Crimen, castigo y malentendido Este cuento lo he oído yo en América hace doce años; la escena tenía lugar en la campaña de Córdoba, el mozo volvía de Buenos Aires, [...] Es falso, señores. Son ciertos cuentos antiguos que corren entre los pueblos...", escribió Sarmiento en sus Viajes por Europa, África y América. Se refería a su viaje en diligencia entre Madrid y Andalucía en 1846, cuando le contaron como un hecho real la misma trágica historia que casi un siglo después le sirvió como inspiración a Albert Camus para concebir El malentendido. Que el nombre del escritor francés que tanto tiene que ver argumentalmente con el guión de Las mujeres llegan tarde no aparezca en los créditos del film quizá se deba a que la debutante Marcela Balza coincide con Sarmiento y opina que el cuento es anónimo y, por lo tanto, de dominio público. Como escribió Francisco Ayala respecto del autor de El extranjero, puede ser que también a ella la hayan impresionado "las peculiarísimas circunstancias de un asesinato en el que, por notable coincidencia, crimen y castigo estaban concentrados en la misma acción, de modo tal que la penitencia iba implícita en el pecado mismo". O -también puede ser el caso- que, por respeto, no quiso complicar al dramaturgo francés en una adaptación que resulta ser un malentendido más. En fin, que la terrible historia del viajero que regresa al hogar para encontrar la muerte está, aunque se le han sumado y restado algunos rasgos fundamentales; que tampoco falta el hecho central, aunque las conductas de quienes lo ejecutan aquí hacen de ellos personajes discontinuos, inconsistentes y por ello poco creíbles (pese a los esfuerzos de un elenco que está muy por encima de lo que se le propone), y que el desarrollo todo de la acción tropieza con los mismos obstáculos y con otros: inconsecuencia, transiciones bruscas, solemnidad, diálogos explicativos o acartonados, situaciones forzadas. Se busca generar tensión y a veces suspenso para aumentar el efecto sorpresa del tramo final, pero el film no se decide por ninguna de sus posibles vertientes dramáticas. Se trata apenas de una lectura lineal y exterior de la anécdota, que confía en lo que se dice más que en lo que se ve y cuya puesta en escena, más allá de la atinada ambientación y la más que correcta fotografía suele apelar a recursos del culebrón de TV.
Una fábula encantadora Decir que Wes Anderson es un creador único puede parecer altisonante. Pero ¿cómo distinguir a un cineasta que crea estos encantadores mundos de fantasía que tanto dicen sobre el mundo real, mundos en miniatura poblados por excéntricos que se expresan en clave de comedia, pero traen en el fondo cierto aire melancólico y tristón y aun así exponen casi siempre su visión optimista de las cosas? ¿Cómo encontrar el adjetivo que le quepa justo a un artista tan sensible, elegante, generoso, delicado, sincero, imaginativo, singular y difícil de definir si al mismo tiempo sus obras son tan inmediatamente reconocibles que parecen llevar una marca registrada? A quienes lo admiran y disfrutan de visitar sus mundos imaginativos y extravagantes no hace falta decirles mucho; sólo que Moonrise Kingdom: un reino bajo la luna es una fábula encantadora que transcurre en 1965, un tiempo en que se supone todo era más inocente y más sencillo, y habla de la fuga de amor de dos preadolescentes en busca de su propio paraíso (y probablemente también de una sociedad dividida que crece y aprende a unirse), en el más puro estilo Wes Anderson. A quienes no lo han descubierto todavía o los que rechazan sus rarezas, cabe invitarlos a dejarse llevar por la tierna dulzura y la gracia del film siguiendo -como los personajes mismos en la ficción- la Guía de orquesta para jóvenes, de Benjamin Britten, que sugiere la metáfora al exponer sobre sus Variaciones y fuga sobre un tema de Purcell lo que cada sección de la orquesta aporta al sonido del conjunto. En la imaginaria isla de Penzance, Nueva Inglaterra, cada uno cumple su función; los boy scouts a las órdenes de un Edward Norton de pantaloncitos y medias altas; el único policía (Bruce Willis) que asegura el orden; la pareja de abogados que atiende los trámites judiciales (Bill Murray y Francis McDormand), y una dama enérgica (Tilda Swinton) cuyo nombre lo dice todo: Servicio Social. No todos son felices, pero menos que nadie lo son los dos protagonistas que han decidido desafiar el orden establecido: el diestro scout huérfano que