El nombre de caiçara, una palabra de origen tupí, se aplica en general a los habitantes del litoral brasileño que vivían de la pesca, y en particular designa a las comunidades de la región sur y sudeste que se formaron desde la colonización como resultado de la mezcla de aborígenes y descendientes de portugueses y de africanos. Los hombres que cantan del título son caiçaras, pero su música no es, como podría presumirse, de raíz folklórica, sino sambas, choros, forrós. Su particularidad consiste en que se trata de músicos vocacionales que inventan sus propias canciones sin escribir partitura alguna, poetas populares que le cantan a la naturaleza, traducen sus sentimientos o comentan, a veces en ingenuo tono crítico, las circunstancias de la vida diaria. Este modesto documental que Francisco D'Intino rodó en Ilhabela, en el litoral paulista brasileño y fue concebido como homenaje a los músicos de América latina se propone dejar un testimonio del trabajo de esos creadores y lo hace tomando como eje a Benedito Izidro de Jesus, llamado Felinho Camarão (1925-1988), inspirado compositor de más de trescientos títulos entre varios tipos de sambas, emboladas y marchinhas de carnaval (un "volcán de creatividad", lo definen) y de quien se conservan algunas piezas, incluida "Vem pequeninho da ilha de São Sebastião", considerado el primer samba caiçara. Son sus colegas, familiares o amigos quienes lo evocan y muestran sus propias habilidades musicales mientras se esboza una ligera evocación de los cambios sufridos en la isla y se describe alguna representación folklórica como la Congada, dos días de cantos y bailes heredados de la tradición africana y celebrados en mayo con la participación de otras comunidades caiçaras de islas cercanas. La música simple de estos creadores tiene el encanto de la genuina expresión popular sin afeites, pero es difícil descubrir en ella algún rasgo distintivo de una cultura que el film ve amenazada por la globalización. La belleza de los paisajes es bien aprovechada por la fotografía.
Cerca del final de Un año más , en otra muestra más de su dominio de la dinámica dramática, Mike Leigh propone una escena de franca violencia que irrumpe en medio de una gris tarde de funeral y con ella pone al descubierto, al mismo tiempo que las libera, todas las tensiones y ansiedades experimentadas por los personajes que hasta ese momento habían permanecido amortiguadas pero latentes bajo la superficie. El espectador lo vive con similar intensidad, resultado seguramente de la singular metodología de Leigh. Como se sabe, el gran cineasta de Secretos y mentiras y Topsy Turvy construye sus guiones sobre la demorada exploración que hace con sus actores a partir de ciertas pautas generales, una búsqueda de la que resulta no sólo el espesor que gana cada uno de los personajes y su verdad interior sino una interacción que determina la propia estructura dramática del film y le confiere su incontrastable humanidad. Tras la risueña y optimista La felicidad trae suerte, la mirada ha cambiado bruscamente a esta Un año más , cuyo tono queda claramente establecido desde la primera escena: la admirable Imelda Staunton, con la infelicidad y el desaliento pintados en el rostro, está en consulta con una asistente del servicio de salud: padece de insomnio y busca remedio en algún fármaco aunque probablemente sabe que su estado depresivo -o más que eso, su malestar existencial- no se cura con drogas. Ese momento, maravilllosamente interpretado como el film todo, basta también para conocer a Gerri, la mujer felizmente casada con un geólogo; son gente madura y serena a cuyo alrededor gira una ronda de amigos o familiares víctimas de la misma amarga desazón. Con su esfuerzo, Gerri y Tom han escalado posiciones desde un origen modesto; ahora viven en paz y armonía, sin apremios económicos ni opulencias, tienen trabajos que los satisfacen y encuentran placer en el cultivo de su pedacito de terreno. Una vida relajada que les da margen para escuchar al prójimo, sea éste un viejo compañero de Tom, que encuentra en el alcohol un paliativo para su soledad, o Mary, una compañera de trabajo de Gerri que también aplica la misma receta para combatir su constante crisis después de varias relaciones fracasadas. Si Un año más es la respuesta a La felicidad trae suerte , Mary, personaje complejo que Lesley Manville mantiene