No tan cariñoso Tiene un solo chiste, pero funciona. Un osito de peluche cobra vida por el deseo de un niño y lo idílico y naif de la premisa muy pronto se transforma en un una montaña rusa de sarcasmo al ver que casi 30 años después ambos se han transformado en en un par de adultos sumamente irresponsables, lo que que genera carcajadas como pocas veces se ha escuchado en el cine, por lo menos en los últimos tiempos. Si bien la primer película no animada de Seth Mc Farlane tiene un punto de partida que recuerda a Los Muppets o Toy Story, su apuesta por combinar un humor físico efectivo (gran escena la de la pelea) con una catarata de referencias la termina acercando a las series animadas de su creador, en particular a Padre de familia, con la que comparte tanto el ritmo y la eficacia de los chistes como el vicio televisivo de sus efímeras citas a personajes de la actualidad, que se suma a la nostalgia por el espíritu clase b de algunas películas de los 80 (en particular el excesivo, divertido y enfermizo apego por Flash Gordon). La incorrección que ya no escandaliza a nadie la conecta a su vez con “El dictador”, con la que comparte un falso sentido de la transgresión y un final convencional que debilita la propuesta. Una tenue apuesta por explorar géneros, pasando de la comedia a la acción, el terror y en mucha menor medida el drama no termina nunca de explotarse y queda como un amague que tiene más de gesto que de verdadera experimentación. Cambiar algo para que nada cambie y todo siga su curso circular y vicioso. Tiene un solo chiste. Pero funciona.
Show must go on Hay que celebrar, esa es la consigna, así que celebremos la llegada tardía de este film de Mathieu Almaric, mucho más conocido como actor que como director, que pudo verse en el BAFICI 2011 y se centra en la llegada, (también tardía) de un grupo de strippers norteamericanas a Francia, para formar parte de un espectáculo conocido como “New Burlesque”, organizado (es una manera de decir) por un productor caótico, querible y chantún compuesto por el propio director. Mujeres reales, de carne (mucha carne) y hueso, cuyos excesos de años o kilos no les impiden ser encantadoras y que son el motor de está película vital, excéntrica y por momentos saludablemente caótica que combina con maestría ficción y realidad (las protagonistas realmente se dedican a su oficio, y lo hacen muy bien). Entre ellas Mimí Le Meaux resulta toda una revelación ya que sostiene con su extraordinaria actuación los mejores momentos de la película y está a la altura de un notable actor como Almaric. En el medio de todo ese desenfreno queda espacio para meterse con temas como el lugar que ocupa hoy el arte, el erotismo y el cuerpo femenino. Sin ser perfecta (ni pretenderlo) Toruneé recupera algo del espíritu festivo, burlón y salvaje del cine de Cassavettes. Habrá que celebrarlo.
Irán y los argonautas A esta altura ya no se puede hablar de sorpresa. Ben Affleck (1972, Berkeley, EEUU) es un buen director que sabe cómo elegir y contar una historia, contextualizarla (en su película se justifica nada menos que la revolución iraní del ´79) y tomarse el asunto con humor. De hecho parece que hiciera todo bien. La anécdota gira en torno a una realidad que supera la ficción, la toma de rehenes de la embajada norteamericana en Irán (que duró más de un año), y una ficción que supera a la realidad, un descabellado plan de la CIA (para ser más exactos, de un agente solitario y con poco consenso) para rescatar a seis de esos rehenes haciéndolos pasar por miembros de un equipo de filmación de una película del estilo de La guerra de las galaxias llamada Argo. Los momentos que refieren a la producción de la película dentro de la película son los más disfrutables, en parte por la intervención de John Goodman (en el papel del especialista en maquillaje John Chambers, cuyo crédito mayor fue El planeta de los simios) y del gran Alan Arkin, siempre muy de vuelta de todo, como un productor consagrado que tiene claro que el mundo de Hollywood siempre será más despiadado que el demonizado terrorismo islámico. Esos momentos recuerdan a Mentiras que matan (Wag the dog, de Barry Levinson). Pero la película no se queda ahí. Sin salirse del libreto del cine más clásico, combina géneros con astucia. La otra subtrama tiene que ver con el destino de los seis miembros de la embajada que lograron escapar a tiempo de la toma del edificio y se refugiaron en la casa del embajador canadiense en Teherán. Hasta allí llega Tony Mendez (interpretado por el propio Ben Affleck) como el más clásico de los héroes de Hitchcock, un hombre común arrojado a circunstancias extraordinarias. Si la película puede entenderse como pro-americana es más que nada por esa exaltación del héroe individual cuyos ideales están muy por encima del sistema perverso al que adhiere. Esta parte es la que tiene más puntos de contacto con el cine de Clint Eastwood, aunque los dardos a la política exterior norteamericana marcan una distancia tan clara o tan difusa como la que hay entre un republicano y un demócrata (y aquí aparece la figura de George Clooney en la producción). Que todo esto haya pasado realmente (en los créditos finales puede verse una asombrosa comparación de lo ocurrido con lo recreado) no hace más que aumentar el mérito de Affleck, a quien parece faltarle siempre algo como actor pero sobrarle oficio como director. A los aciertos de Desapareció una noche (Gone baby gone) y la mal llamada Atracción peligrosa (The town), Argo le suma ironía y le resta romance, aunque el amor por la ficción sigue allí, más fuerte que nunca.
