CREACIÓN Y DESTRUCCIÓN La textura del mito Antes de escribir opiniones, antes de enunciar teorías, antes incluso de introducir este análisis, antes que todo, los invito- si es que aún no lo han hecho- a que recorran la web en busca de las diversas críticas o análisis que han sido publicados de Prometeo. Más allá de estar de acuerdo o no con lo que se dice sobre dicha película, algo es seguro: casi todos dicen lo mismo. O sea nada. Que las mejores películas de Ridley Scott son Alien y Blade Runner, que el film genera muchas preguntas pero contesta pocas, que si es o no es una precuela de Alien, que presenta muchas similitudes con dicho film (particularmente que ambas películas suceden en gran parte en una nave espacial o en un planeta lejano y que ambos films son protagonizados por mujeres, dos descubrimientos fascinantes y reveladores), y una larga lista de etcéteras en los cuales no vale la pena ahondar. Pocos- muy pocos- intentaron echar luz al film por otro lado, ya ni digamos a nivel cinematográfico (cada vez más dejado de lado), sino a nivel del relato con sus cuestiones de índole filosóficas, de cuestionamiento moral, existencial y hasta religioso, factores que abundan, como en gran parte de las películas pertenecientes al género de la ciencia ficción (el alcance de la ciencia, la vida en otro planeta, la posibilidad de conocimiento de lo remoto, el rol del ser humano frente a lo inconmensurable del espacio) en Prometeo. Es menester entonces intentar analizar este film desde su condición cinematográfica y desde sus connotaciones antes que caer en el dato anecdótico que nada otorga a la comprensión del film y que, en todo caso, se puede leer en cualquier crítica. El momento del descubrimiento, el acto de reconocerse como ser creado. La mejor forma de comenzar este análisis es mediante una leve comparación con Alien. No hablo de comparar ambas películas con el fin de definir cuál es mejor (eso sería, como mínimo, una falacia) ni de encontrar similitudes, sino con el objetivo de comparar el método troncal utilizado en ambas, justamente porque funcionan como opuestos. Es entonces que si hay algo que se destaca de Alien es su capacidad sintética. En el film de 1979, Ridley Scott supo utilizar los recursos que tenía a mano, y si no los tenía, hacer de esta limitación un recurso. Es así que en Alien, el factor del terror se basa en lo que no se muestra, en esa presencia que casi siempre es ausente ya que está allí pero no la podemos ver. Y en esa incapacidad de ver, Ridley Scott dio en el centro del máximo terror humano: lo desconocido. Allí radica su poder sintético: es a través de los climas y del fuera de campo que se genera esa tensión constante. En Prometeo sucede exactamente lo contrario. No hay nada que no se nos muestre, y la utilización del fuera de campo se encuentra notablemente ausente. Como si la cámara fuese un deíctico (deformado: audiovisual) constante, nos señala todos los hechos y hace al espectador partícipe omnipresente del relato. Frente a esa sobriedad y esa síntesis presente en Alien, queda lo opulento, lo barroco y lo desmedido en Prometeo. Ya desde el comienzo, en la secuencia inicial del film, asistimos a un supuesto "nacer" de la vida humana en la Tierra. Así, a partir de este momento, somo cómplices de un saber que nos pondrá en una posición de privilegio con respecto a los protagonistas del relato posterior. Sabemos con certeza (porque lo hemos visto) lo que ellos suponen e investigan: toda su teoría, la que los embarca en el viaje hacia aquel planeta, nosotros ya la sabemos como cierta. Y así será a lo largo de todo el film: es muy claro al final, una vez que la nave ha sido destruida, cuando David le dice a Elizabeth que el "ingeniero" se dirige hacia donde ella se encuentra. Y aquí resulta interesante trazar nuevamente un paralelismo con Alien: en aquel film, esta escena hubiera sido manejada con absoluto suspenso, ocultando a la protagonista y al espectador el monstruo y creando el terror a partir de la presencia ausente del mismo. En Prometeo, sin embargo, a los segundos de enterarnos, junto con Elizabeth, de la amenaza que se acerca, vemos a aquel "ingeniero" traspasar una puerta y dirigirse hacia la protagonista- vemos todo antes que ella. Es así que se ve una clara decisión por parte de Ridley Scott: que el espectador sepa más que los protagonistas. Este es uno de los temas principales de Prometeo: la capacidad de ver. Si el mito de Prometeo habla de este titán que robó el fuego (el saber) de los dioses para dárselo a los mortales y fue castigado por ello, en el film la ciencia cumple un falso saber, y lo que se busca- las respuestas- son aquel fuego. Es entonces que por preguntarnos el por qué (pregunta principal de la filosofía) somos condenados, en este caso, con la creación de un monstruo- el alien (en el mito, la caja de Pandora). Y la creación de este monstruo lleva implícita la misma tortura que aquella que le fue dada al titán Prometeo: en el mito, el mismo fue estacado al aire libre, para que todos los días un águila le devorara las entrañas. Esta capacidad de "ver" gracias a la ciencia se ve en varios momentos del film. La protagonista de la historia, Elizabeth (Noomi Rapace), mientras se encuentra investigando los restos aparentemente abandonados de una antigua civilización junto con otros miembros de la expedición, pregunta más de una vez en su comunicación con la nave: "Prometeo, ¿estás viendo esto?". El saber constante y la posibilidad de verlo todo es algo sobre lo que el film hace hincapié, un trazo que encuentra su analogía con el rol de la ciencia misma. Así es que vemos todo- vemos hasta los sueños de la protagonista, a través de David, el robot orgánico interpretado por Michael Fassbender, vemos también sucesos de hace dos mil años, aquellas grabaciones que quedan en la nave de sus anteriores ocupantes. Es notorio como, por ejemplo, ni siquiera una tormenta de silicio cargada de estática puede separar a la nave de los investigadores, y así pueden comunicarse entre ellos constantemente: la ciencia y la tecnología como realidad absoluta, como paradigma de aquel presente futuro al que todos se encuentran habituados. Y frente a este saber incuestionable, se encuentra, en absoluta oposición con él, el otro elemento clave de Prometeo: la fe. La decisión de creer por creer, sin necesidad de encontrar un fundamento en la teoría, la determinación de poner en tela de juicio la racionalidad del saber. Lo dice el padre de Elizabeth en el sueño que vemos: "Es lo que decido creer." Y también lo dice Elizabeth, casi al final del film, cuando habla con David. Y contra esa determinación (egoísta como cualquier decisión personal) no hay ciencia que valga. Elizabeth representa a la fe, y David a la ciencia. La fe no hace preguntas: cree; la ciencia se pregunta el cómo. Hay un diálogo muy interesante en Prometeo, en el que David le pregunta a Charlie la razón de que lo hayan creado a él, un robot. "Los creamos porque podemos", responde Charlie. "Imagínese que decepción sería enterarse de que lo hicieron porque podían", retruca David. David (Michael Fassbender) en uno de los momentos más sobresalientes del film. Hay una serie de factores que remiten a una fuerte carga religiosa en el film, encarnada en Elizabeth. De esto son evidencia los sueños de su niñez, la cruz que siempre carga consigo, e incluso la imposibilidad de la protagonista de tener hijos: su embarazo resulta entonces milagroso, y da lugar a un ser monstruoso que a su vez engendrará, en el cuerpo de uno de los "ingenieros", al primer alien (el argumento es todo menos sencillo). Pero hay, a su vez, factores ajenos a ella, aún más alevosos aunque quizá menos evidentes, que connotan una teoría oscura que no queda muy clara en Prometeo (se trata de un film mutilado e incompleto; sobre esto volveremos más adelante). No es menor el hecho de que sea Navidad el día que se desencadena todo (según el calendario católico, el nacimiento de Cristo), y de que dentro de aquel "templo" en el que los investigadores encuentran aquella enorme cabeza humanoide, en la lápida de una tumba, se vea claramente la figura del xenomorfo crucificado. Estos son indicios invisibles, signos que no quedan claros a no ser que se vea más de una vez el film y de que se investigue sobre el mismo. Y la estrecha relación con el concepto del paraíso cristiano: la humanidad condenada al sufrimiento (al pecado) por su afán de saber. Por último, es interesante reiterar el paralelismo con Alien en lo que respecta a la sexualidad. Aquí, a diferencia de aquel film en que la sexualidad se representaba como algo visceral y opresivo en la figura del alien, la sexualidad está más ligada a la creación de vida. Justamente, el momento en que Elizabeth tiene relaciones sexuales con Charlie y, simultáneamente, Janek (el capitán de la nave, interpretado por Idris Elba) con Meredith Vickers (Charlize Theron), es el instante en que vemos a aquellas criaturas similares a culebras (lo fálico aquí es evidente) penetrar a Millburn (Rafe Spall). Y es, claramente, el comienzo del fin, el inicio del mal. Queda claro entonces que en el momento de la procreación es cuando este mal se hace evidente, se muestra. Y este mal no es otra cosa que la muerte. Y nada más fálico que la nave Prometeo- y el momento final, en el que intercepta a la nave del "ingeniero", resulta un extraño acto sexual: este falo se dirige a toda velocidad a aquella nave con forma de herradura, con forma femenina. Hay una gran frase en Prometeo, y se da en ese momento del film. Elizabeth pide a Janek que impida que la nave comandada por el "ingeniero" despegue. "Lleva a la muerte, y se dirige hacia la tierra". Este tipo de diálogos, que rozan lo ontológico, dejan ver lo que pudo ser Prometeo y no fue, esa capacidad mítica que pudo haber adquirido el film pero de la que sólo se percibe la superficie, la textura. Porque se trata, en definitiva, de una película incompleta. Esto está claro a lo largo de su metraje: personajes que no se desarrollan, hechos que no cierran ni, a veces, comienzan, acciones inconclusas, grandes baches de información. Todo esto (es una hipótesis personal, y en esta parte del análisis debo desviarme del núcleo del mismo para aclarar un hecho en concreto), a mi parecer, se debe en gran parte al recorte del que sufrió Prometeo para su estreno comercial. Ridley Scott es conocido por sus "Director's Cut" que van directo a DVD una vez que el film sale de las salas, versiones con mucho más metraje que tienen un ritmo más pausado y se dedican a profundizar las relaciones entre los personajes. No sé si esa versión será una gran película (por lo pronto, Prometeo dista de serlo), pero seguramente ampliará el universo creado y se entenderá mucho más de su mitología, esa que queda implícita en esos signos invisibles de los que hemos hablado. Un ejemplo concreto. Uno de aquellos factores interesantes que no queda para nada claro en el film involucra al agente infeccioso creado por los "ingenieros" para destruir a la humanidad. En el momento en el que vi Prometeo, la escena más innecesaria del film me pareció aquella en la que el personaje de Fifield reaparece pero cambiado, con mutaciones en su rostro y en su cuerpo y una fuerza sobrehumana. Al leer sobre el tema, di con los bocetos del diseñador de criaturas del fim, Ivan Manzella, y entendí algo que se encuentra velado debido al recorte de metraje: los humanos, al ser infectados por aquel líquido, sufren una transformación y se convierten en una especie de xenomorfo-humanoide con necesidad destructiva. La ausencia de este tipo de explicaciones es la que irritó a gran parte del público: convierte a Prometeo en un relato irregular, complicado (en un nivel casi laberíntico) y carente de unidad y de coherencia interna. La acertada composición de cuadro se combina con la magnificencia propia de los escenarios naturales. Ese es quizá su mayor problema: suceden demasiadas cosas. Y esto empeora cuando se le suma lo espectacular del medio (el uso del 3D es uno de los mejores que he visto hasta el momento). La gran fotografía a cargo de Dariusz Wolski otorga a todos los escenarios (en su mayor parte naturales) una grandilocuencia de una carga abrumadora. En lo que respecta a los intérpretes, destacan Noomi Rapace, Idris Elba y Michael Fassbender (quizá el personaje más logrado del film). Al resto (particularmente a Guy Pearce y a Charlize Theron) se los nota algo desdibujados, truncados (nuevamente, algo a rever en la versión del director). Por otro lado, hay dos grandes escenas por las que ya vale ver Prometeo: aquella en la que el androide David se encuentra en el medio de aquellas galaxias, navegando entre estrellas separadas por millones de años luz y sopesando entre sus manos al planeta Tierra (de una belleza visual y un uso del 3D completamente avasalladores), y la (ya) antológica escena en la que Elizabeth se hace una cesárea de emergencia en aquella máquina quirúrgica para extraer de su interior a aquel feto similar a un molusco, que luego será el fecundador del primer alien (que resulta de la unión entre este molusco y el "ingeniero"). El tiempo del montaje, la estética (la sangre virulenta contra el blanco aséptico de aquella máquina) y la actuación de Rapace son elementos perfectos de esta grandísima secuencia. Hay, para finalizar este análisis, otro concepto sumamente interesante en Prometeo. El hecho de que el creador tenga la necesidad, luego de haber creado, de destruir a su propia creación. Y es quizá la pregunta de mayor relevancia del film: ¿por qué alguien que nos creó querría destruirnos?. ¿Qué hemos hecho mal?. No es casualidad que el Frankenstein de Mary Shelley se titule "Frankenstein o el moderno Prometeo". En él, el científico que da nombre a la novela crea, a través de la ciencia, vida, y luego comprende que debe destruirla, porque, en definitiva, nunca debió haber sido creada. Esto tiene una conexión muy interesante con el arte mismo, y el rol del artista. Porque el artista crea, y muchas veces para crear, previamente debe destruir. Es, quizá, lo que sintió necesario hacer Ridley Scott: destruir Alien, acabar con su creación. Hacer lo opuesto, no imitarse a sí mismo sino intentar renovarse. Crear una nueva obra a partir de las cenizas de aquella de la que se nutre. Lo dice David en el film "¿Acaso no queremos todos matar a nuestros padres?". La paternidad está tan presente en la película porque el mismo Ridley Scott es padre de Alien, y para que Prometeo exista debe ser por mérito propio, no por dependencia de aquel film tan trascendental. Puede que no sea un producto muy logrado, pero hay una búsqueda, una inquietud constante en Prometeo que excede cualquier ambición: el cuestionamiento del arte (y en particular, del cine: David, el androide, es fanático del film Lawrence de Arabia- hasta cita frases célebres del mismo). Y este cuestionamiento radica en la esencia del ser humano, porque el arte es, en definitiva, la única respuesta- el manotazo de ahogado de alguien que se sabe finito: la gran pregunta existencial que hace Prometeo tiene como respuesta, nada más ni nada menos, al arte mismo.
