Una rara alquimia cuyo misterio sólo podrá ser descifrado en 2035, según nos anticipa el verborrágico relator que domina los primeros tramos del film, se ha producido en el origen de esta ambiciosa historia que reflexiona sobre la inmortalidad y pretende contarnos un caso romántico que trasciende los tiempos. Varios factores se combinan para que, como consecuencia de un espantoso accidente de auto, una joven y bella viuda con look de antigua estrella de Hollywood (Blake Lively) se vuelva inmune al paso del tiempo. El film, que bien pudo haberse titulado El curioso caso de Adaline Bowman y aborda esta variación de la fuente de Juvencia, espera ser entendido como un cuento de hadas, pero la historia de la heroína que nació en 1908 y permanecerá para siempre estancada en los 29 años transcurre en este mundo, más precisamente en San Francisco, donde se sucederán después otros hechos inexplicables. Haber sido la beneficiaria de ese fenómeno, que tantos envidiarían, sin embargo le trae infinidad de inconvenientes, y no es el menor de ellos la soledad (impuesta por ella misma para evitar ser considerada un fenómeno circense), la forzosa falta de futuro y, por ende, la imposibilidad de vivir un amor. También la condena a mudar de domicilio y de identidad cada diez años y la de tener como mamá a su hija, que hasta la actualidad (2014) ha seguido envejeciendo como cualquier humano normal. Y a portar eternamente ese aire melancólico que en el caso de Blake Lively puede parecerse muchas veces a la languidez o la inexpresividad. De todas maneras, cabe suponer que no deben de ser ésas las consecuencias más perturbadoras de la inmortalidad. Demasiado tema para un tratamiento tan hueco. Que lo que se cuenta resulte poco creíble es lo de menos, si hasta pueden perdonarse, por inevitables, los tramos finales tan próximos al ridículo. El tema, convengamos, bien pudo haber disparado otras reflexiones, no todas vinculadas con el enredo melodramático que interesó a los guionistas y cuyo único mérito parece ser haberle dado a Harrison Ford un papel bastante más sólido que los que le han tocado en los últimos años. Él y Ellen Burstyn, al menos, supieron dotar de alguna convicción a sus personajes, los más convincentes de la rebuscada historia.
El retiro menos pensado Quienes hayan disfrutado de la grata compañía que los jubilados ingleses de El exótico hotel Marigold invitaron a compartir durante su estada en el no muy pretencioso pero acogedor hospedaje de Jaipur recibirán con satisfacción este reencuentro. Algunas cosas han cambiado, pero el clima es el mismo, la voluntad de sobrellevar con el mejor humor los achaques inevitables a estas alturas de la veteranía, también, y la decisión de afrontar con el mejor ánimo cualquier novedad que se presente sigue inalterable. Nadie se olvida de que el futuro está siendo cada vez más acotado, pero el humor no flaquea y la disposición para sacar provecho de estos días soleados y coloridos que la India les ofrece (así como la promesa de una nueva vida), tampoco. Si hasta a la ayer amarga Muriel (Maggie Smith) se le ha endulzado el carácter ahora que ha devenido socia del eléctrico Sonny (Dev Patel) y lo está secundando en su proyecto de ampliar el negocio, ya que las cosas marchan viento en popa, comprando otro gran hotel vecino, notoriamente mejor conservado que el deteriorado Marigold original, aunque para ello deban procurar financiación, que es precisamente lo que están haciendo en San Diego cuando la película comienza. No es la única novedad. Alguien ha sabido reconocer los talentos de la emprendedora Evelyn (Judi Dench) y le ha propuesto que los aplique a la compra de telas, mientras su eterno enamorado, el tímido Douglas (Bill Nighy), que ahora se ha convertido en guía turístico pese a la modestia de sus conocimientos en ese terreno, apenas logra que ella lo trate como un amigo. La coqueta Madge (Celia Imrie), por su parte, tiene en vista dos candidatos parejamente adinerados. A la confusión reinante se suman dos nuevos pasajeros, con los que el guionista Ol Parker consigue incorporar a la historia una pizca de liviano suspenso. Un poco llega con Richard Gere, que pasa por ser un escritor en busca de material para su nueva novela, que con su apostura agita el avispero femenino y con sus actitudes despierta las sospechas de los responsables del hotel, que ven en él a un probable espía del presunto inversionista norteamericano, y otro poco con Tamsin Greig, presencia igualmente misteriosa que podría estar desempeñando actividades similares, aunque dice estar en busca de un hospedaje adaptado a las necesidades de su mamá. Si se suman al embrollo los preparativos de la boda de Sonny, se verá que sobrarán entretenimiento y aventuras para la simpática pandilla de ingleses en situación de retiro que son el atractivo principal de la película. Sí, porque éste es, como el film que lo precedió, uno de esos casos en que grandes actores son capaces de compensar con su encanto, su talento y su simpatía un material narrativo que no necesariamente debe desbordar de ingenio, aunque aquí hay probablemente una porción algo más generosa que la que prodigaba el film original. Además del colorido que brinda el ya familiar ambiente del Marigold y ciertos atractivos visuales que se han sabido tomar prestados del vecino Bollywood con su previsible y correspondiente cuota de pintoresquismo, como sucede en la larga escena final del festejo matrimonial. En otras palabras que, como se lo proponía, el film regalará a su platea natural -la más madura, especialmente- un rato de placentero entretenimiento.