siempre próximo al desborde sin caer nunca en él, es la contracara de Poppy, la maestra jardinera que en el film anterior resultaba casi exasperante con sus lecciones de optimismo. Crisis de la mediana edad De a poco, Mary va ocupando un lugar destacado en el relato, que Leigh ha dividido en cuatro partes según las estaciones del año. Es el personaje que pide atención en medio de un devenir de acontecimientos aparentemente banales; sus cruces con Ken, el viejo amigo reaparecido; con Joe, el hijo de la pareja, o con Ronnie, el abatido hermano de Tom, ponen en marcha situaciones que enriquecen el juego dramático y el retrato colectivo de esta crisis de la mediana edad, de la que quizá no escapan tampoco los protagonistas. Observador agudísimo de los comportamientos, Leigh percibe como al pasar algunas miradas cómplices entre ellos en las que acaso pueda verse que su humana y cálida comprensión de los males ajenos anida incluye cierto sentimiento de autosatisfacción. Como en todos los films del gran realizador inglés, donde nada está puesto al azar, los actores-coautores consiguen el prodigio de hacer de personajes de ficción seres vivos cuya humanidad nos compromete tanto como para que sus sombras perduren en nuestro ánimo mucho más allá de las ilusorias dos horas que hemos convivido con ellos en una sala a oscuras..
El ambiente es el de la alta burguesía de Milán, una riquísima familia de empaque aristocrático que vive entre lujos, ocios, secretos e hipocresías en el cerrado clima de su villa, severa e imponente. Es el ordenado mundo de los Recchi y está en el momento en que el patriarca -lo imponen tanto su edad como la nueva problemática fruto de la globalización- debe legar el comando de su poderosa industria textil, y con él, el de la dinastía. Hay algo de asfixiante en ese orden que traducen sus conductas y en ceremonias y rituales donde cada uno ocupa el lugar (y la porción de poder) que le ha sido asignado. Incluso la única extraña: Emma, la dama rusa de misterioso pasado que, como esposa del principal heredero, ha sabido integrarse y cumplir sus obligaciones de madre con dulce dedicación, como revela la cordial y franca relación que tiene con dos de sus tres hijos y el afán de independencia que comparte con ellos. Elisabetta le confía su condición homosexual; Edoardo Jr. tiene su proyecto propio: abrir un restaurante con su amigo Antonio, excelente cocinero. Y será este otro extraño el que anime en Emma la voluntad de liberarse, de iniciar, por fin, una vida propia. El ambicioso proyecto de Luca Guadagnini apunta a modernizar el melodrama familiar, con Visconti en la mira cuando se trata de pintar el refinamiento, los silenciados conflictos y los signos de la decadencia de la clase más privilegiada, y pensando en Hitchcock o quizá también en Douglas Sirk cuando busca subrayar la arrolladora potencia de la pasión. Aunque por cierto El amante no alcanza el rigor y el equilibrio de uno ni la intensidad dramática de los otros dos. Guadagnini, cuyo talento se manifiesta en distintos aspectos -la creación de atmósferas procede tanto de la concertación de elementos visuales y sonoros como de un guión que prefiere la acción a las palabras y de una notable conducción de actores-, está aún en busca de una voz personal. De ahí que alterne soluciones formales que hablan de su sensibilidad (la atracción de Emma hacia Antonio sugerida en la escena en que ella prueba su comida) con otras que resultan demasiado elaboradas o artificiosas (las imágenes que se alternan con la visión fragmentaria de sus cuerpos en el encuentro erótico). De ahí también que algunos detalles subrayados por pinceladas impresionistas, o por la música de John Adams, y algunos preciosismos de la cámara de Yorick Le Saux terminen distrayendo más de una vez en lugar de contribuir a iluminar el estado interior de los personajes: en ese sentido su film se aproxima a un ejercicio de estilo. Puesto que más allá del retrato de familia, El amante es básicamente la historia de una emancipación: Tilda Swinton está en el centro del relato y es su principal sostén en lo interpretativo. Su Emma (no debe de ser casual la reminiscencia de Flaubert) lo dice todo con su presencia, con sus movimientos serenos, con la increíble expresividad de sus ojos. Es puro magnetismo, lo mejor de un elenco admirable en que todos se lucen por igual.