LO DICHO Y LO NO DICHO Forma y contenido Hay pocos directores de cine argentinos actuales que se pueden dar el lujo de hacer lo que quieren. Es decir, que cuenten con tal renombre y tal posicionamiento en el ambiente como para no contar con restricciones de ningún tipo al momento de realizar sus películas. Uno de ellos es Juan José Campanella. Y, en estos últimos tiempos, el otro es, claramente, Pablo Trapero. No sólo dirige, sino también co-escribe (junto con sus amigotes de sus films previos, la gente de La Unión de los Ríos, entre ellos Santiago Mitre y Alejandro Fadel, responsables de El estudiante y Los salvajes, respectivamente) y produce (la productora Matanza Cine fue fundada por él y por su esposa, Martina Gusman, con El Bonaerense, en el año 2002) todos sus films. Desde Leonera, Trapero se ha ido introduciendo lentamente en un mundo muy particular: en ese caso, las cárceles femeninas, en Carancho el mundillo de los fraudes de seguros y las guardias nocturnas de los hospitales públicos, y, en Elefante blanco, las villas. Mundos sórdidos, repletos de violencia, de sangre, de injusticia- una marca ya registrada en el cine de Trapero. Si hay algo que no se le puede negar a este director es que ha sabido hacerse un lugar en el mercado y en el público (nacional e internacional), creando un cine cuidado y de excelencia técnica que encuentra en Elefante blanco un claro exponente. Ricardo Darín y Jérémie Renier interpretan a dos curas de villas muy distintos entre sí: el primero, Julián, es un hombre grande que gran parte de su vida ha estado avocado a la labor comunitaria en las villas; el segundo, Nicolás, es un cura belga, más joven, pasional e inseguro. Nicolás es buscado por Julián para ayudarlo con su actual proyecto: convertir a un enorme edificio que se encuentra inconcluso y abandonado hace 80 años (el "elefante blanco" del título, ubicado en la villa Ciudad Oculta y empezado a construir en 1937 con el objetivo de ser el hospital más grande de Latinoamérica) en un complejo de viviendas para una gran cantidad de habitantes de la villa. Y entre ambos, se encuentra Luciana (Martina Gusman), una ayudante social que sirve de intermediario entre aquel triángulo que conforman el obispado, la empresa constructora y los habitantes de la villa. También es partícipe de otro triángulo (uno en un principio subyacente y luego innecesariamente evidenciado): el que tiene a Julián, a Nicolás y a ella misma como vértices. Julián y Luciana son cercanos a esa villa en particular, hace años han estado inmersos en ella, la conocen y son conocidos, mientras que Nicolás es un extraño, un cura tercermundista que (luego de casi morir en un ataque al pequeño pueblo en el medio de la selva en el que él se encontraba) ve a aquella villa con ojos de extranjero (que de hecho, lo es) y representa, en ese sentido, al mismísimo espectador. Él es utilizado como vehículo del conocimiento aprehendido y por aprehender: junto con él (por medio de él) se nos guía a través de aquellos oscuros pasillos y nos adentramos en la historia de Elefante blanco. Como hemos mencionado con anterioridad, desde lo formal, Elefante blanco es demoledora. Posee una factura impecable técnicamente, sobre todo a través de la utilización de larguísimos planos secuencia cuya mayor virtud (dejando de lado lo puramente audiovisual) es su capacidad narrativa, su correcta inclusión dentro de un guión que por momentos resulta demasiado visible, demasiado expuesto (sobre esto volveremos más adelante). Ya desde el comienzo, la contraposición de los elementos que, en la trama "maestra" (llamémosla super-trama), conforman la mismísima estructura del film, se ven evidenciados: la constante oposición entre urbanización y no urbanización, entre ciudad y naturaleza, entre los espacios reducidos y los espacios amplios. Ciñámonos a factores concretos: la primera toma de la película consta de un plano fijo de un espacio blanco y acotado, en el que se desliza el personaje de Darín (el rostro de Darín) frontalmente con los ojos cerrados. Una sucesión de planos cerrados y de una cualidad aséptica, con una intensa luz blanca, se contraponen así a los siguientes planos: la noche, la selva, la lluvia, el barro y la muerte. Vemos a Nicolás sumergido en este escenario sórdido y comprendemos la distancia entre ambos, las distintas realidades de cada uno. Luego, la lluvia que vemos allí, en aquella selva es contrapuesta con la lluvia que se vive desde dentro del auto de Luciana. La vivencia es otra, todo se encuentra intermediado, no hay contacto con esta realidad: al verla, la sentimos tan sórdida, tan salvaje- tan ajena. Esta contraposición se vive también en los espacios, deliberadamente contrapuestos desde el montaje: la intención de Trapero es crear una fricción estos dos polos opuestos, así como también, por ejemplo, entre la sala en donde debaten aquellos sacerdotes y obispos sobre las intenciones de colaborar en las villas y las villas mismas. Quizá lo más creíble y logrado sea justamente el espacio de la villa: posee una crudeza y una dosis de realismo que hacen que por eso solo ya valga la pena ver el film (más aún en una sala de cine). Justamente a través de los planos secuencia mencionados, se nos sumerge en aquel mundo de manera gradual, no forzada. El mejor ejemplo de esto es aquel momento en que vamos junto con Nicolás (detrás de él) a recuperar el cuerpo de uno de los muertos en un enfrentamiento de las bandas internas de la villa. Nos adentramos en aquellos pasillos, pasando de escenario en escenario, de habitación en habitación, hasta llegar al cuerpo mutilado del muerto. Como un descenso mítico, la acción de ir directo hacia el centro de lo desconocido (hacia aquello que jamás conoceremos) encuentra su cumbre máxima en este plano secuencia. En este caso (y a lo largo de todo el film) se destaca la fotografía, desde los encuadres, los ya mencionados movimientos de cámara (de una complejidad asombrosa) hasta la paleta de colores utilizada en cada escena: el cuidado puesto en las gamas que vemos en pantalla en cada cuadro es notable. La paleta de colores, de una precisión deslumbrante, suma muchísimo a cada plano del film. Más allá del gran trabajo de fotografía y de edición, hay algo de qué hablar en los intérpretes. El más correcto en las actuaciones (quizá, justamente, porque es el personaje con el que uno más se identifica, por su característica de extraño en aquel mundo) es Jérémie Renier. El actor belga (al que se lo puede ver en el film de los hermanos Dardenne El niño), transmite humanidad y construye un personaje complejo, plagado de dudas, un hombre que quiere- que debe- redimirse frente aquello a lo que no supo hacer frente. Un hombre perseguido por la responsabilidad y por su conciencia de saberse ejemplo de otros- un deber que le resulta una carga, eje principal de su duda a lo largo del film. Darín, en cambio, crea un personaje unidimensional, cuyas dudas son puestas en escena mediante diálogos algo acartonados y secuencias que resultan poco creíbles. Toda la subtrama médica del tumor cerebral que su personaje sufre es completamente gratuita y facilista, justificada únicamente por un guión "de hierro" que, en su rigor, debe buscar una explicación allí, en la trama, para que Julián desee dejar su puesto a Nicolás, una fuerza mayor por la cual se vea obligado a dar un paso al costado en su labor en las villas. Algo similar sucede con Martina Gusman, la actriz fetiche de Trapero. Más allá de que sería interesante ver un film del Trapero contemporáneo con otra actriz que no sea su esposa, su personaje sufre de falencias principalmente en la relación con Nicolás. La pregunta que hace falta aquí es: ¿era necesario que Luciana y Nicolás estuvieran juntos? ¿No hubiera sido más interesante, incluso (recurriendo a las reglas de su propio juego) más efectivo que esa atracción entre ambos nunca se llegase a consumar? Es que resulta forzado dentro de la progresión dramática del propio relato la sucesión de los hechos entre Nicolás y Luciana. Nunca llega a haber una tensión sexual como para que la escena posterior entre ambos se vea justificada: en el momento se nota el gran bache que hay en esta relación y le quita peso dramático al hecho de que un sacerdote (porque esto, teniendo en cuenta al personaje de Nicolás, debería ser importante, y casi no lo es) tenga sexo. Hubiera sido mucho más interesante- y de mayor riqueza a nivel relato- que esta relación se viera implícita en los gestos, en las frases de estos dos personajes en vez de ser explicitada. Pero esto no es posible; la acción se rige a un guión que no deja aire a sus personajes para que vivan (o aparenten hacerlo) y respiren en la pantalla. Es deber, para dar un cierre a este análisis, hablar del final de Elefante blanco. Se trata, como ya se anticipa desde los primeros momentos del film, de un final apoteósico que, en definitiva, no encuentra una debida correlación con lo que venimos viendo. Porque uno se pregunta la necesidad de un final de esa índole: es como si, desde el guión, existiera una obligación de tragedia en aquellos personajes, como si ya no hubiera suficiente tragedia en el planteo, en el entorno, en el mundo mismo de la villa. Y hay más: la muerte de Julián no solo carece de sostén en la trama misma (que podría ser algo discutible) sino que no nos compromete en lo absoluto. No nos afecta como debería afectarnos porque eso que vemos allí no nos remite (como todo personaje bien construido) a un alguien sino a un algo, a una construcción disfrazada de personaje cuyo único fin es el de un engranaje en una super-trama que sacrifica todo por ser funcional. Es quizá ese el síntoma que desnuda completamente el problema en Elefante blanco: la estructura que debía subyacer- como los cimientos de aquel monstruoso edificio- termina ocupando la pantalla. Es así que vemos elementos de guión, vemos técnicas, esquemas, vemos acciones y recursos en vez de ver personajes que fluyan, acciones que se encadenen desde su causalidad y un relato que se preocupe menos en funcionar dramáticamente y más en permitir(se) crecer y llenarse de vida, que es aquello que, en definitiva, buscamos- y usualmente confundimos- en la pantalla.
