Resulta una inyección de optimismo ver la película de Oliver Stone. Es que desde la perspectiva de norteamericano bien pensante y crítico de su propio país – en línea con Chomsky o con Michel Moore -, el director plantea un documental centrado en los líderes democráticos de la región latinoamericana que sostienen una política más independiente de los condicionamientos económicos de EEUU respecto a los períodos anteriores. El relato arranca con la caída del Muro de Berlín y el fin del mundo bipolar donde el capitalismo y el dominio norteamericano no encuentran ni techo ni antagonismo. En ese nuevo contexto, Al sur de la frontera ve a Latinoamérica como una nueva meca, una alternativa al modelo único en una región del mundo que mediante métodos pacíficos, lleva a cabo un proceso de transformación social y política fuera de recetas foráneas, respondiendo a las demandas de distribución de los sectores más populares. No es nueva la crítica a los EEUU en las películas de Stone. En Wall Street traza un retrato frenético del mundo de las finanzas y en JFK, Nixon o Comandante W también se adentra en los vaivenes políticos de sus altos mandatarios. Stone no anda con sutilezas: la marca ideológica en sus películas siempre es muy precisa. En Al sur de la frontera parte del desconocimiento de la sociedad yanqui sobre América del Sur, basada en la complicidad de los medios de comunicación (Fox News, CNN y otros) en la construcción de una versión endemoniada de lo latino y sus presidentes. Entre esas “noticias” queda claro en los primeros cinco minutos de película con los extractos de TV estadounidense que los periodistas confunden a la hoja de coca con cocaína y hasta con el cacao. Luego se martilla constantemente con la ya trillada idea de que Hugo Chávez - “más peligroso que Bin Laden” - y Evo Morales son “dictadores” y “antidemocráticos”. Dispuesto a seguir la saga que comienza con Looking for Fidel del 2004, Stone sigue una línea que, con la voz cantante de Venezuela, une Bolivia, Argentina de “los Kichner”, Paraguay de Lugo, Brasil de Lula y al Ecuador de Correas con el moño final de Raúl Castro que redondea 50 años de la Revolución Cubana. El realizador interpela en cámara a los siete presidentes a partir de un eje sencillo: la relación actual de esos gobiernos con EEUU y con el FMI. Así, Venezuela tiene un capítulo especial y Chávez es la piedra angular del film. En la retrospectiva, se narra el proceso llevado a cabo desde 1999, primero con el fallido golpe como parte de una fuerza armada popular, luego su triunfo en las urnas, la confrontación directa con el país del norte, el impulso luego del frustrado golpe de estado organizado por el gobierno de Bush, la nacionalización del petróleo como recurso genuino y la posición respecto a la OPEP. Todos hechos asociados y opuestos a los intereses norteamericanos, expuestos con total claridad. El segmento es acompañado por una entrevista más larga que con los demás presidentes.”Aquí está la bomba atómica”, bromea Chávez; a lo que Stone le responde “No diga eso, hombre” dando a entender lo que ya sabemos: que su país por mucho menos que una sospecha, invade a una país petrolero. La “bomba atómica” se trata de una super planta productora de harina maíz que se “exporta barato para alimentar a los pobres”. Y así, la cámara muestra a un Chávez tenaz, convincente y siempre simpático protagonizando gestos políticos y personales como el de subirse a una bicicleta en el fondo de la precaria casa de su infancia y después romperla porque no aguanta su peso. Indudablemente, Hugo Chávez es un regalo para una cámara encendida y un par de preguntas básicas. Al resto de los presidentes, se le dedica una sola jornada de filmación. Vemos a un Evo enseñándole a Stone a masticar coca o a hacer jueguito con la pelota, a Lugo habitando en la misma casa que vivió Stroesner, el torturador de su padre, y a un Lula tan alineado con Chávez cuando dice que canceló la deuda con el FMI y con el Club de Paris, como diferenciado, al señalar que no quiere tener malas relaciones con EEUU. Párrafo aparte para “los Kichner”. Una Cristina un tanto desdibujada, no logra definir un perfil atractivo. Canchera y verborrágica, uno de sus enunciados se incluye en el trailer del film: “en el nuevo proceso que estamos llevando en la región, por primera vez, los gobernantes se parecen a los gobernados”. Puede ser buena la frase enhebrada a partir de la idea de que los líderes políticos responden a demandas devenidas de movimientos sociales y políticos. Pero Cristina no la redondea y al ubicarla en la figura de Evo, restringe seriamente su significado. Mejor resulta su otra intervención cuando Stone le pregunta cuánto pares de zapatos tiene. Ella responde “A los hombre no le preguntan cuántos pantalones tienen”. Luego vemos a un Néstor aplomado, muy tranquilo hablando de sus años de presidente haciendo hincapié en lo que le interesa a Stone: la IV cumbre de las Américas en Mar del Plata enmarcada en la resonada marcha antibush. Nosotros, espectadores de esta línea de pensamiento, no hallamos novedad en lo que nos cuenta Al sur de la frontera. De todas maneras, resulta un documental atractivo que no disimula su punto de vista: un yanqui que se acerca a Latinoamérica con mirada extrañada, simple, a veces embelesado, otras completamente ajeno, nutriéndose de su fuerza, de su diversidad, de su profundidad, aunque nunca indague en sus razones ni causas.
