Un rompecabezas absorbente Con el aval que supone su inclusión como candidata por Canadà a la mejor película extranjera en los últimos Oscars, premio que al final recayó en la danesa En un mundo mejor (In a better world, Sussanne Bier, 2010) se presenta Incendies, último trabajo de Denis Villeneuve, realizador que goza de cierta reputación tras las buenas acogidas que tuvieron sus anteriores trabajos Maelstrom y Polytechnique. Incendies está directamente basada en la obra Scorched, escrita por el libanés Wajdo Mouawad, quien aquí ejerce a su vez tareas de co-guionista junto a Villeneuve. Se trata de una obra dura, áspera, sin contemplaciones, que narra a partir de un drama familiar las vicisitudes de una guerra, la del Libano, y sus crueles consecuencias. La adaptación cinematogràfica que ha abordado el director canadiense capta en toda su esencia la crudeza y brusquedad de una historia que pone los pelos de punta: la de una madre de gemelos que, una vez fallecida, pide a través de unas cartas póstumas que investiguen sobre la existencia de un padre y un hermano de los que ellos no tenían conocimiento. A través de la singular pesquisa familiar iremos conociendo de primera mano y mediante atinados flashbacks los trágicos acontecimientos vividos por esta aguerrida mujer, víctima y verdugo de un conflicto mostrado con extrema rudeza (en ocasiones demasiado extrema, como ocurre por ejemplo con las imágenes expiditivas en las que asisitimos a asesinatos indiscriminados de niños). De todas formas, a pesar de la violencia traumàtica que muestra, estamos ante una película poderosa, inquietante y lírica a la vez. La fuerza de lo que se nos explica es tal que oculta todos los errores que se pueden encontrar. En el debe de la función podríamos aducir un cierto afán por enseñarnos de forma demasiado explícita la cara más tremenda de la situación. Algunas redundantes escenas escabrosas no aportan nada a la hora de explicarnos aspectos que ya se sobreentienden sin la necesidad expresa de cargar las tintas más de lo necesario. Con todo y con eso nos encontramos ante una propuesta arriesgada que merece tener toda la suerte del mundo en taquilla. La interpretación de Lubna Azabal, actriz belga de quien tuvimos noticia en Paradise Now y Red de mentiras, sabe transmitir con su mirada todo el horror y la rabia de quien vive en primera persona tan tremebundo vía crucis. Mientras tanto, el film también acierta al presentarnos la figura de los dos hermanos gemelos, metidos a improvisados detectives cada uno con su propia idiosincracia: mientras Jeanne enseguida se identifica con el sufrimiento de su madre (sobre todo cuando vive en primera persona el rechazo de un pueblo que ni perdona ni olvida), Simón se muestra mucho más escépico, y aunque de entrada parece no querer participar de la indagación -inducida por su difunta madre- paulatinamente, y a medida que vaya descubriendo la terrible verdad, se verá inmerso sin remediarlo en una espiral de sentimientos encontrados y confesiones verdaderas. Y por si todo esto fuera poco Villeneuve nos aboca a un final antológico y edificador. ¿Puede nacer el amor del dolor más profundo?. Esta pregunta queda marcada a fuego en la mente del espectador y, desde luego, con los tiempos que corren un epílogo que invite a la reflexión ya es digno del aplauso más absoluto. Recomendable a los amantes del buen cine sin concesiones.