A TRAVÉS DEL ESPEJO Sobre lo que no vemos La Separación presenta un leve y- quizá- insignificante detalle sobre el que creo necesario introducir este análisis. Se trata, sin lugar a dudas, de uno de esos films cuya fama los precede. Una de esas películas, generalmente de mercados que lamentablemente son muy poco distribuidos en el país (como es el caso del cine asiático), que han ganado cuanto premio se les haya presentado delante, y han resultado figura de diversos festivales internacionales. A la par de su reconocimiento mundial, en el momento de nuestro reconocimiento (el momento en que nos sentamos a visualizar al film), la razón de su increíble éxito es más que clara: se trata, por decirlo de una manera fácil y simplista, de una película cuya complejidad narrativa- esa maraña enroscada de sucesos casuales- seduce a quien se siente delante de ella. Posee como atractivo principal (esa es mi apreciación) un guión enrevesado y plagado de situaciones que cambian radicalmente el curso de la trama, una característica quizá bastante presente en el cine occidental (y particularmente el cine norteamericano) pero que resulta extraña en un film de su origen. Más alla del- reincidente- exceso de simplificación en estos estamentos, hay una realidad que es insoslayable: no se trata de una típica película iraní. Y no me refiero a la ausencia de esos supuestos "tiempos lentos" que se le atribuye al cine de esos pagos (lejos estoy de pensar eso), sino a su forma y a su esencia; es por esa razón que resulta tan accesible- y tan pregnante- a la mayor parte del público mundial. El vidrio como objeto-mediador: la incapacidad de ver, la imposibilidad de saber la verdad. Nader y Simin son un matrimonio iraní con una hija llamada Termeh. Simin quiere irse del país por lo problemático de la situación actual del mismo, pero Nader no accede debido a varias razones, entre las que se encuentra su padre, un anciano con Alzheimer al que debe cuidar. Termeh, su hija, opta por quedarse con Nader para así evitar que su madre se vaya del país. El principal conflicto sobre el que se desenvuelve la trama es aquel que evoca el título del film: la ruptura de esta pareja (sería interesante analizar este film junto con El campo, notable película argentina que trata un tema similar). Este hecho es la causa y consecuencia de todo el relato del film, y es el esquema que funcionará de estructura madre de la película, desde lo narrativo y, principalmente, desde lo formal. De hecho, es notable la marcada impronta formal que posee La separación. Desde la composición de cuadro, es evidente la intencionalidad de Asghar Farhadi por transmitir desde la imagen lo planteado dramáticamente en el guión. En el comienzo esto ya es notable. La primera escena del film consiste en un plano frontal de ambos personajes (Nader y Simin), quienes discuten con un juez (ubicado fuera de campo) sobre la imposibilidad de Simin de irse del país con Termeh si no tiene el consentimiento de Nader. En toda la escena no vemos nada más que a aquellos dos personajes. Así, desde este comienzo, se plantea la temática de la película. Luego, a lo largo del texto fílmico, Farhadi representa la acción con una sintaxis muy determinada: a través de la utilización de vidrios como mediadores entre la cámara y los personajes, se nos plantea de manera visual la principal problemática que aqueja a los protagonistas del film- la separación definitiva que subyace debajo de las distancias dentro del cuadro cinematográfico. Mediante este objeto, que es metamórfico por poseer a lo largo del desarrollo dramático diferentes representaciones- desde un espejo retrovisor de un auto hasta un vidrio esmerilado de una puerta- Farhadi da cuenta de una gran labor de composición de cuadro, por momentos encubierta por una constante cámara en mano y un guión complejo que, quizás premeditadamente, aleja nuestra atención de lo formal y nos obliga a concentrarnos en la trama. La primera instancia en la que se hace notoria esta intencionalidad es al comienzo, en la secuencia de la mudanza, cuando Simin se va de su casa. En todo este pasaje, se utiliza una cámara en mano (al igual que en absolutamente todo el film) y vemos a gran parte de los personajes a través de los vidrios de la casa. Así, la primera vez que vemos a Termeh es a través de su ventana, y algo similar sucede con Nader. Pero la utilización de este objeto-mediador es más evidente cuando se encuentra enmarcado a su vez en otro objeto: la puerta. Esto es claro en la escena en la que deben cambiarle el pantalón al abuelo de Termeh; Nader le dice a su hija que permanezca afuera mientras él se introduce en el baño con su padre, cerrando la puerta tras de sí. Nosotros permanecemos afuera, con Termeh, imposibilitados de ver nada. En el caso de Termeh, es por cuestiones culturales y religiosas; en nuestro caso, porque Farhadi así lo desea. Entre nosotros y lo que está sucediendo dentro del baño- entre nosotros y el drama- se encuentra este objeto, esta puerta de vidrio esmerilado. Algo muy similar sucede (tanto narrativa como formalmente) cuando la nueva criada Razieh debe cambiar al abuelo de Termeh. Esta vez, un plano cerrado nos muestra como aquella puerta es cerrada, y el esmerilado del vidrio permanece en plano detalle durante unos segundos. Pareciera como si Farhadi quisiera hacer hincapié en aquello que no podemos ver. Aquello que estamos imposibilitados de ver por la presencia de puertas y vidrios en el medio. De hecho, este film tiene su eje dramático sobre aquello a lo que no pudimos asistir con la mirada. La base de la trama es el accidente que provoca Nader (o Razieh) al empujar a Razieh (o no) desde la puerta de su casa (nuestro querido objeto de prohibición) hacia las escaleras. Toda la película se construye entonces sobre aquello que no pudimos ver, ya que cuenta con nuestra intriga y genera suspenso a partir de nuestro desconocimiento de lo que verdaderamente pasó detrás de aquella puerta. Hay otro puerta que es sumamente importante en el film: la de la habitación del juez. Aquella puerta no presenta vidrio, y es justamente la que no nos prohíbe nada sino, justamente, nos invita a entrar. En todas estas escenas, nosotros nos encontramos entre los protagonistas viendo todo lo que sucede, sin perdernos de nada. Justamente, Farhadi nos permite asistir y formar parte de la discusión sobre qué sucedió detrás de la puerta del departamento de Nader. Como mencionamos con anterioridad, este objeto-mediador también se presenta con otras formas, distintas pero similares en lo que respecta a su intención. Así, los vidrios de la ventana de la casa de Nader son buenos ejemplos en lo que respecta a la mirada de Termeh. Ella muchas veces observa a su padre a través de estos objetos- significando la distancia que tiene para con Nader. Otro caso interesante es el del auto: Nader jamás se voltea a mirar a Termeh, sino que lo hace a través del espejo retrovisor. Allí sólo vemos su mirada reflejada- es esa actitud lo que nos interesa; Farhadi no nos muestra, sabiamente, a Termeh desde el espejo retrovisor, ya que todo el tiempo nos encontramos más con la niña que con su padre o su madre. Hay dos escenas muy particulares en La separación. La primera es cuando Nader discute con Simin sobre lo que sucedió aquel día; previamente a esto, obligan a Termeh a retirarse y cierran la puerta. La otra escena es hacia el final, cuando Razieh discute con Hojjat sobre lo verdadero de sus acusaciones en la cocina de su casa. Aquí algo similar sucede, el planteo es el mismo: dos personajes discutiendo (y nosotros allí dentro, con ellos) y uno afuera, a través de una puerta de vidrio, mirando y escuchando (porque todo se escucha a través de esas puertas).
LA IMAGEN Y EL SONIDO Sobre lo verdadero Hay hechos gratificantes en la vida. Uno de ellos, quizá uno de las más placenteros, es la sorpresa. El acto de verse sorprendido por un factor externo a uno renueva y revitaliza- resulta una bocanada de aire fresco. Y cuando este aire fresco se encuentra encapsulado en el vehículo de una película, la sensación de sorpresa es aún mayor. Como es sabido, hay fórmulas detrás de todo, estrategias que se utilizan para optimizar procesos; es entonces que debo recomendar un método. Ir a ver El campo sin comentarios previos, sin referencias. Ir y entregarse a lo que vemos, dejarnos llevar. Sin ver trailers, sin leer críticas, sin leer entrevistas. Todo eso vendrá después. Hay un ritmo y una cadencia notables impregnados en el film, y esto se potencia si no sabemos hacia dónde vamos, si no tenemos ni la más remota idea de si El campo se trata de un film romántico, de un drama, de una película de terror o de una mezcla de todas. Antes de entrar a la sala, no había visto ninguna película de Hernán Belón; luego- ahora- es un director al que pienso seguir. Leí que ha dirigido un par de films documentales, y de que El campo se trata de su primer largometraje de ficción (en este caso, al igual que con El tango de mi vida, el guión fue co-escrito con Valeria Radivo). La mano ajustada con la que lleva a cabo la acción, los tiempos que maneja y la tensión que logra transmitir dicen otra cosa. Hablan de alguien con una precisa visión de qué contar, y de un ojo entrenado para narrar magistralmente con recursos mínimos- un poder de síntesis que resulta llamativo y reconfortante en el panorama actual. Dolores Fonzi y Leonardo Sbaraglia, muy sólidos en sus respectivos papeles. En la superficie, el relato es sencillo: Santiago (personificado por Leonardo Sbaraglia) y Elisa (Dolores Fonzi) son un matrimonio que viaja junto a su hijita Matilda a una casa ubicada en el campo, con la intención de asentarse allí y comenzar una vida en familia. Así, intentan instalarse en aquella antigua casa y adaptarse al ambiente del campo y a la vida de pueblo, con todo lo que ello conlleva. A medida que nos adentramos en el film comprendemos que en esas dos personas (en el espacio entre las dos) hay incomodidad y lejanía, y que lo creímos que era una relación estable es en realidad un grito desesperado. De esta manera, El campo logra tomar un tema harto visto y renovarlo, escapando a cualquier convencionalismo y previsibilidad. Su condición de rara avis tiene base en su capacidad de fundir sus excelentes recursos formales en un retrato homogéneo, sólido, sin desequilibrios, cargado de una intencionalidad clarísima que hace imposible que el espectador permanezca ajeno. Nos arrastra junto con su relato- logra, como si se tratara de una gran sinécdoque, mostrarnos apenas una parte y significarlo todo. En este poder de síntesis es en donde se ve, como mencionamos antes, el poder de un muy buen film: su densidad es indiscutible, y en lo profundo de su esencia es sumamente compleja. Vemos a un padre que juega con su hija, a una madre que baila borracha en una peña, a un auto semienterrado en el medio de un camino, pero comprendemos mucho más. Con una gran carga simbólica, El campo nos señala grandilocuentemente acciones y hechos mientras por detrás, mediante diversos elementos audiovisuales, nos susurra su verdadera intencionalidad. Ya desde el comienzo, desde el primer encuadre, esto está claro. Se trata de un primer plano de Elisa sentada en un auto, con la mirada perdida en el horizonte. El plano cerrado implica una mínima profundidad de campo: ella se encuentra a izquierda de cuadro, y a su lado, de fondo, vemos la silueta de un hombre fuera de foco. Desde este instante comprendemos que el relato, aunque más no sea por el momento, se centrará en Elisa. Será su percepción la que predomine, no la de su marido, el hombre del fondo, fuera de foco, desdibujado. A lo largo de todo el film, la puesta en cuadro es minuciosa y precisa, el uso de la cámara jamás se torna monótono. Se desliza mediante travellings, cámara en mano, o fija (creando, en este último caso, escenarios de gran belleza, explotando al máximo posible la naturaleza que rodea a los protagonistas), logrando ensalzarse con sus planos pero, de alguna manera mágica, sin caer jamás en el regodeo visual. Hay, sin embargo, una constante que pareciera regir el emplazamiento de la cámara: en la mayor parte de los planos, la misma se encuentra alejada físicamente de la acción (ya sea un plano general o un plano más cerrado) y en gran parte de los mismos media, entre el personaje y la cámara, un objeto, ya sea una silla, el marco de una puerta o una ventana, que impone distancia, que nos separa (aunque más no sea con un filo al borde del plano) de los protagonistas. Casi como si estuviésemos mirando algo a escondidas- un constante reencuadre- inmiscuidos en una vida que no es la nuestra, presenciando lo privado de una pareja. Como inmiscuida en la vida de los personajes, la cámara se dedica a retratar con excelencia esas escenas conyugales. El sexo es retratado sin pudor, sin interferencias en el cuadro, porque allí, en esos momentos (esto lo iremos descubriendo a medida que se desarrolla la trama), es en donde menos comunicación hay entre los personajes. Cuando la acción se desarrolla afuera, en el campo, los árboles invaden la escena, hacen que nos perdamos parte de los recorridos de las acciones. Y todo con esa tonalidad lavada y contrastada que caracteriza a la fotografía de El campo, característica de ese clima nublado que invade al film, y que logra no resultar tedioso en ningún momento. Otro factor de gran importancia dentro de El campo es el sonido. Nuevamente, este recurso está implementado con intencionalidad: claramente se erige un objetivo y, en parte, lo logra. Y digo en parte porque con el sonido me pasó algo que no me sucedió con la fotografía: por momentos lo sentí demasiado presente, demasiado cercano, y por más que esto fuera intencional (como lo es), me produjo una cierta distancia con la película. Me alejó de los climas que lograba crear por su evidencia en querer mostrarnos un determinado foley, en querer hacernos ver la intención detrás de cada sonido; por momentos parecía que importaba más la decisión que el hecho. Allí en donde la fotografía fluía en conjunto con el film, el sonido presentaba sus trabas, se ocupaba demasiado en hacerse notar, y algunas decisiones estilísticas no fueron de mi agrado, sobretodo en un tema de planos sonoros (y por momentos el doblaje era evidente, lo cual también contribuyó a mi distanciamiento). Aún así, dejando de lado este detalle, tiene pasajes muy bien creados, y ciertas atmósferas que construye resultan sobresalientes. Y, al igual que la fotografía, presenta una constante, algo que hace evidente la marca de estilo: su función de precursor de la acción. El sonido funciona como disparador de lo que sucede; o mejor dicho, lo que sucede se anticipa (y anticipa al espectador) en el sonido. A lo largo de todo el film, primero escuchamos y después vemos, primero escuchamos a los cerdos y luego los vemos comiéndose los cultivos de la huerta, primero escuchamos el estruendo de los platos rotos y luego vemos a la anciana frente a Elisa, primero oímos el llanto de Matilda y luego la vemos regresar llorando. Es casi como si el sonido guiara a la cámara, como si le señalase qué filmar y qué no. Esto presenta su clímax a nivel narrativo hacia el final, cuando esos sonidos que Elisa escucha en su casa tienen su desenlace en la acción- todos esos sonidos a lo largo de las diversas noches no eran otra cosa que una gran premonición. Es en este momento en que la tesis cobra forma y subraya su intencionalidad. La música utilizado (piezas lentas en piano) resulta correcta, acompaña bien la acción. En ningún momento desentona, sino que logra una mayor unidad en el resultado final. El acto de correr. Elisa corre en dos ocasiones, la primera vez escapa de algo, la segunda corre hacia algo. Hay que mencionar, no por costumbre sino porque de veras valen la pena, las actuaciones de los tres protagonistas. La pequeña Matilda se lleva todos los aplausos, posee un carisma que es incapaz de reproducir por ser tan innato, tan natural. Es una de las bases de que el film funcione, teniendo en cuenta lo complicado que puede resultar el hecho de filmar con una niña de tan poca edad. Y en cuanto a Dolores Fonzi y Leonardo Sbaraglia, resultaron, al menos en mi caso (debo admitir que entré a al sala con cierto prejuicio), una gran sorpresa. En sus actuaciones hay una naturalidad increíble, casi subyugante, completamente lograda. Casi no tienen fisuras; les creemos desde el comienzo que son lo que dicen ser, y este es uno de los grandes logros del film. También resalta muchísimo Pochi Ducasse; le imprima una fluidez a un personaje ya desde el vamos complicado. En este aspecto se ve claramente que detrás de El campo hay un muy buen director, alguien que sabe guiar a los actores, marcarles el camino para que se desarrollen. Alguien que sabe transmitir. Porque eso es lo que logra El campo. Transmite, y mucho. Logra, en la primera parte del film, guiarnos en la visión de Elisa. Así, cuando Santiago se va para Buenos Aires, el film toma otro aspecto, lo que vemos es distinto. Esto es porque, desde los recursos que mencionamos, se imprime en la película una visión, un reencuadre muy determinado, sujeto a mutaciones a lo largo del film. Justo antes de esa acción habíamos presenciado un cambio de eje vital en la estructura de El campo: el momento en que Santiago acepta ir a cazar y deja a Elisa sola en la casa con Matilda. A partir de aquí, cuando nos vamos con ambos hombres en su camioneta, el film toma un tinte distinto. Ya no es Elisa la referencia de los sucesos. Cuando Santiago vuelve, ella se encuentra en la cocina. Primero, oímos el sonido de la puerta (el sonido como anunciante). Luego oímos a Santiago. Y luego vemos al conejo, inerte, colgando de sus manos. Esta secuencia, de gran importancia a nivel del relato, y de gran carga simbólica, funciona como punto de quiebre. Santiago comienza a despellejar al conejo, y se entera de que se trataba de una hembra preñada. Asesino de madre e hijo. Al momento de enterrarla, decide, en vez de hacer esto, arrojarla a un costado. Luego de esto se da la pelea. La discusión. La crisis expuesta, evidente. Por eso, con su ida a Buenos Aires, el aire del film es distinto. Y verdadero. El campo es verdadera. Tan verdadera como las naranjas que Elisa recoge de un árbol y los recuerdos de su infancia. Tan cierta como el sonido de una hamaca o un limpiaparabrisas. Tan palpable como las hojas pegadas al suéter de Santiago luego de jugar con su hija, revolcándose en el pasto de algún parque olvidado (y ahora recordado).
