The Post, los oscuros secretos del Pentágono (dirigida por Steven Spielberg sobre guión de Liz Hannah y Josh Singer), Llámame por tu nombre (Call me by your name, dirigida por Luca Guadagnino, con guión del veterano James Ivory), Lady Bird (escrita y dirigida por Greta Gerwig) y Dunkerque (Dunkirk, escrita y dirigida por Christopher Nolan) son películas estimables, a las que pueden objetársele algunos puntos. En The Post Spielberg dramatiza hechos ligados a la lucha de la prensa estadounidense por la libertad de expresión en los años ’70, con tal astucia que resulta un film de aventuras con héroes y villanos, metas loables, personajes forzados a adoptar difíciles decisiones (entrañable Meryl Streep) y logros de relevancia política obtenidos gracias a la fuerza de un equipo. Es un film vital, más allá de su verborragia y de que (al igual que ocurría con Spotlight, el film de Tom McCarthy ganador del Oscar tres años atrás) lleva a preguntarse si Hollywood abordará alguna vez el poder de los grandes diarios al servicio de algo turbio. Llámame por tu nombre y Lady Bird son películas sobre el crecimiento: sus protagonistas son adolescentes que maduran en medio de dudas, deseos y obstáculos, con la familia como marco ineludible. En Llámame por tu nombre se trata de un pibe que se siente atraído por el joven ayudante de su padre, en un verano de 1983, mientras disfruta de soleadas jornadas en la casa de campo familiar. La película juega sagazmente a despertar sensaciones de frescura y sensualidad, con la ayuda de una cálida fotografía y envolventes paneos. Hay planos en los que los personajes asoman en un costado o yéndose, como si tras la cámara hubiera alguien mirándolos sin invadirlos. La ambigüedad sexual de la pareja en cuestión y los gestos de indiferencia o resistencia que complican la relación conducen al film por carriles bastante imprevisibles: la espera, la inquietud, el descubrimiento, desvelan a los personajes y son los estados de ánimo que importan en Llámame por tu nombre. Entre los problemas de la película de Guadagnino están su música a veces melindrosa, el hecho de decorar el argumento con referencias al arte y el regodeo con ciertos placeres mundanos en esa casa (“heredada”, aclaran) que puede embelesar a los espectadores, imponiendo por sobre la melancólica historia de amor los discretos encantos de la burguesía. El progresismo, la calma y el lustre intelectual de los padres del chico de Llámame por tu nombre no los tiene, desde ya, la familia de Lady Bird, habiendo allí un primer mérito en la única película del conjunto dirigida por una mujer: se trata de gente de clase media, cuya felicidad encuentra barreras en sus necesidades económicas y encontronazos emocionales. Los vínculos de la joven protagonista con una madre poco complaciente, con una compañera de colegio y con otros personajes menores son el fuerte de esta comedia agridulce que no se pasa de lista ni señala a nadie con dedo acusador. Con algunos momentos mejores que otros, Lady Bird tiene ese brío que el cine estadounidense consigue ocasionalmente cuando sabe reunir intérpretes simpáticos y competentes (Saoirse Ronan, Laurie Metcalf), enredos bien pensados, ironías cordiales y escenas discretamente emotivas. Sin dejar de ser un cine de fórmula –incluyendo el consabido repertorio de canciones pegadizas en su banda sonora–, compensa sus convencionalismos con encanto suficiente. Por su parte, ambiciosa y potente, Dunkerque es otra muestra de la brillantez técnica y solemnidad de su director, de la que nos hemos ocupado oportunamente aquí.
