La sabia mezcla de Salvadori El terreno en el que Pierre Salvadori (El restaurante, Mujer de lujo) ha sabido destacarse es la comedia y en las suyas nunca falta la equilibrada mezcla de risas y drama, como no faltan los apuntes agridulces sobre el mundo que nos rodea ni sobre temas tan graves como el paso del tiempo, el malestar existencial o algunas formas de la frustración o la marginalidad. En un patio de París se atreve a abordar cuestiones tan poco propicias para la comedia como la soledad o la depresión, y, sin embargo, al mismo tiempo sabe transmitir detrás de su dulce melancolía la sana voluntad de descubrir los aspectos más bellos de la vida, los que perduran y florecen como las rosas del taciturno Antoine. O como la amistad que salva a los dos protagonistas: este oso barbudo y triste que se autodefine como experto en depresión y ha abandonado su casa, su mujer y su trabajo como músico para refugiarse de la realidad en la conserjería de un edificio del Este de París y la propietaria que lo contrató, una jubilada reciente que se ha volcado al trabajo como voluntaria para llenar el tiempo vacío mientras su marido observa su conducta con explicable preocupación. Por el patio que comparten estos vecinos ni pobres ni ricos circula todo un muestrario de personajes que Salvadori pinta con pinceladas certeras y sutiles, sin ceder al trazo grueso ni buscar la emoción fácil. Su escritura es pudorosa, discreta y elegante: el malestar interior se traduce en las acciones de esta ronda de depresivos frágiles y fatigados, que abarcan desde el ex futbolista que amontona en el patio las bicicletas robadas que intenta vender y generan las quejas del maniático caballero muy atento a las reglas del consorcio hasta el agente de seguridad venido del Este, miembro de una secta y sin domicilio fijo. De a poco todos se han vuelto un poco confidentes del paciente Antoine a pesar suyo, que igual tiende a protegerlos, aunque a él tampoco le sobren las fuerzas. El hermoso poema de Carver que él mismo lee resume su estado mejor que cualquier línea de diálogo. No es difícil interpretar a la pequeña comunidad como una metáfora del mundo en que vivimos, como tampoco cuesta ver la angustia del envejecimiento en el avance de las fisuras que crecen día tras día en las paredes y que la protagonista vigila y estudia hasta volverse obsesión en ella y llevarla cerca de la locura. En la magnífica escena de la visita a la casa donde vivió de chica -transformada por sus actuales propietarios-, se ilustra el estallido. También hace visible el camino que se le abre hacia la salvación: está en los otros. Todos los personajes de este film íntimo y emotivo están, gracias a un elenco espléndido, llenos de vida, valga la paradoja. Pero si Catherine Deneuve vuelve a lucirse en el papel que mejor le cuadra actualmente -el de la mujer común, sin misterios ni rastros de divismo-, la gran revelación es Gustave Kervern, un Antoine irreemplazable.