Los dos lados de Caetano Francia cuenta la historia de Mariana - Milagros, la hija del director - una niña de doce años entre los vaivenes económicos y sentimentales de sus padres. La madre - Natalia Oreiro trabaja como mucama y el padre - Lautaro Delgado - busca empleo mientras su nueva pareja - Mónica Ayos - lo echa de su casa acusándolo de golpeador. En el retrato de esta familia escindida, el punto de giro está planteado ante la posibilidad de que el padre ocupe una habitación libre de la casa en donde vive su ex-mujer con su hija. La interpretación, por naturaleza abierta, posee al menos dos lados en esta obra de Caetano. En el lado A, Francia es un film sencillo que cuenta una historia pequeña. Las peripecias del mundo adulto (problemas de pareja, económicos, de relación en general), son tópicos habituales en el cine y su abordaje no pretende muchas novedades. La idea de un film simple es apoyada por las declaraciones del director que afirma que es "lo más sencillo que he hecho", a lo que remata luego diciendo que es una película de la que no se va a salir de la sala diciendo “me rompió la cabeza”. En este sentido, en las escenas finales, los personajes explican el nombre del film. “Francia” constituye aquel imaginario inalcanzable para personas que no deben aspirar a ser más de lo que son. Idea que se desliza hacia las pocas ambiciones que parece tener a priori la película y en los escasos – aunque efectivos – recursos de producción. El lado B es el más atractivo y arriesgado. Francia es una obra que apuesta a cierta experimentación. En esta segunda vertiente del film, subvierte los pilares de la narrativa clásica para sumergirse en el universo imaginario de Mariana. Con elementos extradiegéticos incluye con naturalidad, toques de videoclip como la traducción literal en imágenes, poemas sobreimpresos, pantallas partidas y series fotográficas. La utilización de la voz en off de la niña potencia su visión personal. Otras escenas asumen esa propuesta más ecléctica. En el contexto de la historia, marcado por la pelea de una clase social que busca no caerse y sortear las penurias económicas del día a día, vemos a Oreiro como una mucama que acumula las humillaciones de una decadente familia burguesa. A través de un largo plano-secuencia, cámara lenta y sonido sin sincro, luego de una cena fallida, afloran las tensiones de clase con recursos cercanos a Lucrecia Martel, por ahí a Géminis de Albertina Carri y hasta el memorable final de La ceremonia de Chabrol. Otra escena se da en el marco del sacrificio de ambos padres para mantener a Mariana en un colegio privado. En una reunión con las maestras quejosas por la conducta de la niña, al mejor estilo Nouvelle Vague, se tuerce el punto de vista de los personajes, focalizando en la subjetividad de Mariana, dejando en segundo plano a los adultos y reforzando la crítica a las instituciones de encierro que acostumbra trabajar Caetano. Estas situaciones, mientras se descifran las claves del microcosmos familiar, combinan estrategias narrativas contrapuestas: la clave clásica y la poco ortodoxa. Un registro aborda la acción desde un realismo crudo - bien estilo Caetano –, cronológico, casi gris y en plano fijo para contar las circunstancias que rodean a los grandes; y el otro, despliega una mirada más lúdica y fresca, un collage pop, casi experimental y poco alienado para aproximarse a la perspectiva de la niña. Felizmente, el lado B de Francia se impone. La pulsión experimental e infantil, escuela pública y ritmo 80’s de la pegadiza “Gloria”, vencen al dogma adulto y al corset mercantilista del colegio privado. El significado del título, puestos en este plano, adquiere un sentido más metafórico donde el nombre “Francia” es la configuración de un mundo interno y algo iconoclasta que nos conduce al placer de una gloria íntima. Es el triunfo de Mariana quien en un bautizo propio, ahora se llama Gloria. El punto más bajo del film es la performance despareja de los actores: Natalia Oreiro y Milagros Caetano vibran en la pantalla bastante por encima de Lautaro Delgado – aunque protagoniza una escena excelente con Daniel Valenzuela de policía - . Este desnivel, por momentos, amenaza con traspasarse a la obra en general. Adrián Caetano se caracteriza por tener una filmografía fuerte. Películas con ideas rectoras que lleva adelante muy consecuentemente y con indudable arte de narrar. Tras los comienzos más independientes de Pizza, birra, faso y Bolivia, sus incursiones en un cine más crispado y con más producción como Crónica de una fuga y hasta sus interesantes interludios televisivos (Tumberos o Disputas), lo convierte en uno de los referentes más importantes del cine argentino que siempre propone algo más. Ahora con Francia ingresa nuevamente en el melodrama familiar, - ya lo había hecho en clave de western en Un oso rojo -, pero luego la película se revela en el intenso mundo de la infancia en el que conviven, a veces algo desordenados, hallazgos formales y narrativos.