Preguntas que inquietan. ¿Cómo reflexionar sobre el asesinato de los tres jóvenes inocentes –de inmediato convertidos en sospechosos– en el barrio Villa Moreno, en enero de 2012, sin repetir las fórmulas utilizadas en los noticiarios y sin hacer del trágico hecho una mera excusa para elaborar un docudrama sensacionalista? El santafesino Rubén Plataneo (director de Muertes indebidas, Dante en la casa grande, Tanke PAPI, El gran río y otras) supo muy bien qué tenía que hacer: dio voz a los familiares de las víctimas –los propios Jere, Mono y Patóm aparecen fugazmente en videos grabados con algún teléfono celular– y compartió testimonios y pensamientos que ayudan a pensar en los motivos que llevan a tantas muertes jóvenes en ciudades como Rosario. El documental, escrito, producido y dirigido por Plataneo, es ambicioso y perturbador. Reúne declaraciones de testigos, periodistas (José Maggi, Carlos del Frade), fiscales, militantes sociales, policías y funcionarios, aunque exponiéndolas de diferente manera. Evita, asimismo, los convencionalismos del registro periodístico haciendo que algunas imágenes se fusionen con otras, que las voces a veces se disgreguen, que un rumor de fondo y la música de Charlie Egg generen un clima inquietante. La cámara serpentea por los pasillos de la villa y de Tribunales, volviendo una y otra vez a la canchita donde ocurrieron los crímenes, espacio de juegos y encuentro devenido lugar aciago. Mientras tomas aéreas muestran las luces de una Rosario esplendorosa, la mirada se detiene en los recodos del barrio humilde que habitaban los tres jóvenes, poblado de perros, gatos y gallinas, y por donde se ven circular patrulleros policiales. Otro aspecto que la diferencia de los habituales informes televisivos sobre este tipo de sucesos es que elude simplismos y no estimula la indignación para después replegarse. El narcotráfico (que alguien define como “flujo maldito”) encuentra su razón de ser en la mecánica capitalista que termina enredando a políticos y policías, aunque quienes caen suelen ser los más débiles y segregados. “¿Será que el asesinato ya es una institución?”, se pregunta Plataneo, cuya voz en off invita todo al tiempo al debate (discutible, por subrayada, al impostar la burla al modo con el que se catalogan estos crímenes). Los límites del cine documental y el repetido concepto de inseguridad son también parte de su análisis, superando lo que aparece en la superficie. Triple crimen es fuertemente emotiva; sin embargo, destina varios tramos a las coloridas y ruidosas manifestaciones callejeras que permitieron que el caso no permaneciera impune. Su pico dramático está en la sentencia, tras lo cual se extiende para mostrar cómo vivieron posteriormente –o cómo superaron lo vivido– los familiares. Lo mejor de la película tal vez sean algunas ideas formales, apropiadas para el ávido testimonio propuesto: dos o tres intermedios con significativos fragmentos de viejas películas (incluyendo un gag del gran Buster Keaton), el hallazgo de algunos encuadres (ese pibe que, pelota en mano, pide silencio a sus amigos al ver que están filmando) o el plano dividido, en dos y más partes, para mostrar momentos del juicio desde distintos ángulos. Este relevante trabajo, que integró una de las cuatro secciones competitivas del último BAFICI, es coherente con la filmografía previa de Plataneo, sostenido por un equipo de profesionales (Virginia Giacosa, Tomás Viú, Julián Alfano, Lionel Rius y otros) laborioso y apasionado.