Luces y sombras El realizador catalán Guillem Morales recibió enconados elogios de crítica y público con El habitante incierto, su debut en el terreno del largometraje. Gracias a estas alabanzas, y a su nominación a los Goya en 2006 como mejor director novel (el premio recayó finalmente en Tapas, de Juan Cruz y José Corbacho), Morales ha podido acometer el que hasta ahora es su proyecto más ambicioso y a la vez arriesgado, respaldado por la productora Rodar y Rodar (artífice de éxitos tan incontestables como El orfanato) y auspiciado por todo un referente en el cine de género fantástico como Guillermo del Toro. Los ojos de Julia, su segundo film, se trata de un thriller psicológico donde una mujer que se está quedando ciega decide visitar a su hermana que ya lo está. Cuando llega se encuentra con una desagradable noticia que desencadenará toda una serie de investigaciones y quebraderos de cabeza donde nada ni nadie es lo que parece. Morales apuesta de nuevo sobre seguro presentándonos un continuo de espacios opresivos y asfixiantes que paulatinamente se convierten en un microcosmos, que a modo de tela de araña va atrapando al espectador. Y eso es un mérito a resaltar: se convierte en un invitado más que sufre y malvive los avatares de la protagonista, una Belén Rueda ya acostumbrada a moverse entre asesinos y psicópatas. A más de uno el film les traerá reminiscencias a El orfanato, pues no faltarán los ambientes fantasmales, mansiones tétricas y laberínticas, personajes crédulos que acabarán por pagar cara su ingenuidad y la angustiada heroína que no sabe ni por dónde le vienen los problemas. Si a esto añadimos que el director de fotografía es Óscar Faura, compañero de clase de Morales y operador del éxito de J. Bayona, la similitud entre ambos productos queda bastante demostrada. Es de agradecer sin embargo que el director catalán nos brinde algunos de los momentos e imágenes más escalofriantes que uno ha tenido la oportunidad de ver en los últimos años, y cito dos como ejemplos: el momento en el que el asesino acerca sigilosamente la punta de un cuchillo de carnicero al ojo de Julia (sencillamente estremecedor) y aquel otro en el que el personaje al que da vida Julia Gutiérrez Caba (tan sobria en su interpretación como de costumbre) tiene un “ligero” percance con un familiar. Aparte de estos instantes de inusitado acongoje el film se pierde en muchas obviedades y arquetipos que no le hacen ningún bien. Los increscendos que deberían llevar a la platea por el susto y el azoramiento son recibidos con muestras de hilaridad, lo que no es buena señal. Una propuesta tan oscura y zozobrante no se puede permitir un tratamiento tan plano de los personajes y unos giros de guión más propios de una comedia macabra. Los aspectos técnicos se encuentran a años luz del planteamiento de guión. Tanto la fotografía como el montaje (a cargo de Joan Manel Vilaseca, quien ya montó El habitante incierto) son sobresalientes, Guillem mueve la cámara con una elegancia y una minuciosidad digna de los mejores directores, y sabe dotar cada secuencia de la calma y cautela que cada escena necesita. Es una pena que ese virtuosismo en el dominio del tempo no se vea acompañado de una dirección artística a la altura, aunque seguramente no habrá resultado nada sencillo mover todas las piezas actorales en unos espacios tan exigentes en cuanto a elementos técnicos se refiere. Belén Esteban luce más atractiva y seductora que nunca (algo que el director ha confesado se había propuesto conseguir antes de empezar a rodar), mientras que los actores secundarios están tan solo correctos: un Lluis Homar que aguanta cómo puede un personaje bastante chato y un Pablo Derqui (Del amor y otros demonios) que regala algunos de los momentos interpretativos más atrayentes de la película. De todas maneras, hay que seguirle la pista al director, quien no creo tarde mucho en saltar el Atlántico como otros realizadores de género fantástico que ya han hecho lo propio: J. Bayona, los hermanos Pastor o Luís Berdejo. En definitiva, un film entretenido más por el afán de sus creadores para que el ritmo no decaiga que por el mismo desarrollo de la trama.
