LA VENGANZA A FLOR DE PIELSobre lo amoral Almodóvar, desde sus comienzos como cineasta, se ha destacado por pertenecer al selecto grupo de realizadores dueños de una poética de autor clarísima, una (est)ética que tiñe todos y cada uno de sus films y devela, a través de diversas estrategias, una clara intencionalidad, tanto a nivel del guión como de los recursos audiovisuales que conforman el aspecto formal del texto fílmico. Desde sus primeras películas de hace más de treinta años hasta el presente con su último film, La piel que habito, Almodóvar ha dado a conocer sistemáticamente su paleta de colores, su menú de sabores favoritos, esos temas recurrentes que son la columna vertebral de toda su filmografía. Y uno podría pensar, algo ingenuamente, que este director de 62 años, con casi veinte largometrajes al hombro, ha perdido la vitalidad que tanto le caracterizó durante toda su carrera. Porque algo no se le puede negar a La piel que habito, y es eso: su vitalidad, su fiereza, su audacia. Se trata de uno de los films más arriesgados y extremos de Almodóvar, una mezcla de cine negro, thriller, ciencia ficción y melodrama que no dejará de sorprender a más de uno. ¿Y de dónde proviene este impulso, la fuerza que posee La piel que habito? ¿Qué es lo que lo hace tan fascinante? Dejando de lado la increíble fotografía y la gran solidez actoral, me atrevo a decir que el gran acierto de esta película es su estrategia narrativa, la forma en que suministra la información, no sólo con cuenta gotas, sino de la manera más cruel y perversa que podamos imaginar, sumergiéndonos en un mundo muy particular y haciéndonos olvidar o restarle importancia a ciertas falencias narrativas y desaciertos que en el momento generan incomodidad y desconcierto, pero que a la larga olvidamos. Antonio Banderas y Elena Anaya, protagonistas del film. La película nos presenta a un exitoso cirujano, Robert (y a ese le falta una "o") y sus experimentos clandestinos con una "paciente" que tiene encerrada en su mansión, Vera. Se trata de una mujer hermosa, de piel artificial perfecta, un misterioso personaje que lo tiene todo menos la libertad. El inicio del film nos dispara una ráfaga de cuestionamientos, todos en relación a un mismo punto: ¿quién es esa chica?. Y esto es lo que se nos contará de manera fragmentada a lo largo de la primera hora del film. Se podría dividir a La piel que habito en dos partes: una centrada en Robert, la otra en Vera. El hallazgo aquí es justamente el punto de giro, el quiebre en la narración antes de la mitad de la película: cuando el protagonista pasa de ser Robert a ser Vera. Detrás de este quiebre hay una clarísima intencionalidad. La multiplicidad de géneros (o la ausencia de ellos) es algo que ha caracterizado a toda la filmografía de Almodóvar, y este es un claro ejemplo de ello. La transgénesis que experimenta Robert con la piel humana es similar a la que crea Almodóvar con su film: comienza como un thriller con aires de ciencia ficción y termina como un melodrama hecho y derecho, un acérrimo cuestionamiento de la identidad, de nuestra identidad. Y este cambio de registro es el que nos pone en jaque, principalmente a través de una de las claves en lo que respecta a la creación del suspenso: el espectador siempre sabe más que los personajes. Por momentos el film parece un paseo dedicado sólo a nosotros, y en todo momento se nos deja en claro que aquel mundo diegético que estamos viendo existe y subsiste a los personajes, los rodea y los supera. Almodóvar sabe utilizar el relato en función del espectador y de la creación de suspenso, nos compromete con información adicional mediante la cual nos introduce en lo atroz de esta historia, que lo es todo menos sencilla. Y esa es otra virtud: la eficacia para narrar algo tan complicado como la historia de La piel que habito es notable. La decisión de dividir el relato mediante un flashback es un gran acierto del director: se trata de un esquema diseñado para perturbarnos e introducirnos de lleno en la historia. Porque nada de lo que vimos hasta entonces es como creíamos. Una vez que sabemos el pasado, ¿cómo ver el presente?. Incluso luego de enterarnos de los hechos previos al presente (gran elección la de las placas que marcan el flashback) el rostro de Vera cambia, sus reacciones y sus facciones: ya no las vemos tan naturales como antes. Algo en ellas ha cambiado. Y entendemos lo que significa para Robert la aparición del personaje de Zeca y los hechos que el mismo desencadena (se trata de toda una secuencia criticada negativamente por muchos, pero que para mí es una pieza clave para comprender al personaje de Robert). Porque es la única forma. Y Vera ya es mujer, y Vera es ahora Vera. Y con el entierro de Zeca, Robert entierra no sólo a ese cadáver, sino también a su esposa y también a su hija, los entierra "bien profundo". Y Vera es ahora su mujer, Vera es ese otro femenino que a él le han arrebatado en dos distintas ocasiones y de maneras muy similares. Y Vera es, ahora, la protagonista del film. Una trama inquietante, plagada de metáforas, un film fascinante y difícil. Porque lo interesante aquí es que no se trata de un golpe bajo final, de un nocaut caprichoso por parte del director, sino que forma parte de un mundo (almodovariano desde la raíz) que, aunque ficticio, está allí presente. Frente a nuestros ojos. Y somos los únicos capaces de percibirlo (casi) en su totalidad. No es casualidad el título de la película, no es casualidad la primera persona que habla. Presenciamos, una vez más, a Almodóvar hablando sobre sí mismo, a Almodóvar hablando de Almodóvar en un film para el cual reescribió el guión durante varios años. Se trata de su piel, se trata de su vida, y esto se ve reflejado en el film. La cara y la contracara, la piel perfecta de Vera contra la piel rugosa y manchada de Robert. Pura metáfora, puro símbolo. Todos los personajes juegan roles clave, porque son todos reflejos de los otros y de ellos mismos. En el triángulo Robert-Vera-Zeca se ven condensados dos triángulos previos en la historia (posteriores en lo que es el relato, en términos de Jacques Aumont): el triángulo entre Robert, su esposa y Zeca, y a su vez Robert-Norma-Vicente. Y al darle fin a ese triángulo, al enterrar el origen, el trauma (al dar lugar al olvido), es que Robert logra superar sus recuerdos y engañarse, y es ahí que Vera deja de ser su experimento y pasar a ser una persona. Pero una foto de Vicente basta para que Vera vea. Y eso es todo. No hay forma de aplacar la venganza, no hay opio que nos haga olvidar. La crisis de identidad se torna espesa, la justicia irrumpe y llega el momento de verse a uno mismo, de encontrarse en uno. La intensa escena final es desgarradora, y la última línea nos llega como un eco desde más atrás de la pantalla, desde dentro de la piel de quien verdaderamente nos habla.
ENTRE LOS MUROS DEL ORIGINAL Lo mejor es enemigo de lo bueno Partamos de la base de que hacer un largometraje utilizando exactamente la misma trama de un cortometraje previo habla de muchas cosas. Y por sobre todas las cosas, de un error conceptual: creer que lo único que hace diferente a un cortometraje de un largometraje es la duración. Porque hay varios casos ejemplares de esto (un muy claro exponente de esto es Jim Jarmusch, con sus dos películas Extraños en el Paraíso (1984) y Coffee and Cigarettes (2003), ambas adaptaciones de cortometrajes previos suyos) en los que, justamente, se apunta a enriquecer la temática planteada, a profundizar en los personajes, a contar más de lo ya contado mediante cambios estructurales y narrativos. Gustavo Taretto escribió y dirigió en el 2005 un cortometraje (casi mediometraje) de algo más 25 minutos titulado Medianeras, el cual cosechó numerosos premios en diversos festivales. En el 2011, Taretto tomó su exitoso guión y se las ingenió para realizar con el mismo un largometraje de 95 minutos. Si vemos ambas piezas, el original y la nueva versión, comprendemos las razones y a su vez las mismas se nos escapan. Porque esa acción de retomar algo previo y ampliarlo debería estar, justamente, fundada en una ampliación del mundo diegético propuesto en un principio, debería enriquecer el texto original y proponer, en definitiva, algo nuevo. Y este no es el caso. Los personajes deambulan por Buenos Aires, cruzándose sin buscarse. Javier Drolas y Pilar López de Ayala (en vez de la gran Moro Anghileri que protagoniza el cortometraje del 2005) personifican de manera correcta a estos dos solitarios personajes (Martín y Mariana, respectivamente), seres incomprendidos de la sociedad que viven en un mundo del tamaño de un tapper y que creen que nunca encontrarán a nadie que comparta algo con ellos. Él es un diseñador de páginas web que vive sumergido en la red virtual, casi sin levantarse de su silla ni ver la luz del sol. Ella, una arquitecta frustrada que trabaja de diseñadora de vidrieras. A partir de ahí, un juego de (des)encuentros sostiene el film, el cual tiene su raíz en la idea de que la persona perfecta para cada uno puede vivir a la vuelta, pasar por al lado de uno en la calle e incluso pararse a centímetros de distancia en algún kiosco sin que uno se de cuenta. Sólo hay que levantar la mirada y encontrar a Wally entre la multitud, en medio de la gran ciudad. El problema con esta película no es esta trama. De hecho, como dije anteriormente, funciona a la perfección en la versión cortometraje. El problema es que la hora adicional con relación a su predecesora no aporta absolutamente nada y hasta embarra todo lo logrado con la primera pieza. Si en el cortometraje, la voz over de los personajes funcionaba a la perfección, dándole a todo una unidad y un aire de "fábula" urbana, en esta película se convierte en una suerte de facilismo, en un recurso mediante el cual se nos impone la psicología de los personajes, se explicita todo una y otra vez (casi un arte del subrayado). Y a su vez, la voz en over resulta en este caso (y en muchos otros) un arma de doble filo: forzosamente le brinda un ritmo más ágil a la narración, pero esto hace que los pasajes en los que no está se vuelvan estáticos y carentes de interés. Es decir, la presencia de la misma sirve como motor del accionar (una notable incompetencia para demostrar en vez de mostrar) y al mismo tiempo lo estanca. El excesivo abuso de la casualidad no funciona al momento de sostener una trama durante 90 minutos, porque por más que estemos viendo una comedia romántica de esas "simpáticas" (soy el primero en afirmar que en la vida hay muchas casualidades), esto que estamos viendo ya no es una fábula que nos quiere contar una pequeña historia, porque para eso vimos el corto y allí, lo repito, funciona. Un muy buen trabajo de fotografía logra captar los detalles de la ciudad. Pero dejemos de lado por un momento que sea un calco exacto del cortometraje. Se puede decir que lo mejor del film se encuentra al comienzo, con la visión de las contradicciones arquitectónicas de la ciudad de Buenos Aires, sostenida por excelentes planos, un montaje ágil y una música de cuerdas que favorece a la secuencia. Incluso la voz over presente allí está muy bien. Pero la película se queda a mitad de camino. Nunca se entiende si la postura del director es a favor de la excesiva conectividad de hoy en día o en contra de la misma, la critica arduamente y al mismo tiempo depende de la misma para el desarrollo de su trama. Y esta contradicción, si es algo premeditado, no está bien lograda. Las subtramas son completamente descartables, la historia entre el nadador interpretado por Rafael Ferro y Mariana es un cero a la izquierda; quizás la relación entre la paseadora de perros interpretada por Inés Efron y el personaje de Javier Drolas sea más rescatable, pero aún así consta de pasajes dignos del olvido (el resaltaje del lesbianismo de Efron mediante la reiteración de varios planos de los sms que manda con su celular es insoportable). El problema de Taretto (con todo respeto) es que piensa que una película es un guión filmado. Que para contar algo, hay que explicárselo al espectador y luego mostrárselo, una suerte de montaje tautológico, "como para que se entienda": no es suficiente con que veamos a Mariana parada en la vidriera decorando los maniquíes, no es suficiente con que la veamos tener sexo (y en esta escena el resaltador se quedó sin tinta) con un maniquí, no es suficiente con que la veamos sentada en un asiento en la vidriera mirando hacia la calle, hace falta que se nos diga la brillante frase "Soy un maniquí". Y a pesar de todo esto, quiero que quede algo claro: Medianeras no me parece una mala película. Sólo intento expresar mi desconcierto ante el por qué de esta obra, y la verdad que como única respuesta obtengo que Taretto quiso reproducir el mismo éxito que tuvo con el cortometraje pero a mayor escala, y definitivamente le salió mal. En este caso, el reciclaje es lo que me molesta, porque es un reciclaje cobarde, que se aferra a una buena idea y a, en definitiva, un buen corto, y lo estira, lo hace un chicle como para poder estrenarse en cines como una "película" y no propone nada nuevo. Es el corto calcado, con algunas dilataciones de tiempo y un par de personajes secundarios que no suman nada. ¿Para qué? Lo único que veo en esta película es que a Taretto no se le cae una idea que dure noventa hojas, y que su búsqueda es la del reconocimiento. Y mejor ni hablo de la escena de los créditos, la cual es la destrucción de todo el aire y la música que había logrado con su cortometraje previo.
