Vivir, amar y luchar en una tierra ocupada Es una realidad que conoce bien la que retrata Hany Abu Assad en este film que mereció el premio del jurado de Un Certain Regard en Cannes 2013 y posteriormente fue uno de los cinco títulos nominados al Oscar: el escenario es la Palestina de estos tiempos de ocupación, a un lado y otro de ese alto muro que Israel levantó para protegerse del terrorismo y que, en realidad, divide en dos a sus habitantes. Y no hacen falta demasiadas explicaciones para exponer la situación. Basta la escena inaugural, con Omar, el joven panadero que, con las debidas precauciones, se trepa rápidamente al muro para pasar al otro lado, donde vive y estudia Nadia, la muchacha de la que está enamorado. Son visitas furtivas porque al peligro de las patrullas y las balas se suma también la estricta vigilancia familiar, especialmente de parte del celoso hermano de la chica, Tarek. Con éste, a quien todavía no se ha decidido a confesarle ese sentimiento, y con Ajmad, cuya especialidad es la imitación de Marlon Brando, Omar integra desde la infancia un entrañable trío de amigos, que ahora, vista la situación, se prepara para conformar una célula de resistencia contra la ocupación. Pero a éstos, que se definen como "combatientes de la libertad" y pasan por experiencias comunes a las que viven muchos muchachos en situaciones no tan excepcionales, no los acompaña la fortuna: en una de las primeras acciones del grupo, un soldado israelí termina muerto y pocos días después, Omar es el único que resulta apresado y torturado salvajemente para que identifique al asesino. La única forma posible de recuperar la libertad -según la propuesta que recibe de un agente israelí de gesto amistoso- implica una traición. A sí mismo, a la causa, a sus amigos, a Nadia. El dilema que se le presenta es dramático y aparentemente sin solución. El conflicto árabe-israelí está siempre presente (él determina la base de la historia, claro), y Abu Assad lo expone con los ojos de un palestino, pero su visión no es parcial ni tendenciosa: más que justificar sus conductas busca explicar su porqué. Y apunta sobre todo al drama humano que padecen Omar y los demás. Ésa es la resonancia que prefiere subrayar el cineasta de El paraíso ahora, aun por encima de los otros elementos que se entrelazan en el relato y alimentan su interés: la historia de amor, el thriller, la manipulación, la paranoia y las distintas manifestaciones de la violencia. Los cambios de tono se suceden (hay romance, humor, intensidad dramática, unos cuantos interrogantes) y pueden parecer sorpresivos, pero es probable que con ellos el realizador palestino también contribuya a dar a su película una veracidad que descarta cualquier artificio o voluntad de manipulación y que, probablemente, también aportan los actores. Todos debutantes, a excepción del norteamericano y también productor Waleed F. Zuaiter (impecable como el agente israelí que propone el pacto al protagonista). Entre todos ellos, Adam Bakri impone su vigorosa y expresiva presencia en el personaje central.
"Amiga mía. Tengo fiebre en todo mi cuerpo. Tu contacto me ha atestado de todas las dulzuras. Jamás como en estos larguísimos días he ido bebiendo a sorbos los elixires de la vida." Así le escribía el anarquista italiano Severino Di Giovanni a su amada, América Scarfó, el 19 de agosto de 1928, apenas unos 29 meses antes de su fusilamiento por orden del presidente de facto José Félix Uriburu. Y así lo reproducía la nacion en julio de 1999, cuando daba cuenta de que esos testimonios íntimos (a los que ella les había perdido el rastro desde que la policía allanó, en enero de 1931, la quinta de Burzaco donde vivía junto a su perseguida pareja) volverían a las manos de su destinataria, 68 años después. Estas cartas forman parte de los documentos con los que Daiana Rosenfeld y Aníbal Garisto reconstruyen esta historia de amor y anarquía que, tras haber ganado el premio DOC TV Latinoamérica IV y haber participado del Festival de Mar del Plata, llega ahora a los cines. Material de archivo, recortes periodísticos, fotografías y declaraciones de estudiosos, testigos o conocedores de los protagonistas como Osvaldo Bayer, por quien la mujer supo del destino que había tenido su correspondencia (el Museo Policial), o una amiga suya, Marina Legaz Bursuk, entre otros. El film cuenta la polémica y apasionada historia a través