Movido fin de año entre amigos. Son seis; cuatro chicas y dos muchachos. Todos rondan los veintipico y tienen toda la libertad para pasarla bien los días de fin de año en la casa del Delta de la que uno de ellos dispone. Agréguese que unos y otras hace rato que se han liberado de las inhibiciones y los prejuicios de los jóvenes de otros tiempos. Sexo, drogas, alcohol son, para ellos, a veces temas para la charla y sobre todo, casi siempre, puro motivo de diversión y no de conflicto, que para eso son, básicamente, amigos. Aunque a veces la convivencia en estos días de vacaciones y la sucesión de enredos (más o menos graciosos) haga que cuando menos lo esperen los sentimientos -incluso los no correspondidos- hagan su aparición e interrumpan las risas. Piroyansky se reserva el personaje central. Es él, Nicolás, quien reúne a sus amigos de siempre en la casa que ha sido de sus abuelos. Mujeriego full time, está siempre a la pesca de nuevas partenaires, aunque haya llegado a la isla acompañado por su actual pareja, Pilar (Inés Efrón). Con ellos llegan también su mejor (y al parecer único) amigo, Nacho (Chino Darín), que sí trae una compañera un poco más formal, la obsesiva Manuela (Violeta Urtizberea), fanática del orden y la limpieza, que a su vez incorporó a una invitada, la muy sexy Belén, que por serlo activa el interés de los varones. Completa el grupo la intelectual Cata (Vera Spinetta), siempre con un libro en mano y partidaria del sexo sin compromiso. Martín Piroyansky quería hacer un film de jóvenes para jóvenes, posiblemente inspirándose un poco en las comedias que el cine norteamericano cultiva con frecuencia en los últimos tiempos, incluidas su dosis de humor escatológico y sus pizcas de sexismo y misoginia. Lo hace con conocimiento del medio, buen oído para el lenguaje juvenil y considerable noción del ritmo de comedia, aunque no pueda evitar que haya altibajos entre las distintas situaciones que integran el relato: encuentros y desencuentros amorosos o puramente carnales, picardías, borracheras, rencillas, algún diálogo que ilustra superficialmente sobre los hábitos y los intereses de una generación para la que sexo, porro y todo lo que a ellos se refiera forman parte del vocabulario cotidiano con total naturalidad. Si el libro acusa baches indisimulables, debe decirse que en lo que hace a su factura técnica el film confirma las virtudes que el joven director había mostrado en Abril en Nueva York, y que tiene en este caso la ventaja de contar con la frescura que aporta un elenco parejamente desenvuelto. Piroyansky se hace cargo del personaje central (y el más desarrollado, todo lo contrario de lo que sucede con el más desdibujado, que le toca al Chino Darín), si bien son las chicas (en especial Violeta Urtizberea, Vera Spinetta e Inés Efrón, en ese orden) las que tienen más oportunidades de lucimiento.
Experimentos desaconsejables. Los integrantes del equipo científico protagonista de Resucitados deberían ser los primeros en saber -como Hollywood les ha venido demostrando en centenares de películas- que los experimentos como éste, en el que ellos ya llevan invertidos varios años, siempre, siempre, terminan mal. Se trata, otra vez, de devolver la vida a seres que ya la han perdido, aunque en este caso no es por el capricho de jugar a ser Dios, sino con el noble propósito de auxiliar a la medicina. Con el empleo de la electricidad y del suero que ellos han elaborado y bautizado Lazarus y planean aplicar a seres recién fallecidos, pretenden extender ese tiempo extra que la naturaleza a veces concede a fuerza de laboriosos métodos de reanimación para darles a los médicos más posibilidades de recuperar a sus pacientes. El grupo lo encabeza un científico llamado Frank, quizás en homenaje al famoso moderno Prometeo con el que, según algunos, Mary Shelley inauguró la ciencia ficción, y lo integran su colega y novia, la bella Zoe, tan comprometida con la investigación que no ha tenido tiempo para convertir el romance en matrimonio; un experto en informática, otro asistente no tan esmerado y una joven encargada de registrar con su cámara el desarrollo de la investigación. La primera experiencia es con un perro, y hasta ahí todo parece marchar bien, pero cualquiera sabe que el éxito no se prolongará demasiado para que empiecen los sustos. Esa prometedora primera parte, que cierra con la imagen del pichicho mirando a Zoe dormir y la primera de muchas pausas con la pantalla a oscuras, les da a los científicos la primera señal de que el estudio tiene sus efectos no deseados y al espectador, la primera sospecha de que a la película tampoco le irá del todo bien. En realidad, pronto empezarán los sobresaltos, fruto de efectos cada vez más remanidos y baratos, y con el avance de la acción se comprobará que todo no pasa de un gran pastiche resultado de la mezcla no muy habilidosa de muchos productos del género y que puede ir empeorando en términos de cine de presunto horror sobrenatural y suspenso hasta llegar a un final tan confuso como frustrante. No es culpa de los actores, que hacen lo que pueden hasta donde pueden, que no es mucho con una producción casi tan limitada como la imaginación de los libretistas.