El constructor de sueños El básquetbol no habría sido el mismo en nuestro país sin León Najnudel. "Fue la persona más importante del básquet argentino", remata en el film Julio Lamas, uno de sus principales herederos y uno de los muchos colegas y amigos que, porque estuvieron junto a él durante tantos años y compartieron su pasión por el deporte, supieron de su convicción de que había que federalizar el básquet y de la tenacidad incansable con la que él llevó adelante su idea. En los bares de Thames y Corrientes (su barrio desde la infancia) o donde se hiciera necesario ir -club por club, despacho por despacho, aquí o en el interior- para discutir y convencer, para avanzar unos pasos más hacia la fundación de la Liga Nacional de Básquetbol. A la que se llegó gracias a su espíritu luchador y al apoyo de mucha gente vinculada con ese deporte -periodistas, jugadores, entrenadores, dirigentes- sólo después de recuperada la democracia. Para que se tenga una idea de la trascendencia de esa Liga, que modificó la manera de competir, baste decir que sin ella no hubiera habido, por ejemplo, ni Generación Dorada ni triunfo olímpico. Najnudel no sólo se había destacado como entrenador y había descubierto decenas de talentos. También había soñado ese futuro que lamentablemente no llegó a ver (murió en 1998). "Era un constructor un constructor de sueños", dicen de él las numerosas personalidades que Glusman convocó para que entre todos compusieran su retrato, y de esa suma de testimonios no sólo surge la figura del hombre que representa como ningún otro al básquetbol nacional, sino también la admiración y el cariño por el maestro que muchos vieron en él. Haber logrado que el documental atrape la sinceridad que contienen las palabras de quienes hablan -sean famosos como Nocioni, Scola y Adrián Paenza, los compañeros de toda la vida o de las noches de interminables conversaciones sobre básquet- carga el retrato de genuina emoción. Najnudel la merecía.
A bailar contra la opresión Bailando por la libertad termina en un teatro francés y con un aplauso que por un lado celebra la actuación de un artista, el iraní Afshin Ghaffarian (representado aquí por un inglés, Reece Ritchie), pues es su historia la que el film intenta reproducir en esta biopic bastante lineal, y por otro festeja, ya en el exilio, su disidencia con el régimen opresor que él acaba de traducir en danza y por causa del cual debió huir de su país. La película -hablada en inglés para asegurar su difusión en mercados de Occidente- cuenta cómo el bailarín y sus compañeros han logrado desarrollar su arte a escondidas de la violenta policía del régimen que castiga a quienes se atreven a practicarlo con la misma crudeza que han mostrado contra los manifestantes que salieron a las calles en 2009, tras las controvertidas elecciones que llevaron al poder a Ahmadinejad. Por tales motivos fue la suya una formación con bastante riesgos y difícil de desarrollar si no hubiera sido porque una de las chicas (Freida Pinto) recordaba bastante de lo aprendido junto a su madre, ex integrante de lo que en otras épocas fue el Ballet Nacional, y porque hoy existen en You Tube algunos videos que llevaron al protagonista y a sus compañeros a abrevar en distintas fuentes, de Michael Jackson a Rudolf Nureyev y de Gene Kelly a Martha Graham. En fin, una suerte de Footloose II en Medio Oriente que ofrece algunos momentos atractivos en términos de danza, el más llamativo de los cuales sucede cuando la compañía clandestina logra finalmente presentarse ante el púbico. Eso sí, cuando el movimiento cesa y el film quiere relatar algo del resto de la historia, sobreviene un aluvión de clichés a los que hemos asistido en films que hablan de la resistencia de algún artista contra la persecución política. Puestos en boca de estos iraníes angloparlantes que tienden a la simplificación cuando quieren explicar lo que saben de su país, tales clichés apenas si pueden ser compensados por algún número de danza coreografiado por el británico Akram Khan.