de la mirada de América, que tenía 14 años y ya sabía de los ideales libertarios a través de su hermano Paulino cuando conoció a Di Giovanni, un hombre de 27, casado y padre de tres hijos. La historia de la pareja estuvo hecha de encuentros clandestinos y visitas fugaces, a escondidas de los padres de la muchacha, hasta que al fin pudieron concretar, en una quinta de Burzaco, un proyecto de vida basado en una economía autosuficiente y una organización consecuente con sus ideas, y que concluyó con el allanamiento de la policía (secuestrando todo lo que encontró, incluidos poemas escritos por Severino, fotos y hasta toda la ropa de la mujer), el juicio sumarísimo al que el hombre fue sometido y su fusilamiento el 1º de febrero de 1931, cuando tenía 29 años. Una admirable crónica que escribió Roberto Arlt de ese trágico día también se incluye en el documental, lo mismo que las palabras de América, puestas en muchos casos en la voz de la actriz María Eugenia Belavi. Tras la muerte de Di Giovanni, América se refugió en el anonimato. Desde que las cartas volvieron a sus manos y hasta su fallecimiento, en 2006, los ojos de quien el anarquista quería que fuera "el ángel celestial que me acompañe en todas las horas tristes y alegres de ésta mi vida de insumiso y rebelde" fueron los únicos destinatarios de sus sentidas palabras de amor.
Boxeo y melodrama Los films de boxeo suelen proponer metáforas de la vida: historias que, con mayor o menor fortuna (y mayor o menor habilidad), mezclan lucha, resistencia, empeño, consagración, triunfos pasajeros, declive, castigo, recuperación, mudanza, entereza, redención. Precisamente la redención, en este caso, sumada al condimento siempre eficaz de la revancha, resulta el asunto central de este melodrama deportivo que escribió Kurt Sutter, atento a no apartarse del camino que señala gran parte de la tradición fílmica en la materia. ¿Por qué desafiarla si su eficacia está probada?, se habrá preguntado el guionista. Y probablemente también el director Anthony Fuqua, sabiendo que existe una vastísima colección de clichés que están al alcance de la mano. Quizá -supongamos que reflexionó- bastaría con actualizar un poco la forma inspirándose levemente en Scorsese para las sanguinolentas escenas del ring y fortalecer el costado deportivo de la historia, ya que el guión tendía a robustecer el drama humano. Claro que Revancha está más lejos de Toro salvaje que de los capítulos de Rocky, pero aun así la obra de Stallone le saca ventaja. Por lo menos no exhibe la declinación que padece este film originalmente concebido para Eminem. A partir de una primera parte impetuosa y convincente que presenta a los personajes -el huérfano que se ha abierto camino en la vida y ha logrado la fama y la riqueza que hoy ostenta gracias a sus músculos y su bravura, y las dos mujeres a las que más ama en el mundo, su mujer (la estupenda Rachel McAdams) y su hija-, después, una vez que se produce el drama y se precipita la decadencia (personal, profesional, material y moral del gran campeón hasta allí imbatible), la película va decayendo en la misma medida en que se multiplican los lugares comunes. Por comprometido e intrépido que sea el desempeño de un actor (tanto en lo interpretativo como en lo puramente físico), el esfuerzo de Jake Gyllenhaal, sin duda notable tanto en el ring como fuera de él, no es suficiente para disimular las flaquezas (tal vez debería decirse la pereza) de un guión que recurrió a todos los clichés típicos del film de boxeo. El diseño de los personajes responde a esa receta, del doloroso pasado del protagonista, su incontrolable violencia y su devoción de padre y esposo a la serena sabiduría del entrenador (Forest Whitaker), lleno de frases sentenciosas, y desde la poco creíble trayectoria deportiva del protagonista hasta las alternativas de la pelea final, a la que se llega dejando a un lado cualquier afán de verosimilitud. No obstante es precisamente el trabajo de Gyllenhaal lo que aporta el principal atractivo del film, y no sólo por el sacrificio al que debió someterse: el actor está habituado a estas metamorfosis físicas; en este caso fue un intenso entrenamiento gracias al cual ganó alrededor de 7 kg de músculos, quizás una compensación para los 9 kg que debió perder para Primicia mortal (2014). El film fue dedicado a la memoria del compositor James Horner, fallecido en junio último.
