(Psico)análisis de "Un método peligroso" El método Cronenberg 1907, un joven Karl Jung (Michael Fassbender) visita a quien era su mentor por entonces, nada menos que Sigmund Freud (Viggo Mortensen) en su casa de Viena. Allí hablan durante horas y exponen sus diferentes enfoques sobre una psicología que apenas se vislumbraba como ciencia. En la conversación Jung manifiesta que se siente exaltado por un sueño que tuvo y se lo cuenta a Freud. No hay imágenes de lo latente del inconsciente en el último trabajo de David Cronenberg, sólo relatos. Qué hubiera pasado si pudiéramos ver las pesadillas de Jung, nunca lo sabremos. Un director como Terry Gilliam hubiera hecho una película sólo con eso. Pero aquí sólo conocemos las palabras que mediatizan las experiencias de los protagonistas. ¿Cronenberg se reprime? Hay una velada intención en su búsqueda, que se remonta a Spider (2002) y a Una historia violenta (2004), un esfuerzo por contener su habitual fascinación por los excesos y ver qué pasa. Y lo que pasa sigue siendo Cronenberg. El arte de curar Sabina Spielrein fue una figura importante dentro del incipiente panorama del psicoanálisis de principios del siglo pasado. Paciente de Jung devenida psicoanalista y formadora de psicólogos como Jean Piaget, autora de trabajos que llegaron a influenciar al mismísimo Freud. Su interesante, ambivalente punto de vista es recuperado por Cronenberg y su guionista Christopher Hampton, especialista en adaptaciones (ya había escrito en el 2002 una obra de teatro en la que se basa esta película). Sabina (Keira Knightley, en un papel exigente) es llevada en 1905 a una clínica de Suiza para ser tratada por un diagnóstico de histeria. Sus ataques alternan con momentos de lucidez que descolocan e inquietan al joven Jung, que intenta con ella un novedoso tratamiento de la cura por la palabra ideado por Freud. Es una época en la que los marcos de referencia se corren y el concepto de locura comienza a borronearse. Karl dice que en Psiquiatría necesitan gente como Sabina. “Insane you mean?” pregunta ella. “Sí”, responde él, “nosotros los sanos tenemos serias limitaciones”. Y ya hacia el final del film vuelve al tema con una frase certera: “Sólo los heridos pueden tener la esperanza de sanar”. A esa altura, aún no estaba difundida la palabra psicoanálisis. Y, llegado el momento de hablar de esa nueva disciplina, cada uno de los protagonistas la pronuncia distinto. La palabra en Un método peligroso tiene un peso específico. En el nombre del padre El joven Jung se va haciendo un lugar en el panorama de esa disciplina, hasta que sus obsesiones colisionan con las de su mentor, Sigmund Freud, cuyo objetivo es muy claro: lograr que la Psicología sea aceptada y se la incluya en el panteón de las ciencias. Jung, mucho menos pragmático, y con su vida resuelta por su conveniente matrimonio, siempre quiere ir un paso más allá del psicoanálisis. Tiene una aproximación mucho más emocional a su profesión. El hijo pródigo deviene parricida. Jung admira a Wagner, en particular Die Walküre, y no solo es Küre lo que resuena allí: el padre del héroe en la ópera se llamaba Sigmund. Todo está calculado en un guión que parece un trabajo de orfebrería en donde nada se enfatiza. Tampoco las conversaciones de Jung con Sabina, en la que ésta parece sugerirle conceptos que él mismo ampliará en el futuro. Escrito en el cuerpo Si bien la aproximación contenida de Cronenberg puede catalogarse de cerebral, el cuerpo sigue presente, como en todas sus películas previas. En los encuentros sexuales, en los azotes que exige Sabina, en el corte que le provoca en la cara a Jung cuando se siente dejada de lado (un pequeño acto de violencia que cambia por completo la dinámica de la relación entre los dos y de paso ilustra la dialéctica del deseo). Es justo en ese preciso momento en donde el cuerpo velado irrumpe. Freud tomará las ideas de Sabina sobre la pulsión de muerte y el masoquismo para desarrollos ulteriores, ya completamente distanciado de Jung. Sabina ha coqueteado con los dos y la trama también ha coqueteado con las ideas de ambos. Con su aproximación analítica y su foco puesto en la palabra parece avalar a Freud, pero a la vez termina validando hacia el final a Jung con el apocalíptico relato de la visión de una futura guerra en Europa, que no tardaría en llegar. Si bien probablemente esto ya estaba en la obra teatral de Hampton, que a su vez se basa en una novela del año 93 de John Kerr, Cronenberg consigue plasmarlo muy bien.