DISPAREN SOBRE EL PINGÜINO Una hora y media extrañando a Pixar George Miller es un caso muy extraño dentro del universo cinematográfico. De origen australiano y miembro del jurado de Cannes en dos oportunidades, este director fue reconocido internacionalmente por su éxito de culto Mad Max (1978), una película futurista con Mel Gibson como protagonista y situada en una mundo distópico no muy lejano del presente. A ese éxito le siguió el de su secuela, Mad Max II, el guerrero de la carretera, y el consecuente inicio de Miller en la producción de diversas mini series y películas. Estas películas le valieron una posición dentro de la denominada "nueva ola" del cine australiano, junto con el mencionado Mel Gibson, Judy Davis y el director Peter Weir, entre otros. Luego de unos años presentó como productor el film Babe, el chanchito valiente (1995), el cual arrasó con la taquilla a nivel mundial y le valió el reconocimiento del cine de industria, y pasado un tiempo dirigiría y produciría aquel otro tanque que se llamó Happy Feet (2006), recaudando casi 400 millones de dólares alrededor del globo. Y aquí es en donde viene a lugar la pregunta: ¿cómo no caer en la tentación de realizar una secuela a ese gran éxito que significó aquel film protagonizado por pingüinos en la Antártida? Pero el problema no está en la intención sino en el cómo, y es ahí en donde esta película se desbarranca como pocas de su tipo. Completamente insostenible a lo largo de sus 100 minutos, carece totalmente de un argumento sólido, siendo su guión una sucesión de situaciones que existen con la única intención de mostrarnos de qué modo son superadas por los protagonistas del film. No hay un desarrollo dramático, la tensión se construye de a retazos de cinco minutos y lo único que persiste con nosotros al salir de la sala de cine es que lo que acabamos de ver es más una excusa que una película. El pequeño Erik es el simpático protagonista de esta película que depende demasiado del éxito de la primera entrega. Erik es un pequeño pingüino (hijo de Mumble, el protagonista del primer film) que, a diferencia de su padre, se siente imposibilitado de bailar. Esto hace que un día se tope con Sven, un "pingüino" que sabe volar, y entienda que si uno de veras quiere algo, sólo basta con estar convencido de ello y obtendrá su cometido. Así, vemos cómo la historia base de la primera película aquí se repite, una suerte de "eterno retorno" en clave plumífera que no es capaz de movernos un pelo: al igual que Mumble, quien no pudiendo cantar demostró que en vez de eso podía bailar, el pequeño Erik demostrará (o al menos lo intentará) que el amor es la base de todas las cosas, y que el trabajo en equipo y la conciencia del otro puede más que las personalidades individuales, y que más que bailar lo que importa es moverse, y nunca dejar de hacerlo. Pavada de enseñanza. Vale aclarar algo, y es que técnicamente el film está muy bien. El 3D no aporta nada novedoso, pero la animación es impecable y demuestra que esta producción a cargo del estudio Warner Bros. no tiene nada que envidiarle a cualquier producción de los grandes estudios de animación. Eso sí, en cuanto a la trama, no le vendría nada mal empaparse de lo que tan bien han sabido imprimir en la pantalla un estudio como Pixar o, en menor medida, Dreamworks. Y esto no les es ajeno a los realizadores de esta película: en particular la presencia de dos krilles que no tienen nada que ver con la trama principal recuerdan notablemente a la ardilla de La Era del Hielo, con sus secuencias de humor aisladas del resto de la película. Y lo más notable es que esa pareja es lo más rescatable del film, con razonamientos sobre cómo superar el hecho de ser un insignificante krill y de qué significa ser la base de la cadena alimentaria. Eso y un chiste realizado por el personaje de Ramón (el pingüino "latino"; la diversidad cultural prejuiciosa nunca puede faltar) es lo único bueno de este film que demuestra que no basta con tener un buen nivel técnico y personajes simpáticos para ser una buena película animada. La animación en 3D es lo más rescatable de esta película chata y desprolija. Un párrafo aparte para los números musicales, abundantes en esta producción, que es el punto en donde se diferencia notablemente de su predecesora: totalmente de más. Rozan lo insoportable. Con reversiones de Under Pressure de Queen y de varios otros temas en versión doblada y en original (cuando el pájaro Sven comienza a bailar lo que en nuestro país se conoce como el "Marica tu" es uno de los peores momentos de este bodrio, y eso no es poco decir), lo único que logran estos pasajes es hundir más a esta película que no tiene razón de ser más que la de ganar dinero internacionalmente. Que no se me malinterprete: soy consciente de que el éxito comercial es la piedra basal de toda la producción cinematográfica de gran escala (esto es más que obvio), pero cuando no se encuentra en un film ningún mérito rescatable más que el de su factura técnica, entonces ahí hay un problema. Porque hablamos de un producto que es todo forma pero nada de contenido (la clásica frase: "pero la ambientación está muy bien hecha"), un producto que sirve para un trailer y para que la gente pague una entrada. Se nota en demasía que George Miller no estuvo del todo abocado aquí como en la primera entrega, o al menos eso nos deja pensando una película así de desprolija, desdibujada y completamente carente de interés y de amor propio como lo es Happy Feet 2.
LA HISTORIA MÁS MÍNIMA Sobre la importancia de ver al otro Troncos y copas que se yerguen en el medio de un bosque. La luz del sol se filtra a través de ellos y se (nos) muestra despareja y tamizada. El sol, en nuestra cara. Es casi como si no hubiera cámara, como si no hubiera representación, como si fueramos nosotros los únicos allí, en aquel bosque, mirando lo que estamos viendo. Y el sonido que comienza, y lo que hasta entonces era ambiente es ahora estruendo. Y una acacia cae a nuestro lado. El film Las Acacias, de Pablo Giorgelli (ópera prima de este director de 46 años de edad), es un caso ejemplar de cómo hacer mucho con poco. La historia del film se reduce al viaje que debe hacer Rubén, un camionero (fantástico Germán de Silva) que transporta troncos de acacias, desde Asunción hasta Buenos Aires a bordo de su camión con la insólita compañía de Jacinta, una mujer paraguaya y su beba de apenas algunos meses de edad (ambas dos, Hebe Duarte y la increíble Nayra Calle Mamani perfectas en sus respectivos papeles). Ni más ni menos que eso. Se trata de un viaje y de todo lo que eso conlleva para los personajes: Rubén pasa del desdén y el silencio, a las ansias contenidas y la extroversión. Desde el comienzo se nos dejan en claro las personalidades: Rubén, el hombre solitario, acostumbrado a estar por su cuenta, prácticamente vive en su camión movilizándose por todo el territorio; Jacinta, sumisa y callada y al mismo tiempo segura y con una fortaleza admirable, criando sola a su hija y no dejando que nada la desanime ni le haga aflojar el paso. El acierto de Giorgelli es notorio, sobretodo en lo que respecta al guión: plagado de sutilezas, la acción no se construye desde la palabra sino más bien desde la no-palabra, desde la ausencia de la misma: las miradas y los gestos son la base de la comunicación entre ambos personajes. Porque se podría decir que ese es el tema del film: la comunicación o la falta de ella. Aquí la notable ausencia de diálogo juega un papel importante, el silencio de los personajes habla por sí solo de manera remarcada, ya que cuando decimos silencio nos referimos a ese no-diálogo entre los protagonistas, plagado de ambientes y de elementos sonoros. Y cuando existen, las palabras son filosas, medidas, justas, no hablan por hablar. Hay intencionalidad detrás de las pocas líneas que ambos, Rubén y Jacinta, dicen. Nayra Calle Mamani y su mirada, una presencia constante en el film. Y a través de esas breves líneas, se nos suministra la información adicional de los personajes, eso que está presente en las miradas y en las reacciones pero que hace falta que se nos explicite. A través de ellas comprendemos el pasado y el presente de ambos: entendemos que Rubén no posee familia y al mismo tiempo sí la tiene (es fantástica su línea: Jacinta le pregunta sobre si tiene familia, y él responde inmediatamente "No... Tengo un hijo."). La pequeña Anahí no cuenta con la herramienta del diálogo: su comunicación está en la mirada y en el llanto. Giorgelli mencionó en una entrevista que todo el rodaje se armó en torno a Anahí. Si ella estaba de buen humor, entonces se hacían las escenas que tenían esa clave. Si estaba molesta o llorando, lo mismo. Y esto se nota. Son tan acertadas las acciones de la pequeña que lo llevan a pensar a uno lo complicado que debe ser hacer que un bebé logre brillar como brilla aquí Nayra Calle Mamani. Su mirada, clavada en Rubén, es una de las principales causas del cambio del protagonista, de su transformación a lo largo del film. Es que a lo largo de este viaje, algo cambia en él: su camión (su "casa") se ve invadida por estas dos extrañas, ya no puede ni fumar dentro del auto, es forzado a dejar de lado sus costumbres egoístas (no despectivamente, sino porque son costumbres que se basan en lo que uno quiere y en nada más). Incluso en la escena en que en la frontera es interrogado por la policía acerca de Jacinta, Rubén dice (cámara desde dentro del auto, nos encontramos al lado de Jacinta y de Anahí, oímos sus respiraciones y el apagado sonido del exterior, Rubén a lo lejos con un policía, casi que tenemos que leerle los labios) que ella es su esposa. Y al final, el cambio se completa y Rubén dice lo que tiene que decir, lo que quiere decir, en un momento cargado de emotividad y sostenido por una intensa actuación de Germán de Silva. Casi que no son personajes, casi que son personas lo que vemos en la pantalla. Y la cámara todo el tiempo colabora con la acción. Casi siempre dentro del camión, el plano-contraplano genera una sensación de espacio acotado, de intimidad, de cercanía entre los personajes (forzada e incómoda al comienzo, natural y necesario luego) que ayudan al desarrollo del relato. El sonido también es un punto a destacar, como mencionamos con anterioridad hay mucho desarrollo de los ambientes y del fuera de campo. La fotografía es excelente, nada pretenciosa y aplicada en función de la película, con encuadres muy cuidados y una iluminación acertada. Es un film que esconde mucha complejidad detrás de tanta aparente simpleza; Giorgelli mencionó en la presentación del film que el desarrollo del guión llevó más de dos años. Ahí se ve que detrás de pocas palabras hay mucha historia, que lo más importante es lo que no se dice y que su intención es la de contar mucho con poco. El cambio de Rubén es sutil y mínimo; grandes actuaciones de los tres protagonistas. Mucho se le criticó a esta película de tener ánimos "festivaleros" y emotividad maniquea. Con todo respeto a varios críticos colegas y amigos míos como lo son Quintín y Ezequiel Boetti, no veo en esta película un film "formal de un cine globalizado" ni creo que le falten "componentes locales" para ser una buena película. Y no comparto, entre muchas otras cosas, la insistencia de varios críticos en que lo prolijo y cuidado sea algo que reste. Que algo quede claro: Las Acacias está muy lejos de ser un film innovador, su búsqueda no es esa. Lo que pasa es predecible, no hay grandes sorpresas ni una historia diferente a lo que ya se haya visto. Lo interesante aquí es la forma en la que está tratado todo, desde un minimalismo que irrita a muchos espectadores (y a críticos, esa es la principal razón por la que se acusa a este film de "festivalero") y que en Las Acacias funciona a la perfección. La película no se nos vende como otra cosa que lo que es: la historia de un camionero que viaja desde Paraguay a Argentina con una mujer y un bebé. Y algo en lo que suma muchísimo este film es en la ausencia de música: la emotividad no está llevada de los pelos (nada peor que se nos señale el momento en el que tenemos que emocionarnos) en ningún momento, todo fluye, todo avanza. Así que tampoco veo esa "emotividad calculada" de la que se habla. Es un film pequeño, casi minúsculo y muy personal. Si no hubiera ganado en ningún festival (Pablo Giorgelli se alzó con la Cámara de Oro entregada a la mejor ópera prima en el reciente Festival de Cannes y ganó varios premios en diversos países) y no hubiese tenido grandes repercusiones las críticas serían muy distintas. Y así, al comienzo del film vemos a un hombre (vemos al brazo de un hombre) que fuma desde dentro de una camioneta, mientras en el fondo otro humo se eleva, el de las acacias quemadas. Al final, el mismo hombre intenta contener el llanto mientras maneja por la ruta. Lo que pasa en el medio es de lo que trata esta película.
