Contrabandistas de leyenda El cine ha frecuentado muchas veces los tumultuosos tiempos de la prohibición con sus destilerías clandestinas, sus traficantes, sus gánsteres, sus guerras entre grupos que luchan por sacar tajada de un negocio harto rendidor y la corrupción que pone a prueba a cada momento la honestidad de los hombres encargados de hacer cumplir la ley. Lo hace otra vez, en este caso tomando como punto de partida la historia presuntamente real de los hermanos Bondurant, poderosos contrabandistas del condado de Franklin, en Virginia, aún envueltos en la leyenda de su indestructibilidad tal como quiso reconstruirla uno de sus descendientes y como el músico y escritor australiano Nick Cave la trasladó a un guión que no aporta demasiadas novedades más allá de la elegancia con que ha sido elaborado. Lo formal prevalece en la película, dirigida por su compatriota John Hillcoat (es decir, el mismo dúo autoral de La carretera , entre otros títulos), y no titubea a la hora de repetir cierto formato bastante clásico de western e incluso al permitir que algún personaje tienda al estereotipo casi caricaturesco, como sucede con el implacable y atildado agente especial llegado de Chicago que encarna Guy Pearse y que amenaza el poder de los Bondurant. Al frente de éstos está el taciturno Forrest (Tom Hardy), con todo el aspecto del patriarca que llegará a ser apuntalado por el mito que lo señala como indestructible. En el otro extremo, el joven, ambicioso e impulsivo Jack, que quiere ganarse un lugar de peso en la familia, quizás algo prematuramente, y entre ellos Howard, tan bebedor como eficaz cuando hace falta usar la violencia para asegurar que Franklin siga las reglas que ellos imponen. Precisamente el emisario venido de Chicago a comienzos de la década del 30 representa nuevas formas de ejercer el poder, detrás de lo cual está el influyente gánster vestido con toda la autoridad del infalible Gary Oldman. El mundo de los Bondurant, próximo todavía al de los tiempos de la conquista del Oeste, está próximo a transformarse o desaparecer. La disputa es a muerte y la violencia, claro, se multiplica. Ese tenue aire nostálgico, la magnífica ambientación (a la que mucho contribuyen la música compuesta por Cave o seleccionada por él y la estupenda fotografía de Benoït Delhomme) y el desempeño del elenco -en especial de La Beouf, Hardy, Oldman y las dos chicas del caso, Jessica Chastain y Mia Wasikowska, más allá de que sus personajes también parecen bastante cercanos a los clisés de las mujeres del West- contribuyen a hacer de este film si no un innovador acercamiento a un tema muy tratado por el cine, un sólido entretenimiento que tiene la suficiente inteligencia para no tomarse demasiado en serio.
Siete miradas sobre La Habana Un film por cada día de la semana. Siete miradas diferentes sobre un mismo escenario multifacético, colorido y colmado de sugestión: La Habana. Las postales, la música y el color local están asegurados. La variedad de enfoques, también, porque los responsables de estos siete cortometrajes son otros tantos autores reconocidos, la mayoría hijos dilectos de Cannes. Y casi también puede descontarse que, como suele suceder en estas realizaciones colectivas, los altibajos estarán a la orden del día. 7 días en La Habana responde a todas esas expectativas. Si su principal interés proviene de los nombres de los cineastas convocados, la curiosidad reside en averiguar qué camino ha elegido cada uno para responder a la invitación. La apertura le corresponde a Benicio del Toro, que elige el esquema clásico de un recién llegado a la capital cubana que con la guía de un taxista local vive una aventura nocturna que no se aparta demasiado de los lugares comunes: alcohol, sexo, música y eventualmente travestismo. El Yuma es un joven actor norteamericano (Josh Hutcherson) que apenas repara en la superficie de la realidad. Lejos de los estereotipos, Pablo Trapero aprovecha la frescura de Emir Kusturica para hacerlo representarse a sí mismo en un festival de La Habana durante el cual entabla amistad con su ocasional chofer y disfruta de una jam session particular con el trompetista Alexander Abreu. A Julio Medem se debe uno de los tramos menos felices: la melodramática historia de una cantante cubana de muy escaso mérito a quien tientan para ir a trabajar en España y abandonar a su novio beisbolista. De ahí al Diary of a Beginner, de Elia Suleiman, hay un brusco cambio: aquí asoma el humor -un poco Tati, un poco Keaton- del palestino para contar la espera que padece antes de ser recibido en su embajada: una espera tan larga como los clásicos discursos de Fidel Castro. A ese capítulo, uno de los mejores de la película, sigue un atractivo ejercicio visual de Gaspar Noé: Ritual, en torno de una suerte de exorcismo al que someten a una muchacha que ha practicado el lesbianismo. Los dos últimos episodios se acercan más al drama doméstico sobre la realidad cubana de hoy. Uno, Dulce amargo, de Juan Carlos Tabío, expone en un lenguaje algo avejentado, pero con la verdad que le da su familiaridad con el entorno, la breve historia de una psicóloga que difunde sus consejos por televisión, pero se gana la vida como eximia pastelera, papel en el que se luce Mirtha Ibarra al lado de un Jorge Perugorría casi irreconocible. El final es con lo mejor: La fuente, de Laurent Cantet, apunta a las creencias y costumbres populares de los cubanos a través de los preparativos de una fiesta religiosa en la que la Virgen María se mezcla con Oxum.
