará situaciones para volver a cruzarlos, alcanzando el punto máximo en unas vacaciones compartidas en un resort a todo trapo en... Africa. Nadie debería sorprenderse cuando, casi dos horas después, ellos se rindan a las bondades del amor. Del amor y la familia, porque Luna... es un canto de cisne al ideario del american way of life, apuesta por el ensamblaje amoroso erigido sobre las bases de la compatibilidad familiar, tamizado por una sobredosis de chistes buenos y no tanto, pero siempre hermanados en su condición de ya vistos y oídos. Sin embargo, Luna... pega una vuelta de campana cuando entrega su confianza al aire tan tontuelo y buenudo como auténtico y noble de sus intérpretes, alcanzando en la última parte un encanto naïve cercano a Como si fuera la primera vez. Como en aquélla, Sandler elimina su condición de estallido emocional latente para lidiar con una serie de responsabilidades a priori ajenas a su universo de control de forma consecuente con su rol de adulto que nunca quiso ser: ver si no la vestimenta y el corte de pelo de sus tres hijas. Lo mismo con Barrymore, siempre luminosa y con su boquita con forma de corazón, que aquí vuelve a ser la encarnación de la perdedora que no merece serlo y a la que le cuesta comprender cómo funcionan el mundo y los vínculos emocionales. Así, podrá achacársele a Luna de miel en familia su espíritu conservador y el carácter anacrónico de su propuesta, pero el humanismo de sus protagonistas y el cariño del film para con ellos amenizan la visión de la enésima batalla de la cruzada sandleriana a favor del humor infantiloide. Batalla que, al menos esta vez, gana raspando.
Comediante perdido en el oeste “Del tipo que te trajo Ted”, reza uno de los afiches promocionales de A Million Ways to Die in the West, evidenciando así la búsqueda de generar en los potenciales espectadores una asociación directa entre éste y aquel film del oso parlanchín y fumón estrenado aquí en septiembre de 2012. A ellos, entonces, debe advertírseles que la referencia es tan cierta en los papeles como engañosa en los hechos. Al fin y al cabo, lo que allí era una amalgama armónica entre distintas vertientes de la comedia, principalmente buddy movie y coming of age, y predisposición constante a la sorpresa y al zarpe funcional antes que gratuito, ahora es un cocoliche que apelotona situaciones hiladas únicamente por los designios de “el tipo”. “El tipo” es Seth MacFarlane, el mismo que, además de Ted, ideó la gran serie Padre de familia, antecedente que hace aún más sonoro el fracaso de su flamante propuesta. A Million... es una acumulación deshilachada de escenas debilísimamente enhebradas en el marco narrativo y geográfico de un western clásico. Esto es, el sudoeste norteamericano a fines del siglo XIX con la expansión blanca de contexto. Por allí anda un cuidador de ovejas (MacFarlane) cuyo grado de torpeza e ineptitud le depararía un balazo a los 20 o 30 segundos de cualquier exponente más o menos regular situado en el Far West. Que aquí se mueva como pancho por su casa es el primer síntoma de que a MacFarlane no le interesan el homenaje ni muchos menos el aporte de una nueva mirada al género norteamericano por antonomasia. El problema es que tampoco le interesan la sátira o el ensayo de una relectura, lo que convierte a la locación y temporalidad en los primeros “porque sí” de varios a lo largo de todo el film. El tercero es la premisa elegida, que no es otra que el enamoramiento entre él y una recién llegada (la sobrehumanamente bella Charlize Theron) que terminará siendo la esposa de un temido bandolero interpretado por Liam Neeson, a la postre el único que se divierte encarnando un villano de manual. Mucho antes que una película, A Million... parece un ejercicio onanista de MacFarlane. Esto dicho no sólo porque se reserve los roles de director, coguionista, productor y protagonista absoluto, sino porque todo está edificado con el fin único del lucimiento de su figura y la saciedad de sus caprichos, más allá de la pertinencia narrativa (allí están el ¿homenaje? a Volver al futuro, la escena del pedo y un largo etcétera). Sí, él tiene talento y algunos de sus chistes son eficaces, entendiéndose esto por una verbalización justa en el momento indicado. Pero, a diferencia de Ted, aquí no se atisba una mínima intención de circunscribir su show a un marco lógico, asentando sobre las bases de la coherencia y en el que anarquía y arbitrariedad no son sinónimos, algo que MacFarlane parece haber olvidado en apenas dos años.