ha cambiado varias veces de hogar sustituto y es poco querido por sus compañeros y la chica solitaria, hija de los abogados, que no se despega de los poderosos binoculares ni de sus libros, su mascota y su música preferida. La sabiduría de los indígenas les indicó dónde establecerse; lo demás lo hacen los conocimientos de Sam (Jared Gilman), el sentido práctico de Suzy (Kara Hayward), la decisión de alejarse de un mundo que no les es grato y el puro amor que se profesan. Claro que la inexplicable desaparición de los chicos alborota a toda la isla y pone en movimiento una búsqueda desesperada, sobre todo porque -según lo ha informado un relator que es cartógrafo e historiador (Bob Balaban)- se viene una terrible tormenta, quizás una nueva edición del Diluvio Universal. Hay mucho de poético cuento infantil en la historia imaginada por Anderson y Roman Coppola, también su coguionista en Darjeeling, muchos enredos que van desanudándose, un sinfín de aventuras, que involucran incluso a los solidarios scouts dispuestos a socorrer a su ex compañero y una secuencia espectacular cuando llega el huracán al cabo del cual todos, después de haber sufrido el miedo de perder a dos seres amados, reanudan la vida con espíritu más amigable y comprensivo. Es una delicia que se disfruta de principio a fin (y fin quiere decir hasta que terminan los créditos, un cierre redondo) y a la que muchísimo contribuye el admirable elenco, en especial Gilman y Hayward, que cargan con las mayores responsabilidades, pero también los consagrados, entre los que no es injusto destacar al tierno Willis y a un impagable Edward Norton..
Violencia en 3D y un futuro desolador Juez, jurado y verdugo de gatillo fácil, Dredd es el "héroe" protegido por el enorme casco que apenas deja ver un tercio de su cara: la boca que emite frases breves, preferentemente monosilábicas en un tono cool que da cuenta de su determinación, su fiereza y su inalterable calma. Estamos en un futuro posapocalíptico, sombrío y desolador, donde 800 millones de personas sobreviven como marginales en las ruinas del mundo que fue o en los gigantescos edificios de una Mega City única que abarca desde Boston hasta Washington. Para muchos, el crimen es la única salida; el poder está en manos de las pandillas más feroces y sólo los llamados jueces intentan poner algún orden en el caos, aplicando las sentencias inapelables de sus juicios sumarísimos. Dredd, proveniente de un cómic inglés, es uno de ellos. Uno incorruptible que no pierde la calma ni cuando está, como en el comienzo, persiguiendo con su supermoto a tres psicóticos, lo que terminará, como puede preverse, en una carnicería, la primera del que probablemente sea (con excepción de algunos truculentos relatos de horror) el film más ultraviolento de los últimos tiempos. Es un inicio vibrante (y prometedor para quienes gustan de este tipo de productos): ya están presentados el protagonista y uno de los elementos clave de la historia: la nueva droga, llamada slo-mo, que se está esparciendo como la peste y cuyas fabricación y distribución están en manos de la banda de una ex prostituta conocida como Ma-Ma. El narcótico produce en el cerebro la ilusión de que el tiempo pasa al uno por ciento de su velocidad real; la villana y los suyos suelen aplicárselo a sus víctimas antes de lanzarlas al vacío, uno de sus métodos favoritos para castigar a traidores y enemigos. Dredd deberá desactivar al maligno clan cuando, junto con una novata con poderes de psíquica a quien debe evaluar durante la tarea, queden encerrados en Peach Trees, la monumental y amurallada construcción de 200 pisos que la perversa Ma-Ma ha hecho su cuartel general. Todo lo que sigue es el clásico juego del gato y el ratón; sólo que las fuerzas son muy desparejas -dos contra centenares, quizá miles- y el armamento, infinito. Hay sobredosis de sangre y de cadáveres. No hace falta decir que para quienes detesten las exhibiciones de violencia -en este caso vistas con demora y detalle gracias al 3D y a los efectos visuales que hacen uso y abuso de la cámara lenta- éste no es un programa recomendable. Los demás, si no reparan en el discutible mensaje y en que a veces el film parece haber consumido slo-mo, podrán apreciar el buen uso del 3D, la cuidada ambientación -un mundo del futuro tan negro que nos hace ver el actual como un paraíso- y el uso de todos los recursos de que el cine dispone para producir impactos visuales y sonoros.