Las chicas también se divierten Probablemente el mayor defecto que expone Despedida de soltera -rara y malograda mezcla de Qué pasó ayer y Damas en guerra- sea que no distingue lo gracioso de lo simplemente ordinario o procaz. Este enredo que Leslye Headland trajo del off Broadway al cine y corresponde al capítulo de la gula en su proyecto dedicado a los siete pecados capitales tiene mucho de vulgaridad y bastante poco de gracia. Gira en torno de una boda, claro, y pone en escena a las ex compañeras de secundaria que serán las damas de honor de la novia más inesperada: la obesa y mansa Becky, que de ser la candidata menos pensada para llegar al altar antes que sus amigas resulta la primera favorecida por el azar. Las especialidades de las chicas -aparte de los tragos, el sexo y las drogas, a los que dedican sus principales energías y casi todas sus conversaciones- son la maledicencia y la diversión a costa de otros, incluso sus amistades. Y la oportunidad de ponerlas en práctica llega con la despedida de soltera que se encargan de preparar. La pobre Becky quiere una fiesta tranquila; como podrá imaginarse, las tres ex compañeras no están muy de acuerdo, ya que lo menos que puede esperarse de comedias como ésta -y ese objetivo parece estar todo el tiempo presente en la mente de la libretista y directora- es el atrevimiento, la crudeza y la desfachatez indispensables para demostrar que han sido capaces de llegar más lejos en esos terrenos que los más celebrados exponentes de esta rendidora "incorrección". Total que, además de las esperadas borracheras y sus desagradables consecuencias y de la esperada dosis de desenfreno sexual, la fiesta deriva en otras complicaciones, como por ejemplo el casi irrecuperable estado del vestido de la novia, corolario de una de las muchas salvajes ocurrencias de sus temibles damas de honor. Habrá que moverse a toda velocidad y tener la suerte de encontrar la ayuda indispensable para que la reparación se haga a tiempo y Becky pueda tener su boda, mientras las otras tres se las arreglan para encarrilar un poco su actualidad afectiva. Más allá del desenfado con el que Lizzy Caplan, Rebel Wilson, Isla Fisher, Kirsten Dunst y el resto del elenco se prestan al juego, y de alguna esporádica situación risueña, lo difícil en Despedida de soltera es encontrar algún rasgo de verdadero ingenio. Esa carencia, en todo caso, intenta ser compensada, sin demasiada fortuna, por la velocidad impuesta a la acción.