Más guión que película. Perturbada ante la inactividad de las autoridades ante el crimen de su hija, una mujer paga para que tres olvidados carteles al costado de la ruta lleven impresas los textos Violada mientras moría. ¿Aún ninguna detención? ¿Cómo es posible, jefe Willoughby?, causando revuelo y sacudiendo la rutina del pueblo. Así comienza este film del dramaturgo y ocasional realizador Martin McDonagh, pero a no confundirse: no se trata estrictamente de un drama sobre la lucha de una madre incomprendida sino de un cuadro de situaciones tragicómicas, con más sorpresas que verosimilitud. En principio, la dama en cuestión no es interpretada por Meryl Streep sino por esa encantadora mezcla de mujer fuerte con payaso desencantado llamada Frances McDormand: la actriz de Fargo (1996) y Casi famosos (2000) le imprime a su Mildred un tono belicoso pero con esas miradas y mohínes tan suyos. Parece resignada hasta que estalla, comprensiva hasta que empieza a arrojar insultos, desmoronada hasta que descerraja una ironía. Su imagen de madre atravesada por el dolor de la pérdida puede aliviarse con esas graciosas reacciones, o trastabillar imprevistamente con un flashback que trae a la memoria una situación incómoda, aunque los cambios de registro no terminan en ella: el jefe de policía se muestra honestamente preocupado por su caso pero está enfermo (Woody Harrelson), un joven oficial que bravuconea ingenuamente termina siendo más peligroso de lo que parece (Sam Rockwell en una de esas composiciones extrovertidas que suelen gustar en Hollywood), un amigo enano resulta inesperadamente susceptible (Peter Juego de tronos Dinklage), y podría seguirse. Ese afán de McDonagh como guionista por hacer de la historia una sucesión de vueltas de tuerca permite que su film luzca dinámico, animado, divertido: aún con semejante punto de partida, entretiene y hasta hace reír gracias a algunos diálogos avispados, enredos y descargas de violencia verbal y física. El problema es que esa estructura sembrada de sobresaltos tiene mucho de antojadizo, como si los personajes fueran marionetas moviéndose en función del efecto sorpresa. También en otras películas, por ejemplo en Ladybird (2017, Greta Gerwig), se advierte interés en las astucias del guión y en una atractiva galería de personajes –ingredientes muy propios de las ficciones televisivas, por otra parte–, pero aquí el impacto pareciera importar más que nada, como si detrás de Tres anuncios para un crimen hubiera un autor intentando pasarse de listo. Entre sus méritos, no es menor el hecho de sugerir una sociedad estadounidense marcada por el racismo, la incompetencia y la brusquedad, junto a aislados gestos de solidaridad. Por Fernando G. Varea
La realidad con tono de fábula. El punto de partida es el conmocionante caso de Giuseppe Di Matteo, el hijo pre-adolescente de un ex mafioso devenido colaborador de la Justicia italiana, secuestrado en 1996 y, tras un encierro de casi dos años, estrangulado por sus captores que posteriormente disolvieron su cuerpo en ácido. Los directores Fabio Grassadonia y Antonio Piazza recrean los sucesos con un tono ostentosamente lírico, poniendo el foco en una compañera de escuela que, enamorada del chico, lucha para encontrarlo. Desde el comienzo el film invita a una inmersión por sensaciones intensas: el pibe bebiendo agua fresca, las ramas de los árboles sacudiéndose, la calidez del sol y los rumores de la noche crean un clima ligeramente bucólico que responde a lo que viven Giuseppe (Gaetano Fernandez) y Luna (Julia Jedlikowska), envueltos en un progresivo deslumbramiento mutuo. Los directores muestran ese estado de manera idílica, en tanto un aire a fábula de la que habla el título va brotando con las apariciones de un perro amenazante, un caballo y un búho que –como el agua misma con la que comienza Luna, una fábula siciliana– parecen representar la convivencia de individuos y elementos integrando naturalmente, con su vitalidad y sus presagios, un mismo universo. Mientras tanto, fugaces señales van insinuando amenaza. La fotografía de Luca Bigazzi y los ambientes (amplios, excesivos) por donde se mueven los personajes, tienden al artificio. Esto abarca también ciertas caracterizaciones, como la de la madre de Luna. La historia que cuenta la película es simple pero la estética de Grassadonia-Piazza la conduce a la grandiosidad. Hay momentos en que los seres retornan a situaciones ya vividas, se salta en el tiempo atravesando espacios diferentes (agua-aire, realidad-sueño) y tanto la muerte como la vida se manifiestan a cada paso y de distintas maneras. “Creemos que cuando uno se enfrenta con historias protagonizadas por chicos debe hallarse una ventana que permita algo de esperanza” han declarado los directores: la decisión es respetable e incluso comprensible, ya que el hecho original es demasiado cruel como para volcarlo de manera realista. El problema es que, en algún momento, comienzan a almibarar demasiado el relato: para los sueños y ansiedades de la juvenil pareja el mundo semimágico condicionado por determinaciones de los adultos parece pertinente (más aún por desarrollarse en Sicilia, tierra recorrida por antiguos mitos y