Después de años de espera, la versión musical del clásico de Victor Hugo ha concretado por fin su traslado a la pantalla en una producción lujosa, interpretada por un grupo de actores de primera línea, capaces de afrontar el compromiso de una obra totalmente cantada y confiada al buen oficio de un director que venía con el antecedente de haber alcanzado, con El discurso del rey , un doble triunfo en la Academia: el Oscar al mejor film y al mejor director. Del material que tenía entre manos no cabe sino reconocer que la transformación de Los miserables en este espectáculo musicalizado por Claude-Michel Schönberg y Alain Boublil y con letras en inglés de Herbert Kretzmer es una lograda muestra de oficio teatral. Con tales garantías no cabe sino suponer que los fans de la pieza, que se cuentan por millares en todo el mundo, saldrán satisfechos de los resultados. Se comprende: además de la música, la pantalla está colmada de atractivos: escenarios llamativos, ambientes suntuosos o pintorescos, vestuarios que recrean la Francia de las primeras décadas del siglo XIX, escenas de masas hábilmente concebidas y cierta grandilocuencia que se ajusta al género y a la novelesca historia de Jean Valjean y los otros desventurados que se cruzan en su camino, en general víctimas de injusticias y a veces también jóvenes rebeldes que planean el frustrado levantamiento de París en 1832. En esa historia tiene por supuesto incidencia relevante su empecinado perseguidor Javert, que descree de la posibilidad de redención del hombre que pasó 19 años en la cárcel por haber robado un pan y por haber intentado fugarse reiteradamente. Se ha hecho hincapié en la decisión de evitar las pregrabaciones y hacer que los actores interpretaran en vivo sus partes con el propósito de favorecer su compromiso emotivo y trasladar esa intensidad al film. Una elección que parece haber sido contraproducente, como si se hubiera convertido en una presión extra para gran parte del elenco. Si esta desventaja no se advierte desde el comienzo, cuando llega la maravillosa escena en que Anne Hathaway (Fantine) canta en primer plano y con una emoción que eriza la piel "I Dreamed A Dream", todo el resto de las performances suenan, por comparación, deslucidas, quizá correctas, pero desprovistas de vibración, sobre todo porque a partir de entonces nunca vuelve a alcanzarse esa intensidad. El film extraña (necesita) esa vida palpitante, esa pasión que Hathaway (justamente distinguida en los Globo de Oro) le entrega para convertirlo en una película genuina y ahuyentar el peligro de que se lo vea como la mera ilustración (prolija, elaborada, elegante) de un espectáculo teatral. El elenco, en general impecable, tiene al meritorio Hugh Jackman al frente como un Jean Valjean a veces falto de ímpetu, e incluye una pareja cómica (Bonham Carter / Baron Cohen) que, como apuntó algún malicioso, parece escapada de un film de Tim Burton.
Pasan los años, también para Bruce Willis que hace veinticinco, cuando tenía 33, encontró al que sería su personaje más famoso, John McClane, el protagonista de Duro de matar . Pasan los años, pero no para el personaje, que sigue siendo indestructible a juzgar por los innumerables riesgos de muerte que corre en esta nueva aventura ambientada en una ciudad europea (Budapest haciendo las veces de Moscú) que se presume habrá quedado irreconocible tras soportar tantas explosiones, incendios y catástrofes como las que rodean al popular héroe. Han pasado los años también para su familia. Para Lucy, su hija, a quien ya conocíamos porque fue víctima de un secuestro en el que era hasta ahora el último film de la serie, ( Duro de matar 4.0 ) y que en éste, mientras lleva al papá al aeropuerto desde el que partirá para la capital rusa, no deja de recomendarle -vanamente, claro-, que no se meta en problemas. Y, por supuesto, también han pasado para Jack, su hermanito dos años menor, que apenas había asomado en el título inaugural, y ahora hace su presentación en sociedad, con la facha y los músculos del australiano Jai Courtney. Como padre e hijo han estado largamente distanciados, el reencuentro, ya en tierra rusa, no resulta muy auspicioso. Pero no hay tiempo para reproches ni ajustes de cuentas, sobre todo porque el muchacho, que tiene a quién salir y trabaja para la CIA, está bastante ocupado tratando de proteger a un prisionero político que está en la mira de muchos poderosos poco interesados en que su decisivo testimonio destape un gigantesco caso de corrupción vinculado con el plutonio y Chernobyl. La acción no da tregua. A Komarov, el testigo en cuestión (lo mismo que a su custodio, que a cambio recibirá ciertos archivos importantes para la CIA), le brotan enemigos por todas partes, el principal, un tal Chagarin, que fue su socio. Y también a