¡El que no salta es Superman! Zenitram dirigido por Luis Barone, es el original film ganador del Concurso del Bicentenario organizado por el INCAA. El guión, basado en una historia de Juan Sasturain, tiene a Juan Minujin en el rol protagónico y cuenta con curiosas participaciones como la de Jorge Rulli y la del artista plástico Daniel Santoro. Se suman los actores Luis Luque, Daniel Fanego, los españoles Jordi Mollà, Verónica Sánchez, y el cubano Steven Bauer. La idea de que exista un superhéroe argentino surgido bajo el techo de chapa en un barrio pobre, es atractivo para una comedia con toques de historieta e intenciones paródicas. Si además sus proezas se contextúan en el mundo próximo del año 2025, una época donde el agua es un artículo de lujo – la poca que hay se compra con tarjeta de crédito – por culpa de los negocios espurios del gobierno con un monopolio denominado WaterWhite, están dados los elementos para una caricatura que coquetee con la actualidad aludiendo a lugares comunes del imaginario argentino. El argumento de Zenitram promete y tiene visos interesantes. Reflejo de una sociedad disgregada y algo apocalíptica en la que cada cual piensa en sí mismo, surge este héroe maltrecho, algo torpe y sin ningún tipo de idealismo. Es Martínez (Minujin), un joven que acaba de perder su trabajo como recolector de basura y que recibe en los baños de Constitución, poderes, entre ellos el de dominar el agua por lo que podría invertir el curso de la historia y de ahí su nombre, Zenitram. Un nuevo héroe que en medio del individualismo, la atomización y un poder decadente, encuentra pronto sus límites. Acorralado entre el hastío personal y los intereses ajenos, su deseo sólo se focaliza en poder conquistar a su novia de la infancia. Un periodista (Luque) que le abre la puerta grande de la popularidad, consigue que Zenitram sea miembro del gabinete en el cargo ad hoc de Ministro de Asuntos Extraordinarios del gobierno corrupto y antinacional del presidente Orozco (D. Fanego), en obvias alusiones a un presidente argentino. El protagonista está lejos de ser un justiciero social pero le deprime responder a esos oscuros intereses. De la villa a la fama, a Zenitram le sobreviene la angustia y también la cocaína (¿suena conocido?). Y como a todo héroe le llega el ocaso, éste sucede luego de estrellarse contra el obelisco en medio de un acto oficial en la 9 de julio y quedar expuesto a su adicción. Acto seguido, sus días pasan en un centro de rehabilitación de superhéroes en Miami. A su vuelta, ahora sí para salvar a la Argentina de los despiadados intereses extranjeros (el villano del agua es un español), se enfrenta con su antiguo compañero de rehabilitación, un cubano retirado (S. Bauer) que procede en nombre de un sindicato de superhéroes. El hecho que desencadena el final de la película, convierte al centroamericano en una suerte de entregador que ciertamente no deja bien parado a los cubanos, a los sindicatos ni tampoco a los héroes, aunque estén retirados. El único personaje preocupado en un proyecto colectivo, obsesionado por inducir una lluvia y así tener agua, es el que interpreta Jorge Rulli, aquel militante de la Juventud Peronista de la época de la resistencia, perseguido y secuestrado. Rulli, quién ya fuera protagonista en el 2002 de un documental también de Luis Barone, Los malditos caminos, sobre la historia del padre Carlos Mugica, del militante José Luis Nella y de Lucía Cullen, actúa representando a quién cuestiona el poder desde un lugar insobornable elaborando un conocimiento que puede ser la llave de la liberación. Este rol es un guiño que entrecruza características del militante real, hoy abocado en reclamos ecologistas, y el personaje del film que por significar un peligro a los intereses dominantes, termina siendo secuestrado. La escenografía, eficientes efectos especiales y una costosa producción hace de Zenitram, una película atractiva en muchos pasajes de la película, mixturando muy buenos dibujos de animación en el principio y final de la historia, partes de una historieta – dibujada por Santoro, quién hace de sí mismo - y una estética futurista para los tramos que muestran una ciudad resignificada en simbolismos peronistas. En la Buenos Aires del 2025, con un halo modernizado de los años 50, reina un aire épico pero decadente. La nueva fisonomía urbana muestra multiplicación de edificios similares al mítico Ministerio de Infraestructura y Obras Públicas – aquel de donde daba los discursos Eva -, oscuros bustos parecidos a Perón en los despachos corruptos de los políticos, una especie de ave Eva que domina como insignia los capots de los autos de lujo y hasta un Monumento al Descamisado, más alto que el obelisco, que se erige dominante y absurdo. ¿En qué nos hemos convertido? – parece decir la película, desde la Argentina, la Argentina; desde el peronismo, el peronismo. Zenitram es una película novedosa dentro de la filmografía argentina. En línea, se me ocurre Adiós querida Luna de Fernando Spiner, un poco también con La Antena o La Sonámbula (aunque sin la densidad de ésta) y no muchas más. Tal vez no sea excelente, falle en algunos tramos y principalmente, en abandonar a la historia y a los personajes en función del gag. Pero, es un buen intento de ampliar el registro de tonos y de géneros del Cine Argentino. Quizá si se hubiera animado a ser una película destinada al público infantil, lo que haría que también sea vista por los adultos (por lo que los guiños políticos tendrían destinatario), Zenitram sería un film que aspiraría a tener más proyección. En cualquier caso, es complicado cuando un ramillete de giros ingeniosos prevalece por sobre la historia de una película.