De béisbol y finales felices Clint Eastwood vuelve al deporte. Después del boxeo en Million Dollar Baby y del rugby en Invictus , llega la hora del béisbol en esta mediocre Curvas de la vida, que no parece la mejor despedida para un actor de su talla (cabe confiar en que, más allá de sus 82 años, habrá algún otro papel en el futuro que ocupe el lugar de "último personaje interpretado por?" con tanta dignidad como lo hacía hasta ahora el de Gran Torino ). Claro que hay en este caso una ausencia fundamental, la del propio Eastwood en la dirección, si bien hasta podría quedar la duda de si habría sido suficiente su mano experimentada para sacar a flote un guión tan convencional y tan superpoblado de lugares comunes como el que aquí propone Randy Brown. De todas maneras, no cuesta sospechar que el resultado habría sido, como mínimo, más razonable que el que obtiene el debutante Robert Lorenz, colaborador de Clint en distintas funciones desde Los puentes de Madison . Eastwood asume aquí el papel de un veterano y experimentadísimo cazatalentos que trabaja para los Atlanta Braves y corre el riesgo de quedarse sin contrato en pocos meses no porque sus habilidades hayan disminuido a causa de los achaques propios de la edad (los que el film ilustra con especial dedicación) sino porque algunos de los dirigentes de la franquicia han empezado a confiar más en los informes que brinda la tecnología que en la sabiduría que un ojo experto puede haber ido acumulando en una práctica de años. El personaje del anciano solitario, hosco y malhumorado no le es extraño al actor, aunque comparado con el jubilado de Gran Torino este Gus parece casi una caricatura del clásico estereotipo del viejo gruñón. Pero no sólo de béisbol se alimenta la historia, sino también de un viejo conflicto que ha ensombrecido la relación del hombre con su hija (una abogada a punto de convertirse en socia del estudio para el que trabaja) desde que, al enviudar aún joven, la confió a unos parientes, primero, y a un instituto, después. La ficción quiere que padre e hija resuelvan sus diferencias durante una breve temporada que pasan en Carolina del Norte, donde él debe evaluar las reales condiciones de un nuevo bateador y ella debe elegir entre una vida consagrada al trabajo o escuchar los reclamos de su verdadera vocación, también vinculada al béisbol, lo mismo que el ex jugador que fue una vez protegido de su papá y ahora su inesperado galán. Si la construcción del guión hace agua por todos lados y los personajes no van más allá de la fórmula, pese a los esfuerzos de Eastwood, Amy Adams (la hija) y Justin Timberlake (el galán), y si todo se vuelve al mismo tiempo largo y previsible, mucho más sorprende el remate: una increíble acumulación de finales felices como pocas veces debe de haber merecido una producción de Hollywood.
Hacer un film por obligación Normalmente son los cineastas -sobre todo los que tienen tanta certeza de su talento (o la autoestima tan alta) como este Juan Pérez imaginado por Diego Musiak- los que andan a la búsqueda de productores dispuestos a invertir dinero para financiar sus proyectos. A Juan Pérez -vaya uno a saber por qué misterios de la ficción- le pasa todo lo contrario. Son los productores los que lo persiguen. Más que eso: le tienden una trampa para poder obligarlo a hacerse cargo de la realización de una película malísima con la que esperan recaudar lo suficiente para salvar una angustiosa situación financiera. Juan Pérez intenta negarse: piensa que un guión así echaría abajo todo su prestigio. Pero no hay escapatoria. Hay que pagar deudas y es cuestión de vida o muerte. Tampoco el suicidio -frustrado gracias a la intervención de su único amigo de verdad y a que su ex novia carga en la cartera diuréticos en lugar de tranquilizantes- es solución. Ayudado por ella, que retoca el original adaptándolo a la historia de amor que hace algún tiempo vivieron los dos y forzado por las circunstancias, Pérez pone la firma. Aquí comienzan otras penurias: las de la filmación misma, en la que conviven una vieja estrella en decadencia pero todavía con aires de diva, la infaltable bomba rubia que es amante de turno del productor, un asistente que responde al más gastado estereotipo del afeminado y el joven galancito convencido de su irresistible encanto, entre otros muchos clichés. Y aquí comienza Musiak a perseguir, casi siempre sin suerte, el tono de la comedia alocada (con algunas pinceladas críticas) que quería para mostrar la trastienda de un rodaje, mientras otro presunto objetivo -el de la comedia romántica, apoyado en la relación amorosa que hubo entre el cineasta y su bella agente italiana- se pierde de vista hasta ser recuperado bastante forzadamente sobre el final. En el heterogéneo e internacional elenco, la parte más comprometida (por su extensión y también por algunos de los diálogos más generosos en lugares comunes) la lleva el español Antonio Chamizo, el director protagonista. De los demás, vale destacar la gracia y el sentido del humor de Geraldine Chaplin y la naturalidad de Alejandro Fiore. Vale anotar también los aportes de Sergio Hernández como director de arte y de Ferrán Paredes Rubio en la fotografía, además de la muy agradable música de Pablo Isola.