Zona de riesgo Lumpen es una de esas películas surgidas de un conjunto de buenas ideas que, sin embargo, no logra llegar a buen puerto. Con elementos de esas ficciones urgentes del fin del neoliberalismo en la Argentina (Okupas es la más directa), ciertos tópicos de crítica social e incluso mediática, el primer largometraje en soledad del actor Luis Ziembrowski (había codirigido junto a Javier Diment el telefilm El propietario) intenta apropiarse de la lógica de sus criaturas orgullosamente marginales, convirtiéndose en un relato desparejo, confuso y por momentos incoherente. Ambientada en algún lugar incierto del conurbano bonaerense, y con la post-caída de Fernando de la Rúa como contexto social y económico sugerido, narra la vida de Bruno (Sergio Boris), un hombre que está en las márgenes del sistema, con trabajos precarios y en un barrio dominado por una tensión constante. Allí intenta sobrevivir con su hijo adolescente (Alan Daicz) y su nueva pareja (Analía Couceyro), al tiempo que en la fábrica de enfrente se instala un malandra al que Bruno le compra un auto usado, desatando así una sucesión de situaciones inesperadas. Ziembrowski tiene en claro la búsqueda estética de su relato, haciendo de ese microcosmos un espacio sugerentemente ominoso. Lo sugerido también aplica a las situaciones que el film, sin embargo, jamás resuelve. Ahí está, por ejemplo, la tensión sexual entre la pareja de Bruno y su hijo o las motivaciones de la particular anciana que conduce un programa de televisión visceral, destilando bilis contra el sistema y sus miembros. Así, Lumpen se vuelve enrevesada y arbitraria, quedándose a mitad de camino entre lo que pudo ser y finalmente no fue.
Hombre complejo y contrariado La traducción literal de I am mad es “yo estoy loco”. O “yo soy loco”, tal como afirma Miguel Angel Danna, portador del tatuaje con esa inscripción en la espalda, pecho siempre inflado con el orgullo de la doble significación generada por la coincidencia entre el último término y el acrónimo de su nombre. Podría pensarse, entonces, que la elección de esa frase como título del film es un visto bueno de Baltazar Tokman al protagonista absoluto de su opus tres, aunque con el correr de los minutos se verá que el jugueteo lingüístico es casi anecdótico y que las motivaciones del realizador de la interesante Planetario están más cerca de la deconstrucción de la personalidad de un hombre complejo, frágil y emocionalmente contrariado que de la palmadita en la cabeza paternalista o el festejo de su apariencia. Lo primero que se ve a es a Danna vanagloriándose en su locura y en su carácter border. Tokman parece cederle el mando del film, como si él mismo se cautivara con esa locuacidad irreverente, su bonhomía magnética y sobre todo con las particularidades de su historia. Al fin y al cabo, la locura no es un diagnóstico psicológico, sino social: desde chico acompañó a su padre en la aventura de la marginalidad autosustentada, viviendo en una casa rodante destartalada, casi sin educación formal, siempre en los límites del sistema y con poco más que lo puesto. Parece, entonces, que todo irá hacia la autocelebración (Danna es coproductor del film). Pero el recuerdo de la muerte de su hermana menor, ahogada accidentalmente en una pileta hace 25 años, muestra que tal vez no todo sea como parece. O como a Danna le gustaría que parezca. Quizá por el dolor irreparable de esa pérdida, la familia, motorizada por su madre hoy prófuga de la Justicia, cayó en una organización espiritual radicada en Córdoba y liderada por el “profeta” Nahir, quien un par de años atrás tuvo su linchamiento mediático debido a la profunda misoginia de sus predicamentos para muchos sectarios. Misoginia que, aun años después de haber dejado atrás la aventura serrana, todavía atraviesa los procederes y pensamientos de Danna. Ver sino la frialdad con la que su ex mujer narra su relación plena de infidelidades y traiciones ante la aceptación silenciosa y cabizbaja de él, como si se reconociera en aquel que ella dice que fue, más allá su voluntarismo por torcer su rumbo presente. Es que Danna tiene, quizás incluso a su pesar, una mirada crítica hacia ese pasado del cual está distanciado temporal pero no emocionalmente y cuyas consecuencias se entrevén en los silencios compartidos con su padre, síntoma inequívoco de que los dolores y ausencias están todavía embalsados en algún lugar de la memoria conjunta. Ilustrada con materiales de archivo que van desde VHS caseros filmados durante la participación de la familia en la agrupación cordobesa hasta videos digitales con confesiones del propio Danna, Tokman ausculta entre las capas de su personaje, convirtiendo a I am mad no tanto “el ensayo de la locura” propuesto desde su afiche, sino más bien en el retrato de un hombre tironeado por el pasado y el presente, lo representado y lo latente, lo interno y externo.