Una película con una trama y estética aparentemente sencilla, con un relato bien contado, con excelentes actuaciones y compromiso con la historia reciente, puede apreciarse en el sentido que esa primera instancia propone. Pero en ocasiones, esos filmes con trazos sutiles pueden tener, para quien tenga intenciones de interpretarlo, una lectura en un entramado más profundo, con reminiscencias políticas e incluso teóricas. La obra cinematográfica de Rachid Bouchareb permite estas dos lecturas. London River comienza contando la historia de Elisabeth Sommers, una cristiana sencilla que vive en la isla de Guernesey en el Canal de la Mancha. Viuda de un oficial de marina que muere cumpliendo con sus deberes militares en la guerra de las Malvinas en 1982, siente orgullo por su marido caído en defensa de la Corona Británica por el ataque de un país del tercer mundo. Su hija vive sola en Londres. Por eso cuando escucha la noticia de los atentados del 2005 y trata infructuosamente de contactarla por teléfono, no duda en ir personalmente a buscarla. Por otro lado, está Ousmane, un guardia forestal musulmán que vive en Francia. Hace años que no ve a su hijo Alí, quién también reside en Londres. Cuando su esposa desde Mali se entera de lo sucedido, le pide que trate de dar con el paradero de su hijo. Desconocidos y diferentes, la señora Sommers y el señor Ousmane en el transcurso de London River van a confluir en la misma pesquisa esperanzada que los conduzca a saber de sus hijos, en medio de la conmoción general. Si bien la búsqueda es de ambos, el film apoya la línea dramática activa sobre la madre, quién detrás de su ansiedad por encontrar a su hija, encarna naturalmente un discurso biologicista apoyado en bases teóricas que justifican el racismo. Su desesperación, como mujer blanca bien intencionada, recorre el barrio que vive su hija invadida por la extrañeza y no ahorra en el rechazo que le produce tener que interactuar casi con exclusividad con personas de etnia y cultura diferente a la de ella. De a poco, la señora Sommers va comprendiendo que para seguir el rastro de su hija, debe introducirse en el mundo musulmán. Mezquita, musulmanes, Corán e idioma árabe incluido. Y sobre todo, relacionarse con el señor Ousmane, a quién, luego del primer encuentro, acusa con la policía de haber secuestrado a su hija. Resulta evidente que las migraciones se han convertido en uno fenómenos más complejos y polémicos de las sociedad contemporánea. En Europa, a partir de los atentados en Atocha en Madrid y en las estaciones de Londres, los extranjeros, los “otros”, los “intrusos” y principalmente los musulmanes, son vistos como potenciales terroristas. El 7 de julio de 2005, tal cual la historia reciente que opera como determinante telón de fondo de la película, cuatro bombas explotan en tres trenes subterráneos y un autobús de dos pisos en Londres, asesinando a 56 personas e hiriendo a más de 700. London River recorre en la mirada de la señora Sommers, la internalización del proceso discriminatorio, su naturalización y el recorrido que desenrosca su mecanismo apuntando a la idea de que las bombas no eligen; matan sin selección de razas, color de piel o religión. Este rasgo redobla sentido desde el momento que los musulmanes residentes en las inmediaciones de la estación de Aldgate (más de 75 mil personas) fueron doblemente víctimas porque al trauma de sufrir un atentado en su propio barrio, se añade el temor ante el estallido de tensiones con otros grupos religiosos, la sospecha constante y una razón más para justificar la xenofobia. En este marco se vive una nueva guerra, una lucha contra un enemigo interno, cotidiano, que puede ser transversalmente aludido por un mozo, la florista o por el vecino de la vuelta. Es la biopolítica operando en la vida de las poblaciones donde las fuerzas presentes en la historia no obedecen ni a un destino ni a una mecánica sino al azar de una lucha contra un peligro virósico basado en la progresiva descalificación simbólica del inmigrante. La guerra se concibe en términos de supervivencia de los más fuertes, más sanos, más cuerdos, más arios. La pobre señora Sommers absorbe y reproduce con facilidad el sistema de amenazas focalizando en aquel que cree que posee la potencialidad de afectar el orden social. Esa es la llave de la nueva guerra basada en el eje histórico-biológico."Defender la sociedad" es el nombre que da Foucault a esta guerra de las razas y su conversión en el racismo de Estado. En él, el colonizado o nativo, el loco, el criminal, el degenerado, el perverso, el judío, el musulmán, aparecen, cada uno a su tiempo, como los nuevos enemigos de la sociedad. Cualquiera puede ser el “otro” y su lógica no está atada a ninguna frontera, nacionalidad ni a ningún punto fijo. Eso es insoportable. Y agrega Foucault, el racismo es la condición de aceptabilidad de la matanza en una sociedad en que la norma, la regularidad o la homogeneidad, son las principales funciones sociales en tanto procedimiento de las sociedades de control. Por eso, en London River, si los antitéticos personajes se acercan, casi se comprenden y se unen es porque detrás se halla una profunda comunión universal como es la búsqueda de sus seres queridos. Pero luego, cuando la tragedia muestra su verdadera cara, lo humanamente generalizable se vuelve a tornar pequeño y particular ante la presencia concreta de la muerte. Párrafo aparte merecen los dos actores que dan vida a los protagonistas. La actriz británica Brenda Blethyn, (la que hace de madre de Secretos y mentiras, o la de El jardín de la alegría) traza el punto justo en su interpretación y seguimos con interés sus peripecias. Por su parte, Sotigui Kouyaté, el actor malí, despliega su porte con igual dosis de intensidad y sutileza. Ver London River deja un sabor agridulce. Es que a través del drama singular y de la historia actual contada a través de un muy buen relato cinematográfico, se escurre una angustia inespecífica, un vacío que nos enfrenta a los clichés explicativos y la multiplicidad de sentidos que nos rodea. El final algo abrupto de la historia y luego una secuencia paralela, devuelve a los dos personajes a un punto de origen pero en tono más desgarrador y realista cumpliendo con una resolución lógica al drama pero dejándonos al igual que a los protagonistas, un poco más solos en el abismo de las marañas contemporáneas.