CON EL CUADERNO BAJO EL BRAZO La contemplación de lo cotidiano Espesa. Esa es la única palabra que se me ocurre para definir a esta película. Usualmente no soy un amante de reducir el abanico de sensaciones que provoca un film en el espectador a una sola palabra, pero en este caso es necesario. Y esto se debe justamente a su espesura, a su complejidad; es tal el grado de profundidad de esta pieza que me veo obligado a simplificar, a minimizar, a buscar una palabra que la defina y así poder empezar este análisis por algún lado. Justamente, es tan espesa esta película que me es difícil sopesarla, observarla en su totalidad; esa sensación que, como bien mencionaba Anselmi en su análisis de El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011; publicado con anterioridad en este medio), se traduce en no poder mencionar ni una palabra antes de salir de la sala de cine y pisar la "realidad exterior". Pareciera no tener límites visibles, como si nos rodeara (como si nos envolviera); es tan auténtico, tan original y tan único lo que vemos en Poesía del alma que nos asombra el nivel de simpleza que aparenta y la naturalidad con la que se desarrolla su trama, con la que interactúan sus personajes y se nos transmite aquel mundo plagado de símbolos y metáforas, aquel universo lleno de poesía (tanto a nivel narrativo como a nivel formal) que conforma la diégesis del film. Todo comienza con un plano del agua. Plano fijo, la pantalla entera es agua. Luego, mediante un suave paneo, se nos describe, a contracorriente, el cauce de un río, coronado a unos cuantos metros por costas verdes, de abundante maleza. Unos niños juegan en ella. El plano continúa su paneo, pero siempre de manera ajena a esos niños, es decir, nunca junto a ellos, partícipe de la acción, sino distante, como planteando un posible escenario. Entonces, vamos a un plano más cercano de aquellos niños jugando. Uno de ellos se da la vuelta (ya junto a la cámara) y mira al río. Plano general del río: algo se aproxima. Parece un cuerpo. Flota y flota, acercándose hacia el niño por la corriente, siempre a una distancia de unos cuantos metros. Corte a un plano medio del objeto flotante. Notamos que efectivamente se trata de un cuerpo; distinguimos, a medida que continúa avanzando, los brazos, la espalda, las piernas, el pelo, la piel blanca de una joven. El cuerpo no deja de aproximarse hasta que su cabeza ocupa no menos que la mitad de la pantalla. En la otra mitad se imprime el título de la película (cuya traducción fiel sería Poesía, a secas) y allí permanece, sobre esta cabeza de una niña muerta. Pocas palabras para definir a este comienzo. Lo es todo, simple y complejo a la vez, transparente y enigmático. De ahí el film salta a otro escenario completamente distinto. La ciudad irrumpe en la pantalla: tráfico, gente, ruido. Es en este contraste, en esta dualidad de ciudad-río, artificial-natural, hombre-naturaleza, en la que se basa esta película. Porque, justamente, la poesía es la comunión entre ambas cosas; se trata de (y sobre esto se insiste en todo momento en este texto fílmico) la contemplación de la naturaleza por parte del hombre. La poesía es la consecuencia directa de esta contemplación. Jeong-hie Yun y Da-wit Lee, abuela y nieto, protagonistas del film. Mija es una señora entrada en edad que se encarga, entre otras cosas, de criar a su nieto en un humilde departamento (su hija, la madre del niño, se encuentra establecida en otra ciudad), trabajando de asistente de un anciano que padece de parálisis parcial. Su vida es monótona, todos los días se suceden iguales al anterior, y esto despierta en Mija un sueño que tiene desde niña: convertirse en una poetisa. Es por esto que se inscribe en un curso de poesía (el cual se rige por el "slogan": ¿cómo escribir un poema?) al que asiste dos veces por semana. Es entonces que se entera, estudios mediante, que padece de la enfermedad de Alzheimer (en estado inicial), y que su nieto ha participado, junto a cinco amigos, de la violación sistemática de una compañera de curso. Esa joven se suicidó por esta razón, arrojándose del puente al río. Y esa joven es la que vimos en la primera secuencia de la película, un cuerpo inerte flotando a la deriva. Chang-dong Lee no está lejos de ser uno de las grandes personalidades al momento de hablar de directores influyentes del presente. Sus anteriores largometrajes, Oasis (2002) y Secret Sunshine (2007) dan fe de que se trata de una presencia de gran peso dentro del circuito cinematográfico actual. Su sensibilidad y sutileza al momento de narrar las desventuras de sus personajes son propias de una mano maestra, y en Poesía del alma esto queda más que demostrado. A lo largo de sus 139 minutos, la tensión jamás decae, el interés es constante y lo que apreciamos en esas dos horas y veinte es que el que se encuentra detrás de cámara es alguien que sabe lo que hace. La solidez narrativa es notable, y esto se ve reforzado por el irresistible interés y la fascinación que nos provoca el personaje de Mija. La fenomenal actuación de Jeong-hie Yun hace de este personaje, que en primera instancia podría parecer carente de atractivo, uno inolvidable, a tal punto que es, en gran medida, una de las principales columnas que sostienen al film. Su mirada perdida, sus gestos corporales, su risa algo nerviosa mientras habla. Se trata de un personaje excelentemente retratado. En constraste con sus sutilezas, quizás choque en cierta medida el trazo algo grueso en que está tratado el personaje de Wook, de Da-wit Lee, el nieto de Mija. Es un adolescente "clásico" de estos tiempos, y es en este aspecto en el que podemos identificar la visión pesimista de Chang-dong Lee con respecto a la juventud del presente. Wook es un haragán, dependiente de la computadora y de la televisión, le cuesta moverse y su comunicación con su abuela es casi nula; sus periplos en su casa se reducen a ir de su habitación a la cocina y de la cocina a su habitación. Esta visión cruda y descarnada de la adolescencia es quizás algo excesiva y maniquea, pero afortunadamente no atenta contra el total de la obra. También cabe mencionar una gran actuación por parte de Hira Kim en el papel del enfermo de parálisis. En los rubros técnicos, a destacar el acertado tratamiento de cámara, alternando entre una cámara en mano nerviosa e inquietante y una cámara fija precisa y descriptiva. La ausencia completa de música incidental es un acierto; como mencionamos antes, la narración avanza sin traspiés y en ningún momento se hace notar su extenso metraje. La actuación de Jeong-hie Yun es impecable, cargada de pura humanidad. El rasgo quizás más llamativo e interesante de esta película (y aquí es donde viene la complejidad al momento de escribir sobre la misma) es el guión. No es llamativo que Chang-dong Lee haya sido, antes de convertirse en director, escritor. Esto se ve claramente en Poesía del alma (más allá de su aceitado mecanismo narrativo). Porque este film se podría definir, justamente, como un tratado sobre la palabra. Si, como mencionábamos en su respectivo análisis, Las acacias (Pablo Giorgelli, 2011) es un ejercicio sobre la mirada, entonces Poesía del alma se aboca completamente a la palabra, al nivel de tratarse casi de un tratado semántico. Esto ya está presente en el título, y lo vemos con aún más claridad a medida que avanza el film. Los ánimos de ser una poetisa de la protagonista y su inclusión en un curso de poesía en contrapunto con el comienzo del Alzheimer en ella. La búsqueda de la palabra (de la utilización de la palabra) confrontado con la pérdida total de la misma a través de un olvido involuntario y patológico. La búsqueda de la belleza presente en la contemplación de la naturaleza en contraste con lo horrible del humano, el crimen del cual es partícipe su nieto y del cual ella debe (contra su voluntad) hacerse cargo. Esta búsqueda de las palabras se ve brillantemente planteado en la escena en la que Mija le pide dinero al personaje de Hira Kim, el anciano al que ella cuida. Al no poder hablar porque se encuentra su familia cerca, Mija le escribe en un papel su pedido. El anciano lee su mensaje y también escribe en un trozo de papel su respuesta, entablándose un diálogo silencioso, en el que el medio es la palabra escrita (comparemos esto con la raquítica e insostenible escena en la que los protagonistas hablan vía chat en el film Medianeras, cuyo análisis fue publicado previamente en esta página). Esto se ve reforzado con el aspecto formal: el espectador lee estos mensajes a través de planos detalle en tomas fijas (en varios momentos a lo largo de la película), en las que la hoja cubre la totalidad de la pantalla y las letras se leen con claridad. En este choque entre una cámara movediza y la estaticidad de estos planos es en donde se da el contraste que origina la búsqueda de este film. Otro momento interesante en el que se utiliza este mismo recurso se da hacia el final del film, cuando Mija se sienta a mirar el río en el que suicidó aquella joven, y al momento de comenzar a escribir la lluvia se desata y la hoja de su cuaderno, antes blanca y virgen, es agredida con gotas de agua que le quitan su propiedad, dando lugar a la máxima poesía posible: la de la naturaleza. Es constante, es prácticamente una búsqueda personal la de Lee: la palabra justa, el gesto justo. Con esta película logra triunfar en una zona en la que pocos ven un problema, logra ver lo que no muchos ven. Esta contemplación, esta reformulación de lo común y aparentemente trivial, este intento de ver en una manzana una manzana y no la representación de una manzana (por no entrar en terrenos semiológicos) es, creo yo, su mayor logro. Antes de terminar, me gustaría recordar una gran escena de Poesía del alma. Se trata de la secuencia en la que Mija se cruza, sin saberlo al comienzo, con la madre de la niña muerta. Es apenas un instante, una conversación que mantienen durante un par de minutos, en la que hablan de duraznos y del trabajo en el campo. Lo grandioso de esta escena es que ambas mujeres se encuentran, sin saberlo, unidas muy cercanamente por una muerte, lo que convierte a este diálogo aparentemente trivial en una conversación repleta de significaciones; se trata de un brillante ejercicio cinematográfico. Y así, los duraznos dejan de ser duraznos y el árbol ya no es un árbol. A través de la contemplación del mundo llegamos a la palabra exacta. "¿Existe la inspiración poética?", se cuestiona la protagonista. No sabría responderlo. Lo que sí puedo decir es que películas como ésta le hacen recordar a uno la importancia de llevar siempre un cuaderno bajo el brazo.