Belle de jour del siglo XXI. Si François Ozon suele prescindir deliberadamente de las explicaciones psicológicas o sociológicas que sirvan para comprender las conductas de sus personajes, y si esa voluntad se ha hecho más visible en sus últimos trabajos, sobre todo en el más reciente, Dans la maison (En la casa), puede considerarse que con Joven y bella lleva ese mismo principio a un grado extremo. Quizá nunca como en este retrato en cuatro capítulos (y cuatro canciones) de una chica de 17 años en plena mutación ha asumido tan radicalmente el papel de observador externo. La protagonista es, como lo dice el título -que repite el de una antigua revista francesa para chicas de 15-, joven y bonita. Ozon la sigue en modo voyeur, con muy poco de la curiosidad que se adivina en la mirada de su hermano menor cuando la espía. La ve, en las vacaciones, tendido al sol su delgadísimo cuerpo de modelo (de ese mundo viene la excelente Marine Vacth); es testigo de su primera y frustrante experiencia sexual con su fugaz noviecito alemán, sin pasión alguna ("ya lo hice", es todo lo que le comenta al hermano al regresar, y es notoria su decepción al comprobar que nada ha cambiado en ella tras un momento que imaginaba trascendente). Tiempo después, ya en el otoño, y de vuelta en su cómodo hogar burgués de París, Ozon la descubrirá prostituyéndose en hoteles y con hombres mayores. Es apenas otro paso en la lenta exploración de su sexualidad, quizá del poder de su seducción más que la respuesta a un íntimo deseo; pero por qué prostituirse si no le interesa (ni le falta) el dinero; si tampoco afronta conflictos familiares, a pesar del ya aceptado divorcio de sus padres y la convivencia con el nuevo compañero de su madre, por otro lado bastante armoniosa. Esta criatura espléndida y lejana, que se vende pero no se entrega, permanece indiferente, más ambivalente que enigmática: se prostituye libremente y se diría que sólo busca satisfacer el deseo de los otros. O quizá descubrir que ese deseo, a veces, contiene una pizca de callada ternura. En vano el espectador espera que Ozon le acerque una pista, probablemente porque él tampoco alcanza a comprenderla, ya que a lo sumo lo que se percibe es que Isabelle-Léa busca apenas alguna forma imprecisa de transgresión, sin saber muy bien de qué se trata. Los hombres se suceden. Las estaciones también, y en cada estación una canción de Françoise Hardy, con todo lo que trae de amor y melancolía adolescente, suena como contrapunto irónico para esta belle de jour sin tabús, ni ingenua ni perversa y en apariencia tan poco romántica. Ozon no psicologiza, no juzga, no intenta generalizar haciendo de éste el retrato de una generación y mucho menos deja colar lecciones moralizantes cuando el secreto de la chica sale a la luz y todos buscan explicaciones. Él simplemente muestra. Su cine es fluido y elegante, pero queda la duda de si tanta discreción despertará en el espectador curiosidad o desinterés.