El profeta, una de las obras más premiadas de cine europeo en el último año – Gran Premio del Jurado en Cannes -, está seleccionada como candidata al Óscar como mejor película extranjera, representando a Francia. El tema del film lleva adelante una historia enmarcada en la conmoción social y cultural que provoca la presencia árabe musulmana en el paisaje francés, no correspondida por la apertura de espacios de poder o de decisiones que integren a esa mayoría. De más de cinco millones de musulmanes, dos tienen nacionalidad francesa y la tasa de natalidad aplasta 7 a 1 a la “pura cepa europea”. Ese abismo entre superpoblación árabe y falta de oportunidades, tiene como resultado una fábrica de parias cuya solución se regula abarrotando prisiones. Una bomba de tiempo que reproduce las peores fobias. La película comienza con Malik El Djebena, un joven de 19 años de apariencia enclenque, condenado a seis años de prisión. Se lo ve completamente solo y parece más desprotegido y débil que los demás presos. Malik no sabe leer ni escribir y es el prototipo del perejil inmigrante árabe, víctima de la marginación social y de la exclusión económica. Su notoria fragilidad poco a poco, es compensada por dos características que le salvarán la vida: entender obviamente el idioma árabe - la lengua más hablada en los penales franceses -, y su capacidad para aprender rápido. En silencio, se convierte en espía ideal por interpretar los complejos códigos de las relaciones carcelarias y absorber los demás idiomas que se hablan en prisión. Su capacidad y predisposición le permiten ganarse la confianza del cabecilla de la principal banda liderada por un corso, quien le paga con protección y algunos privilegios. Este personaje funciona en el film como prototipo del poder occidental: es minoría, maneja los hilos del penal; usa, desprecia y subestima la capacidad de los musulmanes pero de a poco verá perder su influencia, e irá en franca decadencia. El título del film, Un profeta, traza la línea espiritual de Malik (interpretado por el notable, debutante y multipremiado actor Tajar Rahim), que alude a un sentido socavado elevando el contubernio criminal a un nivel alegórico por el proceso evolutivo del personaje. Malik entra a la cárcel siendo un pobre diablo, analfabeto, delincuente de poca estofa y se convierte en poseedor de un imperio basado en el narcotráfico de hachís. Inversamente, el corso capomafia ve escurrírsele el poder a manos del Malik, el “inferior” árabe. Desesperado, le espeta lo que le dicta su sangre occidental: Es gracias a mí si sueñas, si piensas, si vives… Si es eso lo que creen, ¡cuidado, franceses!, El profeta, una gran película moral, dice: no saben leer, balbucean el francés pero aprenden rápido, parecen tontos pero no lo son, si son serviles lo hacen por conveniencia, saben planear sus propios negocios y si no manejan lugares de dominio... pronto lo harán. Además, se multiplican a escala geométrica, saben interpretar las tramas de los márgenes, de los suburbios, son mano de obra legal e ilegal de Europa, pueblan cárceles, escuelas y también caminan por el centro de Paris. De a poco perciben que son el profundo motor del país. El director del film, Jacques Audiard, es en función de su trayectoria - Lee mis labios (Sur mes lèvres, 2001) y De latir mi corazón se ha parado (De battre mon coeur s'est arrêté, 2005), un enamorado del cine negro que oscila en su vertiente americana y francesa. El Profeta mantiene esa identidad de cine bipolar aunque se permita pequeñas digresiones que embellecen la propuesta narrativa y que sumerge, desde el punto de vista estético, en una atmósfera asfixiante acorde al tema del film. Para el cine francés no es una novedad que la migración árabe en Europa sea una amenaza. Así también lo demuestra otra película premiada de Cannes, ganadora de la Gran Palma de Oro, Entre los Muros. Este film ambientado en una escuela suburbana de Paris también apunta a la variedad inmigrante y al valor del conocimiento lingüístico dominante. Desde su título se desprende una imagen claustrofóbica: “entre los muros” como la expresión diagnóstica de una vida confinada al encierro, de una infancia moldeada por la carencia y la represión, de unos cuerpos definidos por el espacio en que se hallan. Así la cámara no filma más que los límites internos de tal espacio: el aula, la sala de profesores, el patio, otra vez el aula, la celda, el patio… todo es celda. El Profeta y Entre los Muros son, al fin, películas con fuerte contenido moral donde el mensaje, puertas afuera dice: “nos invaden, los necesitamos y los odiamos, y no sabemos qué hacer” y puertas adentro dice: “sobrevive el más vivo como en una selva”. Pero el cruel aprendizaje de la supervivencia de ser extranjero en toda tierra, significa sufrir y tratar de sobreponerse al rechazo y a la humillación que le infligen los otros, es decir, de todos aquellos que no son “yo”. El film de Audiard compite con El Secreto de tus ojos el próximo 7 de marzo. Creo que su profundo andar en un conflicto “tan” europeo, “tan” francés, atenta contra sus posibilidades de ganar la estatuilla en Estados Unidos. Las especulaciones terminan este domingo y con ellas, El profeta supongo también se juega su destino en las salas argentinas.