Un mundo en el que todo tiene un precio El italiano Paolo Virzì (Livorno, 1964) observa otra vez la Italia de su tiempo, pero ya no apuntando a ella en la clave de humor que distinguió la mayoría de sus obras, sino con una mirada más amarga, punzante y rigurosa que va en busca de las oscuridades, la corrupción, las mezquindades y las vergüenzas que la hipocresía se encarga de esconder bajo el resplandor del lujo y la opulencia que el dinero puede comprar. Es un mundo donde el espejismo del poder y la riqueza, no importa de dónde ésta venga y lo inestable que pueda resultar, encandila a quienes lo miran desde lejos y buscan imitarlo. Virzì lo encuentra en el poderoso Norte, en un rincón de la Lombardía, cerca de Milán y su Bolsa, donde el dinero convoca a hombres de negocios, especuladores y arribistas, seducidos por el implacable juego de las finanzas que suelen beneficiar a los más ricos y astutos (y menos escrupulosos) y empobrecer a los más débiles o incautos. Si bien no se deja llevar por los estereotipos ni carga las tintas pintándolos como feroces malvados conscientes del efecto de su codicia en oposición a la presunta e ingenua santidad de la gente común, está claro que la responsabilidad es de todos. Cuando la mujer del acaudalado capitalista dueño de la suntuosa villa en la que se centra buena parte de la acción (apellidado no casualmente Bernaschi) lo acusa diciéndole: "Ustedes apostaron por la ruina de este país. y ganaron", él la corrige: "Nosotros.". Nadie es inocente, pero a todos les resulta útil distraerse de su incidencia en la despareja distribución de la riqueza. Y sólo a los más jóvenes les concede Virzì alguna esperanza. Puede sonar curioso que esta historia que tan directamente apunta a la realidad italiana contemporánea provenga de una novela norteamericana cuya acción transcurría en Connecticut. Pero el trasplante se explica fácilmente cuando se observa que hay similitudes varias en el contexto -una crisis que altera bruscamente la situación económica del país-; en los personajes -en los dos casos es el dinero el que rige sus vidas- y, sobre todo, en la observación de conductas humanas. Y se comprende más todavía si se tiene en cuenta la libre e inteligente adaptación de Bruni, Piccoli y Virzì, que supo introducir un cambio estructural, al incorporar al original literario el suspenso del thriller. De acuerdo con esa relectura, la película se compone de un prólogo -en él, un ciclista es atropellado y abandonado, agonizante, a un costado de la ruta sin prestarle socorro- y se divide después en tres capítulos, cada uno correspondiente a otros tantos puntos de vista sobre cómo se llegó al mismo infortunado hecho. En ello se ven involucradas dos familias de distinta posición social. Los episodios llevan el nombre de cada uno de los personajes que aportan su visión. El primero es Dino (Fabrizio Bentivoglio), un agente inmobiliario al que no le va bien en su negocio, pero ve en la relación de su hija, Serena, con el hijo del millonario, su compañero de estudios, una posibilidad de ingresar en el prometedor círculo de la especulación financiera. La segunda es Carla (Valeria Bruni-Tedeschi), la insegura y vulnerable esposa del magnate, actriz frustrada que lleva una vida vacía entre placeres superfluos y caros y vagas inquietudes culturales. La tercera es Serena (Matilde Gioli), que sigue simulando el ya marchito noviazgo sólo para no decepcionar a sus padres, pero ha encontrado el amor en un modesto y desdichado ex paciente de su madrastra (Valeria Golino), psicoanalista en un hospital público y personaje que aporta al relato un toque de calidez humana. Mientras la acción vuelve una y otra vez a los mismos hechos (incluso, claro, la negra noche del accidente), según quién sea el que los reconstruya, y avanza la búsqueda del responsable del atropello, el cuadro se va completando y lo que muestra es un tapiz del mundo actual en el que la codicia tiene participación decisiva: todo gira en torno al dinero y todo tiene su precio. Incluso la vida, como lo expone la elocuente leyenda sobre el cálculo del capital humano que utilizan los expertos para establecer el monto de las indemnizaciones y que se incluye en el final de este film que supone un gran avance en la carrera de Virzì, tanto en su construcción narrativa y su lenguaje visual como en su reconocida capacidad para seleccionar y conducir a sus admirables actores.