Han pasado cinco años desde la muerte accidental de Garrett en una playa mexicana, pero Nikki no ha logrado acostumbrarse a la ausencia de su marido, y se comprende si se considera que juntos vivieron treinta años de idílica vida en común. Tan atractiva y seductora como puede serlo Annette Bening en el esplendor de la madurez, la mujer ha dado no obstante por concluida su vida amorosa. Tiene la periódica compañía de su hija, el buen pasar que le da su condición de decoradora de interiores y la comodidad de su elegante residencia californiana. Ni siquiera ha prestado atención a los tímidos galanteos del vecino, también viudo y desconsolado, que la sigue visitando con frecuencia para usar su espléndida piscina como en la época en que las dos parejas forjaron su amistad. Ha alcanzado cierta paz, pero el recuerdo es constante. Hasta que se cruza en su camino una suerte de sosias del hombre al que sigue amando. La tentación es grande: el azar parece darle la chance de volver a vivir el antiguo romance, al lado de un hombre que es como la reencarnación de su marido (y lo es completamente, ya que Ed Harris personifica a los dos sin establecer diferencia alguna entre uno y otro). Probablemente un defecto del guión que, si aborda el tema del doble, lo hace desde el punto de vista más superficial, muy lejos de los clásicos ejemplos de otros dramas que mezclan dobles, muerte y obsesión, como Laura, los films de David Lynch o Vértigo, por más que el director Posin haya querido incluir en su película un afiche de esa obra maestra de Hitchcock. Tom, el doble de este caso, ignora que lo es, lo que incorpora algo de suspenso al melodrama psicológico y romántico, puesto que Nikki ha modificado su historia: no se presentó como viuda sino como abandonada, de modo que debe evitar que Tom sea visto por cualquiera que haya conocido al marido muerto. En realidad, hay unas cuantas flaquezas e incoherencias y alguna solución más bien forzada, sobre todo en la parte final, pero gracias al compromiso y el carisma de los dos principales actores -en especial la exquisita Annette Bening- este relato sentimental podrá interesar y quizás hasta emocionar al público femenino maduro al que parece estar destinado. Robin Williams hace un puñado de breves intervenciones como el otro entristecido viudo que quizás aligera su melancolía refrescándose en la piscina de su encantadora vecina.
Más pobre huerfanita que nunca. Remakes innecesarias no son, lamentablemente, una rareza. La de Annie, el musical ambientado en los años de la depresión cuyo encanto muchos de sus admiradores habrán considerado inagotable, es además bastante inexplicable. Salvo que se la haya concebido teniendo en cuenta la química que podía establecerse entre Jamie Foxx y la pequeña Quvenzhané Wallis, la prodigiosa "niña del sur salvaje" que hace un par de años estuvo cerca del Oscar. En ese terreno los responsables del film no estuvieron del todo despistados: esa química se produce en buena medida y es, seguramente, lo más rescatable de una película que falla en casi todo lo demás. Primero y principal, en la adaptación, forzadamente traída a nuestros días sin nada que lo justifique, salvo que se haya pensado en acercarles a las nuevas generaciones este clásico del musical, que ya tuvo dos versiones (la de John Huston de 1982 y la de Rob Marshall hecha por Disney para la TV, ambas bastante cuestionadas por la crítica, pero con todo superiores a la actual). La famosa huerfanita pelirroja es ahora una vivaracha negrita acogida que no pierde la esperanza de reencontrar a sus padres, aunque por el momento comparte vivienda con otros chicos abandonados como ella en un "hogar" regenteado por una malvada de historieta. Y el millonario, también afroamericano, con el que se tropieza en la calle y la toma bajo su custodia para utilizarla como prueba de su espíritu sensible y generoso, ya que está en plena campaña para la alcaldía neoyorquina, es el superpoderoso dueño de una de las mayores compañías de telefonía celular de la metrópoli. (Por motivos difíciles de determinar, el otrora Daddy Warbucks se llama ahora Will Stacks.) Y quizá para acompañar estas modificaciones y para "actualizar" la presentación de una historia que ha quedado bastante pasada de moda (además de desvencijada por culpa del guión, la chatura de la realización y la escasa imaginación de las sobreabundantes escenas musicales), un lavado rhythm 'n' blues predomina en la banda sonora sacrificando algunos números del musical original y agregando otros que poco contribuyen al atractivo del film, entre otros motivos porque tampoco abundan las buenas voces, con excepción de los protagonistas. Rose Byrne, la asistente del magnate, está desaprovechada en un papel que, como casi todos, ha sido pobremente elaborado. Y cuesta encontrarles la gracia a las sobreactuaciones de Cameron Diaz y Bobby Cannavale.