Resnais, mon amour Esas pequeñas hierbas locas del título crecen como maleza, en cualquier lugar y circunstancia, como el vello en algunos cuerpos. Empeñadas en crecer incluso en lugares tan inapropiados como la rendija inapreciable entre dos adoquines de una calle parisina, esa hierba, si llueve crece, si pasa el tiempo crece, si se lo poda también crece y puede estar meses convirtiéndolo todo en un cañaveral incontrolable. Amour fou, al fin. Las Hierbas Salvajes resulta así, un film desbordante, intenso y fresco, un delirio lúdico con toques modernos que no teme transitar el territorio de lo ridículo como verdadero motor de lo sublime de la vida. Alain Resnais tiene la originalidad como rasgo de estilo. Providence, Mi tío de América o Conozco la canción por sólo citar tres de sus películas, recorren sin necesidad de fórmulas un doble camino. Por un lado, el vértigo de la experimentación, la ilusión de un tiempo fantasmal creado con climas, encuadres y constantes dislocaciones. Por otro, la cercanía y la complicidad de personajes vitales, imperfectos, enigmáticos que, con una mueca turbada en su rostro, construyen algo que permite la identificación con el espectador. Se trata de personajes enredados en encuentros fortuitos que hilvanan el tema recurrente en la filmografía de Resnais: el tiempo, el asiento fugaz de las presencias y vacíos de las relaciones, el transcurrir en las horas suspendidas, pesadas o etéreas pero siempre fluidas en su devenir eterno. Salvo obviamente Noche y niebla, donde el tema, las imágenes documentales de los campos de exterminio nazi y los textos de Jean Cayrol evitan toda distancia, toda liviandad. Pero hasta en Hiroshima, mon amour, en el texto de Marguerite Duras sobre un intenso romance en el escenario mustio de la guerra nuclear entre una francesa pacifista que viaja a Japón y un ex soldado enemigo, la memoria actúa como el tiempo que debe superar el duelo, la pérdida y la melancolía. Con Hierbas Salvajes, Resnais conserva sus antiguos recurrentes y vuelve a desnudar el costado trivial de todo lo que se supone importante. El amor se reduce a azar y obsesión; el detonante del amor: una simple billetera perdida con la tesis del personaje arrobado por encontrar a su dueña; la familia, distante, con una extraña esposa que acompaña su súbito enamoramiento; profesionales poco sensatos: un policía “psicólogo” que se encomienda a la devolución de la billetera como si fuera un asunto de estado o la dentista con vocación de aviadora. Todo aparece como algo seductor y ridículo. La vida de los personajes atada a pequeñas obcecaciones, un tanto frívolos, algo cercanos a cualquier habitante de una ciudad, burgueses un poco aburridos, oscilantes entre la más absoluta levedad y ciertos toques de gravedad. La historia crece como un enorme looping, un firulete vertical hacia alguna parte entre el cielo y la tierra -¿el lugar de los sueños?- donde los destinos quedan suspendidos envueltos en un aire tibio o quizá en los brazos de alguien desconocido que inesperadamente va a convertirse en alguien imprescindible en nuestras vidas. Deslizamientos esquivos y juguetones que preservan lo más íntimo y también lo más inconfesable de sus personajes. Resnais violenta los límites de lo verosímil, la velocidad de la cámara, área y flotante, la música, el lirismo, salpicado de ambigüedad y bellas elipsis. Las historias pasionales, los personajes, la ciudad... cuanto más avanza el relato, menos claro se nos vuelve todo. Definitivamente, el director no se toma - ni nos toma - en serio pero resulta muy serio a la vez. Comedia o drama demencial Zambulléndose en la melancolía, la tensión del deseo y la ingravidez de las relaciones con innegable elegancia y sensibilidad, el fantasma de la comedia romántica de encuentros y desencuentros es en Las hierbas salvajes, un espejismo. Como en Hace un año en Marienbad, la propia narración pone en cuestión lo que se narra, en tanto relato como lucha interior, no en el campo literario – como es el caso del guión de Alain Robbe-Grillet - sino en el terreno cinematográfico con guiños que elaboran un grácil elogio de la energía fabuladora del cine como puede apreciarse en el tiempo detenido en los cafés vacíos, la representación de los pensamientos internos, el lento movimiento de las personas o en los cines de reestreno como locales que se caen a pedazos. El emblemático film de los 60 pertenece al período de la ruptura en la forma y los vaivenes de las personas que se esperan o se buscan. Este espacio es el que de alguna forma se inscribe Las hierbas salvajes pero livianamente, sin solemnidades ni excelsas filosofías que generen una reflexión intelectual sobre la naturaleza de la realidad. Sólo la hierba conserva el enigma. Es ella la que contiene en su indefectible crecimiento, el peso de la vida, testigo impasible del eterno transcurrir del tiempo. Las hierbas salvajes, Ganadora Premio Especial del Jurado, Premio a la trayectoria, Nominada a la Palma de Oro en Cannes, no pasará a la historia como la mejor película de Alain Resnais. Pero con algo de inocencia y mucho de juego, sigue renovando su mote de maestro. Su cine nos sumerge con una acaricia vehemente que se siente tibia pero algo extraña. Una película que no traiciona ni aun cuando sea encantador que lo haga.