ESCENAS DE UN MATRIMONIO El arte de la focalización En los últimos años el cine rumano ha sido protagonista de un gran reconocimiento a nivel mundial, en gran parte debido a una seguidilla de films que han sabido alzarse con importantes premios en los festivales de mayor calibre del planeta. Títulos como La noche del señor Lazarescu (Cristi Puiu, 2005) y 4 meses, 3 semanas, 2 días (Cristian Mungiu, 2007) han sido galardonados ambos en Cannes y le han otorgado a Rumania un prestigio en el campo cinematográfico de los mayores de Europa del este. Es entonces que este año nos trae una película como Aquel martes después de Navidad, un film pequeño e intimista y a la vez de alcance universal por los temas que trata. Intentar esbozar la tesis de esta película sería una pérdida de tiempo; lo que vemos no es nada más ni nada menos que vida en estado puro, las situaciones que observamos en la pantalla no son sino experiencias que hemos vivido o que viviremos o que hemos visto a nuestro alrededor en la vida cotidiana. La primera escena de la película consta de un plano de casi 8 minutos de duración en el que vemos a dos personas en una cama, justo luego de despertar. El constante reencuadre (casi imperceptible) y las actuaciones completamente magnéticas por su absoluta naturalidad hacen que el hecho de ser un solo plano pase por momentos desapercibido, dando lugar a lo que es este film: 18 (contados) momentos en la vida del protagonista, Paul. Porque es a través de él que vemos la acción, la película lo tiene a él como centro de focalización, y en los medios formales para lograr esto es en donde radica su grandeza. El relato se nos presenta desde el comienzo al revés: vemos a estos dos cuerpos desnudos en una cama y asumimos que son pareja. En la siguiente escena, vemos a Paul con otra chica en un centro comercial, comprando regalos para Navidad. No hace falta que se nos diga nada, ya el simple emplazamiento del protagonista en esa locación habla por sí solo: la persona que vemos ahora es su esposa. La que vimos en la primera escena, su amante. El conflicto entonces está muy claro desde el comienzo: Paul es un hombre de familia que se encuentra enamorado de otra mujer. Lo original de este film no es, definitivamente, el argumento, sino los métodos. Porque podría decir que esta es una de las obras más rigurosas que he visto en el último tiempo: posee un marcado estilo narrativo, principalmente en todo lo relacionado con la cámara y la puesta en escena. Es una coreografía constante en la que los actores hacen de todo menos eso que se llama actuar. Eso no es lo que vemos. Lo que vemos es, como mencionamos antes, trozos de la vida de este hombre, una narración focalizada (que varía todo el tiempo entre interna y externa, sabemos todo y al mismo tiempo sabemos poco) y también ocularizada a través del elemento formal del foco. La utilización del encuadre, certero y simbólico, es uno de los puntos fuertes del film. En todas las escenas (constituidas casi en su totalidad por planos secuencia de unos cuantos minutos) podemos ver el constante juego del foco, haciendo uso de una profundidad de campo escasa (pero nunca excesiva). En esa enorme escena que es la visita al dentista por parte de Paul, su mujer Adriana y su hija Nucu, en donde nos enteramos que la dentista que atiende a Nucu es nada más ni nada menos que Raluca, la amante de Paul, esta intencionalidad queda más que clara. Cuando Paul mira a Raluca hablar con Adriana y Nucu, la cámara permanece con ellas, dejando el rostro de Paul fuera de cuadro. Sabemos que su mirada está en Raluca y en nadie más. Incluso Adriana se yergue y también ella es cortada por el filoso borde del cuadro: a Paul no le interesa su esposa, ni siquiera su hija; no puede (ni quiere) sacar los ojos de encima de Raluca. Cuando ella se levanta y acomoda la lámpara, la cámara se ubica e introduce a Paul completamente en el cuadro, para luego quedarse con él mientras mira, entre disimulos, a Raluca. La escena del bar que le sigue, en donde Paul y Adriana hablan con dos amigos (quizás la escena más godardiana de todo el film) no hace más que contribuir a esto. La cámara danza entre la pareja amiga (los estamos escuchando) y Adriana y Paul (la vista perdida, claramente está sumido en sus pensamientos sin escuchar una sola palabra de lo que están diciendo). Ya lo mencionamos al comienzo, pero vale la pena reincidir sobre el tema: la actuación de todos los involucrados en este film es abismal. En algún lugar leí que Mimi Branescu y Mirela Oprisor (Paul y Adriana, respectivamente) son marido y mujer en la vida real. Esto no me sorprendería, y sucede algo muy gracioso: podrá quitarle algo de crédito a la naturalidad que presentan ambos como pareja en la película, pero le suma muchísimo a los momentos de interacción entre Paul y Raluca. Ambos parecen conocerse hasta el último rincón del cuerpo, no son extraños y eso se ve en la pantalla. La utilización de los cuerpos por parte de Radu Muntean es interesantísima. Las posturas, las actitudes, los detalles presentes en dos escenas comparables como lo son la primera que mencionamos al comienzo de este análisis y la que Adriana se encuentra cortándole el pelo a Paul. En ambas vemos el cuerpo de Paul desnudo en su totalidad. Pero nada es igual. La forma de llevar ese cuerpo está claramente marcada por una gran dirección de actores y mucho, mucho ensayo. Lograr planos secuencia como estos no es algo fácil, y menos aún con momentos tan intensos como lo es, por ejemplo, cuando Paul le confiesa a Adriana que está enamorado de otra mujer. La duración de esta escena es de casi 20 minutos, y la del plano en cuestión es de 11 minutos. 11 minutos en los que se quieren, se odian, se golpean, se insultan. La naturalidad de los protagonistas es una lección constante de actuación. Y no podemos dejar de verla, tiene la intensidad de una película de suspenso cuando en realidad se trata de un drama conyugal. Este manejo de los tiempos y de las actuaciones es una de las principales razones por las que vale la pena ver este film. La representación se transparenta por hallazgos tanto a nivel formal como a nivel de la trama; la sensación más acertada sería decir que somos unos perfectos extraños observando la vida de estas personas que se aman y se odian, metidos entre sus sábanas, viviendo su intimidad como si fuera nuestra, asistiendo a una complicidad que inquieta justamente porque lo que vemos nos resulta demasiado familiar. Perfecta esquematización de un triángulo amoroso, sordo grito desesperado, Aquel martes después de Navidad con muy poco logra mucho; lo tiene todo sin sobrarle nada.
EN DONDE SE FABRICAN LOS SUEÑOS El cine según Scorsese O de cómo Martin nos engañó a todos. No hace falta decir lo que significa Scorsese para el cine y el cine para Scorsese. Se trata de una de las grandes personalidades del cine norteamericano, uno de los miembros de aquella gran camada- los hijos de la guerra- que tomaron al séptimo arte por las astas y lo llevaron a uno de sus máximos niveles en la década de los '70. Es uno de los pocos directores de cine actuales que puede darse el placer de contar con un presupuesto de 170 millones de dólares y hacer una película íntima, personal por donde se la mire, plagada de referencias al cine y a su propia vida. Lo que podría aparentar en primera instancia ser una película "familiera" y de entretenimiento resulta ser otra cosa, casi un testamento de vida- una distinta clase de espectáculo. Mago, ilusionista, artífice, llámeselo como se quiera. Porque el cine es magia y la magia es arte, y nadie mejor que Scorsese para mostrarnos eso, nadie más apropiado que la cabeza detrás de clásicos como lo son Calles Salvajes, Taxi Driver, Toro Salvaje, Buenos Muchachos. Y para esto, para mostrarnos qué entiende él por cine, utiliza como medio a uno de sus padres y (claro está una vez terminado el film), grandes ídolos: Georges Méliès. Tomado de la novela "La invención de Hugo Cabret", de Brian Selznick, el relato se centra en la historia de un joven huérfano que vive en una estación de trenes, encargándose del mantenimiento de todos los relojes de la estación, legado de su difunto padre y de su tío, ambos relojeros. Este protagonista vive entre las paredes, en estructuras subterráneas y dentro de las torres de relojes que se yerguen dentro y sobre la estación, de cara a un París fantasioso y melancólico de fines de la década del '20. Hugo (con notables similitudes con Quasimodo, el jorobado de Nôtre Dame- atenti a su nombre, posible alusión a Víctor Hugo) posee una notable destreza para arreglar cualquier mecanismo y una obsesión por conseguir las distintas piezas (incluída una llave con forma de corazón) que le faltan para arreglar un misterioso autómata, recuerdo de su padre. Así, entre engranajes y máquinas en continuo movimiento, el protagonista (nosotros) observa(mos) detenidamente a cada personaje de la estación- en secuencias con reminiscencias de La Ventana Indiscreta, de Hitchcock-, quienes se nos presentan a través del lente deformante de la percepción de un niño, es decir, exagerados, casi caricaturescos, con rasgos sumamente distintivos. Este acto de observar está continuamente resaltado por diversas y reiteradas tomas en las que se recurre al plano detalle de los ojos de Hugo, siempre observando a traves de relojes y de diversos mecanismos, con los movimientos de los engranajes remitiendo a la continua obturación de una cámara cinematográfica reflejados sobre su rostro. Así, en esta suerte de panóptico, diversas situaciones se nos presentan, y de esa manera nos ubicamos en el punto de vista del niño, por lo que todo el relato adopta, ya desde el comienzo, una textura inocente y naif. Hugo Cabret (Asa Butterfield) intenta a toda costa arreglar al autómata, el único recuerdo de su padre. Hay diversos elementos que hacen que la trama y la historia funcionen, no sin caer en clichés sino logrando aprovechar varios de los temas que vemos en el film (la relación de padre/hijo y la orfandad, por sobre todas las cosas). Hacen a la historia y al relato; logra que sean necesarios. En primer lugar, el espacio de la estación como lugar de gran parte de la acción es majestuoso y complejo. Su inmensa cantidad de maquinarias, pasadizos, y engranajes metálicos funcionan casi como un autómata gigante y como metáfora de que la vida se rige por estos mecanismos, de que mientras que Hugo continúe aceitando y dando cuerda a los diversos aparatejos entonces todos seguirán su rumbo, algunos corriendo algún tren, otros bajando de alguno. Una gran masa de gente caminando por distintas plataformas con un aparente destino, sin notar, siquiera por un instante, la acción de Hugo. De hecho, el único momento en el que el guardia de la estación (un gran personaje caricaturesco interpretado por el imprevisible Sacha Baron Cohen) nota la ausencia del tío Claude es cuando uno de los relojes se detiene. Allí, en