Una comedia apenas vistosa En Amor a mares, toda la inventiva ha sido puesta en una idea de producción que, aunque escasamente novedosa, puede ser atractiva: filmar a bordo de un crucero (casi todo) y detenerse un poco en algunos de los puertos que se visitan -Río de Janeiro, Málaga, la isla de Malta, Venecia- y desarrollar una muy liviana historia que funcione como excusa para una comedia humorístico-sentimental. En el centro de tal relato está un joven y exitoso escritor (Luciano Castro) que tras el abandono de su esposa ha caído en una profunda depresión y en una mucho más profunda parálisis creativa, no obstante la cual se ve obligado por su agente literario (Miguel Ángel Rodríguez) a embarcar en el crucero e inspirarse en sus experiencias a bordo para escribir una novela que lo saque del letargo y lo devuelva al triunfo de una buena vez. Pero las musas siguen ausentes y para colmo todo lo que el hombre puede observar en el pequeño mundo de viajeros que se mueve a su alrededor no ayuda. Hay un tambaleante matrimonio de abogados (Paula Morales y Nacho Gadano), que intenta recomponer su unión al mismo tiempo que anda a la caza de la representación jurídica de la flamante línea naviera, apetecible negocio que también tiene otros aspirantes y por eso todos revolotean en torno de la dueña (Luisa Kuliok). Hay unos cuantos personajes pintorescos, unos cuantos equívocos (el primero, todo un clásico, es el que obliga al protagonista a compartir su camarote con un tipo bastante estrafalario, animado por el Puma Goity), bastantes mentiras que no llegan a entretejer algún enredo gracioso, un romance que se ve venir entre el escritor y la abogada que padece las continuas infidelidades de su marido, y por supuesto, una novela que, a la larga, el escritor extraerá de los pequeños episodios que suceden en el viaje y de su experiencia personal, que se titulará, por supuesto, Amor a mares , y obviamente tendrá mucho éxito. En la ficción, claro. El héroe de ésta, puede inferirse, no es en este caso la única víctima de la falta de inspiración. Las aspiraciones del film son modestas y los logros, esporádicos y más bien exiguos; tienen que ver no tanto con la muy endeble comedia, sino con los escenarios en que transcurre la acción: sobre todo el lujoso barco de MSC Cruceros (en realidad, son dos) y algunas vistas de Málaga, Venecia y la isla de Malta. El elenco, hay que reconocerlo, pone bastante buena voluntad.
Fábula encantadora y una lección de tolerancia No se sabe el nombre del lugar donde transcurre esta fábula: un pueblito aislado entre montañas, cercado por terrenos minados. En él conviven dos comunidades diferentes y eso está a la vista desde el principio, cuando las mujeres, todas de negro, atraviesan una zona desértica rumbo al cementerio: unas llevan cruces, otras, el velo islámico. En esa sugestiva escena inicial van caminando al mismo tiempo que bailan, todas similar coreografía, expresiva del dolor que padecen, que es el mismo: han perdido a sus hijos o a sus maridos; también son las mismas las penurias que deben sobrellevar. Y es el mismo el enemigo al que deben desterrar: la guerra que ha dejado esas profundas cicatrices. Harán todo lo que puedan para defender la provinciana paz en la que han aprendido a convivir. Y deberán poner en práctica esa determinación cuando la televisión les traiga la noticia de que en algún lugar del mismo país se ha reencendido la mecha de la violencia entre musulmanes y cristianos. Entonces, la hostilidad rebrota entre los hombres, crece cada día con cualquier pretexto: en ellos se reabren las heridas. Las mujeres, en cambio, le han dicho basta al sufrimiento. Y actuarán en consecuencia, aunque tengan que recurrir a trampas, ardides y aun al empleo de drogas. ¿Y ahora adónde vamos? está lejos de ser un film feminista. Es una fábula que Nadine Labaki, la excelente realizadora de Caramel , construye con singular atrevimiento formal: el tono de comedia prevalece y a veces trae a la memoria la picaresca de la commedia all'italiana , pero el drama está latente. La muy bella música -de Khaled Mouzanar, marido de la directora- acompaña en unos y otros casos y a veces suma el festivo espíritu de la danza, pero la posibilidad de la tragedia, siempre próxima, se concreta en una de las escenas más conmovedoras del film, donde Claude Baz Moussawbaa, que es en realidad directora de una escuela de música en un pueblo libanés, se revela como una actriz excepcional. La elección de muchos de los intérpretes entre los habitantes de Taybeh, Douma y Mechmech, ha sido un hallazgo (sólo son profesionales el musulmán que encarna al sacerdote maronita, el cristiano que personifica al imán y la propia Labaki, que se luce como la dueña del bar; y, claro, la troupe de artistas venidas de ex territorios soviéticos que en un momento harán su aporte a la causa de la pacificación), por la autenticidad que confieren al verdadero protagonista del cuento, que es el pueblo entero. Otro acierto no menor del film -y buena parte de su encanto- proviene de los escenarios elegidos y de las refinadas imágenes de Christophe Offenstein. Pero sin duda el mérito mayor corresponde a Labaki, que consigue hacer equilibrio entre tantos elementos y amalgamarlos para superar la un poco caótica presentación de los personajes del pueblo en el comienzo y hacer que la narración avance en un crecimiento constante hasta llegar a la plena emoción de las secuencias finales, mucho más elocuentes que cualquier discurso.