LOS CUERPOS MARCADOS El revés de la trama Es un tema interesante el del sexo en el cine. Mientras que la violencia ha sido superada como tabú en las películas hace décadas, el sexo aún no goza de esa libertad ni de esa aceptación. Es por esto quizá que películas como Shame despiertan una polémica que las excede como film y se instaura como factor social, generando así amantes y detractores por igual. La negativa de la cadena mundial Cinemark de proyectar esta película en sus salas es un ejemplo exacto de esto. En este caso en particular, la causa de la polémica radica en el tema central del guión y no en su enfoque posterior ni en su tratamiento formalmente cinematográfico. Es decir, en Shame lo polémico es la base, pero el tratamiento que se le da a la misma es completamente convencional. Su director, Steve McQueen, dirigió en el año 2008 la película Hunger (no tuvo distribución en nuestro país), sobre la historia de Bobby Sands, un miembro de la IRA que desde la prisión lleva a cabo una huelga de hambre. También con Michael Fassbender en el rol protagónico, este duro film no estuvo exento de controversia. Así, la dupla McQueen-Fassbender ya se ha convertido en una relación de director-actor fetiche (de hecho están nuevamente juntos en la preproducción del film Twelve years a slave, la historia de un esclavo en la Nueva York del siglo XIX cuyo estreno está previsto para el 2013), y es una sociedad que promete desde el vamos tratar temas poco usuales, tópicos que no son muy comunes y que seducen y atraen por la polémica que los rodea. Fassbender brinda una actuación acertada y contenida. El relato de Shame se centra en Brandon Sullivan, un hombre que vive en Nueva York y que posee una irreversible adicción al sexo. Al sexo como impulso arrebatado de cualquier sentimiento, como descargo, como acción individual. Alguna desconocida de un bar, una prostituta o algún hombre. El otro no importa. Se trata de la necesidad de un fin, de una concreción- el orgasmo; el medio es lo de menos. Esta dependencia absoluta provoca en Brandon una incapacidad para relacionarse emocionalmente, una barrera al momento de involucrarse con un otro que dificulta y entorpece su vida social. Todo esto se ve puesto en crisis con la visita (espontánea y por lo tanto impuesta) de su hermana- aquella voz en el contestador del teléfono que azota a Brandon en las primeras escenas del film. Ella es, se podría decir, lo opuesto al protagonista, y su carácter funciona como antinomia del de Brandon. Sin saberlo, lo cuestiona y lo derrumba, lo hace estallar en mil pedazos por su sola existencia, por su simple estadía en su departamento. La intimidad demolida, la privacidad transformada en hecho público. Para Brandon, que alguien como su hermana permanezca en (le quite su) espacio personal es un abuso, una violación de su bien más preciado: él mismo. El film presenta desde lo formal varios logros a destacar, y una clara intencionalidad por parte de McQueen. La cámara alterna entre largos planos secuencia estáticos o con travelling y tomas cortas, cámara en mano. Los encuadres son precisos, filosos, calculados. Ya desde el comienzo, en la primera toma del film, se aprecia este rasgo: Brandon recostado, con la mirada perdida. El encuadre es recortado, propone (impone, claro está) una lectura. Luego de unos cuantos segundos, Brandon se levanta y abre la cortina- la cámara se queda allí, inmóvil, y sobre las sábanas arrugadas se sobreimprime el título del film. Es que el gran acierto de McQueen (y para mí el mayor logro del film) es el de dar una intencionalidad dramática a las decisiones formales, en este caso, al emplazamiento de la cámara. Detrás de Shame no hay intenciones caprichosas, sino calculadas y fundamentadas. La carga simbólica es enorme, y hacia eso tiende cada plano. En la escena en la que Brandon encuentra a Sissy en su departamento esto es evidente. La cámara en mano sigue a Brandon, quien toma un bate de un armario y se dirige al baño. Entra abruptamente al mismo, todo mediante un plano secuencia, y se encuentra a su hermana desnuda, bañándose, quien se asusta de la violencia de Brandon. El plano de conversación entre ambos es preciso: Brandon a izquierda de cuadro, con el bate en sus manos, y Sissy a la derecha, reflejada en un espejo, desnuda. Así, vemos un reflejo de esta hermana, no la vemos a ella; ambos se miran y hablan, se insultan y permanecen callados. Ella ríe y sonríe. No hay pudor en su cuerpo desnudo. La cámara en mano y la larga duración del plano incomoda, plantea un conflicto casi invisible pero palpable, consistente. No hace falta más para que entendamos lo extraño de esa relación; McQueen nos susurra, bien por lo bajo y con elementos puramente cinematográficos, un pasado conflictivo entre ambos, quizá incestuoso. Lo fálico esta resaltado en otras varias escenas del film, como es en este caso con el bate que Brandon lleva en sus manos, y también en el recurrente escenario del subte, en el poste metálico del vagón del que se toma la mujer del comienzo, en esa pseudo masturbación de Brandon en la cocina de su trabajo agitando un sobrecito de azúcar rápidamente y en la exagerada expresión de placer de Sissy al tomar el jugo de naranja en su primer desayuno en el departamento del protagonista. Todo este subtexto sexual abunda en el film, y eso hace que sume en riqueza simbólica. Hay una constante en Shame, y en las constantes es en donde se encripta la intencionalidad del autor: el tratamiento de estos dos cuerpos, el de Brandon y el de Sissy, en la composición del cuadro. Siempre que se encuentran uno junto al otro, la cámara los retrata desde atrás- vemos sus espaldas, sus nucas, y sus perfiles. Apreciamos más los movimientos corporales y lo que llevan de vestir antes que sus expresiones, y esto es lo que desea McQueen: retratar cuerpos, no personajes. La primera vez que esto sucede, se encuentran esperando al subte. Él viste, como en casi toda la película, un traje negro, elegante y austero. Ella, en cambio, lleva una campera símil leopardo y un sombrero rojo. Es un felino, llamativa y grotesca al lado de Brandon. Este tratamiento de los cuerpos es notorio, y plantea una dualidad muy interesante en estos dos personajes. Es la ruptura de la cotidianidad del protagonista, la invasión absoluta de su personalidad. Al final del film, serán los mismos cuerpos, los cuerpos marcados, los que sintetizarán todo el film en forma de cicatrices indelebles; aquella piel rota y vuelta a sanar- el recordatorio de lo vivido. Más avanzado el film, cuando Sissy se lleva al departamento al jefe de Brandon, éste no puede soportarlo. El sonido que hacen en el cuarto es exagerado e inverosímil, todo lo vemos y oímos a través de la percepción deformada de Brandon, eco quizás de un pasado oscuro (así como también resulta inverosímil la manera de sucumbir de las mujeres frente a la seducción de Brandon, son como figuritas de cartón, porque en definitiva así son como las ve él). El protagonista comienza a desvestirse; McQueen nos plantea, como en un amague, la posibilidad de que Brandon se masturbe escuchándolos. Pero no, el personaje se cambia de ropa y sale a correr. Esta corrida solitaria es una exteriorización de lo que sucede dentro de Brandon, y el largo plano secuencia lateral por el que opta McQueen es acertado y transmite una desolación devastadora, siguiendo al personaje por esas calles vacías, en aquel ambiente nocturno, anaranjado, despojado de todo. Brandon corre de su hermana, se aleja de ella- al final, será una corrida similar, fruto también de una desesperación, la que lo lleva con ella. Funciona de manera simétrica, siempre mediante el plano secuencia, la constante que en este caso nos evidencia el discurso del realizador. Los travellings en la oficina de Brandon también cumplen esta función: son casi laberínticos, y nos llevan a través de esas oficinas, plagadas de reflejos (los personajes allí son reflejos en los vidrios), en esa monotonía en la que todos están inmersos. La intencionalidad detrás del encuadre: los personajes en su función básica de cuerpos. Hay dos escenas de Shame que se destacan por la utilización prolongada de planos secuencia predominantemente estáticos. Y en ambas sucede algo similar: son las dos situaciones en las que durante el desarrollo de la trama, previo al final apoteótico, Brandon da muestra de sus sentimientos, los exterioriza de manera física. La primera es el momento en que Sissy entona una versión bastante personal de New York, New York. No hay nada que mencionar sobre esta escena que no se haya dicho ya (todos la crítica existente de la película trata el tema); lo importante es su ritmo interno: lento, estático y cadencioso. Se trata de un plano frontal fijo de Sissy, de unos cuantos minutos de duración, alternado con un plano más abierto del rostro de Brandon, quien la mira con emoción contenida. Todo lo que hay detrás de la lágrima que derrama se encuentra implícito, herméticamente sellado, y esto es un logro de McQueen y de Fassbender: su personaje demuestra tener un pasado muy concreto, sabe en todo momento de dónde viene. Este momento se destaca por la vulnerabilidad pasajera del protagonista, y le otorga densidad. La otra escena es cuando se encuentra en su cama con Marianne, su compañera de trabajo. Se trata también de un plano prolongadísimo; asistimos a la seducción y al inicio del acto sexual frustrado de Brandon. Su disfuncionalidad es clave para el personaje; la imposibilidad de concretar su necesidad concluye en una frustración absoluta. Por eso es que McQueen se detiene en los momentos previos de interacción entre Brandon y Marianne, justamente porque, en un comienzo, esta relación está planteada como la posibilidad del protagonista de relacionarse. Hay algo más que deseo sexual allí, y el film se toma su tiempo para hacernos notar eso. En la escena del restaurant, en la que ambos conversan algo incómodamente, McQueen acerca su cámara lentamente, de manera fragmentada: las intervenciones del molesto mozo (quizás la única escena con ribetes de comedia) sirven de pausa, de intervalo para este acercamiento casi imperceptible. Todo comienza en un plano general, y termina en un plano cerrado que contiene a ambos; esta secuencia demuestra la destreza formal del film para introducirnos en diversas situaciones. La culminación con aquella escena en la cama del protagonista aporta una conclusión: Brandon sólo puede tener relaciones sexuales con cuerpos anónimos (de hecho, todo el sexo que vemos a lo largo del film carece de atractivo, no es excitante ni mucho menos). Es aquí que se ve sintetizado, de manera connotativa, el delineamiento psicológico del personaje, soportado a su vez por grandes actuaciones. Principalmente la de Michael Fassbender. Precisa, enorme, cautivadora, logra el mejor papel de su carrera. Carey Mulligan también logra componer a la perfección a un personaje complejo y contradictorio. Más allá de lo formal, y sin dejar de lado todos sus aciertos en materia de lenguaje cinematográfico, a mi parecer Shame falla en su estructura, no por la elección del relato fragmentado temporalmente (que en cierto nivel funciona), sino en su intento de comprometer al espectador. Un claro ejemplo de eso es la secuencia inicial. McQueen plantea algo parecido a un preludio musical: en los primeros minutos se nos muestra la enfermedad de Brandon y se pone en el centro de la cuestión su cualidad de personaje trágico. Y aquí es en donde no comparto la intención de McQueen. Es imposible que como espectadores sintamos empatía hacia el personaje o podamos identificarnos con aquella música avasallante al instante de haber comenzado la película. Digo esto porque no se trata de una mera secuencia musical, sino que es una introducción que exige nuestro comprometimiento para con los sentimientos del personaje. La tragedia se ve diluída en gran parte debido a esto: hubiera funcionado mejor un comienzo más pausado, que nos adentrara en el conflicto interno del personaje (y en el conflicto del relato) y no nos lo arrojara sobre la cabeza apenas empieza el film. Leí en diversos medios que McQueen logra retratar a un personaje de una manera objetiva, sin prejuicios, sin condenarlo. A mi parecer, esto es completamente al revés. Lo condena ampliamente, lo convierte en mártir desde el primer instante de la película. La actitud de Brandon no es más patológica que la de su jefe o que la de su hermana. Y el planteo estructural de la película, con esa suerte de final circular en el que Brandon se enfrenta nuevamente a la mujer a la que al principio del film había perseguido como si fuera su presa por los túneles y escaleras del subte, es completamente innecesario. Porque en definitiva, es más interesante narrar la enfermedad de ese hombre sin recurrir a la trillada pregunta: ¿se curará o no?. Eso carece de importancia, no es relevante en el mismísimo desarrollo del film. En ningún momento deseamos que Brandon se cure, principalmente porque no es a donde nos lleva la película. Es por esto que esa última escena, en la que se nos deja abierta la posibilidad de que Brandon vuelva o no a incidir en la búsqueda desesperada de sexo, carece de atractivo, y hace que el relato pierda fuerza: lo que hasta el momento parecía un descarnado retrato de un hombre en lucha con sus adicciones (y por lo tanto sus miedos y sus traumas- una lucha consigo mismo) se convierte en un retrato de un enfermo que quiere (y debe) curarse. Esta visión es simplificadora y mucho menos interesante de lo que proponía; Shame entonces se erige como un animal que se muerde la cola: todo el tiempo cree ser original y auténtica, pero en su regodeo termina pareciéndose a muchos otros films. "No somos malas personas. Sólo venimos de un lugar malo", susurra Sissy al contestador de Brandon hacia el final. Salvando cualquier distancia, algo similar le sucede a la película.