Para el turista, el cartel que aparece al costado de la ruta indica el lugar donde se encuentran las ruinas de una de las principales ciudades-fortalezas prehispánicas del noroeste argentino: Quilmes. Para los pobladores de Los Chañares y de otros tantos caseríos de la zona de los Valles Calchaquíes en el oeste de Tucumán, es el Fuerte Viejo, allí donde sus antepasados opusieron a los conquistadores una valerosa resistencia que se prolongó por más de un siglo hasta que fueron doblegados en 1666, confinados en reducciones y posteriormente llevados a otros lugares del país, especialmente a Buenos Aires. Ellos, integrantes de la nación diaguita, se proclaman sus legítimos herederos y reivindican su derecho sobre esa ciudad sagrada (alguna vez, privatizada para la explotación turística) y sobre los territorios en los que se desarrolló su cultura, pero también luchan día tras día para sobrevivir en una zona donde suele faltar agua para los cultivos; para conservar sus tradiciones, sus saberes y sus ritos, y para evitar la emigración de sus hijos. Hace casi cuatro décadas, un grupo de esos campesinos fundó un centro vecinal con el que sentaron las bases de lo que desde 1996 es la Comunidad India Quilmes, institución que no sólo lleva adelante los reclamos, sino que también coordina y promueve acciones para cumplir con los objetivos ya mencionados y para mejorar las condiciones de vida de los pobladores. De todo esto, y por las voces de sus protagonistas, habla Ceremonias de barro, con lenguaje claro y apreciable cuidado formal. Entre aquellos fundadores está don Candelario Gerónimo, que ya está por "ochentear", según dice, y cuya historia ocupa la primera parte. El film descarta cualquier pintoresquismo tanto cuando las imágenes captan la imponente belleza natural como cuando apunta al retrato humano (el de don Candelario y el de otros muchos miembros, algunos de ellos jóvenes, de la comunidad), o cuando se describen las ceremonias, como la fiesta de la Señalada o el homenaje a la Pachamama. La mirada de Di Giusto es siempre cálida y respetuosa. Su film incluye tramos de especial interés, como la descripción del trabajo artesanal (tejido, tallado) o la secuencia que informa sobre la marcha del proyecto para paliar el problema del riego, para el que llevan agua de vertientes que están a más de 15 kilómetros, lo que incluye alguna reunión en que se plantean divergencias, pero también se observa en la práctica el alto valor que ellos le confieren a la idea de comunidad.