Loca carrera hacia el Congreso Llamar comedia satírica a Locos por los votos sería faltarles el respeto a los centenares de maestros del género de todas las épocas, de Petronio a Mark Twain, de Quevedo a Rabelais y de El gran dictador a Dr. Insólito . La sátira no emplea un espejo tan deformante como para evitar que pueda identificarse al personaje o el hecho satirizado ni se toma tanto trabajo por evitar que alguien se sienta directamente alcanzado por sus dardos como esta sucesión de bufonescas escenas paródicas sobre el mundo de la política norteamericana en general y sobre los políticos en campaña en particular. Jay Roach y su equipo (los libretistas, claro, y especialmente muchos de sus actores, duchos en la improvisación de ocurrencias paródicas casi siempre gruesas, aunque muchas veces eficaces) apenas exageran hasta el disparate los absurdos de un sistema que ya viene con la sátira incorporada: basta leer con atención las crónicas acerca de las estrategias de campaña, del peso decisivo que tienen los aportes financieros para favorecer a determinados candidatos y perjudicar a otros, las falsificadas puestas en escena que aporta la publicidad o las estratagemas de todo orden que los contendientes emplean para desacreditar a sus rivales. En vez de destapar lo que el fenómeno tiene de perverso o al menos de indagar con el arma del sarcasmo en lo que hay de corrupto y deshonesto en la conducta de políticos y de votantes, el film se conforma con ofrecer una sucesión de sketches en torno de una única historia: la de un fatuo y libidinoso congresista de Carolina del Norte (Will Ferrell) que casi tiene asegurada su quinta reelección no tanto por su labor política como por ausencia de competidores hasta que un escándalo público lo hace tambalear, y lo que sucede cuando un par de influyentes millonarios (John Lithgow y Dan Aykroyd), que aspiran a multiplicar sus ganancias importando de China (obreros, régimen esclavista y magros sueldos incluidos) fábricas por instalar en el territorio de ese Estado y por eso necesitan un hombre en el Congreso, inventan un nuevo candidato. Es Marty Huggins (Zach Galifianakis) tan ingenuo y buenazo como para aceptar dócilmente las sugerencias del equipo de campaña que se le impone y entregarse a la tarea con entusiasmo y buena fe. La comicidad abunda sobre todo en la primera parte, cuando se trata de la preparación de los dos candidatos, en especial el bisoño, al que le trastornan la vida, más que en la segunda, cuando se entabla la contienda, y que el tramo final, donde el film aspira a aportar su mensaje y se vuelve discursivo y moralizador. Pero aun quienes festejan este tipo de humor adolescente percibirán que al film le falta una línea narrativa que engarce la sucesión de sketches, muchos efectivos; otros, los más rudimentarios, ya un poco gastados.