CON LAS MEJORES INTENCIONES El retorno del rey El actual Armando Bo es nada más ni nada menos el nieto del legendario Armando Bo, aquel conocido director, escritor y actor nacional de las décadas del '60 y '70. Este sucesor homónimo desarrolló gran parte de su formación como director de comerciales, y comenzó su carrera en el cine como co-escritor del guión de Biutiful (2010), de Alejandro González Iñárritu. Sin más preámbulos, escribió (también junto a Nicolás Giacobone, su colega de Biutiful ) y dirigó El último Elvis , su ópera prima. El film es un caso particular, ya que fue exhibido en la función de apertura del BAFICI, pero al mismo tiempo se trata de uno de los estrenos nacionales "tanque" de la temporada, es decir, es una producción de gran presupuesto, en la que están involucradas productoras como Telefé Contenidos o hasta el mismísimo Iñárritu. La calidad técnica del film da cuenta de ello: la fotografía es impecable, la cámara elaborada y compleja (la película cuenta con varios planos secuencia de excelente factura), una dirección de arte y diseño de vestuario insuperables y la banda sonora potente. Es por ello que las principales falencias de esta película no radican allí, en los rasgos técnicos, sino en el guión, en la estructura y desarrollo del conflicto. Por momentos, Armando Bo descansa demasiado en la interesante premisa que precede a El último Elvis , en lo llamativo de su argumento y de su personaje protagónico, y deja de lado el desarrollo dramático de la narración, dando lugar así a un film irregular e inconsistente que, aunque funciona, se encuentra plagado tanto de hallazgos como de desaciertos. El vestuario, la iluminación, la fotografía y la interpretación de John McInerny como un Elvis decadente son admirables. La película tiene como protagonista a un imitador de Elvis de nombre Carlos Gutiérrez (John McInerny, uno de los mejores imitadores argentinos), y narra la vida de este personaje que de día trabaja en una fábrica, ninguneado por su jefe, y de noche se convierte en el "Rey", en el mismísimo Elvis, ya sea en el escenario de un bar poco concurrido, en un Casino o en un geriátrico. En constante conflicto y contrapunto con esto, se nos narra su vida familiar: divorciado de la que alguna vez fue su esposa, Alejandra (Griselda Siciliani), y con una hija pequeña, Lisa Marie (Margarita López), con la que le cuesta conectarse. Así, el protagonista sufre de una crisis de identidad intensificada por ambos flancos: su ausencia como Carlos Gutiérrez, padre de Lisa y ex marido de Alejandra, y su anhelo de ser Elvis Presley, una de los músicos más influyentes del rock. Es entonces que sucede algo inesperado: Alejandra y Lisa tienen un accidente de auto. Su hija recibe sólo un golpe en la cabeza, pero su ex mujer queda internada, en coma y con graves lesiones físicas. Así, Carlos es literalmente forzado a hacerse cargo de su asunto, de cuidar a su hija y convivir con ella, y Alejandra pasa a ser su máxima preocupación. Esta vida, sin embargo, va en contra de su don natural, su otra vida, su pasión. El film, como dijimos al comienzo, posee una estructura un tanto irregular (si pensamos en términos narrativos, es muy similar a la propuesta de El luchador (2008), de Aronofsky). Ya desde el comienzo, que se encuentra planteado de una manera sumamente interesante, la narración va a las corridas, a los saltos, como queriendo ganar tiempo para que el corte final de la película dure menos (apostaría por ello). El relato se ve entorpecido por este apuro para introducirnos al personaje y a su contexto, y así saltamos de situación en situación sin respetar los tiempos internos de esas escenas, que se encuentran desaprovechadas. Y este apuro evidente en los cortes y en la progresión dramática luego se estanca, hacia el final de la película. Pierde muchísima fuerza, muchísima vida que había logrado transmitir, y el crecimiento dramático se ve truncado sin motivo alguno. Lo más destacable del film son las escenas musicales, con sus planos secuencia (el del principio, por ejemplo, logra crear una escena grandiosa, y es brillante en los tiempos que maneja, y su fotografía y encuadre son perfectos), justamente porque en ellas Bo se detiene, como si supiera (o quisiera hacernos saber) que allí radica lo más interesante de la película. Si hubiera usado este mismo ritmo para todo el metraje (y quizá quitado un puñado de escenas que no suman nada a la trama) estaríamos ante una muy buena película. En todas estas secuencias musicales, la voz e interpretación de McInerny es fantástica, lo cual juega en contra de su actuación. Por ley de contraste, esa ductilidad que muestra al momento de estar sobre un escenario y cantar no es la misma que encuentra en la actuación, en su papel como Carlos Gutiérrez. Así, sus diálogos son forzados y sus líneas no suenan muy convincentes. Por otro lado, las actuaciones tanto de Griselda Siciliani como de Margarita López son buenas, bastante sólidas en sus personajes (sobretodo la niña) aunque no destacan en demasía. Un ingrediente divertido de El último Elvis es ver y asociar todos los rostros de los viejos rockeros que se suceden en la pantalla con personalidades reconocidas de la música, como John Lennon, Iggy Pop o hasta el mismísimo Charly. Sus intervenciones en una fiesta o en el reclamo de dinero ante el sindicato aportan frescura y humor. Griselda Siciliani en un papel en el que aporta lo justo y necesario sin destacarse en lo absoluto. Pero volviendo a la estructura narrativa, la mayor deficiencia se encuentra en el final. En esa especie de epílogo prolongado (que en realidad funciona como resolución de todo lo planteado en la película) que resulta débil, raquítico y sentimentaloide. Puro capricho, no se encuentra justificado, funciona casi como un deus ex machina , en el sentido de que todo se resuelve en una conclusión que es completamente ajena a la trama, a la evolución de los personajes, al desarrollo dramático que habíamos presenciado hasta el momento. Lo que se propone a sí mismo como un íntimo sacrificio, como un acto emotivo propio de un héroe (o un antihéroe, en este caso) resulta un recurso articulado a contrapelo de la historia, con el único objetivo de crear un final colosal, magnífico, tremendo, glorioso y trágico dentro de una historia que hasta el momento se había presentado como humilde, sencilla y sinceramente emotiva. Bo falla en combinar esa vida de Elvis con la vida "familiar" de Carlos, y allí está el problema. Ambos universos, desde el comienzo, son incompatibles (o al menos así son presentados), y el director pareciera que nunca termina de decidir entre ambos. Igualmente, y hace falta repetirlo, es un film que funciona, y eso no es poco decir.