¿Diferente de quién? parece haber tomado su inspiración de una polémica canción presentada en San Remo 2009, donde a grandes rasgos se contaba la historia de un gay "salvado" por el amor de una mujer y se sugería la peregrina hipótesis de que nadie nace gay y que la homosexualidad constituye apenas una fase pasajera en la vida de una persona, fruto de una desdichada combinación de circunstancias familiares e influencias del ambiente. Aunque emplea casi el mismo punto de partida, para prolongar la historia hasta derivar en un triángulo amoroso sui géneris, el film no busca tanto ironizar sobre los prejuicios en torno del tema, sino valerse de ellos con fines humorísticos. Como el ingenio no abunda tanto como los lugares comunes y al director Carteni parece no haberle alcanzado con aprender el oficio al lado de Daniele Luchetti, Pupi Avati o Giuseppe Tornatore, la comedia resulta bastante plana, se ve afectada por un ritmo cansino y rara vez acierta con el tono chispeante y burlón que pedía la anécdota. A Piero, ni su condición de gay ni su pública relación con el tolerante Remo (con quien lleva catorce años como feliz pareja) le han impedido hacer carrera como político en una cierta Unión Democrática en la que conviven corrientes de izquierda con otras centristas, ni contar con su propio padre en las filas de sus seguidores. Es un símbolo de la lucha por los derechos de sus pares, si bien todavía no cuenta con el respaldo suficiente para presentarse como candidato a alcalde de su ciudad (presuntamente, Trieste). Pero por esas cosas de la política y del azar, termina siéndolo y con una bella y formal aspirante a vicealcalde, su rival, cuyas posiciones más conservadoras el partido ha juzgado ideales para equilibrar la fórmula. Como puede suponerse, Piero y Adele se llevan como perro y gato. Por lo menos, hasta que establecen una tregua, cambian posiciones (ella defenderá a los gays; él se ocupará de familia, salud y educación) y empiezan a conocerse de verdad. Lo que viene es fácil de imaginar, aunque el amor -irreprimible como se presenta- trae en este caso novedosos enredos. Hay un galán que no quiere abandonar a su marido, un tercero en discordia, unos cuantos contratiempos en la campaña y alguna sorpresa que complica todavía más las cosas. El libro de Fabio Bonifacci no supo sacar provecho de una idea que daba para más. Y poco ayudó una dirección que titubea en busca del ritmo y el tono más apropiados. A veces, vienen en su ayuda los actores: la sugestiva Claudia Gerini, la que más se aproxima al estilo alocado y un poco farsesco que precisaba el film; Luca Argentero, ex chico lindo de Gran Hermano , que confirma sus condiciones para la comedia, y el siempre eficaz Filippo Nigro ( La ventana de enfrente ). Pero no alcanza.
Los nombres famosos no suponen una garantía. En todo caso, aquí lo único que aseguran es que Julia Roberts mostrará seguido la luminosa sonrisa que es su marca registrada y que Tom Hanks volverá a ser el tipo común, confiable y sin malicia que suele ganarse la adhesión del público. (No incluiremos un presunto tercer nombre famoso -el de Nia Vardalos, colibretista con Hanks- porque desde Mi gran casamiento griego , que tampoco era, seamos justos, un derroche de imaginación, no ha vuelto a hacer nada que valga la pena.) Pero no se logra un buen film sólo con un par de estrellas cotizadas y carismáticas ni con la buena intención de rescatar a la comedia de la vulgaridad que la ha invadido ni con la no menos loable de combatir el escepticismo de estas épocas de crisis apocalípticas y horizontes cada vez más oscuros. No. Y mucho menos si el mensaje esperanzador viene montado en una historia tan endeble como la de esta película, que debe de ser uno de los mayores tropezones que ha sufrido Hanks en toda su carrera. Con protagonistas que son apenas esbozos, una historia que está tan lejos de la realidad como de la fábula y que por la ausencia absoluta de conflicto deja de interesar a poco de iniciarse y una serie de personajes secundarios puestos de relleno con la vana pretensión de intercalar alguna chispa de humor o de vivacidad, Larry Crowne resulta casi un enigma. Es un film inexplicable, salvo que se interprete que Tom Hanks (productor, coguionista, director y protagonista) quiso hacer de él una especie de curso ilustrado destinado a quienes carecen de la fuerza necesaria para comprender que todos los días, no importa lo que haya pasado, existe la posibilidad de iniciar una nueva vida, siempre que la tarea se emprenda con fe y convicción. El éxito, como en las charlas de los pastores mediáticos, viene por añadidura. El ejemplo es Larry, el cincuentón que es despedido del supermercado en el que trabajó desde que abandonó las ollas y los cucharones que le había confiado la marina y ahora se encuentra con una deuda que no puede pagar, unas pocas cosas para vender y un futuro incierto. Sólo que él, gracias a su buena onda, a un espíritu inquebrantable que lo lleva a ingresar en la universidad y a un libreto que podríamos calificar de generoso, encuentra respuesta a todos los problemas, incluida su vida sentimental, que para eso está Julia Roberts al frente de una cátedra bastante improbable. También hay un cómico profesor de economía (lo único gracioso) y una jovencita que lo rejuvenece cortándole el pelo, cambiándole el vestuario e incorporándolo a un ejército juvenil que anda en motoneta de acá para allá. Ahora ya está listo para vivir su nueva vida y disfrutar. Cuestión de onda: he ahí la lección.