Suspenso sentimental Triángulo, intriga amorosa, melodrama clásico que bien pudo haber sido inspirado por un novelista de otros tiempos, 3 corazones es una suerte de thriller sentimental y melancólico cuyo suspenso deriva de las vacilaciones y los arrebatos del corazón, contradictorios e imprevisibles. Y también un film sobre las oportunidades perdidas, las coincidencias y los caprichos del azar, que están presentes desde el comienzo mismo del relato. Un hombre pierde su último tren de regreso a París y se cruza con una mujer con la que vagarán toda la noche por las calles vacías de ciudad de provincia donde ella vive y él estuvo trabajando por un día. Caminan y charlan un poco de todo hasta que los dos sienten despuntar ese milagro que supone siempre un encuentro amoroso. Se citan en París, pero el juego que iban a reanudar se interrumpe, otra vez por intervención del azar. Nadie es responsable del desencuentro, y tampoco lo será de todo lo que suceda después, cuando él vuelva a viajar en busca de la desaparecida (un fantasma del amor) y termine conociendo a otra mujer, de la que se enamora y con quien se casa, sin saber que una y otra son hermanas, y muy estrechamente ligadas. Para él, la vida cambia por completo. Las cosas suceden sin que nadie las provoque, pero se sabe que aunque hayan pasado algunos años, tarde o temprano la vieja pasión renacerá y el triángulo implosionará. Suele suceder en los melodramas, y éste lo es, aunque Benoît Jacquot prefiere subrayar la contención y la moderación, sobre todo cuando la vida impone que el hombre y las dos mujeres convivan por algún tiempo en la misma casa, bajo la mirada (amorosa pero no carente de sarcasmo) de la madre, que nada dice pero parece saberlo todo. Esa contención está entre los principales aciertos del film, y en ellos mucho tienen que ver los cuatro actores, del belga Benoît Poelvoorde, para quien fue escrito el papel protagónico -casi una rareza en un realizador que suele privilegiar los roles femeninos-; las dos mujeres del triángulo (Charlotte Gainsbourg y Chiara Mastroianni, cuyo personaje parece comparativamente algo desfavorecido por el guión), y la siempre admirable Catherine Deneuve, para quien no existen los papeles pequeños. La influencia de Truffaut puede notarse sólo en el empleo de la música, en los fundidos a negro como puntos y aparte de la narración y en las breves (y no muy felices) intervenciones de la voz del narrador. En la visión de la burquesía provincial, en cambio, puede hallarse una pizca de Chabrol. Salvando, en ambos casos, las distancias.