John, que si bien está de vacaciones -y lo recuerda a cada rato, con esa costumbre que tiene de conservar el humor aun en las circunstancias más difíciles- le da una mano a su hijo y se involucra en todos los peligros imaginables. Y algunos verdaderamente increíbles, porque si bien el libreto de Skip Wood no derrocha imaginación, tampoco se mide a la hora de buscar pretextos para que la guerra que se desate sea sin cuartel y que en ella se involucren desde enormes helicópteros y todo el parque automotor de Moscú hasta el armamento más pesado y novedoso. La misión, como se ve, resulta arriesgadísima y compleja aun para el experto que ha sido capaz de derrotar él solo a todo un ejército de terroristas, y a su hijo, que ha heredado la fortaleza física y la condición de indestructible del papá. Lo suficiente como para que los aficionados a la franquicia no se detengan a reparar en detalles. Como por ejemplo que mientras los gángsters locales y los dos visitantes norteamericanos convierten la ciudad en un caos, no se vea asomar ni siquiera un policía de barrio interesado en curiosear de dónde vienen tanto estruendo, tanto fuego y tanto humo. Los toques de humor, que nunca faltan en la serie, los proporciona casi siempre la relación padre e hijo. En ese sentido cabe anotar que Courtney resulta una buena compañía para Willis. El director John Moore, en cambio, no parece tener mucho que aportar a la serie, salvo cierta sobredosis de espectacularidad.
El sur salvaje del título es un lugar al que llaman la Tina, un remoto sector de pantanos de Luisiana prácticamente alejado del resto de la civilización moderna, donde no ha llegado la tecnología, la pobreza es permanente y la educación es la que resulta de la propia experiencia cotidiana y del contacto con la naturaleza que la pequeña comunidad celebra mientras intenta preservar su modo de vida y transmitir sus saberes y sus creencias. Allí se come lo que se consigue: lo que proporcionan los animales domésticos con los que se comparte la precaria vivienda o el producto de la pesca; por otro lado, la creciente es una amenaza constante, lo mismo que la inminente llegada de unas criaturas mitológicas que el calentamiento del planeta liberará de sus cárceles de hielo. En esta suerte de realismo mágico, el retrato social crítico se manifiesta a través de lo documental, sin subrayados ni discursos; la lección panteísta se filtra en las experiencias de la protagonista y el drama más duro se sobrelleva con la fantasía. Especialmente para Hushpuppy, la inocente e imaginativa nena de 6 ó 7 años que es la gran sorpresa de este film ganador de la Cámara de Oro en Cannes y ahora aspirante a cuatro Oscar, incluidos los correspondientes a mejor actriz para la pequeña Quvenzhané Wallis; mejor película y mejor director. Ella convive menos de lo que querría con su padre, un hombre tosco y de mal carácter que suele maltratarla porque quiere que se haga fuerte y aprenda a sobrellevar los rigores de ese mundo que, sin embargo, es para ella el más lindo. Los hombres y mujeres de la Tina han sido dejados a su suerte. Para chicos como Hushpuppy significa crecer sin controles; para su padre, Wink, significa beber sin medida. Se quieren, sin embargo, más allá de los reclamos de ella y de las frecuentes ausencias de él. Los habitantes de una zona tan abandonada y tan expuesta a bruscos fenómenos meteorológicos se preparan para lo peor y se aprestan a cambiar sus viviendas por botes. Para padre e hija las cosas son todavía peores: él ha contraído una enfermedad grave. Uno de los grandes aciertos del debutante Behn Zeitlin reside precisamente en haber elegido el punto de vista de la chica para exponer la historia de estos dos personajes y de su mundo, dejando a un lado las convenciones de un relato tradicional y optando por hacer evolucionar la historia como resultado de un mosaico de situaciones diversas de las que surge una rara energía vital y la convicción de que, no importa en qué condiciones, siempre se puede aprovechar la vida. El componente mágico se suma al clima ominoso de la tormenta que se aproxima y envuelve al pantano en imágenes fantásticas, algunas de elocuente vuelo poético, como las de la fiesta o el funeral. Es cierto que no siempre le inserción de la pequeña historia dentro del abarcador cuadro que apunta a temas más trascendentes en clave de fábula alegórica se logra fluidamente e incluso hay momentos en que suena forzada. Esta voluntad de decirlo todo suele ser pecado de cineastas debutantes. De todas maneras, ni esa acumulación ni alguna esporádica concesión a lo pomposo restan mérito al film, que en cambio desecha el miserabilismo y el discurso. Quvenzhané Wallis es una presencia fundamental. Si a los 8/9 años puede considerársela una actriz, se trata de un prodigio.