Ciencia ficción y una buena historia Cuando el joven Joe comenta que está estudiando francés porque piensa que algún día se mudará a Francia, un hombre bastante mayor le advierte: "Yo vengo del futuro: deberías ir a China". Sí, con humor, pero otra vez viajes en el tiempo. Y otra vez telekinesis, armas superestilizadas, artefactos futuristas, asesinos a sueldo, chicos en peligro, violencia; otra vez el intento de salvar el futuro modificando el pasado. Elementos, en fin, que de tan frecuentados parecen prometer más de lo mismo: rutina, una intriga de acción y muchas excusas para lucimiento de los efectos especiales. Sin embargo, en manos de un hábil director como Rian Johnson esa alarma se desvanece pronto: todo suena nuevo, remozado, vibrante, y la intrincada historia se presenta como una obra de ciencia ficción bastante más ambiciosa que un mero ejercicio y al mismo tiempo como un drama provocativo tanto por la compleja aventura que cuenta y por sus planteos filosóficos como en su estilizada construcción narrativa. Los viajes en el tiempo son ilegales en 2044, tiempo de la acción, pero como tantas otras cosas ilegales se practican, rinden buen dinero y los explota la mafia, la que envía las víctimas de sus crímenes desde el futuro 2074 -cuando es imposible hacer desaparecer los cuerpos- para que los responsables de estos asesinados, los llamados loopers, se encarguen de la tarea a cambio de generosos pagos en bloques de plata. Joe (un Joseph Gordon-Levitt convenientemente transformado para pasar por un joven Bruce Willis), guarda unos cuantos en el sótano de su departamento hasta que un capomafia del futuro decide que es hora de que el hombre complete su propio círculo (ellos tienen un tiempo limitado de vida) y le manda desde el futuro a la versión de sí mismo (Willis), que se ha convertido en un tipo peligroso para la organización. Es el complejo e insólito enfrentamiento se dirimen varios asuntos entre los que se mezclan una vieja muerte, una madre que practica la telekinesis, un chico que deberá ser eliminado si quiere impedirse que sea el demonio de mañana y otras complicaciones que no conviene revelar para no malograr el suspenso de la acción, que avanza sin desmayos conducida por un Rian Johnson al que alguna vez se le cuestionaron sus excesos de estilización y ahora muestra un admirable control de la narración. La intrincada cacería coloca a los dos hombres (el mismo en realidad, pero en tiempos distintos) lidiando con cuestiones de identidad, destino y motivaciones contradictorias. Sin cargar tintas ni subrayar contrastes, Johnson ha sabido dar forma a un creíble mundo del futuro dividido entre quienes carecen de todo y los que apenas pueden sobrevivir. Su film -aun con sus ecos de Terminator , El origen u otros films que han dejado un nítido recuerdo- atrapa con su originalidad, su sólida estructura y el creciente progreso de su historia. Tiene, cabe señalarlo, el apoyo de la fotografía de Steve Yedlin y del estupendo desempeño de los actores, tanto los dos protagónicos como los que le brindan apoyo, entre ellos Emily Blunt, Jeff Daniels y el pequeño Pierce Gagnon, a veces tierno y a veces temible.