Entretenimiento sin pretensión Entretenimiento sin pretensión. Celebración de la amistad en clave de comedia, sin excesivo gasto de ingenio, pero con el suficiente dinamismo en diálogos bien escritos y mejor expresados por un grupo de actores tan fogueados como amables, Entre tragos y amigos es un relato que, a contramano de la agresividad y la negatividad que suelen prevalecer en los retratos que el cine actual -en cuanto reflejo de la realidad-, dedica a las relaciones humanas, prefiere prestar atención a las pequeñas felicidades cotidianas y apostar por los valores que las sustentan, de la comprensión, el altruismo y la generosidad hasta la aceptación de las diferencias y la indulgencia ante los defectos o las pequeñeces ajenas. La intención no es otra que pasar un buen rato sin preocuparse demasiado por la verosimilitud. Quien pone en marcha la sencilla historia es Antoine (Lambert Wilson), un flamante cincuentón padre de familia, que hasta este último cumpleaños ha cumplido con todos los requisitos de una vida sana: frecuente actividad física, controlada mesura en el consumo de alcohol, de grasas, de azúcares, además, claro, de prestar la debida atención a su trabajo y a los suyos, amigos incluidos. Así y todo, no ha podido evitar un infarto que le hace recibir los 50 depositado en una cama de sanatorio. Como respuesta, se promete un cambio radical. Ahora pensará menos en cuidarse y más en disfrutar de las buenas cosas de la vida, entre ellas, claro, del grupo de amigos aparentemente todos hinchas del Lyon, a los que convocará no sólo para el asado del título original, sino para pasar una temporada de vacaciones en la montaña, más precisamente en una mansión de las Cevenas, en el centro-sur de Francia. Habrá diversión, discusiones, fiesta, malentendidos, alguna peleíta, las clásicas situaciones que se producen en estos casos y que Eric Lavaine sabe distribuir equitativamente entre tantos personajes, todos bastante arquetípicos, pero también todos suficientemente simpáticos como para que resulte grato compartir con ellos una hora y media de película. Cine pasatista, por cierto, pero agradable, con un muy desenvuelto Wilson (frecuente intérprete de Resnais), al frente de un elenco impecable.
El perdurable encanto de Ardant. El cine de los últimos tiempos le ha prestado frecuente atención al tema del amor y la sexualidad en la madurez. Valgan como ejemplos ¿Y si vivimos todos juntos?, Alguien tiene que ceder, El exótico hotel Marigold o Una segunda oportunidad. También lo hace Mis días felices, aunque aquí también importa la diferencia de edad. Como que todo gira en torno de una dentista tan cautivante como Fanny Ardant que acaba de retirarse y, a instancias de sus hijas, intenta llenar su tiempo ahora vacío con los cursos y talleres que le ofrece un club para adultos mayores llamado precisamente como la película. Allí no será el teatro ni la cerámica lo que despertará su interés sino la informática, o más precisamente el instructor a cargo de la materia, unos treinta años más joven que ella y verdadero profesional de la seducción. Felizmente, la directora y coguionista Marion Verdoux expone el caso con cierto descaro chispeante, sortea las zancadillas que podían acecharla en una historia como ésta y evita las clásicas justificaciones psicológicas: Caroline ama a su marido y tiene una relación armoniosa con él, también odontólogo, con quien disfruta del confort de la burguesía de Dunkerque; no padece de soledad aunque hace pocos meses sufrió la pérdida de su mejor amiga, ni anda a la pesca de aventuras, pero tampoco está dispuesta a renunciar a sus deseos. La atracción mutua se produce espontáneamente y el encuentro se concreta del modo más discreto posible; pronto crecerá entre ellos cierta ternura y una perceptible complicidad amorosa, a la que mucho aportan la siempre bella y distinguida Ardant (esta vez rubia) y el seductor Laurent Lafitte, bien lejos del empaque de la Comédie Française, a la que pertenece. Ella desdeña las convenciones, pero es consciente del escaso futuro de la relación y de las restantes -y múltiples- complicaciones que engendra la gran diferencia de edad, así como tiene noción de su cuerpo: "Por favor, apaga la luz", le pide a su compañero en uno de sus primeros y fugaces encuentros? En el modo menor que elige Vernoux para contar la historia (no hay apelaciones dramáticas ni siquiera cuando sobrevienen los desenlaces) merece destacarse la dignidad que el admirable Patrick Chesnais confiere al marido engañado, que, en el fondo, no es tal. No hay tampoco sobredosis de innecesario azúcar y si sobran, o se desdibujan, un par de elementos secundarios (la confesión de la hija menor, la muerte de la amiga), hay en cambio una delicada síntesis entre lo racional y lo pasional en la exposición del vínculo. El retrato que Fanny Ardant hace de su Caroline se enriquece con sus sutilezas y seguramente quedará entre los muchos destacados que ha asumido en su carrera. En pocas palabras, se trata simplemente de una bella historia de amor, bien escrita, bien contada y mejor interpretada, a la que el compositor checo Quentin Sirjacq suma su inspirada partitura.