Leyenda sobre un mal bicho Jerónimo, joven urbano al borde de un ataque de nervios, es llevado por su padre a pasar un fin de semana en las sierras, a unas cabañas alejadas de todo, en un ambiente tan saludable que bordea lo mágico y misterioso para el atribulado protagonista (el siempre eficaz Martín Piroyansky, ganador del premio al mejor actor en el último Bafici por esta película). Lo que podría ser una cura para la ansiedad y un reencuentro padre-hijo se transforma en una pesadilla cuando Jerónimo es picado por una araña sobre la que pesa una leyenda. Lo que sigue es un viaje a pie por terrenos inciertos para encontrar un improbable antídoto, en compañía de un guía que carga con sus propios demonios internos. Gabriel Medina, cuya anterior película fue la notable “Los paranoicos”, sabe como imprimir su sello saltando de un género a otro. En su primer trabajo apuntó a la comedia romántica y en este se pasa de drama a comedia, suspenso, terror y road movie, con una saludable apuesta por el riesgo. El problema es que la suma de las partes no termina de cuajar y una premisa original se transforma en un híbrido cargado de aciertos parciales.
El cine de Fernando Meirelles se parece cada vez más al de Alejandro González Iñarritu, Dos directores latinoamericanos que se consagraron con sus primeras películas (Ciudad de Dios y Amores Perros, respectivamente) y que luego se fueron globalizando al mismo tiempo que, paradójicamente, se desinflaban. Pero Iñarritu filma mejor y sabe como generar tensión dramática. 360 está claramente inspirada en una vieja obra de teatro de Arthur Schnitzler (también autor del libro en el que se basa Ojos bien cerrados, de Kubrik) llamada La Ronda, que ya fue adaptada varias veces, y con mejor suerte. Hasta existe una versión argentina del año 2008 dirigida por Inés Braun y protagonizada, entre otros, por Mercedes Morán y Rafael Spregelburd que toma de la obra de Schnitzler su sistema narrativo coral, en donde los personajes se van pasando la posta con cada una de las historias hasta generar un relato circular (de allí el título). Una idea que alguna vez fue muy original, pero que ha sido muy transitada. Las distintas tramas se van acumulando, al igual las ciudades y los grandes nombres del reparto (por ahí andan deambulando Anthony Hopkins, Rachel Weisz y Jude Law, entre otros) pero no llegan a cristalizar una sola historia cuyo peso las justifique, conformando un todo que, si bien está bellamente realizado, ronda lo predecible.