fantasmas), pero en su segunda hora, cuando la historia de Giuseppe va acercándose a la tragedia, los suntuosos movimientos de cámara y la banda sonora resuelta a doblegar emocionalmente al espectador suenan efectistas. Se agregan algunos simplismos para retratar a Luna (su rebeldía está dibujada con trazos gruesos, incluyendo el hecho de que sólo le interesen chicos “raros” y sensibles como ella) y un tramo final que se extiende innecesariamente. Luna, una fábula siciliana tiene méritos, pero si hablamos de historias de secuestros en el cine italiano vale la pena recordar lo que han sabido hacer, con menos edulcoramiento, los jovialmente veteranos Paolo y Vittorio Taviani (en Due secuestri, segundo episodio de Tu ridi, 1998) y Marco Bellocchio (en Buongiorno, notte, 2003). Por Fernando G. Varea
BAFICI 2017: películas para celebrar y discutir. Registro presumiblemente documental de la vida de un treintañero cantante de hip-hop que lidia con la crianza de sus tres pequeños hijos, esta ópera prima tiene el aliento del cine de los hermanos Dardenne, aunque su intención testimonial es más lateral y menos explícita. El aspecto ocasionalmente descuidado de los chicos, la luz mortecina de los espacios cerrados, la lluvia exterior y los sonidos de sirenas encaminan el retrato personal-familiar hacia un terreno desangelado, indicador de que las cosas no funcionan demasiado bien en la España actual. Algunos diálogos casuales agregan elementos, con el vínculo padre-hijos en primer plano. “Lo que hacemos es lo que somos, no lo que pensamos que somos”, les dice el joven a sus chicos, cuyas travesuras (e incluso sus llantos) asoman espontáneamente. En algún punto recuerda a Go get some Rosemary (dirigida por Joshua y Benny Safdie, exhibida en el BAFICI siete años atrás), pero lo que se busca aquí es captar instantes de la vida de estas personas y sus sentimientos, a través de la elocuencia de sus miradas. Aunque el premio a Mejor Película pareció excesivo, el film de Orr es un ejercicio atendible que deja un sedimento agridulce. Fernando G. Varea
Pasión y compasión. Hay películas que sus directores concluyen después de haber sorteado gran cantidad de obstáculos y temores, piezas menores sostenidas por la indudable nobleza de sus intenciones y logros parciales que crecen si se consideran las limitaciones con las que fueron realizadas. La noche más fría responde un poco a esas características. Su director, Cristian Tapia Marchiori, es un joven nacido en la localidad cordobesa de Alta Gracia que vive en Pergamino, realizador de videoclips y publicidades desde hace poco más de una década, integrando a su crecimiento profesional estudios y trabajos junto a Sabrina Farji, Ramiro San Honorio y Aldo Romero. Para su primer largometraje recreó un patético caso real: el de un veterano de la guerra de Malvinas que no pudo reintegrarse a la sociedad y, alejado de su familia, sobrevivió como pudo, durmiendo en la calle y contando con la ayuda de algunos amigos. Afrontando el desafío de su ópera prima con pasión, Tapia Marchiori convivió con gente en situación de calle, habló con ex combatientes, rastreó locaciones y se rodeó de un equipo competente. Carlos, el personaje principal, es presentado a partir de detalles, después que la cámara se desliza en blandos travellings por una ciudad que parece Buenos Aires y recorre ligeramente una plaza ganada por un clima invernal. La calidad de la música de Emilio Kauderer (utilizada de manera algo invasiva) y de la fotografía de Claudio Perrín suman puntos, ya desde el comienzo. Avanzada la película, Tapia Marchiori manifiesta mayor madurez como director que en su función de guionista, ya que se advierten algunos subrayados (un graffiti que explicita un mensaje, los recuerdos en voz alta del protagonista en determinado momento), de la misma manera en que aparecen simplificados los rasgos de algunos personajes. En todo el tramo final hubiera sido deseable una contención que apaciguara el desborde sensiblero, en tanto es desigual el desempeño de los actores, en lo que va del excelente Daniel Valenzuela y la entrega física de Juan Palomino (como Carlos) a un predicador poco convincente y algunos estereotipos. Tal vez en la formación del joven cineasta falta contacto con películas más modernas (incluso de realizadores argentinos de su generación), que lo inspiren para canalizar de manera menos anacrónica su mirada compasiva sobre seres desprotegidos. Sin embargo, cuando Carlos está revisando su pie y la cámara se aleja suavemente (revelando que se encuentra acompañado por ocasionales curiosos), o cuando de improviso comienzan a escucharse fuegos artificiales en off, Tapia Marchiori logra efectos limpios, nada manipuladores, sin apelar a la palabra ni al énfasis musical. En ese sentido, debe destacarse también que consigue transmitir el espíritu melancólico de la ciudad nocturna en varios planos admirables. Con ecos neorrealistas y comparable temáticamente con el cine que suele hacer Ken Loach, La noche más fría compromete al espectador a ver de manera diferente a las personas que suele encontrar durmiendo o pidiendo ayuda en cualquier calle de la ciudad. Encomiable logro, más aún en estos tiempos.