Retrato de un artista fascinante En otro tiempo, Bahman Mohassess fue uno de los artistas más influyentes de Irán, sobre todo como pintor y escultor, pero también como poeta y autor de teatro. Pero tras la caída de Mossadegh, no se hizo fácil la vida para este creador singular, irreverente, combativo, polémico, tan escéptico o francamente pesimista respecto del futuro de la humanidad como autodestructivo, al punto de que buena parte de su obra no sólo fue desapareciendo por culpa de las sucesivas censuras, la religiosa en especial, sino también -y quizá primordialmente- por decisión propia. Su declarada condición gay también contribuyó a que su presencia y su actividad como uno de los principales y más originales representantes del arte moderno de su país no fueran muy bien vistas en el Teherán del shah ni mucho menos en el de los ayatollahs, lo que derivó primero en sus parciales exilios y más tarde en su virtual desaparición, tras la revolución en su país: muchos de sus compatriotas lo creían muerto. La desaparición incluyó gran parte de su obra, que apenas se conserva en algunas colecciones particulares (incluida la propia, en la que, entre cuadros y esculturas, hay un espacio reservado a su cuadro favorito, la obra de juventud que da título a la película) y, afortunadamente, en reproducciones y catálogos que van apareciendo a lo largo del film y mucho dicen de los intereses, las opiniones y la personalidad del artista. La joven cineasta Mitra Farahani, iraní, pintora y exiliada como el maestro al que admira, investigó hasta dar con su paradero en Roma y allí, en el hotel donde residió sus últimos años, rodó con él este retrato-entrevista fascinante, que rescata su variada obra y llega hasta la muerte del artista, en 2010. La película no sólo interesa por el carismático personaje que rescata del olvido, sino sobre todo por el modo en que la autora desarrolla esa operación. "Le contaré mi historia -avisa él en el comienzo- para que ningún idiota escriba mi biografía." Y así lo hace, incluso dándole a la cineasta indicaciones sobre el film como si fuera su asistente. Lejos de esas clásicas cabezas parlantes que pueblan tantos documentales, el retrato surge de la vida diaria que comparten en el departamento del hotel, con sus charlas, sus relatos, sus ocurrencias, sus comunes preferencias artísticas: Visconti y su gatopardo ocupan un buen lugar y le prestan el bellísimo final. Y también sus frecuentes aforismos, que se multiplican en la segunda parte, cuando dos divertidos hermanos iraníes coleccionistas que residen en Qatar y quieren encargarle trabajos al maestro se incorporan a la conversación. El relato cobra entonces más vida y emoción, y ésta domina todo el tramo final encarado por la realizadora con singular delicadeza. El film ganó la competencia internacional del Bafici 2014.
Una visión despiadada e imponente. Como en El regreso, su ópera prima, y en Elena, su film más conocido, el retrato frío, implacable, riguroso de la Rusia actual, brutalmente expuesto o filtrándose metafóricamente en ambientes, personajes y situaciones, está presente en este crudo drama que abunda en referencias críticas a la realidad, al tiempo que construye una suerte de relectura moderna del libro de Job. El poderoso hechizo de las imágenes que desde el principio describen el desolado rincón del noroeste de Rusia junto al mar de Barents donde transcurre la historia -con sus despojos de otra época (casas destruidas, embarcaciones destripadas, y hasta el gigantesco esqueleto de una ballena que no puede sino asociarse con el mítico monstruo marino del título)- ya transmiten el sentido de desesperanza existencial y de soledad total que abruma al hombre y que domina el film entero. La imponente grandiosidad del paisaje contrasta con la relativa pequeñez del drama humano. Si en el relato bíblico, Job, el rico y piadoso mercader, es despojado de sus bienes y perseguido por la enfermedad y por toda clase de desgracias, pero aun así renuncia a maldecir a Dios y cuya resistencia lo ha hecho símbolo de la fortaleza para superar todas las dificultades, el protagonista de Leviathan, un mecánico que vive en una casa junto al mar, con su joven esposa (víctima de la tediosa vida de provincia y trabajadora en una planta procesadora de pescado), y Roma, su hijo quinceañero fruto de un matrimonio anterior y en plena edad de rebeldía, enfrenta a un enemigo no menor. El alcalde, representante del sistema de corrupción que reina en la Rusia postsoviética, pretende apoderarse de la casa, pagándola muy por debajo de su valor. Kolya no tiene cómo defenderse