Ted vuelve sin novedades Ted 2 padece del mismo mal que gran número de secuelas en el cine de comedia. Conocido el chiste central -el osito de peluche que respondiendo al deseo del (entonces) chico que lo había recibido de regalo cobró vida hace ya unos cuantos años, se puso a hablar (con el lenguaje más grosero y zafado posible) y a desafiar con sus licenciosas conductas cualquier variante de la corrección política- ha perdido la frescura de la novedad y con ella, mucho de su efecto gracioso. Lo ácido se ha puesto rancio. Es más: de la irreverencia de Seth MacFarlane (Padre de familia) ha quedado poco: apenas un módica dosis, casi siempre perteneciente a ese humor grueso preferentemente escatológico, destinado a adolescentes de todas las edades. Demasiado poco para resultar divertido o por lo menos para entretener durante las casi dos horas de proyección. No basta con una sucesión de chistes gruesos (con el falo o el semen como repetidos protagonistas) ni con el atrevimiento que supone que la marihuana sea el pan de cada día para el peluche viviente y los personajes que lo rodean si no hay una historia que los enhebre y contenga, y en ese sentido esta secuela es bastante poco generosa. Para quienes no consideran a MacFarlane tan gracioso como él cree ser ni son precisamente fans de la llamada nueva comedia americana, el riesgo es mayor: el aburrimiento. Tras una larga secuencia de títulos a lo Busby Berkeley llega el esperado (?) reencuentro con Ted y su amigo de siempre, John (Mark Wahlberg). Éste ha vivido un fracaso matrimonial de tal magnitud que no ha vuelto a tomar contacto con mujer alguna: hoy prefiere la soledad frente a la pantalla de TV y su variada oferta de pornografía. En cambio, el ex juguete sí se arriesga a la experiencia y ahora mismo se está casando con su novia y compañera de trabajo, Tami Lynn (Jessica Barth). Parece un final feliz, sobre todo si se mantienen los hábitos de siempre que ya se les conocen a los protagonistas y si hay suficiente para fumar. Claro que con el tiempo vendrán las desavenencias entre marido y mujer, y palabrotas, objetos voladores e insultos de todo calibre aturdirán al barrio entero. Menos mal que interviene John y da su consejo: el amor renacerá con la llegada de un hijo. Se olvida de un detalle: ella es de carne y hueso; él, todo de peluche. Habrá que recurrir, pues, a la inseminación artificial, lo que le dará a MacFarlane una nueva excusa para seguir poniendo la genitalidad masculina en protagonista de sus presuntas bromas. Y habrá más tarde otros problemas, sobre todo acerca de la condición del osito -¿es una persona o una propiedad?-, cuestión que habrá que dilucidar en el largo tramo judicial que incluye las consabidas referencias a la cultura popular, algunos invitados especiales (el que más se luce es Liam Neeson), una abogada debutante (Amanda Seyfried), la alusión a otras injustas discriminaciones, la reaparición del "malvado" Giovanni Ribisi. También se admitirá el parche de una escena musical para que Seyfried cante y para que al final todo remate en un cierre sin ideas en el desaprovechado ambiente del Comic Con. No es mucho.
Un exorcismo lleno de lugares comunes En mala hora podría concluirse que a Mark Neveldine se le ocurrió hacer su primera experiencia como director solista después de haberse fogueado a dúo con Brian Taylor en algunos thrillers vertiginosos (Crank, Crank 2, Ghost Rider: espíritu de venganza), de los que podía rescatarse -además de su indispensable aceleración- una pizca de locura. Sobre todo porque para hacer este debut eligió este guión que vuelve, sin demasiada fortuna ni imaginación al repetido tema del exorcismo, demasiado frecuentado desde que hace ya más de cuarenta años Willliam Friedkin dirigió el título con Linda Blair y Max von Sydow que se volvió clásico. Aquí lo que más llama la atención, en todo caso, es la increíble acumulación de lugares comunes de este subgénero que combina religión y horror y que de tan previsibles parecen más propios de una parodia que de una historia que busca ser tomada tan en serio como para aludir en el comienzo al mismísimo papa Francisco (cuya condición de figura pública internacional, como se ve, no sólo le acarrea una infinidad de visitas no siempre desinteresadas). Y también como para que el film complique en el caso -el de una chica de 27 años poseída por el demonio y por ello sometida al necesario exorcismo- al psicoanálisis y al Vaticano, que ha acumulado por siglos documentos secretos sobre los vestigios que el diablo ha ido dejando en sus reiteradas andanzas por este mundo. Por supuesto aquí también los exorcistas son dos, uno veterano y otro joven; un cardenal que es toda una autoridad en la materia porque a los 12 años ya fue él mismo poseído, y un sacerdote que antes de ordenarse fue militar y estuvo en Irak. El cardenal, eso sí, ya no se vale de los rezos ni del agua bendita: prefiere emplear cadenas para oponer a la fuerza demoníaca. Y no titubea cuando la chica, que no sólo habla con la voz ronca de todos los demonios del cine y vomita, aunque menos violentamente que en otras oportunidades, responde a su conjuro expeliendo por la boca tres huevos grandes y enteros. Él los explica con la autoridad que le cabe: son la Santísima Trinidad. Sólo los más fanáticos podrán encontrar en este despropósito algún elemento de interés o quizás algún motivo para la hilaridad.