Seca visión del futuro. El elemento que los seres humanos de esta ficción distópica desean y por el que ponen en riesgo sus vidas es, probablemente, el más simple de todos: el agua. El disparador es la declaración de una emergencia por sequía en Bolivia el año pasado; el sostén, la fuga de una joven pareja por zonas desérticas y pueblos destruidos hacia un sitio mejor. Las ambiciones de Nicolás Puenzo (hijo y hermano de realizadores, debutando con largometraje propio tras algunas experiencias como productor y director de fotografía en TV y cine) no son pocas. Calamidades ecológicas e impulsos bélicos incentivados por oscuros intereses económicos confluyen con marcas del género de ciencia ficción y un significativo nivel de producción. Los resultados son satisfactorios en determinados terrenos y no tanto en otros. No es nada desdeñable el propósito de revelar la tragedia que implica la depredación de los recursos naturales, señalar cómo se priorizan beneficios monetarios en desmedro de la calidad de vida de los seres humanos y hacerse preguntas sobre nuestro futuro cercano y los objetivos que persigue toda guerra. Al mismo tiempo, la realización exhibe un alto nivel de calidad, plasmando de manera creíble un mundo áspero, extenuado, hecho de amplios espacios vacíos (hay un buen empleo en términos visuales de paisajes de Argentina, Chile y Bolivia), desechos y ruinas. El film incluso se arriesga a algunos efectos especiales –como un bazucazo a un avión en vuelo–, no tan rotundos como los que nos depara el cine de acción hollywoodense aunque satisfactorios. No obstante, y a pesar de esos méritos, no logra comprometer emocionalmente al espectador. Sus seres son paradigmáticos: el joven ligeramente heroico y bienintencionado (Peter Lanzani, creciendo como actor), la mujer embarazada (la peruana Juana Burga), el desencantado corresponsal de guerra (Germán Palacios con nutrida barba), el hosco villano (Alejandro Awada), la médica solidaria (Natalia Oreiro a cara lavada y, por fin, sin sonrisas aniñadas); esto no debería ser un problema, y de hecho hay grandes películas en las que ocurre más o menos lo mismo (Invasión, de Hugo Santiago, podría ser un ejemplo), pero aquí las criaturas no tienen la intensidad suficiente. Finalmente, hubiera sido deseable que en Los últimos (acertado título), la denuncia a corporaciones extranjeras y la defensa de pueblos desprotegidos fuera menos tibia, dejando un efecto más movilizador. Por Fernando G. Varea
Mar del Plata 2016: casas, fantasmas, fugas y rebeldías. "People that are not me", dirigida y protagonizada por Hadas Ben Aroya, se centra en una chica en problemas con sus novios u ocasionales amantes, a quienes quiere retener aún poniendo en riesgo su actitud independiente. Liviana, graciosa, con cierta franqueza sexual y una cámara apenas preocupada en registrar con informalidad los movimientos de su protagonista, para casi todos (menos para el jurado, se supone) pareció desmedido el Astor de Oro a Mejor Película que terminó ganando.