La pérdida de un hijo es la experiencia dolorosa por la que han pasado (o están pasando) los dos protagonistas de este tercer film de Sergio Mazza ( El amarillo, Gallero ). Un sufrimiento que ha dejado su marca grabada -perceptible o callada- en cada uno de ellos y que en algún momento puede funcionar como la delgada ligazón que los aproxime un poco y alivie transitoria y superficialmente su descontento o su vacío. El escenario es París, una París desolada y bastante lúgubre adonde ella, María, llegó hace tres meses de la Argentina, probablemente huyendo de aquel traumático pasado para vivir un exilio que es, sobre todo, exilio interior. Un empleo precario y temporal en una fábrica textil la ayuda por ahora a mantenerse, pero la posibilidad de quedarse en la calle la sigue amenazando mientras no llegan los papeles que gestionó para regularizar su situación como inmigrante. Él, Jerôme, es el fotógrafo francés especializado en desnudos femeninos que, recientemente divorciado, le alquila la habitación que hasta hace poco fue del hijo cuya custodia está a punto de perder. Las circunstancias hacen que María se vea obligada a posar para él y que entre ellos se produzca un encuentro. Es el encuentro de dos soledades, puramente físico más que amoroso o producto de cierta confusa necesidad y en el que se hace manifiesto el dominio de Jerôme y el sometimiento de María. Los muy escuetos datos sobre el pasado de los dos (en especial de ella) que van filtrándose de a poco a lo largo de la convivencia, cada vez más reducida a las fogosas escenas sexuales, pueden sugerir algunos de los porqués de sus estados de ánimo y de la naturaleza de la relación. Salvo cuando toca el tema del aborto o cuando alude a la situación de los inmigrantes, Massa elude las explicaciones; prefiere expresarse por vía de la puesta en escena con sus sugerentes, angustiados climas (es admirable el trabajo del fotógrafo Alfredo Altamirano tanto en interiores cuanto en los escenarios de París que muy poco tienen que ver con los que suele explotar el cine) y del muy elaborado trabajo de los actores. Belén Blanco se entrega en cuerpo y alma a un personaje que transmite una tristeza infinita y la tiene constantemente en pantalla. La desenvoltura de Antoine Ronan Raux, un periodista francés radicado en la Argentina, es sorprendente si se tiene en cuenta su escasa experiencia como actor. Arriesgada en su tratamiento de las escenas sexuales, con alguna nota discordante en los momentos en que abandona su lacónico intimismo, pero siempre rica en detalles significativos, Graba confirma los méritos de Sergio Mazza como artista sensible que conoce el idioma de las imágenes, es un firme conductor de actores y avanza en la búsqueda de un lenguaje potente y personal.