ese instante en que la vida (de la estación) parece detenerse porque su alma (el reloj) no funciona, es cuando se hace notoria esta ausencia. En este espacio, a su vez, Scorsese tiene la habilidad de implantar, casi a escondidas, a diversos personajes famosos de la historia mundial. Así, podemos ver a Django Reinhardt tocando la guitarra en un bar de la estación, a James Joyce con sus inconfundibles anteojos y a Winston Churchill entre la multitud. Funciona casi como único escenario; de hecho, casi no existe el afuera. El afuera es frío, es oscuridad. Hugo va de la estación a la casa de Méliès, siguiéndolo por calles cerradas y sofocantes, con sus pantalones cortos. Parece que va a morir del frío. A la estación y a la casa de Méliès se le suma la biblioteca, resguardada por nada menos que Christopher Lee (el inmortal). Así, en esos tres interiores es en donde transcurre la mayor parte del relato, y el afuera se hace presente en aisladas ocasiones, siempre con las mismas características: oscuridad y frío. La ciudad de París es vista por Hugo protegido detrás del vidrio de un enorme reloj, en donde el frío no se siente y la ciudad se encuentra iluminada por los autos que transitan las calles; se trata de un espectador constante, un voyeur de los clásicos. Otro rasgo distintivo que me parece determinante en este film, alejándonos de la puesta en escena y acercándonos más al guión, es la oposición de visiones. Esta característica es la que lo convierte en un film complejo, a pesar de parecer simple. Se trata de una narrativa de constantes y certeras contradicciones. Desde lo formal ya es evidente un rasgo de la película: el uso del 3D. ¿Cómo hacer que un film cuyo tema central es hacer un homenaje nostálgico a los inicios del cine congenie con el uso de una técnica que fue estandarizada tan recientemente, y que hoy en día viene incluido dentro de cualquier paquete de acción pochoclero? Scorsese sabe lo que hace. En un momento de la película, uno de los personajes se detiene a contar la conocida anécdota de la proyección de La llegada del tren de los hermanos Lumière: la gente de ese entonces, al ver al tren dirigiéndose hacia la cámara, se espantó terriblemente porque pensaron que el tren se los iba a llevar por delante. En este caso, el tren casi nos lleva puestos literalmente, gracias al excelente uso del 3D, no sólo por su gran factura técnica, sino por su adecuación y congeniación con el guión. Otra oposición de las que hablamos se encuentra en el corazón del film: al verlo, no podemos menos que tener sensaciones diversas. Por un lado, el relato tiene un tratamiento, como dijimos con anterioridad, que destaca la visión del niño, tanto en las situaciones como en los personajes. No podría ser más clásico. Así, nos sumergimos en un universo dickensiano hasta la médula en el que conviven el amor y la violencia. Pero en la otra mano, es una película muy madura, realizada por alguien que sabe de lo que habla. Quizás, contra todas sus apariencias, una de las más maduras de Scorsese, y sin lugar a dudas la más personal. Es decir, dudo seriamente que Scorsese hubiera querido hacer este film hace veinte años. En lo que respecta a los rasgos formales del film, se destaca principalmente la fotografía; la composición de cuadro es sumamente compleja y vistosa, y los planos secuencia (ya una marca de autor en las películas de Scorsese) son sumamente elaborados, ensalzados aquí por la maestría con la que está manejado el 3D. Los engranajes y las máquinas son una presencia constante en el film. Grandes actuaciones de todos los involucrados, en particular del joven Hugo, Asa Butterfield, y, en contraposición, del gran Ben Kingsley, un actor que logra que todos los papeles que realiza parezcan hechos para él. En este caso, dejando de lado el parecido físico con el auténtico Méliès, su labor es perfecta. En todo el primer tramo del film, su mirada destila una mezcla de pena, resentimiento y olvido, todo eso con un solo movimiento de ojos. Luego, su evolución es notoria. Aquello que no quería recordar vuelve a él, y se alza como quien verdaderamente es. Un mago. Como Scorsese. Un verdadero ilusionista. Porque el detalle que hace que Hugo no sea una película más, es su característica de espectáculo. Al comienzo de este análisis mencionaba que este film era todo menos uno familiero y de entretenimiento. Scorsese mismo mencionó en una entrevista que, a su parecer, la única película de su factoría que tiene una trama es Los Infiltrados. Creo entender a qué se refiere. Muchas veces los personajes de sus películas divagan entre una serie de situaciones, o incluso se encuentran rodeados de hechos que les son ajenos y de los que no pueden escapar. El caso de Hugo es distinto, pero no es muy lejano. Es más una sensación lo que mueve al film, una pulsión constante que no recae en mecanismos narrativos sino en una convicción: la certeza de que no hay ni habrá jamás nada tan mágico como el cine. Este amor pasional que nos transmite Scorsese se ve claramente en la cantidad de material original de Méliès que incluyó en el corte final (hay un momento en el que la película roza el documental). Son artificios los que nos muestra, todo el film se erige como un gran espectáculo circense. Y la noción de fantasía, de ilusión, que tiñe a todo el film se ve resaltada innumerables veces, porque eso es lo que, me atrevo a decir, le importa al director. Demostrar que saber el truco no basta para que la magia deje de fascinar. Ben Kingsley encarna con mano maestra a Georges Méliès, uno de los padres del cine tal como lo conocemos. Y así, nadie podría filmar la juguetería de Méliès como lo hace Scorsese. Se mete dentro de la misma y se ocupa de crear, de la nada (de la galera), un espacio tan lleno de sensaciones y de nostalgia que parece ser el lugar de la infancia de todos nosotros. La conciencia de origen del cine y de su esencia, la desmitificación de un arte que los tiempos han convertido en "inalcanzable" y la invitación a que veamos cuál es la verdadera esencia de esto que llamamos cine. Entre mecanismos y engranajes que funcionan como un gigante cinematógrafo, Scorsese no deja de hablar ni un segundo sobre el cine, no quita la lupa de esa condición mecánica del séptimo arte y de cómo, a través de los ojos, a través del mirar, ese acto mecánico y aparentemente carente de vida se transforma en algo más. Ilusión o magia verdadera, nada de eso nos importa. No estamos buscando las costuras, sólo queremos sorprendernos, entusiasmarnos. Quizás por eso es tan emocionante ver a Méliès, casi como un niño, creando ilusiones con su cinematógrafo, jugando a crear universos inimaginables, mundos subacuáticos, dragones que lanzan fuego y esqueletos que bailan. Ese hincapié en la motivación, en la sorpresa (en el dejarse sorprender) es en donde vemos una declaración de principios del propio Scorsese, casi una carta de amor a ese amante caprichoso que, desde hace 40 años, frecuenta este hombre que, pareciera, no se irá de (detrás de) la pantalla hasta que se lo lleven contra su voluntad. Y contra la de todos nosotros.
GRITOS Y SUSURROS El sonido y la furia Se dice que el cine es un arte joven. ¿Qué son un siglo y monedas comparado con tradiciones milenarias como lo son la pintura o la literatura? Y sumado a esto, el cine es un arte que está estrechamente ligado con el avance tecnológico: depende de una máquina. Un dispositivo que varía a lo largo del tiempo, de la mano con el desarrollo y el avance de la sociedad en lo que respecta a los modos de transmisión, a las diversas resoluciones, a la economía de recursos. Y es por esto, por este intermediario entre el artista y la obra, que el cine es un arte que se encuentra, desde lo formal, en constante cambio, mutando. Un libro es bastante semejante ahora a como era hace tres siglos; ¿cómo será el cine en trescientos años?. La transmutación es notable. Primero fue pura imagen. Luego llegó el sonido. Luego el color, y las distintas relaciones de aspecto (los formatos panorámicos). Muchos años más tarde, invenciones como el 3D o el formato IMAX (originales de 70 mm) le dieron más novedades a un arte que posee una variedad de formatos que, pareciera, nunca dejará de crecer. Es entonces que, si hay un desafío interesante en los tiempos que corren, es realizar una película como El Artista. Estrenar en cartelera a un film que es completamente en blanco y negro, con relación de aspecto 4:3 y, por sobre todo, mudo (musicalizado), justo al lado de uno en IMAX y en 3D (al mismo tiempo) es todo un reto. Y la llegada masiva, la abismal cosecha de premios y el agrado general por parte del público habla del cine como una herramienta sumamente vasta, un dispositivo sin límites claros en lo formal al momento de contar una historia. Corre el año 1927. El lugar, Hollywood. Pleno auge del cine mudo. Las estrellas se pasean por las calles perseguidos por reporteros, fotógrafos y acérrimos/as seguidores/as (con preponderancia de las "as"). La vida se mueve alrededor del cine y lo único que pareciera importar es quién es el que está sentado en la mesa de al lado. En este contexto es en el que se desenvuelve George Valentin, una gran personalidad del cine mudo que es el protagonista de un éxito tras otro en la pantalla grande. Deseado por las jóvenes, envidiado por los hombres, el personaje interpretado por Jean Dujardin es una megaestrella de las clásicas. Es entonces que conoce, casi por accidente, a Peppy Miller (la bonaerense Bérénice Bejo, pareja del director) y entre ellos comienza una atracción tan instantánea como silenciosa. Al día siguiente, Peppy (quien figura en la tapa de todos los diarios junto a George Valentin en ese momento de encuentro fortuito) aprovecha su fama pasajera ("¿quién es esa chica?") y logra quedar seleccionada para actuar en la nueva película del personaje de Jean Dujardin, aumentando la relación con el protagonista. Luego de un tiempo, la misma se ve resquebrajada por la llegada del sonoro, haciendo que Peppy salte al estrellato y George Valentin se hunda en la miseria. Es así que se nos cuenta una historia de amor entre dos personajes siempre alejados por el frenesí de la fama, por la ceguera del éxito, utilizando la clave de la película Nace una estrella de 1937 y de Cantando bajo la lluvia, esa gran comedia de Gene Kelly de la que este film toma muchos elementos. Sin ir más lejos, un hecho como la llegada del sonoro (la imposibilidad de aquellas grandes estrellas del cine mudo de hablar frente a la cámara, el rechazo por parte de la industria a que algo como el sonido tuviera éxito y la actitud visionaria de ciertos productores y realizadores de subirse al "tren sonoro" y llegar al éxito) en pleno Hollywood nos remite directamente a dicho film. Jean Dujardin como George Valentin, una gran estrella del cine mudo. Ya desde el comienzo de la película hay recursos de intertextualidad notables, no por ser originales (de hecho, no lo