Mar del Plata 2016: casas, fantasmas, fugas y rebeldías. Apacible es Paterson, de Jim Jarmusch, con un expresivo Adam Driver encarnando a un chofer de una línea de colectivos con vocación por la poesía y una mujer artista fascinada con las combinaciones del blanco y el negro. De un humor sutil y sosegado (apenas interferido por las efectistas intervenciones de un perro), como en otros trabajos de Jarmusch algo parece no andar bien en la rutina aparentemente idílica de los personajes. Cuando Paterson, que así se llama, escribe sus textos, o cuando observa y escucha pacientemente a la gente que lo rodea, el film se torna perspicaz, sin ceder nunca al sobresalto. En la vereda opuesta a la ansiedad que transmite el film de Assayas, Paterson es ceremonioso, con sus seres algo excéntricos pero calmos, como en cierta forma lo eran también los de Los límites del control (2009) y Sólo los amantes sobreviven (2013).
Mujeres bordadas y su ataque de nervios. La historia proviene de una novela escrita por Thomas Cullinan ya llevada al cine por Don Siegel en 1971, con Clint Eastwood y Geraldine Page: tres años después de la Guerra de Secesión, una de las niñas residentes en una escuela semiabandonada de la zona de Virginia encuentra en los alrededores a un soldado de la Unión malherido y las mujeres que viven con ella deciden alojarlo hasta su recuperación. La presencia de este hombre joven en ese refugio habitado por un par de mujeres maduras y sus pocas alumnas sacude, inevitablemente, la rutina. Mientras los horrores de la guerra permanecen fuera de campo, el miedo y la seducción empiezan a zigzaguear entre los rincones de la fría casona. El film de Don Siegel (1912/1991) tenía cierto descaro, lucía provocador y simpático; el de Sofía Coppola es gélido y ligeramente impostado. La nueva versión dejó afuera al personaje de la mucama negra, el beso del protagonista con la niña de doce años (que, además, era mucho más extrovertida) y algunos sueños o fantasías eróticas, esbozándose ahora un cuadro de represión femenina y temores que pueden derivar en un enfermizo modo de venganza. En la directora parece haber fascinación por ese claustro y el bosque que lo rodea: cierto espíritu de cuento maléfico asoma, de a ratos. Pero su estética artificiosa conduce a la contemplación desapasionada. Es sabido que, de acuerdo a cómo estén tratados, determinados conflictos –la desesperación ante un enamoramiento tardío, la atracción de una adolescente por un hombre mayor, los celos– pueden servir para una telenovela del montón como también para un prodigioso melodrama: en El seductor, la prodigalidad de cortinas, velas, mujeres blandiendo blancas canastas, paisajes de tarjeta postal e interiores penumbrosos desdramatizan, sumándose la rigidez un poco sobreactuada de Nicole Kidman y la presencia de un actor tan poco intenso como Colin Farrell. El bucólico fondo de pájaros y un par de momentos de las mujeres interpretando alguna pieza en el piano contribuyen al clima plañidero. En la última media hora, algunos incidentes permiten que los personajes dejen de hablar en voz baja y el film movilice encaminándose hacia lo truculento, pero la solemnidad no desaparece. Sexto largometraje de una directora que supo exhibir cierto encanto en Las vírgenes suicidas (1999) y Perdidos en Tokio (2003), El seductor es un producto que aparece cuidadosamente bordado como los encajes que visten y preparan sus personajes femeninos, pero su pulcra concepción resulta algo estéril. Un plano puede ser bello pero poco vale si no sirve para articular, con el que le precede y el que le sigue, una narración consistente o un ejercicio plástico menos inerte. Una observación que podría hacérsele incluso al jurado del Festival de Cannes de este año, que le otorgó el Premio a Mejor Dirección. Es cierto que la comparación con la versión de 46 años atrás no es imprescindible, pero resulta tentador confrontarlas. Aunque tal vez la diferencia de fondo no esté entre el estilo de Don Siegel y el de Sofía Coppola sino entre el cine estadounidense que se hacía en los años ’70 y el que llega del país del Norte, rodeado de alguna forma de prestigio, en la actualidad.