Empleadas y patrones no pretende desarrollar un estudio sociológico sobre la diferencia de clases en Panamá ni examinar a fondo la variedad y complejidad de una relación tan peculiar como la que se establece entre las empleadas domésticas y los dueños de casa que las contratan. Lo que se propone, no tanto registrando escenas reales ilustrativas de esa relación sino recogiendo los puntos de vista de unas y otros en una sucesión de entrevistas (registradas necesariamente por separado para que cada uno pudiese expresarse con entera libertad), es exponer algunos de los rasgos que caracterizan esta relación asimétrica, en la que se revelan el prejuicio y las diferencias sociales, económicas y culturales. Sobre todo está la contradicción. La de empleada y empleador es, en este caso, una relación demasiado próxima y, al mismo tiempo, demasiado distante. La mucama, la niñera y la cocinera que se reparten las tareas de la casa conviven con sus jefes en sus casas lujosas, lavan y planchan sus ropas, preparan su comida, atienden a sus hijos, están ahí cuando ellos enferman o cuando están de fiesta. Conocen quiénes son y están al tanto de lo que les pasa. Sin embargo, en buena parte de los casos, y aun en aquellos en que el vínculo se ha prolongado por décadas, hay silencio entre ellos. La barrera de la diferencia impide el diálogo. Lo ilustra cabalmente el caso de la señora extranjera que se incluye sobre el final. Ella no puede dar un paso sin la ayuda de la asistente, a quien considera como de la familia, aunque es muy poco lo que sabe de su vida personal, pero cuando llega la noche una come en el comedor; la otra, en la cocina. Es uno de los momentos en que el film abandona el formato del relato a cámara y sale a recoger otras perspectivas. En una informal reunión de empleadas en un parque donde intercambian experiencias vividas en su trabajo; en el tramo que ilustra sobre las creencias religiosas de las trabajadoras; en el seminario casi surrealista donde se insiste, nada ingenuamente, en que "servir a los demás es uno de los privilegios que tiene el ser humano"; en los veloces pantallazos que en el comienzo resumen entrevistas de trabajo. A Benaim se le ocurrió este documental cuando, en busca de material para un film sobre su familia, entrevistó al personal doméstico que había trabajado en su casa y se asombró del cariño con que los recordaban a él y a los suyos. Por eso, quiso hacer hincapié en los lazos afectivos que suelen nacer de una larga convivencia. Tal asunto es el que ocupa casi toda la parte final de la película y aporta un leve tono emotivo a un relato que en general, aunque no omita experiencias dramáticas, busca el enfoque irónico y ligero. En ese sentido ayudan el montaje de Carlos Revelo y Fernando Vega y la música de Pedro Onetto.