De la naturaleza del escorpión La vieja y conocida fábula del escorpión que le pide a la rana ayuda para cruzar el río es revisitada en plan cine negro de los ‘70 por el eficaz Nicolás Winding Refn (1970, Copenhague, Dinamarca) -ganador del premio al mejor director en el último Festival de Cannes- en esta película que suma y multiplica referencias (aunque nunca citas directas), empezando por el cine de Martin Scorsese en general (y Taxi Driver en particular) y convocando en su protagonista al samurai de Alain Delon (personaje solitario, sin nombre y con pocos diálogos). Pero allí donde el film de Jean-Pierre Melville lograba convertir su pura forma en el más puro cine, Refn se queda con su estilo prestado a mitad de camino (o quizás convenga decir a mitad del río), proponiendo apenas una bella y sofisticada cáscara vacía. La historia de la doble vida del doble (hábil piloto de escenas de riesgo para el cine de día, hábil chofer de criminales de noche) que encuentra un oasis al proteger a su vecina indefensa y a su hijo, se sostiene, más que nada, por la química de los personajes (desequilibrio apenas contenido para él, vulnerabilidad extrema para ella), sustentada en el trabajo de dos actores en estado de gracia como Ryan Gosling y la siempre notable Carey Mulligan. Si bien algunas escenas de extrema violencia parecen quedar fuera de lugar, un par de secuencias notables (en particular la de la presentación del protagonista) y un cuidadoso diseño visual y sonoro transforman a Drive en una experiencia por momentos hipnótica. Quedará en cada quien la tentación de dejarse llevar por el oscilante devenir de una historia tan formalmente impecable como vacía de contenido. Y es que uno, rana al fin, probablemente descubra la estafa cuando ya sea demasiado tarde.
Los riesgos de filmar en maýusculas Curiosa película ésta de Terrence Malick (1943, Waco, EEUU), autor todopoderoso que construye, reconstruye y deconstruye su propio universo para darle entidad a una obra que está a la altura de todos sus (des)propósitos, con una belleza enigmática y arrolladora, un lirismo elemental y una búsqueda de sentido que bien podría haberse ahorrado. Pero, claro, sería otra película y no este conjunto de momentos que acarician la obra maestra unidos a otros que se desbarrancan maravillosamente. Ese exceso de ambición, esa búsqueda de abarcar lo inabarcable, a contracorriente de cualquier tendencia, probablemente valgan el precio de la entrada y quien se aventure a ver esto debería hacerlo en la pantalla más grande posible. El centro de la historia pasa por un relato preciso sobre una arquetípica familia norteamericana de los años 50, con padre autoritario (Brad Pitt), madre comprensiva y tres hijos varones, que deben afrontar una tragedia que nunca se explica del todo. Este retrato está construido con solidez y amor por los detalles. Para dar cuenta de este micro-mundo, el director, fiel a sus ambiciones y a sus principios, nos lleva al Principio, el mismísimo del nacimiento del mundo, con una muy bella secuencia que es pertinente comparar con el final de 2001 – Odisea del espacio (Stanley Kubrick), más cerca del cine experimental y con muchas imágenes que, liberadas del peso de lo narrativo, se disfrutan en sí mismas. A todo esto, otra subtrama, no muy desarrollada, nos lleva a ver en un frío presente al desencantado hijo mayor de la familia (Sean Penn, en plan intenso y sin la edad suficiente para haber sido un niño de 10 años en los ´50), deambulando por la ciudad y tratando de conectarse con ese pasado perdido. Parece mucho. Es mucho. En la memorable Zorba, el griego (1964, Mihalis Kakogiannis) el final encuentra a los personajes principales bailando despreocupadamente en una playa, a pesar todo lo que vivieron. Los protagonistas de El árbol de la vida también terminan en una playa, pero más que bailar caminan confundidos, como buscando un guión perdido. Zorba no necesitaba replantearse tanto todo, simplemente bailaba sobre las ruinas de un proyecto desmedido que había terminado muy mal y, con una sonrisa, le preguntaba a su compañero Basil si alguna vez había visto un fracaso más esplendoroso.