Más de lo mismo, en Estambul Este segundo capítulo no contiene sorpresas, ni siquiera la de su propia existencia: era previsible que tras el éxito de Búsqueda implacable (que recaudó más de 225 millones de dólares) hubiera una secuela, aun cuando la historia no la justificara. En el film estrenado hace cuatro años, Liam Neeson se convertía en una especie de Charles Bronson contemporáneo cuando debía cruzar el océano y poner en práctica todas sus habilidades de ex agente de la CIA (y también todo su armamento) para rescatar a su hija de 17 años, secuestrada en París, donde pasaba sus vacaciones, por unos malhechores balcánicos dedicados al tráfico de personas. Ya se sabe cómo reaccionaba Bronson cuando alguien osaba meterse con su familia. La furia de Bryan Mills, el personaje que ahora vuelve a encarnar Neeson, no es menor y sus poderes, tantos como los de un superhéroe. Total, que antes de recuperar a la adolescente -y del final de la película- llenaba la pantalla de tantos cadáveres como un film de Tarantino. No se esforzaron mucho Luc Besson y Robert Mark Kamen para concebir esta secuela, si así puede llamársele. La receta es la misma: sólo que ahora la venganza la emprende un patriarca albano cuyo hijo fue uno de los secuestradores a los que Mills abatió siguiendo el ejemplo de Bronson y otros vengadores, anónimos o no. En el mismísimo cementerio donde son enterrados los ataúdes enviados desde Francia, el hombre jura aplicar una versión exagerada del ojo por ojo, de modo que apunta al protagonista y a todos los suyos. Tiene todo un ejército en estado de alerta. Y la oportunidad se presenta cuando los tres Mills -el que para ellos es el enemigo número uno, la chica que se salvó de ser entregada a una red de prostitución y su mamá, ex esposa del protagonista, pero convenientemente libre de compromisos- se encuentran paseando por Turquía, lo que permite que Besson y compañía introduzcan la única y atractiva novedad; los escenarios de Estambul, donde transcurre todo el cuento. Allá van pues los temibles mafiosos, armados hasta los dientes, sin percatarse de que deberán vérselas otra vez con esa especie de superhombre sin capa, su inteligencia infinita y sus dos bellas pero bravas lugartenientes. El mínimo de historia y el máximo de acción, como esperan los más incondicionales fanáticos del género, a los que poco les importa que les estén contando por segunda vez la misma poco creíble aventura siempre que sea a velocidad de videoclip y con sobredosis de enfrentamientos, tiroteos, explosiones, proezas inimaginables y mucha adrenalina.
Potencia expresiva y esplendor visual Desde el comienzo, Los salvajes se revela como una especie de OVNI cinematográfico, y no sólo por el rigor de su concepcion formal, por su potencia expresiva y poética, y por su rara mezcla de crueldad y ternura, de humanidad y brutalidad, de serenidad y de violencia, sino también por el riesgo que asume al partir de lo que parece una historia de jóvenes marginales expulsados del cuadro social para ir entrando cada vez más en un espacio mítico y arribar a una desesperanzada reflexión existencial. No por muy citada, la referencia al western deja de ser válida. La simple historia empieza con la fuga de cinco adolescentes (cuatro muchachos y una chica) de un instituto correccional donde conviven huérfanos y delincuentes. En el camino hacia la libertad dejan dos muertes. Habrá más, casi siempre gratuitas (en algún momento hasta el propio responsable de ellas reconocerá que ignora por qué apretó el gatillo). Pero lo que logran es una libertad precaria: deberán perderse en la naturaleza para evitar ser recapturados. Como una especie de tribu salvaje de los tiempos modernos con sus piercings y sus tatuajes como señales de reconocimiento, los cinco deberán andar día y noche atravesando llanos, sierras, arroyos y bosques, en busca de un refugio improbable a muchos kilómetros de la ciudad. Pero es un horizonte que siempre está un poco más lejos, y ellos parecen saberlo: nunca habrá espacio que los albergue; iletrados, primitivos, no tienen nada que perder y nada que ganar: apenas, subsistir con lo que la naturaleza les proporciona: animales para cazar, el agua fresca de las cascadas y lagunas para beber, bañarse, retozar o hacer el amor. Tiempo sobra. También para pelear entre ellos, para echarse a disfrutar del olvido con la droga y la cola de contacto o para robar en algún rancho, pobre vestigio de un poblado desaparecido. Durante la aventura, el grupo irá desmembrándose. El líder inicial, Gaucho -macho alfa del pequeño grupo- será el primero en caer (la ceremonia fúnebre improvisada por sus compañeros dará origen a una de las muchas escenas memorables del film) y su lugar ocupado por otro, con lo que la película irá cambiando de puntos de vista, mientras un tercer personaje -el silencioso Simón, el más joven del grupo y el único que parece candidato a la salvación- cobra mayor peso a medida que la historia avanza hacia un final con connotaciones místicas. Fadel desarrolla su cautivante y áspero poema sin interferir ni juzgar el comportamiento de los muchachos, que han ido aprendiendo un poco del amor y del compañerismo, y han inventado sus propios ritos. Si algo despunta de la ambiciosa propuesta del realizador -más allá de la extraordinaria potencia y la belleza de su lenguaje visual, sustentada en la fotografía de Julián Apezteguía- es un examen antropológico de las relaciones humanas tal como se manifiestan en su estado primitivo, pero el film evita cualquier comentario social y sólo en contadas ocasiones incluye algún simbolismo explícito. Lo que no impide que Los salvajes sea una joya rara y su director, toda una revelación.