El arte de la guerra Ya lo había dicho Ringo Bonavena: “Cuando subís al ring te quedás tan solo que hasta el banquito te sacan”. Sergio Martínez lo sabe. Nacido en Quilmes hace casi 40 años, dejó el colegio para trabajar cuando su hermano mayor entró en el Servicio Militar. Ya en 2001, con la crisis carcomiéndose todos y cada uno de los ahorros de la clase media-baja, partió hacia España. La falta de papeles lo obligó a trabajar como lavacopas, hasta que un par de años después, casi sin que él mismo se diera cuenta, alcanzó su primer título internacional en Inglaterra. Comenzaba lo que muchos prefiguraban como una gran carrera, pero los intereses económicos detrás del deporte complicaron el panorama. Aquí, sin embargo, poco y nada se supo de él hasta hace un par de años, cuando a mediados de septiembre de 2012 el país se paralizó para ver su pelea contra Julio César Chávez Jr. Pero, ¿quién era aquel hombre de léxico particular que monopolizó las tapas de los diarios y los programas de televisión? ¿Cómo llegó a la cúspide del boxeo? ¿Sus rivales están sólo arriba del ring? De todo esto habla Maravilla, la película. Vista aquí en el Festival de Mar del Plata del año pasado, la ópera prima de Juan Pablo Cadaveira recorre la vida y obra del boxeador desde su niñez hasta la anhelada pelea con Chávez Jr., incluyendo testimonios de sus familiares, amigos y periodistas, además de un acompañamiento al boxeador desde 2010, cuando la cadena HBO le bajó el pulgar al flamante campeón argentino debido a su escasa popularidad. Cadaveira articula dos vertientes en su relato. Por un lado, la biopic clásica mostrará a un self-made-man que luchó contra las mil y un adversidades, tanto en su contexto social como en los manejos espurios del deporte. Por el otro, una épica deportiva tan tradicional como efectiva, con el hijo homónimo del campeón mexicano como antihéroe y los intereses económicos debajo del cuadrilátero como trasfondo. Así, Maravilla, la película se convertirá en un emotivo retrato sobre uno de los pugilistas más importantes del presente, tanto aquí como en el resto del mundo. Le guste o no a HBO.
Hechizo del tiempo Hay muchas películas basadas en videojuegos y otras tantas que apuestan por una apropiación estética de esos mundos construidos con ceros y unos. Pero Al filo del mañana es quizás la primera que aprehende el zeitgeist gamer, apropiándose de todas y cada una de las particularidades de los 3D Shooters (desde Return to Castle Wolfenstein hasta el Medal of Honor, pasando por el Call of Duty y Doom) para hacer de las posibilidades del reseteo una norma narrativa. Dirigido por el irregular Doug Liman (Viviendo sin límites, Identidad desconocida, Sr. y Sra Smith, Poder que mata) y con guión de Jez Butterworth, John-Henry Butterworth y Crhistopher McQuarrie (este último autor del texto de Los sospechosos de siempre y realizador de Jack Reacher), el film comienza con una serie de imágenes de noticieros situando la coyuntura del relato: el mundo fue invadido por una raza de alienígenas y los humanos se defienden como pueden, perdiendo a cientos de miles de combatientes y gran cantidad de terreno a diario. En ese contexto, William Cage promueve la inscripción de nuevos voluntarios para la lucha, más allá de que en su vida pisó un campo de batalla. Poco importa: el tipo es Tom Cruise haciendo de Tom Cruise. Degradado después de un incidente con un superior, y sin saber muy bien cómo ni cuándo, Cage termina como soldado raso en el batallón que encabezará la ofensiva en terreno francés. El resultado es, claro está, su muerte. Pero no habrá túnel ni luz blanca, sino un nuevo despertar….en el día anterior. ¿Alguien dijo Hechizo del tiempo/El día de la marmota? Hay algo del clásico de Harold Ramis con Bill Murray en las eficientes dosis de humor, apoyadas en gran parte por la autoconciencia del montaje elegido por Liman y, por sobre todo, en la aproximación del protagonista a su flamante condición. Así, Cage dejará de lado el temor y el desconcierto inicial para sacarle el jugo al encierro temporal, convirtiendo a Al filo del mañana en lo más parecido a un videojuego que haya dado el cine, con el protagonista perdiendo y reiniciando su misión bélica una y otra vez, siempre buscando nuevas alternativas y valiéndose de los conocimientos previamente adquiridos. “Buscame cuando revivas”, le dice Rita (Emily Blunt, gran heroína de acción desde Looper: Asesinos del futuro), entreviendo las causas de la eficiencia de Cage en el campo de batalla. La irrupción de esa mujer-soldado, emblema de la resistencia, terminará darle forma a una premisa que aquí no conviene adelantar. Lo cierto es que, a partir de ahí, la dupla -ya con Cruise sin esa sonrisita de publicidad de dentífrico- encontrará una finalidad concreta a la reiteración temporal. Es cierto que una vez develados los mecanismos del fenómeno el film pierde aquella dosis de interés generada por el factor sorpresa, pero Al filo del mañana jamás deja de lado una creencia casi religiosa en la potencia de su historia, convirtiéndose en uno de los pocos tanques que articula con armonía las posibilidades técnicas de una superproducción con un desarrollo narrativo cuidado. Segura de lo que cuenta, arrolladora en su ritmo, coherente al evitar arbitrariedades y caprichos, consciente de sus aspiraciones masivas sin ser demagógica ni simplista y con una metralla de efectos especiales concebidos en función al desarrollo y no al revés, Al filo del mañana es, junto a Robocop, uno de los mejores exponentes del cine mainstream del año.