El descenso a los infiernos de DJ Ickarus Hannes Stohr consiguió en 2001 fama y prestigio al alzarse con el Premio del Público en la sección Panorama del Festival de Berlín. Fue gracias a Berlin is in Germany, su debut en el terreno del largometraje; una historia tragicómica que nos explicaba cómo un preso quedaba atónito cuando salia de la cárcel y veía los cambios acontecidos en Berlín tras la caída del muro. Una década más tarde, el director alemán vuelve a su casa para tomar de nuevo el pulso a la que es su ciudad, aunque nació en Stuttgart. Nadie como él para diseccionar la cultura del clubbing en esta Berlin Calling que ahora nos ocupa. El título del film -como muchos ya habrán adivinado- es un homenaje al que fuera el tercer álbum de estudio de la banda britànica de punk rock The Clash, y desde luego música, y de la buena, no falta durante todo el metraje. Aquellos adeptos o fanáticos de la música tecno disfrutarán de lo lindo viendo los conciertos que el disc jockey DJ Icarus va ofreciendo por los distintos locales y estadios por los que actúa. Y ese es el gran acierto del director, que convierte lo que podría ser una trama monótona en un verdadero concierto del desconcierto. Cuanto más fama va alacanzando el músico más sube su nivel de adrenalina y estrés y más crece su consumo de distintas drogas hasta que se convierte en un adicto. Es entonces cuando el film entra en su fase más dramàtica. El eléctrico Icarus comienza a perder todo lo que la vida le ha servido en bandeja (una novia extraordinaria que realiza a su vez funciones de manager, un proyecto de CD con una gran compañía discogràfica...) y no le queda más remedio que acudir a una clínica donde pueda desintoxicarse. Allí, seguirà componiendo su música entre recaídas y depresiones hasta que consiga atisbar una luz de esperanza. Stohr no apaga el tocadiscos en ningún momento: la música contrapuntea cada escena, envolviendo de sonido cada fotograma. El espectador no tiene más remedio que dejarse embaucar por esta hora y media de “rave” contínuo, atendiendo a la a la espiral autodestructiva de Martin Karow (nombre real de DJ Ikarus) mientras se radiografía una urbe que no por casualidad es considerada como una de las capitales más modernas y chics de la actualidad. Y todo ésto sin poder dejar de mover los piés al compás de la pegadiza música de la banda sonora, compuesta por el mismo protagonista del film, Paul Kalkbrener, quien en el mundo real es uno de los dj y productores más cotizados de su país, y a quien acompaña Sascha Funke, también muy presente en la escena electrónica berlinesa. Es una pena que se tardara la friolera de dos años en poder disfrutar de una película tan atípica como atractiva, mientras la cartelera se llena de estrenos de medio pelo de factura norteamericana que no aportan absolutamente nada a la cultura cinematogràfica quedando otras pequeñas joyas relegadas al olvido o al refugio de algún avispado Festival que tenga la dicha de proyectarlas. Por último, un comentario anecdótico: la cantidad de camisetas de selecciones y equipos de fútbol que el héroe de la función muestra en pantalla, y sí, una de las que exhibe es la camiseta albiceleste, así que vestido de esta manera seguramente este espigado y meteórico personaje caerá muy bien a los espectadores más futboleros.
Cualquier tiempo pasado fue mejor No vamos a descubrir aquí quién es Jackie Chan. Todos los que peinamos -o todavía podemos peinar- canas crecimos disfrutando con auténticos clásicos del cine de kung-fu en títulos tan improbables como El mono borracho en el ojo del tigre (The drunken master), La serpiente a la sombra del águila (Eagle´s Shadow) o Meteoro inmortal (sic). El bueno de Jackie ha ido envejeciendo en pantalla a base de coronar sus numerosas actuaciones con acrobacias inverosímiles, piruetas increïbles, cabriolas impensables, puñetazos, patadas, acción incontrolada... y nosotros nos lo hemos disfrutado a más no poder emulando sus hazañas contorsionistas a la salida del cine. Educado, aunque no lo parezca, en la prestigiosa Escuela de la Ópera de Pekín, una suerte de teatro total que se nutre de las formas más arcaicas de la tradición china (los responsables de la Escuela siempre han