Como Steven Spielberg, productor de la película y destinatario evidente del homenaje que concibió J. J. Abrams, los protagonistas de Súper 8 manifiestan desde temprano su amor por el cine. Son media docena de preadolescentes de un tranquilo pueblito de Ohio que piensan invertir íntegramente su temporada de vacaciones en la filmación de un cortometraje sobre zombis para llegar a tiempo de inscribirlo en un festival. Comandado por el gordito Charles (Riley Griffiths), el equipo entero está en pleno ajetreo de preproducción. Incluso Joe, que hace cuatro meses perdió a su madre en un accidente de trabajo y encuentra en la preparación de los trucos y los maquillajes una labor que lo rescata de su abatimiento. Se filmará de noche en una abandonada estación de tren y al grupo de camaradas se sumará, como protagonista femenina, Alice, la más linda de la clase, que los dejó boquiabiertos en su primera prueba de casting y acaso también aceleró el corazón de algunos. Ambiente de pequeña comunidad provinciana, ingenuidad, nostalgia, compañerismo juvenil, algún monstruo de fantasía, el despertar amoroso, el espíritu de aventura? Para que el homenaje a Spielberg sea completo sólo falta que algún peligro real agregue el nervio del thriller, y quizá también algún alien . Todo esto no tardará en llegar, aunque Abrams, con buen criterio, concede bastante tiempo al espectador para familiarizarse con los personajes y tender algún vínculo afectivo con ellos, tanto como para que cuando comience el gran espectáculo la platea comprometa alguna emoción y no viva sólo el impacto de otro festival de efectos especiales. De la historia familiar el film salta a la ciencia ficción en un par de giros la noche misma en que los chicos inician el rodaje de El caso , que así se llama su (presumiblemente) ópera prima. Contra todos los pronósticos, un tren aparece a toda velocidad por el ramal inactivo junto al cual están filmando. Con la rapidez de reflejos de un camarógrafo de noticiero, Charles ve la oportunidad de sumar recursos a su modesta producción y hace repetir la escena a los gritos y con el sonido y el fondo del tren que pasa vertiginosamente. En seguida, la loca carrera del convoy termina en un accidente espectacular unos metros más allá de la estación, y a partir de la catástrofe toda clase de extraños episodios y misteriosas desapariciones empiezan a producirse en el pueblo. Parece que la carga que transportaba el tren y fue liberada en el choque no era del todo inocua. Los adultos se movilizan y también intervienen la policía y la fuerza aérea. El caso -no el de la ficción de los zombis sino este caso real- es de verdad grave. Pero como buenos adolescentes ante la posibilidad de vivir una aventura, los chicos, que tienen sus motivos para estar más que asustados, se ponen a investigar por cuenta propia. Es natural: ya es hora de que el homenaje de Abrams aluda a Encuentros cercanos del tercer tipo y ET, el extraterrestre . Probablemente esta segunda mitad del film entregue menos de lo que prometía la primera, apuntalada por el trabajo de los jóvenes actores (en especial Elle Fanning y Joel Courtney), pero de todos modos el entretenimiento está asegurado. Conviene subrayar que esta vez no es aconsejable retirarse antes de que hayan pasado los créditos del final.
La actuación de Juliette Binoche descuella en un luminoso film del iraní Abbas Kiarostami Abbas Kiarostami puede haber cambiado de escenario, -la Toscana en lugar de Irán-; de lengua -inglés, francés e italiano en lugar del familiar farsí-, y hasta de intérpretes -esta vez profesionales y con una estrella europea al frente-, pero sus preocupaciones son las de siempre. La condición inapresable (irrepresentable) de la vida, la aspiración de reflejarla que guía al cine, el difuso límite entre realidad y ficción y la concepción del arte como mentira para alcanzar una verdad, son algunas de ellas. Una sombra que aparece prueba la existencia del sol: él prefiere interesarse en las sombras antes que dirigir la mirada al sol enceguecedor. En las sombras, como en los reflejos o en las copias encuentra los medios para acercarse a las múltiples dimensiones de la vida. Y en este caso, para abarcar desde distintas perspectivas la fascinante introspección de una pareja (no importa tanto si ya lleva años o acaba de establecerse) sobre los distintos momentos del amor, el matrimonio, el deseo, la incomunicación, la