Nadie puede negar la importancia del cine en la construcción del relato histórico. No como reemplazo ni como complemento de la historia sino como narración colindante y forma de relacionarnos con el pasado. Los pecados de mi padre, como documental sobre un personaje sobresaliente de la historia latinoamericana reciente, tiene el valor de relato histórico pero suma un plus, un hecho que trasciende el ámbito cinematográfico aunque imposible por fuera de él. Empecemos por el principio. Los pecados de mi padre trata sobre Pablo Escobar Gaviria, el jefe del cartel de Medellín y uno de los hombres más poderosos de los años 80. El relato tiene la perspectiva en primera persona de su hijo, Juan Pablo Escobar, quien vive exiliado hace 15 años en Argentina escondido bajo el nombre de Sebastián Marroquín. Su testimonio, como puede desprenderse del título del documental, matiza en tono crítico, cartas, fotos, videos VHS caseros y audios en casetes provenientes del archivo familiar. De esta manera se lleva a cabo un doble recorrido: Pablo Escobar como el padre cariñoso que le daba los gustos a sus hijos, por ejemplo, haciéndolos elegir a través de documentales, animales exóticos para tener en su zoológico particular; y Pablo Escobar como el hombre ambicioso y despiadado sin techo en términos de influencia y poder. En el último punto surge la bisagra: el proyecto de ser presidente y el ingreso a la política marcado como el momento en que “todo se desbarranca”. Recursos económicos, respaldo público y carisma personal no le faltaban… sumando donaciones y planes puestos en marcha vinculados al deporte y construcción de barrios humildes hacen de Escobar un personaje evidentemente popular. Sus aliados del Nuevo Partido Liberal, el Ministro de Justicia de aquel entonces, Rodrigo Lara Bonilla y el candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento, progresivamente ven en Escobar un contrincante de peso y ponen una mácula indeleble en su meteórica carrera política imputándolo como narcotraficante y echándolo posteriormente del partido. La denuncia sobre negocios ilícitos lo hace trastabillar pero no tiembla: manda sicarios para matar a Lara Bonilla y a Galán, sus antiguos aliados. Como estrategia para limpiar su imagen, Escobar se entrega y va a parar a una cárcel que resulta ser un palacete construido por él mismo desde donde sigue manejando los hilos de la droga. Más tarde cuando sale, acorralado en la clandestinidad, termina muerto por la policía en diciembre de 1993. Su hijo tenía 16 años. Otra historia comienza para él y para la vida política colombiana. Hasta acá tenemos un film que cuenta muy bien hechos que pueden seguirse desde cualquier diario de la época con el toque doméstico y fustigador de su hijo. Pero aquí, el documental deja de ser un registro de hechos ya ocurridos y comienza a tomar vida propia propiciando un hito en la historia política social de Colombia. El acontecimiento, ideado por del director de la película Nicolás Entel, es que Sebastián Marroquín escriba una carta de perdón por los crímenes de su padre a los hijos de Galán y Lara Bonilla. La misiva, que sería mandada por mail, propondría un encuentro que pueda obrar como ejemplo de pacificación. Es muy destacable este documento fílmico. Por los aspectos técnicos de la producción, por el guión, el buen tono del narrador, la música original a cargo Diego Gutman y principalmente, por el logro del director al generar confianza en el hijo de Pablo Escobar, quien a su vez toma este medio para salir a la luz luego de 15 años, enfrentarse a una cámara contando su propia versión de los hechos y regresar a su país mediante un gesto histórico. Pero afortunadamente la película resulta más profunda que sus personajes. En un país en donde la lista de crímenes es interminable, la intención de los hijos de victimas y victimario es sembrar semillas de perdón y de reconciliación. Pero es esta misma premisa se convierte en el punto más debatible por resultar algo indolente y superficial en boca de sus protagonistas (vamos p´alante, repiten). Un documento audiovisual que registre paso a paso el encuentro, les cierra a todos los huérfanos. Marroquín presenta al mundo un documental como una elegante manera de expiar las culpas en nombre de su padre y los delfines Lara y Galán, profundizan un perfil muy potable en su joven y meteórica carrera política asentada en el asesinato de sus padres. En este pequeño marco, la idea de “reconciliación” suena a tintineo algo hueco. En un plano más amplio, el encuentro es valioso. Y acentuado porque entre todos elaboran un mensaje válido no sólo para colombianos sino para todos los crímenes que cruzan cuestiones políticas y personales heredadas de otros protagonistas: no a la venganza ni a la violencia, sí al perdón. El documental estrenado en Mar del Plata en el Festival, recorrió el mundo y también se exhibió en Colombia, provocando evidente repercusión. Es que Los pecados de mi padre es una obra que no sólo registra un hecho histórico, sino que lo promueve, lo construye y lo difunde con una voz propia, con el valor de acompañar la visión de un controvertido protagonista pero de agrandar el marco en un contexto y una problemática más profunda que excede los propósitos individuales de los protagonistas.