La vida continúa bajo el sol de Toscana Copie conforme (copia certificada), a pesar de ser un film realizado en Francia y contar con la luminosa actuación de Juliette Binoche, conserva todas las marcas autorales de su director, Abbas Kiarostami (1040, Teherán, Irán), y, a la vez, plantea un juego de espejos con el Rossellini de Viaje por Italia (1954). Pero la película se disfruta por sí misma y su notable sistema narrativo es capaz de combinar con maestría ligereza y oscuridad, amor y desamor, para crear la copia más original que se haya visto. Una mujer vinculada con una galería de arte a la que nunca se nombra asiste a la conferencia de un exitoso escritor inglés recién llegado a Toscana para presentar la versión italiana de su último libro llamado, precisamente, Copie conforme, en el que teoriza sobre la idea del arte como eterna copia, como combinación de elementos predefinidos. A ella no parece importarle demasiado el asunto pero terminará viajando hasta el pequeño poblado de Lucignano para visitar una obra de arte que podría poner en perspectiva la teoría de él. El centro de la historia es la conversación durante el viaje entre estos personajes interpretados por una inspirada Binoche y un sorprendente William Shimell (que no es actor sino barítono). Un paseo en auto por una bella Toscana que nunca se transforma en postal es la excusa perfecta para que hablen prácticamente de todo, algo que ya sucedía en la obra citada de Rosellini y, entre muchas otras, en Antes del amanecer (1995) y Antes del atardecer (2004), disfrutables películas de Richard Linklater. El talento principal de Kiarostami reside en sumar estas capas de referencias (paseando además por la comedia romántica americana y los rasgos más reconocibles de sus propias películas previas) sin empantanarse ni resentir en absoluto un resultado final, generando algo nuevo de todo ese desandar caminos transitados y desafiando, de paso, la teoría inicial. Kiarostami logra salir airoso de todas las trampas en las que podría haber caído con esta mixtura de elementos “artísticos” y de cualquier prejuicio relacionado con su paso al cine europeo. Basta mencionar como ejemplos de todo esto las conversaciones en el auto (su marca registrada) o en el bar, en donde a pesar del contexto cambiante Binoche es a la vez sorprendente, graciosa y verosímil, o el uso de espejos y su función dramática. Todo encaja a la perfección, pero aún nos aguarda una sorpresa que no será aquí revelada, para terminar configurando un oxímoron perfecto, que amaga con ponerse profundo y se simplifica, o con volverse demasiado leve y se oscurece, con promover el romance y dejar latente el reflejo del desamor. En ese vibrante juego especular solo nos queda especular con lo que pudo o podría suceder realmente.
Esperando un milagro Presentada en el último BAFICI, Le quattro volte es una fascinante rareza situada en un pueblito de Calabria (perdido en el espacio pero, sobre todo, en el tiempo). Con una historia mínima como punto de partida, la película comienza a sostener su interés justo en el momento en que parece que ya no hay nada más para contar, a fuerza de una poesía no exenta de melancólico humor. La anécdota de la que se vale la trama es engañosamente simple. Un viejo pastor moribundo se aferra a lo que le queda de vida y cifra sus últimas esperanzas de recobrar su endeble salud en un polvo que obtiene en la iglesia cercana (ya veremos cómo, en una de las tantas pinceladas irónicas que propone el director). El pobre hombre aún cree que el milagro es posible, pero la película no, y su final (¿su final?) es el esperable. Su muerte coincide con el nacimiento de una de las cabras de su rebaño. La vida sigue y el animal toma la posta narrativa, hasta que se pierde en el bosque en pleno, junto a un árbol. La ¿acción? pasa entonces al ciclo de vida del árbol hasta que es talado para formar parte de una fiesta tradicional en el pueblo (que es descripta con magistral ajenidad), pero la vida sigue, a pesar de todo, y la última vuelta del relato lleva a la madera del árbol a transformarse en carbón, y después… Las cuatro veces a las que hace referencia el título remiten a los cuatro tipos de vida retratados (humana, animal, vegetal y mineral) y la cámara no parece pertenecer a ninguno de esos mundos, o quizás sea parte de todos a la vez. Michelangelo Frammartino (1968, Milán, Italia) es un director nacido en Turín y criado en un pueblo de Calabria muy parecido al de la película, que cita entre sus influencias al cine de Lisandro Alonso. Su estilo prioriza los planos generales fijos, en un registro que oscila permanentemente entre el documental y la ficción, terminando por borrar toda frontera. La coherencia narrativa y la mirada distante reubican al hombre en su entorno. Y se permite un solo momento de virtuosismo con un plano secuencia memorable y pertinente, que representa un quiebre en el relato hacia la mitad del metraje, relato que se sostiene sin actores ni diálogos ni música ni solemnidad, y que se desentiende de todo para entenderlo todo. El milagro finalmente se produce, pero es puramente cinematográfico.