El inquietante contraste de dos mundos La opulencia de los barrios cerrados y la precariedad del paisaje que a veces los rodea son uno de los disparadores del film, que evita lugares comunes pero pierde algo de naturalidad. El sonido del motor de un helicóptero monopoliza la atención de los tímpanos del espectador mientras una cámara sobrevuela una geografía constituida por una concatenación de riqueza y pobreza. O, mejor dicho, de sus símbolos: a un barrio privado, compuesto por esas callecitas prolijamente desprolijas y casonas con piletas, le continúa un asentamiento precario, pleno de caminos de tierra y chapones operando como techos. De pronto, una voz desde un altoparlante irrumpe la monotonía auditiva reclamando, con ínfulas imperativas devenidas en hilarantes, el fin de la ocupación. Historia del miedo plantea, desde su escena inicial, la búsqueda de un carácter inquietante, perturbador, por momentos distópico y decididamente elusivo, evadiendo explicaciones tanto acerca de las causas del emisor del mensaje y las acciones previas del receptor como del contexto en que se producen. Pero con el correr de los minutos, justo después de que un chico trate a su padre de “pajero”; otro hombre, a la postre el jardinero del country, presencie una particular escena policial en un local de comidas rápidas y que la alarma de una de las casas suene sin razón aparente, se verá que no todo es lo que parece, y que las inventivas formales y técnicas son condiciones necesarias, pero no suficientes para constituir una gran película. Estrenada en la Selección Oficial de la última Berlinale y vista aquí en la Competencia Argentina del Bafici, el film está construido como un encadenamiento de secuencias aparentemente inconexas que sin embargo terminarán englobándose más temprano que tarde. Así, a las coordenadas iniciales le seguirá una breve descripción de la rutina zonal en la que se verá que el jardinero (Jonathan Da Rosa, uno de los bailarines de Los posibles, el film de Santiago Mitre y Juan Onofri Barbato) es hijo de una empleada doméstica y que su habitual laconismo es parte de una personalidad implosiva, cultivada tanto por contexto como por su representación mediática. Allí está la televisión, siempre lista para filtrar la violencia urbana a través de su óptica tremendista. Las cosas tampoco andan mejor en el barrio cerrado, donde los mismos que en su momento eligieron parapetarse en la falsa ilusión de la seguridad entre rejas hoy temen ante la certeza de un entorno supuestamente hostil. Lo supuesto proviene de la firme decisión de Naishtat de mantener a ese “otro” en un perturbador fuera de campo, convirtiéndolo en una entidad nunca manifiesta, casi fantasmal. Tanto que quizá ni siquiera exista. En ese sentido, si hay una nómina de temas que atraviesan a Historia del miedo esos van desde el temor por lo desconocido hasta su equiparación con lo maligno. No por nada John Carpenter es uno de los referentes citados por el operaprimista. Pero llegando a la media hora, la decodificación simbólica mostrará el sentido detrás de la forma, haciendo que lo evocativo devenga en unívoco. Es cierto que el film nunca se transforma en una de esas muestras de cine social latinoamericano pintoresquista tan en boga en los festivales europeos, aun cuando elige situarse en el conurbano bonaerense, pero la acumulación de sinsabores grupales (allí está la larga secuencia del asado) e individuales, el empuje constante de todos y cada uno de los personajes hacia situaciones emocionalmente límites y la creación de un mundo imposibilitado de ofrecer un atisbo de esperanza, son variables dispuestas por Naishtat para vehicular la validación de una hipótesis antes que elementos naturalmente amalgamados al relato. En ese sentido, da la sensación de que todo el dispositivo (incluidos los actores, que más allá de excelencia parecen ser portadores de mensajes antes que criaturas autónomas) es consecuencia de la necesidad de mostrar las rispideces socioculturales, desplazando por momentos la necesidad de contar aquello propuesto desde su título a un segundo plano.