La extensa lucha por los derechos civiles. Que el film se titule Selma y no King, pese a que es la figura del célebre pastor la que ocupa el centro del relato, tiene su explicación. Es la población de esa ciudad de Alabama la que conforma el retablo protagonista de las famosas marchas que marcaron en los años 60 un momento culminante de la larga lucha por los derechos civiles emprendida por los afroamericanos y a la que con menos frecuencia de la que suele creerse el cine ha abordado frontalmente (hasta podría decirse que Selma es el primer film de envergadura que Hollywood dedica a Martin Luther King). Pero más allá de la mera biopic, que con buen criterio el film condensa en unos cuantos episodios ilustrativos de su personalidad y representativos de su gesta, importa el movimiento que el pueblo protagoniza bajo su guía. Una elección que queda expuesta desde el comienzo mismo del film, con la escena íntima de los preparativos del líder para asistir en 1964 a la Academia Sueca, donde recibirá el Premio Nobel de la Paz. Aquí sobreviene un abrupto quiebre: la explosión en una iglesia de Birmingham que dejó como saldo la muerte de cuatro niñas negras. Pero inmediatamente después la película parece encontrar su justo tono con la secuencia que tiene a Oprah Winfrey como protagonista: es una mujer común que intenta registrarse como votante y es rechazada. Serán muchos otros ciudadanos negros los que ganarán nítida identificación a lo largo del relato, no sólo como participantes de las marchas de Selma a la capital estatal, Montgomery, secuencias en las que el film gana palpitante verosimilitud y la directora DuVernay la primera realizadora negra nominada para el Oscar demuestra su potencia narrativa. Sobre todo en la primera, el Bloody Sunday del 7 de marzo de 1965, brutalmente reprimida por las fuerzas del orden. Pero también merecen destacarse las abundantes escenas que pintan al protagonista en la intimidad, con sus dudas, sus convicciones y la larga reflexión sobre las estrategias que guiarán su relación con un presidente Johnson que el film describe como demasiado reticente hacia la demorada promulgación de las leyes que asegurarían la igualdad de derechos cívicos por encima de las diferencias en el color de la piel. Hay quienes han cuestionado ese retrato de Johnson, al que poco ayuda una composición del excelente actor británico Tom Wilkinson, al que le cuesta desaparecer bajo el personaje. Cincuenta años después de ese postergado reconocimiento, no puede decirse que la cuestión racial esté completamente resuelta, pero más allá de las diferencias con King que el film no deja de exponer incluso por boca de otros luchadores, partidarios de gestos menos pacíficos que los que defendía el pastor, nadie niega el papel fundamental que a él (notable trabajo de David Oyelowo, que lo despoja del bronce y pone el acento en su dimensión humana) le cupo en la historia norteamericana del siglo que pasó. El film, que en ese sentido puede contribuir a reflexionar sobre cuánto queda aún por hacer, también acierta al señalar la conciencia con que tanto Luther King, finalmente asesinado en Memphis a los 39 años, el 4 de abril de 1968, como su esposa Coretta asumían el peligro de muerte que corrían teniendo en cuenta el clima de intolerancia racista que primaba entre sus enemigos.