La voluntad de divertirse Cineasta dotada y versátil, pero voluble y a veces hasta desconcertante, Anne Fontaine (Cómo maté a mi padre, Coco, antes de Chanel) se ha propuesto en este caso secundar a una Isabelle Huppert dispuesta a reírse de su imagen pública, desprendiéndose por un rato de sus personajes complejos, impenetrables, sombríos o envueltos en misterio para ponerle el cuerpo a una burguesa chic, igualmente fría, distante y despótica como responsable de una moderna galería de arte, pero con una oculta debilidad: algunas gotas de alcohol pueden, en ciertas condiciones, hacerla abandonar toda formalidad, dar rienda suelta a su secreta voluntad de divertirse y atreverse, por ejemplo, a bailar en el caño de un local suburbano de quinta categoría. Semejante transformación no ocurre porque sí, sino como resultado del encuentro con un personaje que es su opuesto total. Veamos: Agathe vive, con su pareja de años, un distinguido editor, y el adolescente hijo de ambos, en un lujoso piso de un barrio elegante de París. El desconocido que irrumpe en su vida es Patrick, un buscavidas grosero, bebedor, desenfadado y vulgar, que ha conocido la cárcel, sobrevive gracias a la asistencia social y a esporádicas changas y se aloja, con su hijo también adolescente, en una camioneta prestada. Los muchachos, compañeros de escuela, hacen de nexo. Hay reformas que hacer en la residencia y el confianzudo Patrick se hace cargo de ellas. Es inevitable que la convivencia acarree frecuentes choques con exigente dueña de casa, que éstos se hagan cada vez más ríspidos y que, como puede presumirse, al final no conduzcan a la guerra sino todo lo contrario. La fórmula es casi tan vieja como el cine y es necesario contar con bastante chispa para renovarla. No les sobra demasiada a los guionistas -la propia Fontaine y Nicolas Mercier- que apenas distribuyen algunas ironías y una mínima cuota de humor y sólo proporcionar algo de entretenimiento sobre la base de un ritmo más o menos sostenido y en especial apoyándose en la eficacia de los actores, a los que no les hace falta esforzarse para explotar personajes que tienen mucho de clichés. El registro de Isabelle Huppert, se sabe, es tan amplio que la habilita para lucirse en cualquier papel, aun en éste cuyas mudanzas se ven bastante artificiosas y al que ella sabe imponerle alguna gracia. A André Dussollier, gran comediante, le sobra autoridad y estilo para encarnar al editor que ha tolerado la frialdad y el carácter de su compañera con la elegancia de un verdadero caballero. Más fácil todavía le resulta el compromiso al cómico belga Benoît Poelvoorde, en un papel que ha sido concebido a su medida. Ellos constituyen el principal atractivo de esta comedia que poco agrega a los antecedentes de la irregular Fontaine.
La fuerza que combate a la mafia De Fuerza antigángster se oyó hablar bastante hace un tiempo, en especial a partir de la masacre registrada en un cine de Denver, Colorado, durante el estreno del último film de Batman. La película, inspirada en la feroz batalla llevada adelante por un cuerpo de elite parapolicial para expulsar de Los Angeles a la mafia conducida por el gangster judío Mickey Cohen en los años 40, incluía una escena similar que, obviamente, debió ser eliminada, y llevó a los productores a encarar un largo proceso de cortes y reediciones, que terminaron postergando su estreno hasta ahora. Pero ese accidentado montaje no sirve de pretexto para justificar las debilidades del film, tan notorias y tan abundantes como pocas veces se observan en una producción tan costosa y en la que intervienen tantos profesionales de bien ganado prestigio, desde el elenco hasta la dirección de fotografía o el diseño de producción. Y no es caprichoso que el comentario comience por los artistas involucrados en la ambientación pues si hay algo rescatable en esta suerte de desordenada colección de clichés con pretensiones de cine negro es precisamente la esmerada recreación del escenario donde transcurre gran parte de la acción, del submundo californiano a los sofisticados y/o lujosos interiores art-deco. En el origen del film está la serie de artículos sobre la historia real del Gangster Squad que Paul Lieberman publicó en el Los Angeles Times y reunió en un volumen que fue best seller. Will Beal se ocupó de convertirlo en un guión sin demasiada fortuna a juzgar por los resultados. Dramáticamente plana, animada por personajes que raramente escapan al estereotipo y mucho más raramente resultan creíbles; por lo menos dudosa en cuanto a su rigor histórico, y más que discutible en su aparente aprobación de la brutalidad policial, la película se desentiende de la cohesión, duda entre imitar a Los intocables o a Los Angeles al desnudo (entre otros modelos de los cuales está muy lejos) y parece confiar excesivamente en el presunto atractivo de sus repetidas escenas de violencia con sobredosis de sangre, en las que tampoco sobra originalidad, y más de una vez se precipita en lo grotesco (véanse la escena inicial o la secuencia del ingreso en la casa de Mickey Cohen para plantar micrófonos). Justo es señalar que no todo es culpa del libro y la dirección: también contribuyen los actores, del casi caricaturesco Sean Penn como el sádico capomafia, al hierático Josh Brolin, el ex supersoldado a quien ponen al frente del grupo porque es incorruptible. Puede perdonársele a Emma Stone que sólo se preocupe por mostrar lo bien que le sienta la moda de los cuarenta porque su personaje es francamente inexplicable; menos se entiende que Ryan Gosling prefiera asumir un aire casi adolescente y actual para componer a su veterano de guerra. Casi todo, al fin, resulta bastante inexplicable, incluidos su elevado presupuesto y la presencia de tantos actores cotizados.