son) sino porque son eficaces y hablan nada más ni nada menos de lo que tienen que hablar. El film inicia en una sala de cine repleta, en donde los espectadores miran fascinados el nuevo film de George Valentin, acompañado de una música que es incluso ejecutada por una orquesta ubicada en un foso delante de la pantalla. Así, asistimos como espectadores a este estreno, somos uno más de ellos hasta que se nos lleva a ese lugar que se encuentra más allá de la pantalla, detrás de la misma, para poder adentrarnos en el film. Vemos entonces al mismísimo George Valentin pero no como personaje de ficción dentro de la ficción sino, en un contexto si se quiere más directo, como personaje dentro de una sola ficción, la de El Artista. Y aquí es donde se ve el entramado de intertextualidad: ese George Valentin que estamos viendo no es el mismo que vimos hace un rato en esa pantalla-dentro-de-la-pantalla. Este que vemos ahora es un hombre con mirada melancólica, más reflexivo que otra cosa, muy distinto al personaje del film proyectado, pura euforia y espectáculo. Esta diferencia entre ambos va a marcar un rasgo formal importante y una intencionalidad muy clara por parte del director. La parodia (sin serlo completamente) de los personajes y la imitación del tipo de interpretación exagerada de los actores sólo sucede en estos films dentro de la película, allí en donde el dispositivo se ve claramente revelado. Es entonces que, al observar esto, nos ponemos en el lugar de los personajes de El Artista, que en esos momentos son también espectadores, y nuestra empatía (hacia los personajes y hacia el film) aumenta notablemente. En esta escena en particular, el personaje se encuentra de pie mirando(se) a la pantalla desde el otro lado, y lo espejado de esa imagen remite a su función de reflejo de este personaje. Así, se nos presenta casi simultaneamente a George Valentin como actor y espectador, personaje y persona, un hombre que se ve a sí mismo reflejado en la pantalla de cine, observando el espectáculo desde el otro lado- casi una contemplación de la vida misma. También se pone de manifiesto en este momento del film otro recurso que es sumamente interesante. Detrás del protagonista, un cartel reza "Por favor permanezca en silencio detrás de la pantalla". La ironía es evidente. Se pide silencio al silencio mismo, y esta clase de juego sobre el uso del sonido (porque en realidad no toda la película es muda) se hará, como veremos más adelante en este análisis, evidente hacia el final del film. En la misma escena, al terminar la proyección, el silencio se hace dueño de la (nuestra) sala: la gente, en la pantalla, aplaude de pie, frenéticamente, y nosotros no escuchamos nada. Sólo un silencio fabricado, puro y artificial. Esta elección de cuándo usar el silencio y cuándo utilizar la música (ya sea diegética o no) es, se podría decir, uno de los mayores aciertos del film. Esto también sucede en la brillante secuencia en la que George Valentin actúa junto al personaje de Peppy Miller, en una seguidilla de escenas en las que el personaje debe bailar distraídamente con esta joven, casi un aditivo del decorado para la película que se está filmando. Pero el protagonista no puede hacer esta escena; en cada una de las pasadas baila más de lo debido con Peppy o permanece mirándola, abstraído, víctima de una atracción evidente. Y siempre el mismo remate, la risa contagiosa digna de un galán de los clásicos- la mejor forma de evadir una situación incómoda. En esta risa hay de todo. Y el silencio absoluto de la escena suma en intensidad, es mucho más efectivo que cualquier música. El recurso de utilizar la repetición de tomas (el material crudo del que está hecho el film) para mostrarnos la atracción entre Peppy y George Valentin es una elección digna de una gran labor de dirección. Bérénice Bejo en una de las escenas más conmovedoras del film. Michel Hazanavicius, el director de este film, de origen francés, dio hace unos días una entrevista en la que menciona que este proyecto le llevó mucho tiempo de guión y que lo presentó por primera vez a una productora hace unos diez años, pero nadie creyó en él. También habla de, entre otras cosas, la dificultad con la que se topó al momento de situar al contexto de la acción (el cine mudo) en un determinado contexto. Pasaron por su cabeza el expresionismo alemán, el cine mudo italiano y francés y el cine ruso, entre otros, pero optó finalmente por el norteamericano. Dejando de lado lo cuestionable que es (aunque en otro plano) el hecho de que esta película en su trama y ejecución no tenga ni un pelo de francesa (ni siquiera posee título original en Francia, en donde se llama The Artist), y la realidad de que sea tan norteamericana que haya sido tomada por Hollywood como un hijo pródigo (qué más claro que los Oscar para demostrar eso), Hazanavicius explica que para él el cine de Hollywood de la década del `20 es el más efectivo de todos sus contemporáneos, y es el que posee mecanismos más aceitados al momento de producir un melodrama o una comedia. Sin embargo, el film deja ver otros rasgos a los que, claramente, Hazanavicius apeló para demostrar su amplio conocimiento de los diversos "cines mudos" de la época. Toda la secuencia onírica, en la que George Valentin sueña con sonido, es decir, se ve a sí mismo en una película en la que las cosas suenan, es una secuencia altamente surrealista, con muchos homenajes al cine expresionista alemán. También, todo lo relacionado con el perro (gran rol secundario el de este cuadrúpedo) remite, aunque algo más vagamente, al cine de Chaplin y al cine italiano (con notables semejanzas particularmente con el film Umberto D., de Vittorio De Sica, aunque el mismo es sonoro y muy posterior a la época de la que estamos hablando). Pero quedémonos un instante con la secuencia onírica de la que hablamos hace un rato y en lo que ella implica. Claramente, en ese momento se rompe con una serie de cosas, pero principalmente con una: el trato tácito con el espectador. Al principio, esta escena pareciera descolocar por la irrupción de sonido, pero no resulta ser eso, sino otra cosa, mucho más presente a un nivel intertextual. Lo que vemos en pantalla es nada más ni nada menos el sueño de un personaje que se sabe protagonista de un film mudo. Es decir, vemos a este George Valentin ser víctima de una pesadilla que está completamente relacionada con el hecho de que nosotros nos encontremos allí viendo El Artista; el personaje del film está soñando con que el film del que él es protagonista es sonoro. Es otro recurso similar al que mencionábamos con anterioridad sobre las películas que se proyectan dentro de esta película, es decir, su objetivo es relacionarnos aún más con el protagonista. Nosotros, junto con él, somos espectadores de su sueño, que es justamente un sueño que toma como materia prima a la película El Artista y la hace sonora, tomándonos por sorpresa a los espectadores y a George Valentin. En nuestro caso, asentimos con la cabeza, pestañeamos rápido, apretamos la mano de nuestro acompañante o nos reímos por dentro. En el caso de George Valentin, despierta de una pesadilla. El blanco y negro es filoso y extremo, algo interesante para ver en el cine. La fotografía pone en relevancia las composiciones centradas, y plantea desde la puesta en escena una dualidad latente en la narrativa del film, que es la de George Valentin y Peppy. Hay una escena muy en particular que deja esto claro. El momento en que Peppy se cruza con el protagonista en las escaleras del estudio. George Valentin se encuentra bajando esta escalera; Peppy, subiéndola. Ambos se encuentran en la mitad de la misma, intercambian palabras y miradas y continúan su camino. Uno hacia abajo, otro hacia arriba. El ascenso a la fama de la juventud y la caída en el olvido de la vejez. Y las piernas de Peppy, las mismas que al comienzo del film ve George Valentin bailar (porque son las piernas las que bailan). Arriba sólo hay un espacio blanco- un algo tapado que nadie quiere destapar. Hay varias escenas en las que la composición del cuadro nos habla directamente en lenguaje metafórico, pero quizás esta sea la más bella de todas. Y si hay que destacar escenas notables, la que es quizás la más sobresaliente de este film es el momento en el que Peppy se encuentra con el traje y la galera de George Valentin colgados en el perchero de su camarín. Ella se acerca a eso (a él), introduce un brazo por una de las mangas y se abraza, es decir, él la abraza a ella, y Peppy es feliz siendo abrazada por él, mientras su cabeza descansa en uno de los hombros de aquel hombre inerte. Las actuaciones, tanto de Jean Dujardin como de Bérénice Bejo, son fantásticas, dignas de cuanto premio exista. Él es el perfecto galán clásico, ella es la perfecta actriz angelical que sabe enamorar desde la pantalla con apenas una sonrisa. Otro grande como John Goodman se destaca, como siempre que actúa en sea el papel que sea, en su rol de productor aprovechador de las circunstancias. La ausencia de diálogos gana fuerza en los momentos más intensos del film Hay numerosos recursos que valdría la pena destacar y que hemos dejado afuera de este análisis, y somos conscientes de ello. Y así como El Artista tiene numerosos logros, quizás en un punto se torna algo redundante y podría tener 15 minutos menos de metraje- así hubiera ganado por nocaut. En un momento todo se torna algo repetitivo y, aunque dista de ser aburrido, se podría prescindir de ciertas situaciones y lograr un film un poco más rotundo. Para terminar, en la última escena de la película, George Valentin es reivindicado y comienza a bailar junto con Peppy, y el film en el que baila es sonoro. Y aquí se encuentra la frutilla del postre. Al finalizar el baile, ambos jadean cansados mirando a cámara- es lo único que escuchamos de sus voces. Un jadeo entrecortado, algún que otro gemido. Y detrás de cámara, la retoma se anuncia al ritmo de gritos pidiendo silencio ya que, al ser el film sonoro, el silencio es necesario en el set. Así, el silencio pasa a estar del otro lado, detrás de cámara, y el sonido (y la furia) en la pantalla. Con esta delicadeza llena de ironía es que se consolida la principal preocupación de El Artista, que es la de examinar la función del sonido y del no-sonido, mostrarnos su contrapunto y jugar con el mismo. Y a no confundir: El Artista no es una declaración de principios contra el cine actual, contra la tecnología y la espectacularización de hoy en día, ni tampoco lo es este análisis. Se trata más bien, de un recuerdo (eso sí, bastante melancólico) de este cine temprano, expuesto en clave de "juego" cinematográfico. Porque El Artista nunca deja de ser eso, un juego, un desafío, tanto para los realizadores como para el espectador. No resta más que disfrutar de ese sincero homenaje, que puede no ser perfecto ni mucho menos, pero se destaca por su simpleza y su honestidad. Y eso es todo un mérito.