Ethan Hawke ingresa en el género de terror Sinister puede no ser, como algunos juzgaron apresuradamente, "la mejor película de terror de la temporada", pero sin duda ostenta algunos rasgos que no son habituales en los producciones del género. Gracias a la convincente interpretación de Ethan Hawke, por ejemplo, resulta verosímil la obsesión del protagonista, un escritor empeñado en repetir, tras algunos pasos en falso, el extraordinario éxito de uno de sus libros, dedicados a investigar casos criminales que no siempre la policía ha podido dilucidar. A tal punto que durante buena parte del film -en esos tramos más de misterio que de terror- no se sabe bien si las inquietantes experiencias que vive responden a hechos reales o a su afiebrado delirio nocturno. También resulta creíble en principio -y esto se debe tanto a Hawke y a su esposa de la ficción, Juliet Rylance, como a la conducción de Scott Derrickson- la descripción del cuadro familiar: un matrimonio bien avenido, una hijita con vocación de pintora y un hijo con la inestabilidad de cualquier preadolescente. El padre necesita reivindicarse después de un par de fracasos y por eso, para estar cerca del lugar de los hechos y reunir información sobre un misterioso caso- la desaparición de una chica y el asesinato del resto de su familia- no vacila en arrastrar a los suyos a una mudanza que a nadie conforma: los chicos, porque los aparta de los amigos y la rutina; la solidaria esposa, porque teme que la aventura termine en frustración para él y rechazo social para la familia. Lo que ella no sabe es que la casa en la que se han instalado es el escenario donde sucedió la matanza. Y mucho menos que el mismo día de su llegada, su marido ha encontrado en el altillo una caja con películas caseras que contienen pistas sobre aquella siniestra jornada. La obsesión se hace enfermiza en él, que se encierra cada noche en su cuarto de trabajo y está cada vez más convencido de que tiene un futuro best seller en sus manos. Es cuestión de armar el rompecabezas que el hallazgo le propone y que un policía y un experto académico le ayudarán a descifrar, pero cada paso que parece encaminarlo a la verdad viene acompañado por fenómenos inexplicables y agita nuevos demonios, reales o ficticios. El empleo del "found footage", tan frecuente en los últimos tiempos, es funcional en un comienzo, pero después se reitera y la incorporación del componente sobrenatural abre paso también a unos cuantos clichés, a las conductas incoherentes de ciertos personajes, a las explicaciones engorrosas y a una secuencia final que se ve venir. Lo que no impide que el film sostenga la tensión, exhiba buen uso del sonido y la música y proporcione la dosis de miedo que los fanáticos del género piden..
Una comedia sensible y bien porteña No es una sorpresa porque la fluidez narrativa, la frescura y el humor de cuño porteño ya estaban en el documental Novias-madrinas-15 años, la ópera prima de los Levy que por algo (quizá por hablar con sinceridad y mirada afectuosa de personajes y situaciones bien reconocibles y en un lenguaje ídem) se llevó el premio del público en el Bafici 2011. La novedad es que esta vez esos rasgos aparecen en una obra que es pura ficción y transmiten la misma verdad. Una comedia sencilla, graciosa y sensible, cuyo humor abreva en la atenta observación de la vida cotidiana, con su porción de pequeños absurdos y pequeños delirios, pero con amabilidad, sin sombra de intención crítica ni velada ironía. Obra de un guión que -raro logro- obtiene naturalidad a fuerza de elaboración y de un trabajo de casting de cuya inteligencia da muestra concluyente la elección de Alan Sabbagh como protagonista. El joven actor (Marito en la ficción de la popular Graduados) es el antihéroe que no necesita hacerse el simpático para ganarse la adhesión inmediata del espectador. Tiene el don de la gracia y su tierno bajo perfil resulta decisivo para imponer el tono a la historia de Mariano, el muchacho a punto de casarse que acepta aplicar uno de esos planes maestros para burlar al sistema y "salvarse" tan frecuentes entre nosotros. A instancias de su cuñado y con su ayuda, se propone comprar todo lo necesario (y lo superfluo) para el futuro hogar, pagar con tarjeta de crédito y después reportarla como robada. Un plan infalible que, como sucede tantas veces, falla, y que le hará sudar la gota gorda (aun literalmente) cuando un investigador del banco lo lleve a tapar la primera mentira con otra más comprometedora todavía (la falsa denuncia del robo de su Di Tella de colección, que ha dejado abandonado en un suburbio) y derive en serios problemas consigo mismo (la culpa y la paranoia lo cercan), con su novia y sus suegros, y en el encuentro con el pintoresco homeless-okupa que ha tomado el vehículo como refugio y con el que entabla una extraña y conmovedora relación. La historia es sencilla y quizá no demasiado original, pero da gusto asistir a su desarrollo porque no abundan en nuestro cine comedias con el ritmo, el tono y los diálogos disparados con tan preciso timing como aquí. Porque hay muchos aciertos en la concepción (y la interpretación) de los personajes secundarios, desde el impagable linyera-bailarín de Andrés Calabria (ya consagrado en el documental del que participaba por ser empleado de la sedería), hasta el responsable del garaje policial de Portaluppi y la novia paciente pero no tanto de Paula Grinszpan o el tenaz inspector de Campi. Lo porteño se manifiesta no en pinceladas costumbristas o pintoresquismos sino en la forma de ser y de entender el mundo de los personajes. Un mérito más de esta fecunda sociedad creativa..