Justiciero anónimo y solitario La intención de sembrar enigmas viene desde la primera secuencia: una cámara meticulosa describe en planos detalle cómo alguien cuyo rostro tardará en dejarse ver desciende de su auto, coloca su moneda en el parquímetro, da unos pasos, arma su rifle, se instala en el lugar más apropiado para abarcar su extenso blanco y propone que sigamos a través de la mira telescópica cómo elige sus objetivos entre la gente que camina y cómo dispara sobre cinco personas diferentes, incluida una joven niñera con una nena en brazos. No parece ser la imagen más oportuna para recordarle al público norteamericano con qué frecuencia este tipo de masacres se producen en su país, aunque en este caso la ficción sea necesaria para introducir al enigmático héroe que entrará en acción, otro "justiciero" de los tantos que abundan en la producción de Hollywood: de esos que buscan legitimarse porque "vienen a cubrir los vacíos que dejan las instituciones oficiales encargadas de administrar justicia". Sólo que en esta oportunidad lo que se propone Lee Child, el creador del personaje de Jack Reacher, no es cuestionar su accionar sino subrayar las singularidades de este nuevo héroe venido de la literatura para diferenciarlo de sus colegas de ficción y quizá para abrir un nuevo ciclo en la carrera de Tom Cruise. One Shot , la que dio origen a esta película, es la novena novela de las diecisiete del escritor británico, que con su verdadero nombre, Jim Grant, ha tenido que ver con otros proyectos más ambiciosos, de Retorno a Brideshead a Prime Suspect . Si hay suerte, pues, sobraría material para seguir la serie. Aunque no parecen suficientes los esfuerzos del adaptador y director, Christopher McQuarrie (guionista de Los sospechosos de siempre ) que ha introducido bastantes modificaciones en el personaje (un ex supersoldado y superinvestigador que ha desaparecido de la acción sin dejar rastros y sólo regresa cuando se ve comprometido a luchar por la justicia). El tipo era un gigantón lacónico, bastante cínico, sarcástico; ahora se ha reducido en tamaño (a la medida de Tom Cruise, también productor), y tiene siempre a flor de labios una frase graciosa; sigue siendo el más inteligente y el que descubre pistas allí donde nadie reparó y puede percibir cuando algo huele a corrupción o a trampa. Esta vez el héroe envuelto en enigmas aparece a pedido del acusado de la masacre del comienzo. Un falso culpable, como bien sabe el espectador y como pronto sospechará Reacher, que por algo lo conoce de los tiempos de guerra y sabe tanto de su destreza con las armas y de su desequilibrio psicológico como de las torpezas que jamás habría cometido. Algo más oscuro se cuece debajo de este aparente caso de francotirador desquiciado. Como asistente de la bella abogada defensora, Reacher sigue su corazonada en un proceso que exige tiempo, paciencia, astucia y valor. Casi todo gira en torno del correcto Tom Cruise, que quizá no haya sido la mejor elección para el papel, y de la dúctil Rosamund Pike. No hay entre ellos demasiada química como sí la hay entre Cruise y Robert Duvall, que hace una grata aparición en la parte final. Y también hay un muy interesante malvado que compone Werner Herzog y que habría merecido mayor desarrollo. La acción no falta y hay un par de secuencias en que la tensión se hace presente, pero ni la construcción de la historia ni su traducción visual ni la personalidad del héroe se diferencian demasiado -salvo porque el vértigo no es aquí tan notorio- de lo que suele ofrecer cualquier thriller más o menos entretenido.