del Estado, como bien ilustran dos escenas tribunalicias desarrolladas con ácida ironía. Cuando el film comienza, Kolya recibe la ayuda de un abogado venido de Moscú y ex compañero de armas, que está al tanto de los abusos del alcalde, tiene relación con personajes influyentes y sabe cómo se resuelven las cosas en estos casos. Su presencia, por otro lado, contribuirá a desatar una serie de trágicos acontecimientos. El panorama es, en general, desolador: nada escapa a la mirada implacable del director ruso ni se sospecha que haya en su pintura pesimista de este mundo en el que imperan la ilegalidad, la codicia, el negociado y el vodka, otra cosa que dolorida sinceridad. Del modo en que la gente común ve a sus políticos no quedan dudas en la escena en que los hombres que han ido de cacería eligen los blancos para practicar tiro: un desfile de fotografías de líderes rusos que empiezan por Lenin y no llegan hasta Putin porque no ha pasado el tiempo suficiente, aunque su retrato no falte en el despacho del mafioso alcalde. La posición de la Iglesia Ortodoxa Rusa tampoco se salva de las agudas críticas a su hipocresía, incluida la interesada alusión al libro de Job que alguien expone sobre el final. No extraña que en su país el film haya sido reprobado por su ofensa a las autoridades y a la religión, y que los nacionalistas lo hayan declarado antirruso. El clima que se vive también tiene su consecuencia en la vida doméstica. Y captar esos efectos -o bien detectarlos dentro del cuadro general- es, por lo que se ha visto en su cine, una de las grandes virtudes de Zvyagintsev. Otra, tal vez la más destacable, es la de equilibrar el peso expresivo de todos los elementos que concurren a la narración cinematográfica empezando por la maestría de su ritmo narrativo y por el excelente guión (compartido con Oleg Negin, el mismo de Elena); la concepción visual (para lo cual contó con el admirable trabajo de Mikhail Krichman) y la conducción de los excelentes actores. Sobre el final, hay una escena verdaderamente sobrecogedora: la que observa desde dentro de la casa de Kolya el trabajo destructor de la grúa mecánica. Como un poderoso leviatán menos mítico, pero quizá más temible.
El director de The Gunman: el objetivo es Pierre Morel, el mismo que en Búsqueda implacable operó la transformación de Liam Neeson de respetado actor dramático a héroe de acción, con el consecuente ensanchamiento de su campo de trabajo. No cuesta imaginar que al elegir al cineasta y ex director de fotografía francés para su nueva película, Sean Penn habrá perseguido un objetivo similar, si se considera que este tipo de productos no suele haber sido frecuentado por el actor de Milk, Río Místico, Mientras estés conmigo o Dulce y melancólico. Y más todavía si se advierte que además de protagonista absoluto el actor es en este caso también productor y coautor del guión y que el personaje que se reservó -el de un ex mercenario asesino mezclado en una especie de intriga internacional- lo obliga a aparecer muchas veces sin camisa para mostrar el resultado de su trabajo en el gimnasio. Y también, claro, para avisar que lo que estamos viendo es una película de acción y que tras el prólogo, en una República Democrática del Congo cuyas riquezas naturales han sido permanente motivo de guerras civiles y masacres a las que también contribuye el protagonista cuando asesina a un líder progresista antes de desaparecer de África dejando al gran amor de su vida -una bella muchacha dedicada a la labor humanitaria- prácticamente en brazos de un colega (Bardem) que promete protegerla. El resto sigue en la actualidad, con cambio de escenarios (Londres, Barcelona, Gibraltar), traiciones varias, batallas a tiros, a golpes, a cuchilladas y machetazos en los lugares más inesperados, para llegar a su culminación en la plaza de toros de Barcelona, aquí colmada de público aunque las corridas están prohibidas allí desde 2012. Se habla mucho porque hay mucho que explicar en esta especie de intriga internacional que se expone bastante confusamente (las metáforas que emplea Idris Elba en su fugaz aparición son un ejemplo) y las escenas de acción tampoco tienen el brío ni el profesionalismo que Morel mostró en otros casos: aquí no agregan demasiado atractivo. Entre todos ellos, Penn circula sin excesiva convicción y con cierto aire de superioridad, como sintiéndose muy por encima de las exigencias de su papel. Algunos apuntecitos críticos sobre los intereses políticos y económicos que se mueven por detrás de estas intrigas internacionales suenan postizos, mientras el buen elenco hace lo que puede.