Bella y conmovedora Éste es, seguramente, el film más autobiográfico de Nanni Moretti, y no sólo porque nació de una experiencia real -la enfermedad y muerte de su madre, sucedida cuando él estaba terminando el montaje de El caimán- que lo lleva a asumir frontalmente el dolor de la pérdida, sino también porque lo coloca frente a sí mismo, con todo lo que ello puede implicar de confesión y de autocrítica, ejercicio éste que ha practicado con frecuencia. Lo hace a través de un álter ego femenino, la excelente Margherita Buy, puesta en el papel de una cineasta en quien no es difícil descubrir los rasgos de personalidad que se le reconocen como propios al cineasta italiano y que él mismo se ha encargado de exponer en varios de sus ensayos fílmicos en primera persona. Esta vez, se ha reservado un papel relativamente menor: es el hermano de la protagonista, con quien comparte el drama de la irreversible enfermedad materna. La realizadora de la ficción, a la que no le faltan problemas personales (una relación que está terminando, una hija a la que no conoce en profundidad) ni inseguridades profesionales, está a su vez enredada en la compleja filmación de una película sobre el conflicto que se vive en una fábrica vendida a capitales norteamericanos y ocupada por los trabajadores que ven peligrar su fuente de trabajo. A todo ello se sumará la llegada de la estrella del film, un actor de Hollywood con humos de divo (John Turturro), que tropieza con un idioma que no domina y con las flaquezas de su memoria. A su cargo están algunas situaciones de Mia madre, incluido un momento de baile, probablemente destinadas a aligerar un poco el clima melancólico que acompaña el desarrollo de la historia, si bien Moretti mantiene prudente distancia del patetismo y descarta cualquier apelación a lo lacrimógeno. A Turturro, por su parte, parece divertirle jugar al límite de la macchietta. El dolor de la pérdida es, por supuesto, el tema central, pero como suele suceder en los films de Moretti hay varios planos que se superponen. La figura de la madre (Giulia Lazzarini, gran actriz de teatro largamente vinculada a Strehler) está inspirada en la suya real, que era igualmente profesora en el mismo colegio secundario romano, aparece en situaciones y épocas diversas, durante la internación, y antes o después, en evocaciones, fantasías y ensoñaciones propias o de los suyos, en la memoria afectiva de la nieta adolescente, (a quien le toca protagonizar la bella, conmovedora y discretísima escena que informa del deceso), y aun en el recuerdo de algún alumno que la revela en otras facetas menos conocidas para ellos, pero demostrativas de su calidad humana. No menos certero y rico en espesor dramático es el retrato de la cineasta en crisis, a quien la siempre bella Margherita Buy proporciona sensibilidad y vigoroso temperamento. De Moretti podían además esperarse -casi nunca faltan- precisas observaciones sobre el mundo del cine. Las hay y suelen ser filosas. Pero en esta oportunidad vale también destacar su desempeño como actor. Cálido, sereno y contenedor, él es quien asume la triste verdad que su hermana prefiere eludir y quien también le da apoyo y comprensión en su confuso presente, sus titubeos y su íntimo descontento profesional. En el juego de espejos que propone el inteligente guión, Moretti está cuestionándose a sí mismo, buscando hacer frente a sus propias dudas y planteándose sus propios interrogantes. Es quizá quien mejor ilustra lo que la protagonista pide a sus intérpretes: que el actor esté siempre junto al personaje. Con ello, su film gana aún más en profundidad y silenciosa emoción y al mantener la justa distancia del drama consigue mitigar el dolor sin suprimirlo, lo que engrandece su valor humano.