Pescados capitales Lasse Hallstrom supo hacer alguna que otra película interesante, nadando contra la corriente, para luego desarrollar una especie de fórmula efectiva y artesanal que consiste en contar las historias más infrecuentes de la manera más convencional. Con algo de gracia, extrema ligereza y buenos intérpretes le alcanza para agradar sin culpas. El ejemplo perfecto de esto es su film Chocolate, que tienta desde el mismísimo título. En este caso no hubo tanta suerte con la traducción, ya que los caprichos de la distribución determinaron que había que cambiar el curioso título original: “La pesca del salmón en Yemen”, basado en una novela del mismo nombre, por el mucho más obvio (y bastante mentiroso) “Un amor imposible”. Más allá de eso Hallstrom se siente como pez en el agua con la pintura amable de una pareja despareja que debe encarar el extraño desafío de criar salmones escoceses en el clima árido del desierto yemenita para cumplir con los caprichos de la agenda política británica, que pretende fomentar la buena relación con los países árabes para cubrir otros escándalos. Y si esta premisa improbable se sostiene es en buena medida gracias a los protagonistas, un científico aburrido interpretado por Ewan McGregor y una entusiasta consultora que compone Emily Blunt. Juntos deberán satisfacer las exigencias de un jeque tan obsesionado por los proyectos faraónicos como cualquier gobernador puntano. Ambos están siempre a tono con la ligereza de una propuesta narrativa que no escapa de ciertos lugares comunes, ni pretende hacerlo. Esa quizás sea su mayor virtud.
Tras las huellas perdidas Este documental de Sylvain George, ganador del premio a la mejor película del BAFICI 2011, propone una mirada tan contemplativa como rigurosa sobre la vida de los inmigrantes ilegales africanos que desde Calais, Francia, intentan cruzar el Canal de la Mancha para llegar a Gran Bretaña. Un extraordinario trabajo de inmersión en un mundo invisibilizado con algunos puntos de contacto con “El Gran río”, que pudimos ver hasta hace poco en la cartelera rosarina. Aquí no se podrá encontrar el bienvenido humor y la música del documental de Rubén Plataneo, pero sí algunas de las secuencias más extraordinarias de año, que quedarán por mucho tiempo en la memoria, como aquella en la que los protagonistas, cercados por la policía, optan, como último y doloroso recurso, por borrar sus huellas dactilares para imposibilitar su identificación, y de paso perder el último vestigio de identidad.
Una serie de eventos desafortunados Nader y Simin se respetan, sin demostrarlo aún se quieren, pero no hay forma de que se pongan de acuerdo. La intransigencia deriva en divorcio y este en una serie de equívocos y complicaciones impensadas. Todo parece empeorar hasta un punto casi sin retorno, en este viaje sin concesiones hacia el peligro de romper con lo establecido. Lejos de cualquier otro exponente del cine iraní, La separación está mucho más cerca de lo que se espera de una película occidental por su dinámica, pero termina no pareciéndose demasiado a nada. Es notable la capacidad del director Asghar Farhadi para sostener la tensión de una trama que mezcla con absoluta precisión melodrama y thriller judicial y va desplegando sus capas con inteligencia narrativa. Es interesante ver como todos los personajes tienen sus razones para hacer lo que hacen y decir lo que dicen. La solución a sus problemas no parece estar muy cerca, y esa incerteza se vuelve palpable.
En el nombre del hijo El cine de los hermanos Dardenne se respira en cada toma. El talento único de los directores belgas para el montaje hace de la economía de recursos una fortaleza más, tensando el relato hasta límites insospechados y convirtiendo a “El niño de la bicicleta” en una de las grandes películas del año. Luego de esa excursión a terrenos menos transitados que significó “El silencio de Lorna” los Dardenne vuelven a lo que mejor conocen, una fábula de redención sobre una paternidad ausente que invita a la supervivencia en un mundo hostil.
Esa estrella era mi lujo Poca importa el escaso parecido entre la protagonista y la inmensa figura que se pretende retratar, ya que Michelle Williams interpreta con todo el cuerpo y va más allá de la mera imitación. Tampoco es relevante que se rescate el rodaje de la película “El príncipe y la corista”, de 1957, dirigida y protagonizada nada menos que por Laurence Olivier (genial Kenneth Branagh) ya que se trató de un film anticuado e intrascendente. El núcleo del relato es la puesta en escena de una recurrente fantasía masculina, aquí contada como si se hubiera concretado. Un joven asistente de dirección tiene la oportunidad de intimar con la mayor diva que ha dado el cine, en una suerte de cenicienta a la inversa (fórmula que ya se había probado con éxito en Notting Hill), lo que redunda en una fábula tan previsible como encantadora.