EL GERMEN DEL MAL Todo sobre mi hijo Lynne Ramsay es una directora escocesa que cuenta en su haber con tres largometrajes: Ratcatcher (1999), Morvern Callar (2002) y el film que desembarca en el día de la fecha en las salas argentinas: Tenemos que hablar de Kevin. Premiada en sus dos trabajos previos, Ramsay se caracteriza por su particular estilo y es una de esas directoras a las que es obligación seguir y mantenerse al tanto de en cuanto proyecto esté involucrada. No he visto sus obras previas (lo haré en los próximos días), pero se me hace la idea de que todos sus films se deben caracterizar por estrategias semejantes, como por ejemplo tener abundantes climas y sensaciones creadas a partir de un gran uso de la fotografía y una banda sonora perturbadora, como es en este caso. De hecho, esta es una película que, se podría decir, es perfecta desde el punto de vista formal. Desde la cámara hasta las actuaciones, del mecanismo a lo dramático, hay una perfección notable, se trata de un gran trabajo y un raro exponente de un género como el terror, dentro del cual se podría encasillar (aunque no es nuestra intención), en parte, este film. Sin embargo, por sobre este perfeccionamiento de recursos (y quizá gracias a él, ya que por momentos esta formalismo nos distancia del relato y resulta excesivo), hay ciertas falencias en el relato que hacen que el film pierda algo de credibilidad y se torne obvio y algo subrayado; sobre esto volveremos más adelante. Hay muchas cosas sobre las que se podría llamar la atención, no coincidir, incluso señalar como puntos débiles, pero aún así, indudablemente hay algo que no se puede negar, y eso es que Tenemos que hablar de Kevin cuenta con un buen trabajo de dirección, una destreza notable para generar atmósferas cargadas de horror, densas y sofocantes, bordeando el terror más puro, el terror a lo desconocido. A no saber de lo que es capaz la persona que tenemos al lado. El terror al otro. Eva y su hijo Kevin, una relación complicada desde el comienzo. Para dar comienzo a la descripción de esta película, creo que deberíamos dividir la trama en historia y relato. Primero la historia: Eva (Tilda Swinton) es una mujer que trabaja en una agencia de viajes y que, contra su deseo, queda embarazada de un niño. Desde pequeño, el niño, de nombre Kevin, presenta un notable rechazo hacia su madre, haciendo todo lo posible para disgustarla. Al crecer, el rechazo va aumentando gradualmente, hasta llegar al punto de convertirse en odio, puro y simple odio. Eva odia a Kevin y Kevin odia a Eva. Todo las maldades que hace el niño son (o al menos parecen, ya que siempre vemos todo desde el punto de vista de Eva) dedicadas a su madre, mientras presenta para con su padre una notable y, a los ojos de Eva, falsa amistad. Ya de adolescente (interepretado por Ezra Miller), su relación es sádica, bordeando incluso lo incestuoso (de manera latente, implícita), y todo lleva hacia un final que, previsto o no, es una exteriorización de los sentimientos de Kevin para con el mundo, y da razón de la naturaleza autodestructiva que presenta el joven desde sus primeros años de vida. El film (al igual al libro homónimo, escrito por Lionel Shriver, en el que está basado) presenta una estrategia narrativa clara, en la que el tiempo de la línea argumental no es lineal. Todo comienza una vez que Kevin ya ha hecho eso , ya ha realizado lo monstruoso. Eva vive sola, y a través de ella recordamos lo que ha sucedido, a modo de flashbacks, imágenes de su memoria. Así, nos enteramos de que tenía una familia, un marido, una hija y un hijo, Kevin. Y paralelamente, se narra la concepción del mismo y su juventud, desde que es bebé hasta su adolescencia, asistiendo así, nosotros, como espectadores de este desarrollo, el crecimiento de un sociópata. El relato entonces comienza con una imagen al comienzo indescifrable, pero que una vez que terminamos el film es siniestra, síntesis del horror de lo sucedido: una cortina de la ventana de un cuarto a oscuras moviéndose a la par del viento, al ritmo de los regadores de un oscuro jardín del que vemos sólo una mínima parte. Luego de esto, una imagen no menos aterradora invade la pantalla: gente, mucha gente, arrojándose salsa de tomate en una tomatina, festejo originario de Buñol, Valencia. Esta imagen, impactante, nos remite directamente a lo que nos quiere remitir: un baño de sangre completamente atroz en el que la protagonista se encuentra sumergida, arrastrada como si fuera su propia crucifixión. Así, estas secuencias funcionan como un díptico que a modo de prólogo nos introduce en lo que será una historia sórdida y, por momentos, desagradable. Eva, desde el comienzo, se encuentra frente a una situación argumental que funciona como metáfora a nivel de la historia. Los vecinos, furiosos con ella por lo sucedido, le arrojan pintura roja en todo el exterior de su casa y su auto. Así, Eva debe limpiar su casa hasta que no queden rastros de sangre, hasta que quede limpia, al igual que su conciencia. Porque es ella también la trastornada por lo sucedido, no sólo por ser su madre, sino también porque siente que esa atrocidad es fruto de su comportamiento, de su actitud hacia su hijo desde que estaba en su vientre. En este nivel metafórico, bastante obvio, es en el que se maneja esta película. Todo el simbolismo presente no es muy complejo, y de hecho resulta recalcado en diversas oportunidades. La presencia casi constante del color rojo colabora con esto, y resulta, en un punto, excesivo y redundante. El mismo está presente en el juguete rojo que vemos que tiene su hija, Celia, cuando al comienzo, mediante un breve flashback, vemos a Kevin con una pesada mochila a punto de ir para la escuela; también en la bola con la que juega (o intenta jugar) Eva arrojándosela a Kevin, en un intento de que éste haga lo mismo, al igual que en la mermelada que el joven se sirve en un par de tostadas y aplasta, como si fuera un ser vivo al que le estuviera aplastando el cráneo, o al pistola de juguete que Eva rompe a patadas luego de que Kevin le redecore la habitación (seamos sinceros, no quedó nada mal), casi la destrucción de un feto por parte de su portadora. Ezra Miller logra crear un personaje muy convincente, principalmente a través de su perturbadora mirada. Así, este simbolismo, que funcionaría mucho más efectivamente en menor medida, aquí resulta excesivo, al punto de perder toda efectividad. Lo mismo sucede con el personaje de Kevin de niño (interpretado por Jasper Newell). Este joven, con ceño fruncido y trompita de malo, que mira a su madre desafiante, resulta grotesco, y el grito de "¡Muere, muere, muere!" mientras juega a un videojuego de matanza con su padre está completamente de más. Muy distinto es del Kevin más grande, actuado con solvencia por Ezra Miller, que sabe aportarle al personaje un misterio y una carga de terror con su cara andrógina, digno hijo (ficcional) de Tilda Swinton. Es que lo que no parece quedar claro es que es mucho más terrorífico un mal sutil, disfrazado, disimulado e implícito, que algo explícito y completamente subrayado. Kevin no tiene por qué ser el mismísimo demonio desde que es bebé, y no hay necesidad de que veamos reflejado en su ojo el blanco del tiro con arco y flecha, un recurso demasiado obvio para hacernos notar su fascinación por este deporte y su relación con la masacre posterior. Es en estos momentos de metáforas evidentes y simbolismo vacío en los que la película pierde muchísima fuerza, y torna un relato que se encontraba desde el comienzo cargado de tensión por su manejo de la información en algo obvio y previsible. Un ejemplo de este recurso utilizado correctamente es el parecido de Eva y Kevin. El mismo, lejos de ser evidente como pareciera, resulta un aditivo interesante y le añade complejidad al relato, dando énfasis a la idea de que Eva es tan culpable como Kevin de lo sucedido, de que en ella hay una culpa de la que no puede escapar. "Puedes ser muy dura a veces" le menciona Kevin luego de una crítica de su madre. Ella lo mira sorprendida. "Y tú lo dices" . "Sí. Yo lo digo. Me pregunto de quién lo heredé" . Eva se hace la desentendida y se marcha, intentando escapar a esa verdad a la que luego deberá afrontar. Un método interesante para observar en este film es el uso de la comida. El tratamiento de la misma es muy particular: siempre se remite al asco. Ya desde el comienzo, con la secuencia de la tomatina, se deja en claro la sensación de desagrado con respecto al alimento. Y esto se hace claro avanzado el film. Cuando Celia pierde el ojo, Kevin, al momento de hablar sobre el tema con Eva, muerde un alimento redondo, blanco, muy similar a un ojo humano. Lo mismo con la ya mencionada secuencia de las tostadas, o con los huevos que come Eva, luego de encontrarse con una madre de uno de los muertos en el supermercado, o con los copos coloridos que Kevin aplasta con sadismo convirtiéndolos en polvo. Como mencionamos con anterioridad, el aspecto formal de este film es muy llamativo. La cámara siempre tiende a un contrapunto entre planos cortos, muy cerrados, con poca profundidad de campo, y planos generales muy abiertos, en los que los personajes parecen un elemento más del decorado. A través del travelling, se remite a la tensión, a lo que está sucediendo fuera de campo. La banda sonora, a su vez, es completamente inquietante. En el comienzo, las extensas notas de un sintetizador nos adentra en atmósferas muy logradas, al igual que en varios otros momentos del film. La utilización de elementos tanto diegéticos como la regadora de césped (ese sonido se queda grabado en uno al salir de la sala de cine) o extradiegéticos, como por ejemplo los aplausos en el momento en el que Kevin se entrega o cuando está en el gimnasio haciendo reverencias a un público invisible, aportan muchísimo a la tensión de la película. También cabe mencionar la música que por momentos utiliza la película. Esto se da principalmente en los recorridos en auto, en los que se filtra en la banda sonora temas llevaderos de blues o de Buddy Holly, con el objetivo de alivianar un relato que, de otra forma, sería casi imposible de ver de comienzo a fin por su densidad y lo tremendo de lo que se nos está narrando. Las actuación de Tilda Swinton es estupenda, en su papel de madre que debe lidiar con su culpa y responsabilidad de lo que hizo su hijo, y también destaca el papel de Ezra Miller, muy acertada elección. No se supo aprovechar bien a John C. Reilly, cuyo personaje es bastante básico, sin mucha profundización. De hecho, no aporta mucho a la trama excepto en su rol implícito de marido y padre, al igual que el personaje de Celia (interpretado por Ashley Gerasimovich), quien posee muy escasas apariciones. Eva y Franklin, interpretados por Tilda Swinton y John C. Reilly. En definitiva, un film que resulta interesante por su narrativa y por su ritmo visual y sonoro, definitivamente una experiencia para ver en pantalla grande. El libro escrito por la inglesa Lionel Shriver se trata de una novela epistolar, en la que mediante cartas que Eva le escribe a Franklin, su marido, se nos cuentan las cosas que vio de Kevin y su comportamiento enfermizo desde que es pequeño. Al final, nos enteramos que Franklin está muerto, asesinado por su propio hijo al igual que Celia, su hermana pequeña. Interesante y difícil labor la de llevar al cine una historia semejante. La directora Lynne Ramsay sale airosa del desafío aunque algo escondida detrás de las formas, detrás del suspenso del género, y no logra del todo aportar una visión propia de las cosas. Los puntos débiles del film son, como mencionamos, la estrategia algo evidente de suscitar terror en la anticipación reiterada de los hechos, casi como una guía al espectador como para que no se pierda en el medio y sepa que el final será tremendo. Es que por momentos, es como si esta película se proclamara la mejor experiencia de terror de la década antes incluso de llegar a la mitad del film. Rigurosa, evidente ejercicio de estilo, Tenemos que hablar de Kevin por momentos se olvida de que existen personajes y no sólo vehículos de emociones, y que a veces puede resultar mucho más impactante la construcción y evolución del mal que la cualidad innata del mismo.
LA REPRESIÓN DE LOS CUERPOS El sexo y la palabra Ciertamente hay películas que alzan en nosotros una serie importante de expectativas y de sentimientos que aumentan en relación directa con la fecha del estreno de dichos films. Varios factores pueden avivar esta ilusión previa al lanzamiento de un estreno: un tema en particular, un intérprete que sigamos, un director con el que nos sintamos especialmente identificados, o simplemente una cosecha de determinados premios y de buenas reseñas en el largo camino que realiza la película antes de que la podamos ver. Sin ningún lugar a dudas, Un Método Peligroso tiene, en los papeles, mucho de qué alardear. Un interesante tema como el nacimiento del psicoanálisis y la tensa relación entre dos figuras fundantes de un trozo importante de la cultura contemporánea como lo son Freud y Jung, un director destacado por la controversia que genera (desde el gore explícito de sus primeros tiempos como cineasta hasta la eficacia narrativa post Una Historia Violenta) como lo es David Cronenberg (que en este caso tomó una obra de teatro del año 2002, escrita por Christopher Hampton, llamada The Talking Cure, a su vez tomada de una novela del año 1993 de John Kerr, titulada A Most Dangerous Method), y actores de la talla de Viggo Mortensen, Michael Fassbender y Keira Knightley. Imposible de pasar por alto. Casi una declaración de principios, Un Método Peligroso parece por momentos una búsqueda de conocimiento del propio Cronenberg, y a pesar de no estar ni cerca de lo mejor de su filmografía, se trata de una inmersión necesaria, enmascarada en una película de época- casi una excusa para adentrarse en los rincones del psicoánalisis por parte del director. Así, lo que aparentaría en primera instancia ser un estudio de caracteres es en realidad una tesis sobre la sexualidad, los deseos reprimidos y el poder de la palabra, sanadora pero también perversa, principal arma de este triángulo de personajes históricos y creadora de una tensión constante que se refleja en las cartas escritas entre Carl Jung, Sigmund Freud y Sabina Spielrein a lo largo del film. Viggo Mortensen y Michael Fassbender como Freud y Jung, respectivamente. La película comienza en el año 1904, en Zürich, particularmente en la clínica Burghölzli, en donde Jung (Michael Fassbender) ejercía en ese entonces, con la llegada de Sabina Spielrein (Keira Knightley), una joven rusa trastornada que es internada allí para ser tratada. Con ella, Jung comenzará a implementar la "cura del habla", un método que toma de Freud y que comienza a aplicar en pacientes que sufren de histeria. A partir de este momento, Jung comenzará a entablar una relación amistosa con Freud, con quien no comparte gran parte de sus teorías, y se liará amorosamente con Sabina, una relación algo enfermiza debido principalmente a la tendencia masoquista de Spielrein, quien, de niña, era golpeada por su padre. Así, junto con el detalle de la inserción en la trama del psicoanalista Otto Gross (discípulo de Freud con tendencias anarquistas, aquí interpretado por Vincent Cassel), Jung desarrollará varias de sus teorías (principalmente sus creencias místicas, algo a lo que Freud rehuía) y se verá inmerso en un declive de su vida matrimonial y una crisis depresiva. Como se desprende de todo esto, se trata de un film complicado, enrevesado en su relato y demasiado abarcante en su historia, que tiene altibajos a lo largo de su metraje, presentando tanto falencias como virtudes de igual manera. En primera instancia, se ve claramente desde la puesta en escena y desde el encuadre una intencionalidad por parte de Cronenberg. Utilizando una prolijidad nunca vista en la filmografía de este director, planos en su mayoría estáticos y simetrías de cuadro bien definidas, el realizador canadiense plantea desde el vamos una inquietud en el espectador. Así, a través de la utilización de triángulos visuales nos remite a los triángulos de la trama, y nos impone la que podría perfectamente ser la tesis del film: la constante represión de los deseos. Es a través de estos triángulos y de estas simetrías que nos plantea un relato que es inusual en su desarrollo, más aún tratándose de un director con un historial como el suyo. Esta es, sin lugar a dudas, la película más contenida (de manera intencional) de Cronenberg, y nos hace notar esto en cada fotograma del film. Desde el principio, desde el mismísimo primer plano, se nos deja esto en claro. Keira Knightley, en su papel de Sabina Spielrein, conducida en una carroza por un camino de tierra entre unos prados verdes, encerrada contra su voluntad, yendo a un lugar al que no quiere ir, gritando de horror, pegada a la ventana, intentando, vanamente, romper el vidrio, destruirlo en mil pedazos con sus alaridos, con su rostro desesperado- intentando salir al