La Guerra Fría en el deporte La Guerra Fría, ese enfrentamiento que ilustraba el nuevo orden mundial surgido al cabo de la Segunda Guerra no sólo se manifestó en lo político, lo ideológico, lo económico, lo tecnológico y lo militar, sino también en lo deportivo. La misma obsesión por la victoria que guiaba en esos años la carrera espacial o los triunfos científicos también exacerbaba las competencias atléticas entre los representantes de los dos bloques: el comunista, encabezado por la Unión Soviética, y el capitalista, liderado por los Estados Unidos. Superar al rival es en esos casos el objetivo excluyente, y ya se sabe que en esa empecinada batalla por la gloria deportiva, lamentablemente, no siempre son lícitos los métodos que se emplean, tema del que hoy, ya muy lejos de la Guerra Fría, suele haber noticia frecuente. Ese tema -el del juego limpio o mejor, de su deliberada violación- es uno de los que abordan esta consistente realización de Andrea Sedlácková al contar la historia de una joven atleta vigilada de cerca por su entrenador y, a través de ella, exponer cómo el viejo régimen comunista buscaba controlar la voluntad de sus ciudadanos. Otro, estrechamente vinculado con el anterior, es el arduo dilema de decidir el exilio, la emigración. Una experiencia que la realizadora checa ha vivido en carne propia: dejó su país en 1988 y ha residido, desde entonces, entre Praga y París. La película, ambientada en la década de los 80, sigue la historia de Anna, una velocista de excepcionales condiciones que aspira a competir en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984 y con ese objetivo se prepara día tras día, junto a una compañera igualmente dotada y bajo la mirada vigilante y rigurosa del mismo entrenador estatal, cuyo objetivo es más político que deportivo: sin que la adolescente lo sepa, ha sido incorporada a un programa secreto que incluye el uso de esteroides anabólicos. La muchacha es asimismo estimulada por su madre, Irene, ex atleta que ya sabe lo que supone resistirse a esos deberes deportivos considerados patrióticos y también las penas a que podría exponerse su hija si se negara a colaborar, para el régimen una falta equiparable a cualquier otro tipo de disidencia. La mujer ve en el futuro de la chica la posibilidad de una salida del país, quizá siguiendo el camino de su marido, que las dejó para refugiarse en Europa. Las dos líneas del relato -la historia protagonizada por Anna, que en algún momento percibirá los nocivos efectos secundarios de un tratamiento al que ha sido sometida sin su consentimiento, y la de Irene, vulnerable a las presiones del entrenador por más de un motivo- se desarrollan paralelamente o se vinculan entre sí sobre el fondo desesperanzado, gris, desolador y represivo de la Checoslovaquia de esos años que serían los de la etapa más avanzada de la Guerra Fría. Tanto en la descripción de esa atmósfera como en la sólida construcción del drama testimonial y en su aspecto puramente formal (es notable el tratamiento de las imágenes), el film se inscribe a la altura de la tradición del cine checo. A su vez, los excelentes trabajos de la eslovaca Judit Bárdos (Anna) y la checa Anna Geislerová (Irene) dan sustancia y convicción al progreso dramático de sus personajes, rodeadas de un elenco en el que no se aprecian altibajos.