Grandilocuente, operística, exacerbada. Vincere está diseñada para pasar por encima al espectador, como una brigada negra. El film se inicia como una biopic de Benito Mussolini (a quien se lo ve en los inicios de su carrera política como un furibundo y ateo militante de izquierda), pero pronto la trama se concentra en la figura de Ida Dalser, esposa no reconocida, y madre de un hijo igualmente no reconocido del Duce. Ese primer Mussolini tiene la impostación del recuerdo distorsionado de Ida, y una vez que la relación termina abruptamente (casi todo en este film termina abruptamente) sólo podemos ver al Duce real a través de un abundante material de archivo. El veterano director Marco Bellocchio (1939, Piacenza, Italia) desparrama certezas y demuestra un absoluto control de todos los recursos con los que cuenta, con un despliegue formal totalmente funcional para el tono buscado, que se pone en evidencia en las actuaciones (sobreactuaciones en realidad), la música y, sobre todo, el montaje a cargo de Francesca Calvelli, los sobreimpresos propios de la época que retrata y la particularidad de que muchas escenas son violentamente desplazadas por las que siguen (hasta se puede hablar de un método de edición fascista). Un ejemplo de todo esto es la antológica escena de la pelea en el cine. Pero la máxima virtud de Vincere es que toda esa técnica queda al servicio de una historia, y esa historia a su vez al servicio de la Historia, en una tesis que vincula fascismo y locura. La película se estructura en dos partes: la segunda transcurre mayoritariamente en instituciones psiquiátricas, y en ambas todos los personajes están alienados, fuera de sí, empezando por la sufrida protagonista (cuyo irónico nombre es Ida), que termina siendo el espejo de todo un pueblo traicionado por su caudillo.
Cuentos de verano El pop como parte del paisaje (literalmente) inunda y dota de sentido y sinsentido esta maravillosa trampa que es Aquel querido mes de agosto, supuesto documental de aspecto intrascendente sobre las costumbres de los pueblos del interior portugués que, de manera casi imperceptible, deviene en ficción rohmeriana de amor de verano. Hay que esperar casi una hora de metraje para confirmar la sospecha de que aquéllo que estamos viendo no es lo que parece, y esa invocación a la paciencia es un gran riesgo calculado por el director Miguel Gomes, quien va orquestando (detrás y a veces hasta delante de cámara) los acontecimientos que se suceden como pistas, con un montaje tan pausado como preciso, retratando el calor con frescura. Y no es tarea sencilla. Un relato fragmentado, relevamiento musical (y cursi) de fiestas populares, viñetas sin conexión aparente, van mutando en melodrama romántico, en un ejercicio de amable deslizamiento. La magia que propone se materializa en planos convencionales, testimoniales, en donde se va colando algún elemento de ficción. Hay más de una gran escena escondida en los límites de esas imágenes simples, y uno descubre la trampa y se deja estafar con gusto. La escena final, con las quejas del sonidista porque el micrófono capta sonidos que no deberían estar allí, es el resumen de la tesis de Gomes: la realidad es inabarcable, pero aquéllo que encontramos cuando salimos a buscarla sigue valiendo la pena.