exterior. Esta contención, esta represión simbólica, metáfora de todo lo que tenemos dentro, de todo eso que intenta salir, funciona como introducción a una historia que no hará más que resaltar esto constantemente. El médico y su paciente, Jung y Sabina en el inicio del tratamiento de la misma. Hay dos escenas de sexo en el film, y son por un lado, la aislada situación en la que Otto Gross se encuentra junto con una encargada del instituto: lo único que llegamos a ver son partes de pezones, todo tapado y encerrado en ropa, en mucha ropa; una escalera atraviesa el cuadro horizontalmente y se interpone entre aquella acción y nosotros, no se nos permite avanzar más. El travelling se detiene allí, y bajo la mirada cómplice de la joven, la escena se esfuma. La segunda escena es de mayor importancia dramática. Y es el momento en el que Jung tiene relaciones sexuales con Sabina. Es interesante ver desde lo formal cómo está planteada esta escena. Nuevamente, si se presta atención, se notará esta insistencia de Cronenberg en separarnos del sexo en sí, de situarnos en situaciones en las que nos sentimos ajenos completamente a lo que está sucediendo. En el caso de esta escena en particular, vemos el acto a través de una ventana. Casi como si fuéramos voyeurs casuales, que en un acto de curiosidad miramos a través de ese vidrio y nos encontramos con lo que vemos. Nunca estamos dentro de la habitación durante el acto sexual, siempre estamos afuera, separados ya sea por una escalera o por una ventana. Y siempre, siempre, hay demasiada ropa. Nunca vemos un cuerpo desnudo (hay una toma del personaje de Keira Knigthley en el que le vemos ambos pechos, pero reflejados en un espejo, y carentes de todo atractivo). En definitiva, continuamente vemos partes aisladas, ínfimas, que no significan ni provocan nada al estar apartadas del todo, de su significancia. Y todo este concepto se ve resumido a la perfección en un plano, sólo uno, que ejemplifica esta idea: la visión de Sabina, embutida dentro de un corsé blanco, pálida como siempre. Sus pechos, encerrados por este corsé. Se ve muy poco, se nos prohíbe ver más. Casi como un acto de represión de Cronenberg a sí mismo, una elección que puede o no haber sido premeditada (el hecho de que el film esté basado en una obra de teatro justifica, quizá, esta acción contenida y estática y la gran cantidad de diálogo sobre la que hablaremos a continuación). Porque está más que claro que en este film, el sexo no se encuentra en las imágenes. Se encuentra en las palabras. En los diálogos. Dejando de lado el hecho de que la película esté plagada de estos, los mismos tienen una gran carga sexual, son los que llevan la acción hacia adelante y los que plantean los conflictos y los que los solucionan. Todo se dice. Casi con una cualidad fálica, los personajes combaten un duelo mortal constante con sus propias palabras y sus propios términos. Es una batalla constante, quizá un intento de evitar la muerte, de alejar de su pulsión, del tanatos, y aproximarse al eros. Así la "cura del habla" se hace presente, y siempre en la misma forma: en todo momento que se está dando una sesión de psicoanálisis o algo similar, el recurso es siempre el mismo. Ambos personajes ubicados uno a cada costado de cuadro, separados por una distancia de profundidad entre ambos, uno en primer plano, el otro en plano entero. Así, en todas estas escenas de preguntas y respuestas, de un personaje de espaldas al otro, que lo observa y escucha detenidamente, cada una de sus palabras son el fruto y al mismo tiempo el delator de los sentimientos de ese personaje. En la secuencia final la puesta en escena es muy clara: se trata de algo similar, pero esta vez es a la inversa. Jung, de espaldas, observa al río. Sabina, de frente, lo mira a él, lo escucha e intenta convencerlo, intenta curarlo. Incluso en una escena anterior su esposa le pide que lo cure. El Jung que vemos ahora no es el mismo de antes, el Jung de ahora se encuentra destruido, venido a menos por la vida misma. La composición del cuadro es certera y presenta una belleza sorprendente. Estos recursos que utiliza Cronenberg son, sin lugar a dudas, lo mejor del film. Se podría decir entonces que la puesta en escena es significativa y cuidadosa (la última toma es idéntica al final de El Padrino II, posible homenaje aunque no comprendo bien su razón). Las actuaciones, por otro lado, son buenas, sobretodo Viggo Mortensen, quien se luce en los pocos minutos que tiene en pantalla, y Michael Fassbender cumple con las expectativas aunque su personaje no esté muy bien delineado por momentos. Keira Knightley es la más extrema y sobreactuada en sus ataques de locura, y hace que a la mitad del film ya no la soportemos tanto. Sin embargo, y a pesar de no estar a la altura de sus colegas, no desentona demasiado. Lo más criticable de la película es su frialdad y su estaticidad. Por momentos se nota demasiado la raíz teatral de los textos que recitan los personajes, y esto hace que se torne una película demasiado estática sin de verdad querer serlo. Las escenas no están bien separadas, y el montaje por momentos es demasiado abrupto, demasiado breve con ciertas secuencias que hubieran crecido en intensidad de habérseles dedicado más tiempo (quizá eso sea el resultado de un corte importante de contenido, ignoro si esto es lo que sucedió). El hecho de contar con una historia que transcurre en el correr de varios años también dificulta la identificación con los personajes: estos saltos temporales abruptos nos distancian, no funcionan como deberían (es muy complicado que esa técnica salga bien) y provocan una falta de empatía hacia la historia. Se trata, en definitiva, de un error de enfoque, porque a la par de todo el gran trabajo en los aspectos formales y la posibilidad de un buen tratamiento en la intencionalidad de los planos, por momentos Cronenberg parece más interesado en mostrarnos el romance trunco y frustrado entre Jung y Sabina. En estos momentos, en los que se aleja más de lo que verdaderamente importa, es donde la trama enflaquece y deja ver algunas costuras. Sin embargo, y a pesar de todo esto, la secuencia final es correcta y deja entrever la imposibilidad de torcer lo que se ha hecho y su consecuente aceptación. Porque eso era necesario para poder continuar viviendo. El deseo de ser la figura paterna está en otro lado, en donde no tiene que estar, y así los hijos de Jung juegan en un jardín mientras su esposa toma el té. Y el padre es ausente, porque el padre no quiere ser ese padre. Lo reprimido aflorece. Y lo que empezó como un carruaje llegando ahora se trata de un carruaje yéndose, alejándose, esta vez no a los gritos, contenido, sino con lágrimas de aceptación.
SÁLVESE QUIEN PUEDA Ni pánico ni locura Es un tema muy interesante el del doblaje de los títulos de las películas. Año a año, mes a mes, semana a semana, al menos un estreno de la cartelera nos deleita con el ingenio de ese manipulador invisible, ese alguien. Quizá muchos, quizá uno solo, "el señor que traduce los nombres de las películas" no deja de llamar nuestra atención con derrapes completamente fascinantes, una habilidad que, supongo, debe ser compleja, de cualidades casi innatas, por su nivel de asociación y de relación entre diversos films. No sería menor el acto de realizar una tesis sobre la intertextualidad presente para con el propio cine en estos títulos traducidos. Así, toda película cuyo nombre, por dar un rápido ejemplo, presentara la palabra honor remitiría a otro film con esa misma palabra, y el entramado sería fascinante. En su momento, Guido Anselmi mencionaba al comienzo del análisis de Restless (ver publicación) el aberrante nombre con que se conoció al nuevo film de Gus Van Sant en Argentina. Es por esta tendencia que, al ver que se aproximaba una película titulada Diario de un seductor , por poco pensé en una bizarra transposición de la obra de Kierkegaard. Al ver detenidamente el afiche, caí en la cuenta de que se trataba del film de Bruce Robinson que había visto en una proyección en el Festival de Cine de Austin el año pasado. Llamo la atención sobre el tema de la traducción, porque en este caso es completamente aberrante, deja al descubierto (aún más de lo que ya estaba) la estrategia económica detrás de esta acción. Calculo que, al ver el notable fracaso que presentó este film en su estreno en Estados Unidos y en varios países de Europa, los productores o la distribuidora o quien sea decidieron engañar a la gente y hacer que pague su entrada de cine, independientemente de cualquier tipo de descontento posterior a la función ya que, en definitiva, nada de lo que vemos en la pantalla tiene algo que ver con un seductor. Johnny Depp en el papel del escritor frustrado devenido en redactor de horóscopos. Dejando este hecho de lado (que es notoriamente irrelevante), Diario de un seductor presenta, ya desde el principio del film, varios problemas que son ajenos a un error- sea deliberado o casual- de traducción. Ya desde el guión, pobre y con poco desarrollo de los personajes, esta película evidencia diversas falencias palpables que irritan porque el material original es muy bueno (la novela de Hunter Thompson, el mismo autor que Pánico y Locura en Las Vegas), el director y guionista Bruce Robinson tiene un par de trabajos interesantes a sus espaldas (el clásico de culto Withnail y yo es el mejor ejemplo de esto) y el reparto se destaca por sus nombres conocidos. Pero nada de esto resulta demasiado importante en el momento en que la película debería hablar. Por si era necesario confirmarlo, queda recalcado que una estrella como Johnny Depp no garantiza el éxito, que sin un buen trabajo de transposición una sólida historia de base no alcanza y que los cócteles, por más explosivos y rimbombantes que sean, no siempre funcionan. La historia: Paul Kemp (Johnny Depp) es un periodista con ínfulas de escritor que acepta un trabajo en una devenida imprenta de un diario en Puerto Rico. Allí, conoce a una serie de personajes con los que comparte cierta simpatía, principalmente por la tendencia al alcoholismo, como Sala (Michael Rispoli) y Moberg (un buen personaje a cargo de Giovanni Ribisi), o por la facilidad para los negocios y el dinero, como es el caso de Sanderson (interpretado por Aaron Eckhart). Así, entra en una espiral en la que conviven el alcohol- casi etílico-, el dinero- Sanderson le ofrece una gran cantidad a cambio de su complicidad mediante sus dotes de escritor en una ilegal gestión de una isla del Caribe-, las mujeres- la chica de Sanderson, Chenault (la bella Amber Heard) enamora perdidamente a Paul- las drogas- el LSD como novedad, allá por los `50- y la diferencia cultural- quizás demasiado marcadamente, entre los puertorriqueños y los "gringos". Todo es bastante confuso (en el mal sentido, más adelante volveremos sobre esto), nada parece tener rumbo y así, lo que en un principio perfilaba como una clásica comedia, de un momento a otro se transforma en un thriller político, luego en un film romántico y por último en un drama sobre la importancia de seguir los ideales y denunciar a la corrupción que azota al mundo. Esta cambio de género, esta transmutación, sería bienvenida si fuera adrede, si de verdad se quisiera mezclar los géneros (o escaparle a los mismos), si la intención fuera desde un comienzo la de realizar una película dividida en capítulos según la temática abordada en el momento. Aaron Eckhart, el magnate que le ofrece a Paul entrar en un mundo de cuestionada legalidad. Pero esto no es así, o al menos no lo parece. Todo se queda a medio camino, no es ni una cosa ni la otra y esto termina por derrumbar a la película. Más que una decisión parece una indecisión, una falencia de Robinson para transponer la obra de Hunter Thompson, como bien supo en su momento hacer Terry Gilliam con Pánico y Locura en Las Vegas. En ese caso, se basaba en el libro homónimo, de tintes mucho más psicodélicos que el que aquí nos compete, un texto, se podría decir, escrito con ácido lisérgico. Este no es el caso de The Rum Diary, distinto aunque no menos autobiográfico. Sin embargo, tomemos la obra de Terry Gilliam y comparemos ambas piezas. Por un lado, tenemos un film que puede o no gustarnos, pero no dudamos de su fuerza, de su decisión, de su forma definida (dentro de lo que es un delirio constante, eso es mucho decir). En el caso de Diario de un seductor, no se ve nada de eso. Posee algunas escenas brillantes que son calcadas del libro, esto es lo más rescatable de todo el film. Ideas como la de ver la televisión en la casa del vecino, binoculares en mano, o Paul y Salas conduciendo el semi destruido automóvil por las calles de Puerto Rico, son secuencias entretenidas, con un humor natural y espontáneo, que le dan algo de frescura a una película que viaja por varios lugares, pero que en su intento de acapararlo todo no tiene forma de nada. Dejando de lado la trama y su intento fallido de desplazarse entre diversos géneros, otro gran problema de Diario de un seductor es el personaje de Johnny Depp. Es un ejemplo clarísimo de un personaje que no posee un desarrollo, una evolución. Comienza como alguien y termina como un otro. En el medio no hay nada progresivo, nada gradual. En un momento es un alcohólico perdedor, incapaz de permanecer centrado y no meterse en problemas, y en la siguiente escena es un trabajador decidido a recuperar lo que ha perdido y a denunciar a las fuerzas del poder que lo pisan, a él y a sus compañeros. Este cambio, ese traspaso del patético voyeur que mira, algo excitado, a la chica de sus sueños tener sexo en medio del mar con la pareja de la misma, Sanderson, al decidido amante que casi que no se le mueve un pelo cuando se entera, hacia el final, de la partida de esa joven maravillosa hacia Nueva York y opta por llevar a cabo sus planes de portavoz de la clase trabajadora, es completamente raquítico. No es culpa de Depp (no es culpa de nadie). Claramente no hubo mucha indicación ni mucho énfasis en justificar y mostrar este cambio, y no dejarlo sujeto a una noche de LSD en la que Paul se da cuenta- casi- del significado del mundo (¿quién no?) y sufre un renacer, víctima de las maravillas de formas que deja en su camino una gigante langosta. Y Depp hace lo que puede. No se lo nota muy animado en este film en particular, se limita a realizar sus típicas caras y reacciones, muecas que ya son una marca registrada en él. Se lo ve relegado, completamente entregado a lo que sea del film. El resto de los actores funciona muy bien, particularmente Giovanni Ribisi en su rol de alcohólico sin marcha atrás (aunque nunca deja de ser Giovanni Ribisi, su personaje posee costumbres tan excéntricas como interesantes, esto sea quizá lo que más suma) y Richard Jenkins en el papel de jefe del diario para el que Paul trabaja. En ningún momento mencioné nada relacionado con los rasgos formales, principalmente porque ninguno se luce en demasía, no hay una intención clara en ninguno de sus aspectos. Una cámara un poco más audaz, decidida a tomar más riesgos hubiera sumado muchísimo, o una puesta en escena un algo más extrema. El uso que se le da a estos aspectos formales es aburrido, carente de imaginación, particularmente en un film de estas características, en donde se podría haber explotado en recursos sin pecar de gratuito, sin traicionar a la narración. La belleza de Amber Heard no alcanza para mantener a flote una película con la que es imposible comprometerse. En resumen, un film mediocre, carente de interés. Sin pies ni cabeza, una narración torpe que en ningún momento sabemos hacia dónde se dirige (de hecho, nunca llega a ningún lado, por lo que nunca conoceremos las intenciones de sus realizadores). Lo lamento por Johnny Depp, quien figura como productor, y por lo que pudo ser y no fue. Como dijimos, el film se estanca, y las buenas secuencias con las que cuenta la película sirven como motor para que queramos seguir viendo algo que pierde el interés a la media hora de comenzar. Como en la escena (otra de las buenas) en la que Chenault le apuesta a Paul que él gritará antes que ella. "¿Cuán rápido va?" pregunta ella en relación al auto. "No lo sé" responde inocentemente Paul. "Esa es la apuesta" dispara la femme fatale. Algunas palabras más, Paul se quita los anteojos, observa el bello cuerpo de Chenault. "¿Que obtengo si gano?" "Te haré saber si lo haces". Un cigarrillo es arrojado lejos, y la pierna de Kemp (unida a la mano de Chenault) pisa el acelerador. Unos segundos más tarde, ambos se salvan de la muerte al frenar justo a tiempo antes de caer al mar: la ruta finalizaba con un salto al medio del océano. Mientas que Terry Gilliam no dudó en pisar el acelerador y arrojarse (con todo y todos) al mar- y sálvese quien pueda-, Bruce Robinson optó por realizar una película que narra toda clase de excesos y terminarla como un film solemne, de final feliz y con una promesa sobreimpresa en la pantalla de nuevas historias por contar- una gran moraleja. Esto no encaja. Frenó antes de desbarrancar. Quizás ahí estuvo su error.