LA DANZA DE LA MUERTE Sobre los estados de ánimo Se me hace complicado de explicar, pero no encuentro nada fácil empezar un análisis sobre un film de Lars von Trier. Quizá sea por su natural transgresión, quizá por su constante inconformismo con todo, caracterísitcas presentes en cada fotograma de sus películas. Quizá por su habilidad para sorprender, ya sea desde lo provocativo o desde la belleza visual (lo que nadie puede negar es que el director danés es un asombroso esteta). Hay varias razones que me hacen pensar que escribir un análisis sobre cualquiera de sus películas sea algo, en un punto, absurdo. No puedo menos que imaginar a Lars von Trier como un director ajeno a todo esto, que filma según sus emociones y sus estados pasajeros y que detesta a todo lo que no sea él. Posee en su haber, indudables grandes películas (Dogville cada día se convierte en un mejor film) y algunas no tan acertadas, o, al menos, demasiado herméticas como para ser comprendidas, sopesadas, films que no están destinados a nadie más que a él mismo. A veces veo en Lars von Trier más a un personaje que a una persona, a un director demasiado preocupado intentando deleitar y generar controversia, a alguien a quien le importa más lo que la gente diga de lo que hace creer y que piensa que es el nuevo Tarkovsky. Otra veces, en cambio, veo a un cineasta bastante único, con una visión distinta del mundo y una gran habilidad para plasmar esta percepción en todo lo que realiza. Así, frente a esta(e) persona(je) contradictorio es que se dificulta ejercer un análisis lo más imparcial posible sin caer en este juego de opuestos, en este claroscuro que conforma gran parte de su filmografía. Su última película, Melancolía, no escapa de este claroscuro sino que lo hace protagonista, está más presente que nunca. No es azarosa la estructura narrativa del relato ni tampoco lo es la paleta de colores que el director utiliza con notable destreza. Porque Melancolía es, a mi parecer, una película que se sostiene como tal por méritos propios, existe más allá de que alguien la vea (esa es su condición: no le importa el otro) y, creo yo, crecerá con el paso de los años; me atrevo a afirmar que en el tiempo será recordada como uno de los mayores logros de este inconformista constante que es Lars von Trier. La boda inicial, la hipocresía en estado puro. El anticipo de la catástrofe. La historia, como en todos los films de este director, reviste de menor complejidad de la aparente. O mejor dicho, una historia sencilla sirve siempre de espejo deformante para lo ambicioso, desde lo simple se nos cuenta lo intrincado de la condición humana, de la existencia, de la fe. Tal es la mecánica de Lars von Trier en la mayor parte de sus films. En este caso, el film descansa, desde el comienzo, en un motor claro: la Tierra va a colisionar contra otro planeta diez veces más grande, llamado Melancolía. Este hecho que se nos muestra en los primeros diez minutos va a funcionar como principal sustento de todo lo que veremos después. Así, se da paso a lo que de veras parece intrigar al director y escritor, que no es lo que dicen la mayoría de las sinopsis que circulan por la web y otros medios, las cuales se refieren a la relación entre las dos hemanas como el centro del relato. Lars von Trier, en una entrevista, mencionó que Melancolía no era un film de catástrofe ni mucho menos sino, según sus palabras, "Es una película sobre un estado de ánimo". Quién mejor que él mismo para definirlo. De hecho, esto clarifica un hecho que es insoslayable al finalizar el visionado del film: se trata de una de las películas más deprimentes de los últimos años. Uno queda devastado, dolorido, y esto se debe en gran parte a esta densidad, a esta espesura que presenta el film, y a su completa falta de esperanza, incluso en la misma raza humana. Lo que estamos viendo es lo que siente Lars von Trier para con su alrededor. La película comienza con un preludio de casi 8 minutos conformado por una sucesión de imágenes apocalípticas en cámara ultra lenta. En ellas, vemos pájaros caer inertes desde el cielo, pinturas que se prenden fuego, gente corriendo desesperada, un caballo que cae muerto y una representación de Ofelia, entre otras cosas. Todo acompañado del preludio de Tristán e Isolda, la ópera de Wagner (el tema será repetido a lo largo de todo el metraje de la película). Vemos esto y sabemos que, suceda lo que suceda después, la experiencia ya valió la pena. Es tal la belleza visual que nos presenta von Trier en esta introducción que supera ampliamente a la de su film previo, Anticristo, con la que presenta muchos puntos en común. Luego de este preludio, la película se divide en dos partes: la primera corresponde a Justine (el personaje de Kirsten Dunst), y describe la noche del festejo de su casamiento con Michael (Alexander Skarsgard), su novio, y la segunda a Claire (interpretada por Charlotte Gainsbourg), la hermana de Justine, y se nos muestran los hechos frente a la proximidad de la colisión del planeta Melancolía contra la Tierra. Kirsten Dunst y Charlotte Gainsbourg, ambas brillantes en su rol de hermanas. Como mencionamos previamente, hay una dualidad presente en estado constante en el film, y la estructura es la señal más evidente de ello. La película cambia el prisma a través del cual estamos viendo porque varían, justamente, los estados de ánimo, y esto se ve presente en la iluminación que utiliza Lars von Trier en todas las escenas nocturnas del film, como veremos más adelante. En la primera parte, abundan las tradiciones, la hipocresía ("Yo sonrío, y sonrío y sonrío" dice Justine intentando excusarse), los vínculos familiares rotos y lo intrascendente. Asistimos como espectadores a la celebración de casamiento de Justine, quien parece estar ausente, lejos de allí. La primera vez que la vemos, sin embargo, todo parece distinto. Ella se encuentra en una limusina junto con su esposo, divertida porque la gran longitud del auto le impide al chofer maniobrar por el camino sinuoso que conduce a la mansión en donde se llevará a cabo el festejo (uno de los momentos más brillantes de la película, ya que funciona como perfecto contrapunto- lo absolutamente intrascendente- contra la catastrófica belleza de la destrucción de la Tierra). Así, todo es risas y miradas cómplices, y por un instante creemos que ambos son felices. Pero a lo largo de la fiesta (en pasajes que traen a la memoria la película Celebración, de Thomas Vinterberg) nos daremos cuenta de que no todo está tan bien como creíamos. En la segunda parte, en cambio, se nos plantea una emoción muy distinta: la desesperación. Asistimos a la gradual aceptación de los protagonistas de que la Tierra efectivamente será destruida por Melancolía, y que no hay escape posible. Así, frente a este hecho (esta realidad), Claire, a diferencia de Justine, quien se va tornando cada vez más escéptica e inmutable, desespera. Su esposo, John (interpretado por Kiefer Sutherland), representa la voz de la racionalidad, la voz de la ciencia, de los "expertos en el tema". Al comienzo le transmite tranquilidad a su mujer con sus conocimientos sobre astronomía, pero luego, frente a lo inevitable- frente al error propio- también desespera y se suicida con las pastillas que Claire previamente había conseguido para tener una escapatoria (quizás cobarde) del fin del mundo. A mi parecer, tanto la acción por parte de Claire de obtener las pastillas y más aún el suicidio de John es, por lejos, lo más forzado del guión. En un film que posee un equilibrio justo entre lo que muestra y lo que no (las imágenes del espacio se nos presentan muy recortadas, al igual que el planeta Melancolía, siempre visto por otro personaje, siempre reencuadrado por el ánimo del otro), y más aún, entre cuánto se nos muestra y cuánto no (nunca sabemos qué está sucediendo en el resto del mundo, vemos todo aislados en un escenario único- aquel caserón con sus amplios jardines y bosques y lagos- y no se nos da ni el menor dato del resto de la Tierra), ambas acciones pecan de burdas, de trazo grueso, poco creíbles por su facilismo, en especial el suicidio de John. Volviendo al tema principal, como mencionamos con anterioridad el recurso formal que refuerza esta noción de dualidad es el de la iluminación en los escenarios nocturnos. En la primera parte, la película se caracteriza por poseer una iluminación cálida, de una paleta de colores tendiente a los amarillos, mientras que en la segunda parte, la noche pasa a ser un ambiente blanquesino, con una iluminación mucho más fría. Este tipo de iluminación refuerza la noción de proximidad de Melancolía, un planeta que, según podemos ver, se caracteriza por la luz blanca que refleja. La escena en la que Justine se dirige al lago para recostarse desnuda y observar al planeta deja constancia de esta iluminación característica, y podemos ver cómo la luz blanca de aquel baña su torso desnudo mientras ella lo mira, como si estuviera llamándolo, provocándolo. Así, lo que vimos en la primera parte se encuentra radicalmente separado de lo que vemos en la segunda por esta característica. Incluso en el final, en el momento de la colisión de ambos planetas, von Trier opta por situar la acción a la luz del día, la cual es completamente gris, casi azulada. No hay sombras, es completamente pareja, teniendo al planeta como principal fuente de luz. Una de las tantas escenas propias del preludio, con una composición de cuadro absolutamente perfecta. En el preludio, al comienzo de la película, vemos estas escenas que nos remiten a lo que será el fin del mundo. Comprendemos luego que probablemente sean parte de las visiones de Justine, quien tiene la habilidad de poder ver cosas que nadie más ve. Los 678 porotos del casamiento nos alcanzan para entender que ella sabe con certeza del fin del mundo, y por eso su tranquilidad al momento de enfrentarlo. Hay una fuerte carga simbólica en varios de estos planos, lo que se ve reforzado por el hecho de que son (quizá) visiones de Justine. La vemos con vestido de novia intentando avanzar entre una especie de fango que le dificulta la movilidad tomándole las piernas (sobre lo que luego hace mención a Claire). También vemos a Claire corriendo con Leo, su hijo, en brazos, pasando junto al hoyo 19. Ahora bien, dos veces en el metraje del film John menciona que el campo de golf tiene 18 hoyos. ¿Qué es entonces el hoyo 19? Lars von Trier ha dicho, frente a esta pregunta, que se trata del limbo. Tan interesante como hermético. Los símbolos están frente a nuestros ojos. La lectura que hagamos es tema nuestro. Otra imagen que vemos es la de Justine, también con su vestido de novia, flotando en el lago, con un ramo de flores en las manos. Esta composición es claramente una relectura del personaje de Ofelia (particularmente de la pintura de John Everett Millais), de la obra Hamlet, de Shakespeare, en la cual este personaje "era incapaz de su propia angustia" y muere ahogada, luego de haberse vuelto loca por el amor no correspondido de Hamlet. También vemos a una pintura quemarse; se trata de la obra "Cazadores en la nieve", de Pieter Bruegel, un claro homenaje al que von Trier llama "su maestro", Andrei Tarkovsky (quien usó este mismo cuadro en su film Solaris). Hay una imagen que resume a la perfección lo que mencionamos sobre la dualidad presente en la película mediante la utilización de la luz en los ambientes nocturnos: el momento en el que se encuentran caminando hacia cámara los tres protagonistas, Justine, Claire y Leo. Justine, a la izquierda, camina bajo el planeta Melancolía. Claire, en la derecha, bajo el sol. Y Leo, en el medio del cuadro, bajo la luna. Es enorme la carga simbólica presente en Melancolía, bastante más de lo que hemos llegado a esbozar en este análisis. Si algo queda claro es que estamos ante un film ambicioso, quizás uno de los más ambiciosos del 2011, categoría que, a mi parecer, comparte con El Árbol de la Vida (aunque quizá esta última gane en ambición, por su intento de abarcarlo absolutamente todo). Mucha gente las ha comparado, principalmente por la coincidencia de sus estrenos. Las tomas galácticas son similares, y esto quizá hable de una preocupación muy presente en los tiempos que corren: el misterio del espacio, su belleza y su infinitud. Sin embargo, no tienen mucho en común; de hecho, a pesar de ser del mismo año, Melancolía parecería una respuesta a El Árbol de la Vida. En la última prevalece la esperanza y la fe. En la primera, en cambio, lo único que resta es la destrucción. "La tierra es el mal", reza la protagonista en una intensa escena de la película. "Sé cosas. Y cuando digo que estamos solos, estamos solos. La vida sólo existe en la Tierra, y no por mucho tiempo". Así, en estas líneas, casi que lo oímos al realizador danés hablándonos. Incluso, en el momento, descoloca esta conversación, parece incluso insertada con fuerza en el film. Será por algo, será porque de eso es de lo que quería hablar Lars von Trier, eso es lo que sentía en el momento en el que realizó esta película. "Todo se está yendo al infierno, pero debemos sonreír en el camino", dijo alguna vez el director. El mundo en el que él vive es oscuro, malvado y perverso. Puede o no tener razón, podemos o no compartir su visión. Pero esto no influye en el film. El final (de la película), de igual manera, se nos vendrá encima como cien mil valquirias y nada podremos hacer para evitarlo. Pero nada de esto debería preocuparnos. Porque, no olvidemos, se trata de un estado de ánimo. En clave wagneriana.