Tuvimos la ocasión de asistir a la película de apertura Festival Cinematográfico Internacional de Uruguay, y con ella, la oportunidad de sopesar nuevamente a la reciente ganadora del Oscar, El secreto de sus ojos. Es que La cinta blanca, la película del Michael Haneke ganadora de la Palma de Oro en Cannes exhibida en la Cinemateca de Montevideo, era la candidata más firme para quedarse con la estatuilla que resultó en manos de Campanella. ¿Injusticia? Tal vez, ¿pero de cuántas está hecha la historia de Hollywood? El filme trabaja a partir de una hipótesis muy clara: la estricta educación familiar proyecta en un grupo de niños y adolescentes, un perfil temerario, ignominioso, cruel, un panorama que les templa el carácter como posible antesala a los años de horror del nazismo. Los acontecimientos que se narran están marcados por crímenes y hechos de violencia cometidos misteriosamente mientras se suceden, a modo de espejo atroz, los golpes de vara y carradas de desprecios y de castigos inmisericordes. En el tiempo lento y envolvente de La cinta blanca, alumbran las bestias. El riguroso blanco y negro de la fotografía, la tiñen de un indudable tinte reminiscente de cine alemán. Con un ritmo mirífico, Haneke nos sumerge en las razones por las que víctimas pueden convertirse en victimarios, nos lleva allí donde germina el odio, el desencanto y el sadismo ante el panorama de los ideales torcidos, del pensamiento miope, la moral atornillada a los dogmas asfixiantes… una olla a presión que, si explotara, lo encontraríamos lógico. Basta ubicar en 1913 el film en un pueblecito protestante del norte de Alemania poco antes que se sacuda todo el continente, para saber que todo finalmente explota y que el film se transforma en una profecía autocumplida. Claro que eso no quita la contundencia, y la indudable maestría con la que el director crea el clima de La cinta blanca. Una película en la que recae el peso dramático, no en un niño o en dos, sino aproximadamente en más de diez actores entre niños y adolescentes que protagonizan con una intensidad y realismo pocas veces o nunca visto en el cine. En una escena, un niño de 4 años en medio de lo que se supone la noche, baja las escaleras buscando entre sollozos a su hermana. El miedo de su rostro y el hilo de su voz traslucen el horror que se intuye, se avecina, se concreta. El niño, tras una puerta, encuentra a su hermana en una pose sexual – sugerida - con su padre, el prestigioso médico del pueblo. La inocencia y el terror por lo descubierto, derrama en su ser una angustia que nos hace temer por lo que pueda desencadenar en el futuro. La hipótesis de Haneke recorre un camino similar al de Emile Durkheim con la teoría acerca del suicidio. Así como el interés del sociólogo francés no era desenmascarar individualmente las causas del suicidio sino colocarlo como indicador social de la relación entre el desarrollo capitalista y el orden social, el director austríaco enmarca la escalada de violencia y atrocidad también como signos de una sociedad que está enfermando. Los más pequeños son el síntoma, el lente donde pone la lupa el film para mostrar las grietas de la cohesión social que contienen el coctel letal que combina represión, frustración y violencia. Un personaje, tal vez demasiado limpio, funciona como alguna excepción al horror desempolvando a la doble moral del pueblo. Se trata del maestro de coro que es también el narrador de la historia. Su rol conserva algún halo de prestigio aunque no parece portar los hilos del poder, de índole tradicional - la ley permanece ausente- como lo hacen el frío barón (quién ostenta también el poder económico), el pastor protestante (el más severo y desalmado), el capataz (bestial) y el médico (un perverso obsesionado con el sexo). Sin dudas, el poder en buenas manos. Muchas preguntas sobrevuelan La cinta blanca. ¿Existe la crueldad sin conciencia, sobre todo cuando se sospecha que quienes la ejercen son niños?, ¿la falta de leyes y de autoridades formales, provoca la criminalidad como una manera de justicia por mano propia?, ¿la religión protestante incita al libre albedrío?, ¿niños educados con una moral rígida, reproducen un modelo social hipócrita e intolerante? Y algo más, ¿todo esto es la semilla de un régimen totalitario? La discusión está abierta. Haneke no se preocupa, está acostumbrado a sembrar polémica con sus películas.