No la salva ni Jennifer Lawrence Cuando una historia comienza con la mudanza de los protagonistas a un nuevo hogar (sobre todo si se trata de una casa en el bosque), ya puede maliciarse que han hecho la elección equivocada y que de ahora en adelante el film se encargará de demostrar por qué. Podrá ser un vecindario hostil, un espíritu juguetón y perverso escondido en el altillo o en el sótano, algún psicópata disimulado entre los pobladores de la comarca, un hecho macabro conservado en la memoria de las paredes o una vieja maldición que vuelve a manifestarse para sembrar el desconcierto, el temor o el terror de los nuevos ocupantes. "Aquí podremos ser felices", se ilusionan los recién llegados. En este caso, Elissa, una linda adolescente de secundaria con aspiraciones de cantautora (Jennifer Lawrence), y su sobreprotectora mamá (Elisabeth Shue). De dónde van a provenir los sobresaltos (si los hay) ya lo sugieren el título de la película y el prólogo: una breve y vertiginosa secuencia en la que otra adolescente desquiciada del tipo clásico (pelo largo cubriéndole casi toda la cara) asesina en pleno ataque de furia a sus padres. Tras la tragedia, que por supuesto tiene por escenario la casa de al lado, la chica desaparece. No es un antecedente muy agradable, pero ha servido para abaratar los alquileres de las propiedades vecinas y ponerlos al alcance de madre e hija. La primera sorpresa viene al descubrir que la casa en cuestión no está vacía. Allí vive un muchacho solitario y silencioso al que sus congéneres apenas toleran: es Ryan, el hermano de la parricida, que estuvo ausente en la época del doble asesinato y ahora ha vuelto a hacerse cargo de la propiedad. Casi todos aconsejan mantener distancia de un tipo tan raro y marginal, pero Elissa, que tiene cierta tendencia samaritana, lo conoce por azar y lo encuentra "dulce y triste". La relación que entabla con él y hasta cuenta con un acotado consentimiento de su madre avanza a paso tan lento como el propio relato, que a esta altura parece más una melodramática historia de adolescentes que un film de horror. Y todo sigue así hasta que ella empieza a descubrir los secretos que esconden el manso Ryan y la casa misma. Entonces viene la acumulación de giros sorpresivos que el guionista David Locka encadena casi con la misma torpeza que muestra al estructurar el relato, mientras el director Mark Tonderai, que ofrece algunos esporádicos aciertos estilísticos, se olvida del suspenso, recurre a una atronadora banda sonora para producir los sobresaltos que deberían provenir de la acción y permite que el relato se precipite en un desorden en el que sobran interrogantes y se amontonan los datos inverosímiles. La casa de al lado quiere ser algo más que un film que asuste al público. Tal vez por eso recurra a las fuentes más diversas -de Psicosis a El coleccionista - en su afán por alcanzar el terror psicológico, sin lograrlo. En todo caso termina dependiendo de los esfuerzos por dotar de algún espesor a su personaje de Jennifer Lawrence, sin duda una de las actrices más talentosas de su generación (uno se pregunta por qué a veces parece tan mal asesorada), y, en cierta medida, también de Max Thieriot, que hace lo que puede con el suyo. Pero no hay creatividad actoral que pueda disimular un guión tan torpe. Que lo digan, si no, Naomi Watts, Rachel Weisz y Daniel Craig, que pasaron por una experiencia parecida en Detrás de las paredes.