Matemático superdotado, considerado uno de los padres fundadores de la ciencia de la computación y precursor de la informática moderna, el británico Alan Turing fue también, como creador de la máquina que permitió descifrar el código de transmisiones usado por los nazis, quien más contribuyó a derrotar a Hitler y reducir la duración de la guerra, con el consiguiente ahorro de miles de vidas humanas. Un héroe al que la historia recuerda menos de lo que merecería seguramente porque fue víctima de la pequeñez y la mezquindad de una sociedad que no solamente no lo comprendía, sino que terminó destruyéndolo con su homofobia. Dos secretos marcaron la vida de este genio, también desfavorecido por su carácter solitario y arrogante. Uno, al que se consideraba inviolable, entre otros motivos porque mudaba todos los días, el código Enigma que encriptaba los mensajes de los alemanes, y que él, con sus cuatro expertos colegas, logró decodificar y fue elemento clave para anticipar las estrategias del enemigo y acelerar el fin del conflicto. El otro, personal: su homosexualidad, que debía mantener oculta en una Inglaterra que todavía por muchos años más seguiría penándola como en los tiempos de Oscar Wilde. (Procesado por indecencia en los años 50, debió optar en 1952 entre la prisión o la castración química, a la que se sometió. Dos años después se quitaría la vida, y sólo en 2013, tras las demoradas disculpas presentadas por el gobierno británico en 2009, la reina le concedió el indulto póstumo.) Más allá de algunos convencionalismos, el noruego Tyldum (apoyado en un bien construido guión de Graham Moore) alcanza el raro mérito de proporcionar un generoso volumen de información en poco menos de dos horas sin abrumar con el planteo de problemas matemáticos y sus correspondientes soluciones. Inteligentemente, comprende que dar información detallada sobre los trabajos de Turing sólo sería accesible a público muy versado en el tema: prefiere apuntar a generalizaciones y exponer los avances y las frustraciones durante el endiablado proceso, que exige tanta perseverancia y empeño como los que muestran los cinco estudiosos encerrados en un hangar de Bletchey Park, incluida la criptoanalista Joan Clarke (Keira Knightley, impecable), que es quien mejor entiende el carácter del solitario Turing y a quien él llega a proponerle matrimonio, a pesar de su condición sexual. Este sector ocupa el lugar central por medio de flashbacks insertados en el proceso que la Inglaterra puritana de posguerra le sigue al protagonista. Otros son más lejanos: van hasta los años 20 y muestran en precisas pinceladas el despertar de su genio y el reconocimiento de su sexualidad. La elegante puesta en escena del realizador tiene en Benedict Cumberbatch más que un puntal decisivo. Gracias a su trabajo, de una riqueza de matices y una fuerza interior que descartan cualquier exhibicionismo, se desnudan los rasgos más sutiles de una personalidad compleja, difícil y al mismo tiempo cautivante. Es justo que esté tan cerca del Oscar.
Persecuciones que se repiten. En la primera (e innecesaria) secuela de Búsqueda implacable, estrenada aquí en 2012, la única novedad eran los escenarios de Estambul que si no alcanzaban a compensar la irremediable mediocridad del guión, aportaban algún atractivo visual. Este tercer capítulo -cuyo único valor destacable reside en la declarada promesa de que "todo termina aquí"-, ni siquiera existe ese desahogo. Todo transcurre en una imprecisa región urbana del sur de California, similar a las que se ven en la mayoría de las ficciones producidas en Hollywood y alrededores, y lo que se ofrece es el menú de siempre: un mínimo de historia y un máximo de acción. Eso sí, a velocidad de vértigo y, en este caso, a costa de la inteligibilidad, sacrificada por culpa de una edición espástica. Gracias a ella, y también a una cámara que elige los ángulos más rebuscados e incoherentes cuesta, por ejemplo, distinguir a quien golpea de quien recibe el golpe y establecer quién persigue a quién. En fin: una colección de cacerías, enfrentamientos, tiroteos, choques y alguna que otra explosión. Situaciones de las que el protagonista, el ex agente de la CIA Bryan Mills (un Liam Neeson con cierto aire de fatiga comprensible a estas alturas de las repeticiones) saldrá siempre indemne. Bastaría con decir que se trata del peor de los tres capítulos de esta serie en la que Luc Besson invirtió escasísima imaginación. En este caso, han pasado algunos años desde la última aventura: el protagonista se ha separado amigablemente de su esposa y ésta se ha vuelto a casar. Con un millonario, con quien las cosas no andan del todo bien. Por eso, porque necesita confesar sus penurias, visita a su ex, siempre tan comprensivo. Él le ofrece la llave de su departamento por si necesita tomar distancia para reflexionar, y ella acepta. En mala hora, se verá por qué. Lo que importa es que el héroe tenga a quien hacer objeto de otra búsqueda implacable, si es posible con la cooperación de su brava hija adolescente. Para eso hay un asesinato y Bryan resulta sospechoso de haberlo cometido. Ya se las arreglará para huir de quienes lo siguen mientras él busca al verdadero asesino. Todo eso es, claro, lo de menos. Sólo importa que haya persecuciones, muchas, confusas y repetidas. Por lo menos, para Besson y sus secuaces, que ni siquiera fueron capaces de disponer de un villano más o menos convincente. El vértigo, otra vez, no alcanza para disimular la torpeza de la realización. Queda confiar en que la promesa se cumpla y todo termine aquí.