EL MAPA Y EL TERRITORIO Sobre perros y almas Ejercicio interesante el de la transposición. El hecho de tomar un cuento o una novela y transponerla a la pantalla requiere de una gran capacidad de criterio, de decidir qué conviene dejar de lado y qué no. Pasar de lo literario a lo audiovisual y no perder en el camino lo más importante- la conciencia del origen. Sin ir más lejos, en el cine nacional hay un gran ejemplo de transposición: Un Oso Rojo. La película de Caetano funciona como una relectura de "La Odisea", de Homero, de forma concisa y eficaz, manteniendo algunas claves a nivel argumental y logrando transmitir las mismas pasiones que su antecesora. Otro ejemplo partiendo del mismo texto es el film ¿Dónde estás hermano?, de los hermanos Coen, que es quizá más desarrollado y funciona a otro nivel- el de la completa autoconciencia. Alguien que no leyó "La Odisea" se pierde numerosos detalles de la trama, mientras que en el caso de Un Oso Rojo no. ¿Qué es entonces lo que hace a una transposición? Pienso en el caso de un film más reciente, La Carretera, de John Hillcoat. La novela original, de Cormac McCarthy, es una obra maestra de la literatura post-apocalipsis. La película, como tranposición (y a mi parecer) no funciona del todo bien. Y se trata de un caso particular, porque posee varias escenas que parecen calcadas del texto original y es sumamente fiel con todos los giros argumentales. ¿Qué es lo que la hace entonces una transposición no tan lograda? Simplemente no supo transmitir el mismo "aire" que en la novela. Falla allí en donde no se puede fallar, que es en el espíritu del original. No estoy diciendo que sea película mal realizada (lejos está de serlo) sino, simplemente, que no funciona en su traspaso. En el caso de Dormir al sol, de Alejandro Chomski, pasa algo similar. Es un excelente ejemplo de una transposición mal realizada, aunque en este caso, aún si se cortara toda relación con la novela corta de Adolfo Bioy Casares, la película continúa fallando por todos lados. Es decir, no se trata sólo de una fallida transposición, sino también de un fallido producto audiovisual. Luis Machín y Esther Goris son los protagonistas del nuevo film de Alejandro Chomski. Lucio Bordenave (Luis Machín) es un devenido relojero que vive en su humilde hogar de Parque Chás junto con su mujer, Diana (Esther Goris), intentando sacar a flote un matrimonio venido a menos, principalmente debido a la inestabilidad psicológica de Diana, quien ha sido víctima de ataques y ha estado internada. La vida de Lucio es gris, opaca, plagada de aburrimiento y sin nada, ni siquiera sexo, que le de alguna emoción. Todo cambia cuando un día, el Dr. Standle (Enrique Piñeyro), un misterioso personaje que experimenta con perros, insta a Diana a ser internada en un instituto frenopático. Así, Diana se separa de Lucio, quien intenta vanamente retenerla al comienzo, y luego se presenta en el atroz instituto para poder verla pero la visita le es negada. Cuando Diana vuelve, aparentemente "curada", Lucio comienza a notar numerosos cambios en ella, hasta el punto de sospechar que quizá no sea la misma Diana de siempre. En este punto, el relato entre en una espiral de misterio y fantasía en la que intervienen perros, cambios de identidad, procesos de transplante de almas, felatios y escapadas. Un cóctel que funciona a la perfección en la novela homónima de Casares, quien plantea un mundo en la línea de "La invención de Morel" en donde todo es posible pero que en la película falla, cae por peso propio principalmente debido a un incorrecto trabajo de transposición y una realización pobre, desganada, y que no aporta nada nuevo al panorama cinematográfico argentino. En primer lugar, desde los minutos iniciales del film nos topamos con un obstáculo claro al momento de introducirnos en el mundo diegético que se nos propone: la poca credibilidad de la ambientación. Es difícil realizar una película de época, y en este caso es una de las principales fallas. Todo luce falso, impuesto, obligado a ser. Incluso en las tomas cenitales, en las que se intenta mostrar toda la magnitud de los autos antiguos, las bicicletas vintage y los acertados vestuarios, vemos un asfalto agrietado, con innumerables arreglos, imposible de ver en la época en la que se ambienta el film, plagada de adoquines. No es un intento de buscar la falla, sino una consecuencia directa de lo que vemos. Y es aquí en donde entra el tema de la tranposición. Sí, la novela original está ambientada en la misma época. ¿Pero es necesario que la película también? A lo que me refiero es que en el proceso de transposición hay que imprimir un carácter, una intencionalidad, evitar que la película pareza un libro filmado, que es lo que sucede en este caso. Combinemos eso con la dificultad asombrosa desde el punto de vista de la producción que debe haber significado obtener semejante cantidad de vestuario y de automóviles, y la respuesta es clara. Y a no confundir con facilismo, es una mera propuesta. A mi parecer, la historia incluso hubiera tenido más impacto situada en el presente, y así, de esa manera, incluso se hubiera podido evitar los diálogos "leídos", carentes de emoción y plagados de marcas de estilo (mucho "usted") que tiran la credibilidad por el piso, sobretodo al recitarlas Esther Goris quien, con franco respeto, resulta insufrible. Hay, incluso, algunos pocos momentos en los que vemos una idea original con respecto a la novela, una intención: los planos cenitales de los perros durmiendo en balsas que avanzan por aguas oníricas. Esto, que funciona como referencia a un diálogo de la novela que da título a la obra (la costumbre de los perros de dormir al sol), es el mayor acierto de esta película. Y justamente lo es porque impone un trabajo de cambio, un ejercicio de intencionalidad que se separa y, lo que es más importante, propone. Así es que, a mi parecer, se ha puesto el ojo en el lugar equivocado; se me hace la idea de que el realizador estuvo más preocupado por la ambientación que por la dirección de actores o por, como venimos diciendo, el trabajo de convertir una muy buena novela en una muy buena película, que funcione como producto audiovisual y no como mera referencia, consecuencia, nota al pie, como agregado del libro del autor argentino. El aspecto policial de la narrativa nos hace vislumbrar el texto de Casares a la perfección. Entre los aciertos de la película de Alejandro Chomski debo resaltar la composición de cuadro. Hay planos muy elaborados, muy impresionantes a la vista, que hablan de un muy buen trabajo de encuadre y fotografía. Prevalece el centrado, incluso mediante paneos o travellings, lo cual también resulta muy acertado y funciona a la perfección, como es el caso de las tomas estáticas de las fachadas de las casas, que debido a su reiteración (al igual que los planos de las balsas), tienen éxito en su propósito. Esto es, a mi parecer, lo más interesante de este film. Hay, sin embargo, ciertos fallos dentro de la fotografía. Por ejemplo, el acto (ya sea intencional u obligado) de contrastar los colores del instituto por fuera se me hace, con perdón de la palabra, berreta. Son planos que no pegan con nada y se hace evidente la intención de dar a ese lugar un aspecto macabro, de generar tensión allí donde no la hay con recursos que resaltan por su trazo grueso. Otro desacierto es todo el tema relacionado con la música. Y aquí sucede algo interesante. Esta música dista mucho de ser pobre, es incluso bastante llamativa. El problema es cómo está utilizada. Por momentos pareciera que todo el peso de la tensión de la trama recayera sobre las teclas de piano de la banda sonora. Así, antes de escuchar el disparador de la tensión, antes incluso de ver la reacción en el rostro del protagonista, oímos esas teclas, casi un indicador de que lo que está pasando es algo tremendo, inusual, fantastioso o macabro. Una pena, porque, como dijimos, la música es interesante por sí sola. Casi como un presagio, asistimos a los créditos iniciales en los que vemos una sucesión de planos de lo que parecieran ser dibujos de anatomía humana, sostenidos por una banda sonora que nos genera intriga y expectación. Todo funcionaría si no fuera por la horrorosa tipografía que se sobreimprime en estos planos, con su agregado y no menos horroroso sombreado, que casi tiran por la ventana todo el interés que se había creado hasta el momento. Otro factor que también deja bastante que desear es el de las actuaciones. Luis Machín, en su rol protagónico, hace lo posible para no caer, como el protagonista de "La Invención de Morel", en el olvido absoluto. Así tiene algunas líneas que logra que sean de lo más memorable del film ("un reloj que no funciona bien da mala impresión") pero su personaje nunca deja de ser acartonado, llano, sin nada interesante para mostrar. Lo mismo le sucede al personaje de Enrique Piñeyro, quien no sale del "monotonismo" y, aunque esto sea buscado, no funciona, al igual que el macabro doctor encarnado por Carlos Belloso. Esther Goris es, a mi parecer, la que más agua hace. Sus reacciones son impuestas, premeditadas y "subactuadas", su personaje es bastante insoportable y no existe ni por casualidad un mínimo de empatía con el público (algo que sí sucede, aunque en muy pocos momentos, con Luis Machín). Las que mejor paradas quedan son Florencia Peña en su rol de cuñada necesitada de amor, y Vilma Ferrán, con buenos pasajes de chismosas que aportan naturalidad y aire fresco allí donde todo es cantado y unidimensional. La puesta en escena es uno de los pocos aciertos de este film. Me gustaría hacer un comentario antes de terminar. Es una pena que no haya una promoción más ardua de la enorme cantidad de films argentinos que se realizan por año. ¿Cuántas personas sabían de la existencia de esta película hasta el momento? Sin ir más lejos, ¿cuántas veces vemos un tráiler en un cine de una película nacional? Y si de esas pocas, sacamos las que son realizaciones de directores de renombre, nos quedamos con cero. Dejando de lado que pocas veces he visto un buen tráiler argentino (no se entiende que menos es más, que no es un medio para contar absolutamente toda la trama sino para dar ganar de ir al cine a ver el film), hace falta una iniciativa que inyecte al espectador de ganas de ver su propio cine. Hay varias excelentes producciones argentinas por año que son vistas sólo por un puñado de personas. Esperemos que esto cambie pronto, que se tome conciencia de la riqueza que tenemos ante nuestros ojos y se promueva el acto de ir al cine. Es por esto que rescato mucho la intención de Chomski como de todo el cuerpo creativo y técnico que tuvo que ver con el film de transponer una obra de un reconocido autor argentino como lo es Bioy Casares. Existe una amplia variedad de textos en el ambiente literario que son sumamente ricos para llevarlos a la pantalla grande, y poca gente parece notarlo. Es por esto que se rescata la iniciativa, y espero sinceramente que esta sea la primera de varias aproximaciones del cine argentino a las letras de su país en la actualidad. Es una lástima que esta película haya sido un intento fallido, pero por lo menos es un intento. Sólo falta diferenciar el mapa del territorio, aportar una visión personal de las cosas, despegarse de los originales. Sólo así se dará una obra que se sostenga por sí sola, orgullosa, lejos de depender de su causa, más lejos del homenaje y más cerca de la autoconciencia de la obra audiovisual. Casi un acto mágico, el de saberse cine.