Mucho más que un médico rural Dicen que él prefería ser considerado apenas un médico rural. Por cierto lo fue y de los más apasionadamente entregados a la tarea. Pero la extraordinaria trayectoria vital del doctor Esteban Maradona, la aún más extraordinaria obra que desarrolló, las múltiples facetas de su personalidad, sus variados talentos y, sobre todo, su estatura moral exceden largamente cualquier encasillamiento. Compleja tarea, pues, la emprendida por Martín Serra al intentar resumir en un film el retrato de cuerpo entero y la historia de este verdadero prócer civil que rehuyó hasta donde pudo la notoriedad, así como había rehuido siempre honras y privilegios. Para concretar tamaña empresa, hizo falta investigar, viajar a Rosario donde Maradona pasó en familia los últimos años de su vida (murió allí en 1995, a los 99 años), y por supuesto, a Estanislao del Campo, el pueblito formoseño donde trabajó durante 51 años y donde se registraron algunas de las entrevistas con amigos y pacientes, con historiadores y otros profesionales conocedores de su obra y en especial con las comunidades aborígenes a las que prestó su atención y con las que aprendió muchos secretos de la naturaleza (por algo habla de "la universidad de los indios"). Hubo además, que reunir el material audiovisual existente (escaso, pero valiosísimo como que incluye, por ejemplo, la voz grabada del protagonista en una suerte de reportaje realizado en familia donde cuenta sucintamente su historia hasta las imágenes recopiladas del recordado ciclo Historias de la Argentina secreta, con un Maradona ya en los años altos o las que ilustran sobre el ambiente en que vivió: un modestítimo rancho sin luz eléctrica ni otros servicios, donde volcaba el resultado de sus observaciones sobre flora y fauna de la región con su letra pequeña y clara y sus preciosos dibujos. Varios de los libros que dejó no han sido aún editados. Por supuesto, el gran atractivo del film viene de la singular personalidad de este personaje de leyenda que se crió en el campo santafecino, se recibió de médico en Buenos Aires, decidió volver al interior para ejercer la profesión y, tras la revolución del 30, partió rumbo al Paraguay, donde ya mostró el espíritu solidario que lo animaba al alistarse como médico en la Guerra del Chaco (allí atendió también a los heridos bolivianos). Volvía a Buenos Aires cuando el tren en que viajaba se detuvo en el paraje formoseño, donde una parturienta necesitaba urgente atención. Él respondió al llamado, salvó a madre e hija y allí se quedó para siempre. La construcción del documental evita la dispersión, no descuida la emoción y da cabal idea de la grandeza de este héroe secreto y ejemplar.
Drogas, violencia y prejuicios Oliver Stone deja temporariamente de revisar con ánimo crítico la historia reciente de su país, los personajes políticos que la han protagonizado, las guerras, el mundo de las finanzas o el del deporte, para meterse en territorio de la pulp fiction y dedicar largos 130 minutos a desarrollar una feroz guerra entre traficantes de droga que se disputan el dominio del mercado en la zona de la frontera mexicano-norteamericana. Es decir que este Stone está lejos del de J.F.K., Pelotón o Wall Street y cerca del de U-Turn, camino sin retorno o Asesinos por naturaleza , lo que significa que sobrarán exageración, trazos gruesos, clichés, trampas, escenas de fuerte impacto y violencia de toda especie. Todo alternado, por cierto, con ocasionales tramos en los que el veterano realizador hará algún alarde de sus recursos formales. Nadie esperará, tratándose de Stone, que haya espacio para las sutilezas. Tampoco para la ironía. Y eso se confirma ya en el comienzo del film, cuando tras un ominoso video sobre perversos enmascarados y aterrados rehenes, una bella rubia se ocupa de anticipar algunos datos de la historia que vendrá ("una de esas en que todas las cosas se descontrolan") no sin advertir que el hecho de que ella esté contándola no significa que vaya a estar viva cuando concluya. LA HIPOTENUSA La chica se hace llamar O y es la hipotenusa del curioso y feliz triángulo amoroso que conforma con dos jóvenes, amigos inseparables, que se han enriquecido en la moderna industria de la marihuana. Por eso los tres viven en un paraíso californiano bronceándose al sol, tomando copas, drogándose, compartiendo sexo y diversión, y vigilando el continuo perfeccionamiento de su producto. Bien distinto es el panorama entre sus rivales de un cartel mexicano que presiona cada vez más para apoderarse de la floreciente pequeña empresa, hasta que las continuas negativas de los emprendedores del Norte los llevan a adoptar métodos más drásticos, secuestro y tortura incluidos. Y el blanco es O. Ya se sabe que sus muchachos, que incluso derivan ganancias para actividades humanitarias en el Africa, harán lo imposible por recuperarla. Tienen con qué. Son largos minutos de la guerra más encarnizada en la que, por supuesto, los salvajes del título -los latinos- harán honor al calificativo, con Benicio del Toro y Salma Hayek a la cabeza. Todos los estereotipos valen para Stone, aunque a esa mirada prejuiciosa y discriminadora (que quizás intenta equilibrar con las bajezas del agente de la DEA animado por Travolta), todavía agrega otro error imperdonable con un giro final que equivale -como suele decirse- a dispararse un tiro en el pie.