Una catástrofe inconcebible Lo imposible sucedió. Fue hace nueve años, cuando un terremoto en el océano Índico dio origen al tsunami masivo que dejó un saldo de más de 250.000 muertos en catorce países. El español Juan Antonio Bayona lo recrea a partir de la historia real de una familia de turistas europeos en Tailandia (padre, madre y tres hijos varones) que lograron sobrevivir a la terrible y traumática experiencia. Es cine catástrofe y de algún modo también cine de horror que pone a prueba la indudable maestría técnica del realizador -la larga secuencia que describe el fenómeno es de un meticuloso y estremecedor realismo- y también su habilidad narrativa cuando llega la hora de exponer cómo los personajes que habían sido dispersados por los efectos de la gigantesca ola luchan para salvar su vida, para saber qué ha sido de sus seres queridos y dar con su paradero en medio de un desolador panorama de devastación y muerte. El horror proviene tanto de esa separación y de esa incertidumbre como de la complicadísima situación en que se encuentran y el daño físico que han sufrido, aunque la fortuna quiso que por un lado la madre y el hijo mayor, arrastrados por las aguas, fueran a quedar en una misma zona de lodo y pudieran intentar la búsqueda de alguna ayuda y que los dos chicos más pequeños y el padre permanecieran entre los restos del arrasado resort en el que la familia estaba pasando sus vacaciones. Que el milagroso caso haya sido muy comentado en la época del tsunami y que el hábil guión de Sergio G. Sánchez esté basado precisamente en el relato de la protagonista, una médica recientemente retirada del ejercicio de su profesión, no impide que el desarrollo de la historia contenga algunos aportes extra para añadir algún suspenso, favorecer el impacto emotivo o introducir estratégicas intervenciones del azar, como en los casuales desencuentros de la escena del hospital donde la madre está internada. Pero hay que reconocer que Bayona es un manipulador diestro, pero no enfático ni deshonesto. Si le cabe algún reproche, en todo caso, no es porque el film se dedique especialmente a los personajes europeos y casi todos los tailandeses que intervienen lo hagan en función de las necesidades de los turistas, sino que a pesar de haber sido los nativos los principales damnificados por la catástrofe casi no se los incluya en un segundo plano. De todos modos, hay que tener en cuenta que el film sólo se propone recrear un caso extremo de supervivencia; no tiene otra intención que reconstruir la tragedia del tsunami (espectacularmente, por cierto) y contar la historia de esta familia (española en la realidad; en la ficción de imprecisa nacionalidad), sin ningún afán metafórico o alegórico. Un proyecto ambicioso por la complejidad de su realización, magníficamente interpretado por Naomi Watts, Ewan McGregor y el joven Tom Holland, pero bastante sencillo en su propuesta narrativa y en su exaltación de los sentimientos familiares y del sentido de solidaridad.
El ser humano detrás del ícono Imperdible para los admiradores del inolvidable Bob Marley, pródigo en su acumulación de datos biográficos y en la recopilación de testimonios recogidos entre quienes estuvieron cerca del que fue la primera superestrella mundial proveniente del tercer mundo, y bastante próximo a la hagiografía, este extenso documental de Kevin Macdonald (144 minutos) constituye un homenaje sin demasiadas sorpresas, pero respetuoso y vibrante. El realizador ha puesto su atención en que no falte en el film ninguno de los principales acontecimientos de la vida de este artista comprometido y ha puesto especial énfasis en su condición de mestizo (hijo de un blanco inglés y de una adolescente jamaiquina), a lo que atribuye el principal conflicto que padeció Marley durante su corta y complicada vida: no se sentía ni blanco ni negro. (Y hasta la propia Rita Marley subraya que el cáncer que llevó a su esposo a la muerte a los 36 años es una enfermedad de blancos.) Con la misma idea de hurgar en los orígenes, el film se inicia en Ghana, desde donde multitudes de esclavos fueron enviados a Jamaica, y dedica un par de apuntes (y una fotografía) al padre, un blanco inglés del que Robert Nesta Marley heredó apenas el apellido. Y conviene a esta altura detenerse un poco en la génesis de este trabajo, que tuvo como productores ejecutivos a Ziggy Marley, su hijo más famoso, y Chris Blackwell, el fundador de Island Records, lo que es casi como decir a dos de los principales y férreos custodios de la memoria de Bob. Antes de Macdonald, el proyecto estuvo en manos de Martin Scorsese, que por cuestiones de agenda lo transfirió a Jonathan Demme; éste lo abandonaría poco después por desinteligencias con la producción. Quizá, se