Geraldine Chaplin, admirable En el cine ambientado en América Central y el Caribe, el turismo sexual es un tema bastante frecuentado y tan generalmente reducido a estereotipos que Dólares de arena supone al mismo tiempo una benéfica renovación y una muestra de madurez del cine dominicano. No diremos sorpresiva, porque el tándem que integran la dominicana Laura Amelia Guzmán y el mexicano Israel Cárdenas ya había dado pruebas de sus talentos en dos trabajos anteriores, Cochochi y Jean Gentil, vistos en el Bafici. A partir de una adaptación sumamente libre de una novela francesa, su film tiene como uno de sus méritos principales sortear todos los lugares comunes y liberar a sus personajes de los clásicos estereotipos. Guzmán y Cárdenas hacen hincapié en su humanidad. Ni se juzgan sus conductas ni se esconden ambigüedades o contradicciones. Hay una veterana y adinerada turista francesa que parece haber encontrado en la playa de Las Terrenas el refugio ideal para pasar sus años de madurez, papel que Geraldine Chaplin enriquece con su fina sensibilidad y los infinitos matices de su juego expresivo. Es un trabajo al que se ha entregado sin reticencias, con la soledad, la risa y el dolor a la intemperie, como las arrugas que le han dejado los años y la extrema delgadez. Todo su mundo interior se traduce en pequeños gestos, en inflexiones de la voz, en miradas que traducen el amor, pero también la conciencia de que en las actitudes de esta chica que ha reavivado en ella algún anhelo reprimido en otros tiempos, el dinero juega un papel importante, y la conveniencia se mezcla confusamente con cierta forma de apego. También el personaje de Noeli, que tiene un novio con el que las cosas no siempre van sobre ruedas, ha sido despojado del típico estereotipo de la chica que se prostituye para paliar sus carencias. El turismo (representado también por otros europeos vinculados con Anne) se ve a los ojos de los jóvenes dominicanos como una suerte de espejismo, un sueño que podría estar al alcance de la muchacha si la promesa de ser llevada a vivir en París se concretara. Alguna complicación inesperada trastocará los planes y desencadenará otro final. Habrá un previsible conflicto entre el romance de arena y el crudo realismo de los dólares. Los realizadores han puesto mucha delicadeza en el análisis de las razones profundas que se mezclan en la relación entre las dos mujeres y en la descripción de las fluctuaciones y las vacilaciones de ese vínculo. Y han sabido extraer verdad de diálogos que a veces parecen producto de la improvisación. La intimidad se manifiesta en muchas oportunidades y hasta llega a hacerse profundamente reveladora en uno de los gestos finales de la jovencita. La música también tiene incidencia directa en la historia que se narra y en buena medida depende del veterano cantante Ramón Cordero, cuya bachata "La causa de mi muerte" ocupa un lugar destacado.
Defender la tierra y los recuerdos Eran poco más de 7000 los habitantes de Chaitén, en el sur de Chile, cuando en 2008 una sucesión de sismos coronada por violentas erupciones del volcán del mismo nombre, primero, y el desbordamiento de los cursos de agua cercanos, después, terminó destruyendo la comuna y la convirtió en algo parecido a un pueblo fantasma. Apenas unas veinte personas estaban allí cuando dos realizadores de Bariloche, Fernando Molina y Nicolás Bietti, llegaron un par de años más tarde con el propósito de filmar un reportaje sobre esa extraña realidad: gente que -como todas las poblaciones de la zona- había sido evacuada en los tiempos de la catástrofe y que quiso volver a su lugar, a vivir como refugiados en su propia tierra, resistiéndose a las ofertas de relocalización que les proponían las autoridades y a las alarmas que hablaban de contaminación y señalaban que el lugar era inhabitable y peligroso. No querían abandonar su lugar en el mundo, lo poco que quedaba de sus casas y sobre todo su historia, su pasado, sus recuerdos. En contacto directo con esas personas que les dieron albergue, a las que lentamente fueron sumándose otros regresos, el proyecto de Molina y Bietti fue modificándose y prolongándose en el tiempo: hicieron diez viajes en cerca de cuatro años, durante los cuales lo que el documental registra son pequeños trozos de realidad, páginas sueltas de una crónica de vida que tanto describe la dureza de las condiciones en que transcurre como los sentimientos que animan esa lucha diaria: no es apenas empecinamiento, sino voluntad de defender lo que sienten de verdad propio, lo que contiene su pasado y su memoria, algo que no siempre transmiten en palabras, más allá de las contadas que hacen oír cuando se reúnen entre vecinos o son convocados por algún funcionario para determinar cuáles son las necesidades prioritarias, o para considerar posibilidades de reconstrucción o de mudanza. Lo demás es el lento transcurrir de los días en un escenario que es al mismo tiempo desolador y poético gracias al estrecho vínculo entre la cámara y la realidad, y a la sensibilidad que sabe transmitir la mirada de los realizadores, la silenciosa elocuencia de los rostros y la impresionante y conmovedora presencia de la naturaleza.