Para aprender a mirar La idea original de este film inclasificable e hipnótico procede de una curiosidad que todos tuvimos alguna vez y que un personaje pone en palabras: ¿qué encontraríamos si caváramos un pozo que atravesara el planeta entero y saliera en el lugar diametralmente opuesto al que ocupamos? Eso que ahora llamamos antípoda y en la imaginación infantil estaba poblado por gente que inexplicablemente vivía cabeza abajo sin caerse. Lo más probable, algún lugar en el medio de un océano, dada la conformación de la Tierra. El gran documentalista ruso Victor Kossakovsky llegó a la misma conclusión, pero -quizás a la vista de un mundo en el que cada vez cuesta más imaginar puntos de vista y modos de mirar opuestos a los propios- se empeñó en encontrar algunos pares de antípodas posibles para salir a captar en cada uno de ellos con su cámara pacientemente contemplativa y siempre alerta para sorprender detalles significativos en el espectáculo de la naturaleza y en la cotidianidad de los seres humanos, similitudes y disonancias, paralelismos y diferencias. De paisajes, de climas, de modos de vida. La búsqueda lo llevó a un apacible y silencioso paraje entrerriano donde un par de campesinos intercambian sus ingenuas y sabias reflexiones mientras atienden el puentecito que les da el exiguo sustento y poco antes de que llegue la noche, cuando dejarán que los chinos (su antípoda es la populosa Shanghai, aunque ellos no dan tamañas precisiones) se encarguen del planeta ahora que para los que están del otro lado el día recién va a comenzar. Después, será la hora del pastor solitario, los gatos, el majestuoso vuelo del cóndor y la esquila de las ovejas en el sur chileno, y enseguida, una madre y su hija en otras montañas, las del paisaje siberiano, donde las clarísimas aguas del lago Baikal resplandecen como una alucinación. Más tarde, las rocas cubiertas de líquenes en Miraflores, España, registrarán el ir y venir de insectos y lagartijas y contrastarán con la abierta playa en Castle Point, Nueva Zelanda, donde unos cuantos hombres lidian con una enorme ballena que ha quedado varada, y por fin, un volcán hawaiano en plena actividad dibujará con el blando descenso de la negra lava todavía ardiente una textura parecida a la de la piel de los enormes elefantes que en Botswana se refrescan en el agua cerca de leones y jirafas bajo la calma mirada de una mujer y la no tan calma de su pequeño hijo. Hay pocas palabras, ningún relato en off; sólo la música -a veces apropiadísima, a veces tentada de grandilocuencia- acompaña este expresivo y abarcador panorama cuyas imágenes atrapan e hipnotizan tanto por su belleza visual como por la cadencia que Kossakovsky imprime al montaje y el carácter contemplativo que domina el film e invita por sí mismo a la reflexión. Lejos estamos de los documentales descriptivos y didácticos de la televisión. Es más: éste es un programa poco recomendable para quienes busquen algo parecido. ¡Vivan las antípodas! está más próximo al ensayo poético: confía en la elocuencia de sus maravillosos planos (algunos tan subyugantes como los del volcán o los del cóndor en vuelo); elude cualquier mensaje ecologista; no los necesita, como tampoco necesita subrayar hasta dónde el ámbito influye en la conducta humana, ni las coincidencias o diversidades culturales o sociales que se infieren naturalmente de lo que muestra. Ahí, en lo que muestra -más todavía que en el fluir musical del relato y que en el prodigio de su realización o la belleza constante del espectáculo-, reside el valor de esta obra inusual que mira y al mismo tiempo enseña a mirar.