dice, porque para el círculo de celosos custodios la imagen de Marley no había sido suficientemente santificada. Macdonald obtuvo, de todos modos, otras ventajas: más tiempo para completar el film, la posibilidad de reunir testimonios de sesenta personas en todo el mundo y el acceso al archivo familiar, material riquísimo del que hizo provechoso empleo. Entre las entrevistas las hay tan interesantes como las de Jimmy Cliff y de Rita Marley, primera esposa, madre de tres de sus once hijos y en buena parte de su vida "ángel de la guarda": de Neville Livingstone, que explica cómo el ska devino en reggae; de otros músicos o empresarios que lo acompañaron, y algunas rarezas como Pascaline Bongo, hija del presidente de Gabón, que logró su primera actuación en África. Y, por supuesto, los momentos decisivos de su carrera desde el descubrimiento de la música hasta la formación de los Wailers; su adhesión apasionada al movimiento rastafari; sus diferencias con Peter Tosh y con Bunny Wailer (integrantes del trío original); la exploración en su música de la interracialidad, la identidad y la ideología, hasta su crecimiento como figura influyente en la cultura popular que cantaba contra la discriminación y a favor de la tolerancia; su compromiso con la causa de la paz; el atentado que sufrió; su intervención cuando intentó apaciguar la guerra civil que diezmaba al país, y el viaje a Inglaterra, que fue el primer paso antes de conquistar Europa, África y los Estados Unidos. Y un largo epílogo, cuando la enfermedad lo condujo a morir en Miami, en 1981. Con semejante cúmulo de información, que necesariamente conduce a la simplificación de los aspectos más complejos (la relación con los políticos, por ejemplo) -más el abundantísimo material musical- habría sido un milagro que Macdonald pudiera también, como se lo proponía, descubrir al hombre que estaba detrás del ícono. Pero sí consigue pintar un retrato convincente, en algunos momentos conmovedor y, claro, colmado de muy buena música.
Amable film sobre los sentimientos Ningún otro título le cabría mejor a esta historia tomada de una novela que su propio autor se encargó de adaptar rescatando lo esencial del original literario, que es justamente lo más difícil de transferir a un cuento contado en imágenes: el tono. Aquí hay delicadeza en los personajes finamente cincelados y concebidos lejos de cualquier estereotipo, en la descripción de pequeñas situaciones a través de las cuales se adivina el proceso por el cual atraviesan los callados sentimientos que ligan a un ser humano con otro, en el análisis de esos sentimientos confusos, contradictorios, desconcertantes, que los vaivenes de la propia vida se encargan de generar en el interior de un ser humano casi siempre incapaz de percibirlos claramente, de entenderlos, de asumirlos. Sean los que embargan a una muchacha que debe asimilar la repentina muerte del ser amado y recomponer su mundo cuando todo alrededor es puro vacío; los que hacen que una palabra cualquiera suene graciosa si la pronuncia alguien y tonta o hasta ofensiva si quien la dice es otro. Conexiones invisibles; intermitencias del corazón que, a juzgar por las reseñas críticas de su libro, David Foenkinos ha logrado sugerir con la mayor delicadeza y que parece haber logrado trasladar en buena medida al film dirigido a medias con su hermano Stéphane. La delicadeza habla de sentimientos, pero nada tiene que ver con el formato habitual de las comedias románticas. Empieza con un romance juvenil expuesto en una serie de pantallazos livianos y simpáticos, no necesariamente dulzones, que termina en boda y en una breve muestra de la vida conyugal. Fugaz, como es fugaz la felicidad porque enseguida la trunca el azar en la forma de un accidente. Sigue el largo período en que Nathalie, la encantadora protagonista, vive silenciosamente su dolor, se aísla de todo y se consagra exclusivamente al trabajo, esquivando como puede el acoso de su jefe (Bruno Todeschini) en una empresa sueca. Hasta que un día, fruto de un acto impensado y repentino, se vincula con Markus, uno de sus subalternos, un sueco tímido, no muy agraciado ni demasiado elegante y además algo atolondrado, que es la delicadeza misma. Delicadeza que se manifiesta en sus actitudes y que Nathalie irá percibiendo, como su gracia, casi insensiblemente. Aquí son decisivos los aportes de Audrey Tautou, toda encanto, y François Damiens, verdadero hallazgo en su sutil composición de ese grandote buenazo y gentil que tiene el espíritu y la sensibilidad de un poeta. Más allá de alguna apelación emotiva en la música de Emilie Simon, el film evita el azúcar: para emocionar -delicadamente, claro-, le basta con su tono ligero y tierno y con la naturalidad de todos sus intérpretes.