imposibilidad de comprender (al otro, a uno mismo), y la posibilidad de renunciar a esa pretensión y aprender a vivir igualmente juntos. En Copia certificada , la reiterada discusión sobre la relación entre una obra de arte y su reproducción no es más que un pretexto para reflexionar sobre la condición humana. Un pretexto que se integra naturalmente en la trama ya que es, precisamente en la presentación de un libro sobre el tema, donde se inicia la historia del encuentro entre James Miller un escritor (el autor del libro, encarnado por el cotizado barítono británico William Shimell), y una mujer cuyo nombre no se menciona (Juliette Binoche) y que tanto puede ser su esposa como una admiradora a la caza de ejemplares firmados. Ella, francesa y dueña de una casa de antigüedades donde se ofrecen reproducciones de esculturas famosas, lo acompañará todo el día y lo conducirá hasta Lucignano, donde se conserva una célebre falsificación que durante largo tiempo fue venerada como obra de arte. Copias y originales en el arte y en la vida, así como el decisivo valor de la mirada, serán tema de conversación durante la larga secuencia del viaje en auto, una constante en Kiarostami que esta vez se desdobla en tres planos superpuestos, y también después. El juego que comienza (o termina) en medio del film y que conviene no revelar abre otros interrogantes y suma ambigüedad, pero ensancha las perspectivas de observación y en cierto sentido conduce a descubrir verdades de la pareja que trascienden la historia particular y cobran un alcance más universal. Viaje a Italia , de Rossellini, es aquí una clara referencia, pero no un modelo. El luminoso film de Kiarostami (realzado por la descollante labor de Binoche) tiene entidad propia y libera una rica variedad de contenidos y de bellezas que la mirada de cada espectador sabrá valorar.
Mascotas revoltosas en un film destinado a los más chicos No es la primera vez que Jim Carrey tiene animalitos como compañeros de elenco, pero en este caso está más cerca de las viejas comedias familiares de Disney que del ininterrumpido festival de morisquetas de Ace Ventura, detective de mascotas. El público al que se dirige es otro -por su ingenuidad puede presumirse que se trata del sector más joven de la platea infantil-; el humor, simple y directo, con bastante de disparate, mucha comedia física y no demasiado ingenio; el atractivo principal, la presencia de media docena de pingüinos trasplantados sin escalas de la Antártida a un lujoso piso de Manhattan y obligados a adaptarse a su nuevo hábitat, y el mensaje, una apelación a la unidad de la familia. Todo proviene de un clásico relato infantil que ha sido muy libremente adaptado para ponerlo al servicio de Carrey y para adjudicarles a los pingüinos una misión redentora: gracias a ellos se afirmará el vínculo entre el atareadísimo señor Popper y su familia. Porque a pesar de que toda su vida sufrió la ausencia de un padre trotamundos, ahora, cuanto más crecen sus éxitos inmobiliarios y más disminuyen sus tiempos libres, más se ha afectado la relación con los suyos, en especial con su hija, aunque cuenta con la benevolencia y la comprensión de su ex esposa, y su hijo menor es su fan incondicional. Hasta que un día recibe la noticia de la muerte de su padre y, al poco tiempo, su herencia: seis pingüinos. Justo cuando está por concretar su negocio más brillante (la compra de un restaurante tradicional) y con él, el ingreso como socio en la firma para la que trabaja. Popper está tironeado. Por un lado los chicos, que entusiasmados con las nuevas mascotas conviven con él con mayor frecuencia; por otro, la dueña del restaurante, una dama que pone demasiadas condiciones para conceder la venta. (Una subtrama que parece inventada para que Angela Lansbury demuestre que a los 85 sigue siendo la misma gran comediante de siempre). Y en el medio los pingüinos, que trastornan la vida en casa, aunque suelen entretenerse mirando films de Carlitos Chaplin en TV, y cuando salen son capaces de convertir la rampa del museo Guggenheim en un gigantesco tobogán. No es mucho, como tampoco es mucho el ingenio que ha aportado el trío de adaptadores. Pero Carrey grazna, patina, hace algunas morisquetas e imita a James Stewart, y los huéspedes antárticos, que por suerte no hablan, divierten a los más chiquitos. A ellos, más que a los fans de Carrey, está destinado este modesto entretenimiento.