DE IRLANDA CON AMOR Aires nuevos y algún problema idiomático Hace unos años, tuve la oportunidad de ver un muy buen corto de origen irlandés, protagonizado por Brendan Gleeson, llamado Six shooter. Algunos años después, y sin razón alguna (¿la tiene que haber?) asistí como espectador a una función en la que proyectaban Escondidos en Brujas, también de origen irlandés. Averiguando, me enteré que se trataba del mismo director, un tal Martin McDonagh. Agendé este nombre en mi memoria porque ambas obras me habían parecido muy particulares y altamente recomendables. Así es que hace unos días, al enterarme del estreno de El Guardia, película irlandesa dirigida por un tal McDonagh, celebré que este director volviera a realizar un film y sin pensarlo dos veces me anoté como obligación ir a ver esta película. Al averiguar sobre la misma al momento de escribir esta crítica, me enteré que no era uno el sujeto, sino dos. Como en la típica resolución de algunas novelas policiales clásicas inglesas (aunque sin el parecido característico de estos casos). Dos hermanos. Uno, llamado Martin McDonagh, escritor y director del corto Six Shooter y del film Escondidos en Brujas, y el otro, John Michael McDonagh, escritor y director (por primera vez de un largometraje) de El Guardia. Ambos films se destacan por algo. Se destacan por lo mismo. Por su furia, su visceralidad, por sus ganas de ser. Dejando de lado el hecho de que El Guardia no llega a la altura de esa gran película que es Escondidos en Brujas, ambas tienen eso que estos tipos llevan en la sangre (literalmente), esa originalidad y aire de frescura mezclado con una narración que se desarrolla con completa naturalidad. Porque hay algo muy llamativo (que roza lo sospechoso, porque siempre cuesta admitir las cosas) en ambos films: no parecen óperas primas. Don Cheadle y Brendan Gleeson interpretan a esta pareja disfuncional que evita cualquier cliché. Pero concentrémonos en El Guardia. La historia es la de un policial negro clásico. El tratamiento, los detalles del relato y los personajes distan mucho de serlo. Brendan Gleeson encarna al sargento Gerry Boyle, un hombre grotesco y de humor ácido que es el encargado de la seguridad en un pueblito ubicado al oeste de Irlanda. Allí, una red de narcotraficantes encarnada en tres particulares personajes (personificados por Liam Cunningham, David Wilmot y Mark Strong) tiene en vista realizar un desembarco de una gran cantidad de cocaína, mientras el FBI, y en particular el agente Wendell Everett (interpretado por Don Cheadle), se unirá (o intentará hacerlo) a Boyle para evitar que la transacción se lleve a cabo y apresar a los responsables. Como mencionamos, hay varios factores que alejan a esta película de la media, típica y poco original comedia de acción abundante en estos tiempos. Se acerca más, quizá, al cine del genial Edgar Wright (Hot Fuzz, Shaun of the Dead, Scott Pilgrim) en su tratamiento del humor y de la acción, en especial a Hot Fuzz, a la que no podremos menos que remitir toda vez que se presente una película con trama policial, aire de comedia negra y que transcurra en un pueblito perdido en algún lugar. En primera instancia, el tratamiento de los personajes. Detrás de la máscara de acidez y humor racista de Boyle podemos ver a un personaje complejo, con una historia detrás, una imagen, quizá, humana. Sus diálogos son inteligentes porque nos remiten a esa complejidad, a esa contradicción constante que son todos los personajes de esta película. Lo mismo sucede con Everett y con el trío de mafiosos, quienes, por decir un ejemplo, discuten sobre Schopenhauer y Bertrand Russell y citan de memoria a Nietzche, justo antes de liquidar a sangre fría a un policía en el medio de la ruta (no hace falta aclarar que se trata de una gran secuencia). Hasta hay una femme fatale, aunque en este caso no resulta fatal y sí extrañamente amistosa. Todos estos personajes tienen algo de particular, y eso es lo grotesco y lo contradictorio de los mismos. Por decirlo de una manera sencilla, es como ver a los clásicos personajes de un policial de acción engrosados con ridiculeces, excesos y contradicciones, todo mediante un humor muy inteligente y eficaz que hace que este combo funcione a la perfección. Este mismo tratamiento que se la da los personajes se pone en juego en la fotografía y en la puesta en escena del film. Todo, desde el vestuario utilizado hasta las locaciones, de colores hipnóticos por su variedad y potencia, está utilizado en función del barroquismo visual. Un barroquismo que no es, a no confundir, un exceso fruto de un capricho, un abarrotamiento de objetos y de texturas con el simple objetivo de llamar la atención al ojo humano. Se trata de una puesta en escena de una prolijidad asombrosa, pulcra y sumamente llamativa al mismo tiempo. Abundan los planos frontales, sobretodo en la recurrente situación de dos o tres personajes hablando entre sí. Siempre se opta por este tipo de plano, con una clara predilección por lo motivos centrados (en caso de mantenerse la conversación con todos los ejecutantes) o descentrado en caso de faltar uno (la cámara está allí reposada, un lugar vacío a la derecha de cuadro, viene un personaje y lo ocupa, equilibrio, se va y queda vacío, desequilibrio). Esta dependencia del encuadre de los personajes y viceversa hace que la fotografía destaque por su originalidad y complejidad, optando por una cámara estática, con movimientos de travelling para el reencuadre al haber movimiento dentro de cuadro, y en mano cuando se trata de seguir a Boyle en sus trayectos a pie. Los villanos del film, un gran ejemplo de cómo buenos personajes secundarios pueden sumar mucho a la trama. Retomando el tema de los personajes, los mismos tienen un descanso seguro (como no podía ser de otra forma) en los hombros de grandes actores, que en este caso se lucen y resultan ser lo mejor de El Guardia. Tal es el caso del protagonista, Brendan Gleeson, quien aporta una magnífica actuación por la que ha sido merecidamente premiado en diversos festivales. Su papel (que muchos han comparado a mi parecer poco certeramente con el burdo personaje español de Torrente) es, como dijimos, complejo. Por fuera, la careta que muestra a todos en el trabajo es el de una persona intolerante, racista, prejuiciosa y torpe. Pero, cuando presenciamos escenas de su vida íntima, todo es distinto. Un buen ejemplo de esto son las escenas con su madre, casi una compinche para el protagonista. Buen trabajo del guionista (y director) en las sutilezas, como lo es el hecho de nunca contar qué sucedió con su padre. Esto se vislumbra en una línea que claramente apunta a eso, a generar densidad, en una escena que tiene una intensidad muy interesante entre madre e hijo: ¨Siempre fuiste un buen chico (...). Nunca me has dado ni un momento de pena" dice ella, a lo que él responde "Basta. Ambos sabemos que eso no es verdad". Silencio extendido, comprensivo. La mano de una madre que se acerca al rostro de un hijo y lo acaricia. "Pretendamos que sí lo es", susurra, casi para ella misma. Este hombre que vemos en esta escena no es el mismo que vemos bromeando sobre los negros unos minutos atrás. Es otro, el que en realidad es, y esa dualidad está muy bien lograda. Quién mejor que el propio Everett, el personaje de Don Cheadle, para decirlo "No sé si eres verdaderamente estúpido o verdaderamente inteligente". La autoconciencia de este film es otro de sus puntos fuertes. Hay una parodia de sí mismo, del ser irlandés, que creo que separa a esta película de, por ejemplo, una de sus vecinos ingleses. Entre tanta broma xenófoba (hay un constante prejuicio hacia todo lo que sea externo, incluso hacia el que viene de Dublín) vislumbramos siquiera una crítica al prejuicio del sujeto nacional, una burla a través de lo ridículo e irónico de todo lo que sucede. No faltan las cargadas a los ingleses, a costa de quienes se da un gran número de chistes. Atención a otra gran secuencia: la del agente Everett buscando desesperadamente a alguien que hable inglés, y todos respondiéndole en gaélico. ¿Por qué habrían de hablar inglés? "Esto es Irlanda. Vuelva a Inglaterra si usted quiere hablar inglés" le dice en gaélico (resulta, mediante el subtitulado, un claro mensaje para el espectador, ya que el personaje de Don Cheadle no entiende una palabra de lo que está diciendo) un campesino al agente norteamericano. Boyle es a simple vista un hombre agresivo, incapaz de querer a nadie. Sin embargo, y a pesar de esta serie de aciertos, hay algo que falta en el film de McDonagh. Y ese algo es la trascendencia. Ya desde el guión, El Guardia no pretende ser más de lo que es, pero eso, por momentos, le juega en contra. Hay hallazgos que resultan memorables, pero en términos generales no se termina de salir del molde, y el film llega a un punto en el que tanta "rebeldía" parece sobreactuada, impuesta. Es una buena película, pero nada más. Quizá me equivoque, quizá llegue a ser una película de culto con el pasar de los años. Pero tengo la sensación de que no será así, que será recordada únicamente como un film logrado. La historia supera a los personajes y estos se sumergen en la misma, nadan en sus aguas y quizás nunca salgan o nunca quieran salir. Y ahí está la contradicción máxima del film: por algo se sitúa en un pequeño pueblito de habla gaélica, ¿no?. Sus personajes son extravagantes, como ese pueblo, y allí permanecerán, inexistentes para el gran público, justamente por su condición. La mencionada Hot Fuzz también se sitúa en un pueblito desconocido, pero opta por llevar todo hasta el extremo de convertirse en una secuela de Comando, y esto está brillantemente logrado. En El Guardia, en cambio, pareciera que no quieren ser conocidos, pareciera que no quieren trascender, y eso estaría muy bien si en algún punto del film esto no comenzara a hacer agua por varios lados. Por esto creo que el flashback final del agente recordando la frase que le dijo a Boyle está muy de más, es completamente innecesario, hasta contradice parte del discurso de la película, rompe con su acidez y la edulcora, la convierte en azúcar blanco. Y, a mi parecer, no funciona. Aún así, y dejando esto de lado, repito: es un buen film (y una muy buena primer película) de un director que tiene gran habilidad y del que espero ver más cosas en el futuro. En esta película, sin embargo, falla en algo muy particular y muy difícil de lograr, que, me atrevo a decir en esta instancia, es el hecho de resistir al paso del tiempo. Del resto nada sabremos, se queda con la película, en aquel pueblito lejano y desconocido, porque los personajes son personajes, y, como dijo alguien alguna vez, los personajes no piensan.