Los latigazos a los que alude el título original pueden ser metafóricos, puramente psicológicos, o tan reales como lo son la sangre, el sudor y las lágrimas que hay que estar dispuesto a consagrar ya no en cumplimiento de un deber patriótico, sino en el obstinado ascenso hacia las cumbres de la perfección. Sobre todo si el maestro que sirve de guía confía antes que nada en la eficacia pedagógica de la humillación. Maestro y discípulo (o amo que abusa del poder y esclavo complaciente) son en este caso músicos de jazz y no hay campo de batalla, sino sala de ensayos en la reputada (y ficticia) academia Shaffer de Manhattan -la mejor del país, según se la califica-. Y el duelo que los coloca frente a frente también los iguala. El objetivo de ambos es el mismo: alcanzar la excelencia. El más fuerte, el maquiavélico Terence Fletcher, director de la big band del establecimiento, ha visto en Andrew Neyman, el joven baterista de 19 años recién ingresado, el talento que podría esconder a un futuro Max Roach. El más joven confía en sus virtudes, y le sobran ambición y empeño porque lo que busca no es ser apenas un buen baterista, sino un grande, el mejor. De modo que está dispuesto a soportar todos los perversos manejos del implacable instructor (no muy lejano pariente del sádico sargento de Nacido para matar) con tal de asegurarse la batería en la prestigiosa orquesta que el hombre dirige y que reúne a los más brillantes alumnos de Shaffer. Le espera, pues, un sinnúmero de humillaciones (Fletcher cree que no hay mejor camino para penetrar en los secretos del jazz que una buena humillación pública que desafíe el orgullo y encienda el deseo de ir más allá de todos los límites). Tal como -dicen que cuenta la leyenda- la sufrió el mismísimo Charlie Parker para convertirse en Bird. Del diamante en bruto podrá por fin emerger la joya resplandeciente, pero para que eso ocurra, habrá que atravesar el infierno que propone el demoníaco Fletcher. Tal vez una pesadilla parecida a la que vivió el propio Damien Chazelle en otra academia y bajo la tiranía de otro perverso educador antes de recrearla en un corto de 18 minutos que triunfó en Sundance, lo premió como guionista y director (y a Simmons por el mismo papel que ahora lo señala como favorito al Oscar al mejor actor de reparto) y le sirvió de base para este largometraje que puede ser electrizante mientras desarrolla el dramático proceso de aprendizaje, alcanzar en más de un tramo el nervio y la tensión de un thriller, encender la emoción y sortear los estereotipos del género que acechan en la historia. Mérito de un guión que encuentra el modo de renovarse constantemente apoyándose en la elaborada complejidad de sus personajes (y no sólo los dos centrales, que cuentan con la vibración y la entrega de Miles Teller y J.K. Simmons, sino también quienes los rodean) y en una puesta en escena que expone el fluido y potente lenguaje de este realizador de 29 años. Es admirable el empleo de la música, otra protagonista, con generosas dosis de buen jazz, entre cuyos temas figura, claro, el de Hank Levy que da título al film.