considerado a Chan como uno de sus alumnos más díscolos), el actor comenzó hace ya unos cuantos años una carrera paralela en la meca hollywoodiense que le llevó a interpretar films mucho menos violentos, destinados al consumo del público adolescente y familiar (la trilogía Rush Hour, El Superchef, El poder del talismán e incluso una insulsa versión de La vuelta al mundo en 80 días dan fe de ello). Mi vecino es un espía, vendría a constituir una nueva vuelta de tuerca en este subgénero propio que son las “comedias de Jackie Chan para todo público”, que se sumaría a los títulos anteriormente citados. Nada nuevo bajo el sol: mientras en Hong Kong Jackie parece querer insuflar un aire más trascendente a sus producciones -acaba de filmar el drama de acción Shinjiku Incident, y su último film, aún pendiente de estreno, Little big soldier, se ha presentado nada más y nada menos que en el prestigioso Festival de cine de Berlín- en Estados Unidos rueda películas descaradamente orientadas a hacer taquilla contante y sonante. Poco se puede salvar de una película, cuya trama nos sabemos de memoria; rebosante de supuestos gags graciosos que no arrancan ni media sonrisa al más rendido de sus admiradores, y con un elenco de saldo que podría participar sin rubor en cualquier telefilme de sobremesa. Pero no nos engañemos, quien vaya a ver una de Jackie Chan busca alucinar con escenas de acción arriesgadas, llevadas a cabo al filo, sin trampa ni cartón. Y ahí nos vamos a llevar una gran decepción porque el bueno de Jackie ya va rondando la sesentena y en más de la mitad de las secuencias o bien está doblado o se apoya en las dichosas cuerdecitas, que se puesieron de moda a partir de películas como El Tigre y el Dragón o Héroe. No se pueden pedir peras al olmo, el hombre ya no está para muchas aventuras. Si al menos el guión ofreciera algo de interés, la función podría salvarse; pero ocurre todo lo contrario: es aburrido y plano a más no poder (no se entiende cómo para parir una historia tan insulsa se haya necesitado de la participación de cuatro guionistas distintos). Por desgracia, las aptitudes del actor hongkonés son bastante reducidas y, si encima su partenaire no es otro que el pétreo Billy Ray Cirus -más conocido por ser el papá de Hannah Montana- pues mejor huir del cine. Los niños que actúan como contrapunto infantil del protagonista son bastante chirriantes, exceptuando a Madeline Carroll (vista en Resident Evil: Extinción), que destaca sobremanera; mientras que en la parte adulta se puede destacar la presencia de la guapa Amber Valletta (Gamer) y la no menos estimulante Katherine Boecher ( de la serie Mad men de HBO, o Héroes). Si a todo lo dicho añadimos que el director que firma esta comedieta familiar no es otro que Brian Levant, quien atesora en su filmografía títulos de tan volátil olvido como Beethoven, Los Picapiedra, Aventuras en Alaska, entre otras, con Ice Cube ejerciendo a su vez labores de canguro, ya podemos decir a ciencia cierta que Mi vecino es un espia no pasará precisamente a la historia del séptimo arte por la puerta grande. Ni los títulos de crédito del final de la película, tan celebrados en otras producciones de Jackie Chan con tomas falsas donde el actor demostraba lo duro que había sido todo el supuesto trabajo de preparación de sus peligrosas proezas, están a la altura de lo que se esperaba. En definitiva, un producto de consumo rápido que se olvida en cuanto el ‘The end’ asoma por la pantalla. Aquí si que se puede aplicar sin temor a equivocarnos aquello que decía el poeta castellano Jorge Manrique de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Diamante en bruto La directora británica Andrea Arnold ganó multitud de admiradores y algún que otro premio en el Festival de Cannes de 2006 (se alzó con el gran premio del Jurado), gracias a Red Road, un thriller cargado de alto voltaje erótico donde una mujer cobraba venganza de un viejo amor gracias a su trabajo en Glasgow como vigilante de las cámaras de seguridad del ayuntamiento. Ahora nos llega Fish Tank (cuya traducción castellana sería algo así como cisterna de peces), traducción porteña para El rebelde mundo de Mía, reconocida igualmente en el certamen francés. Se trata de un drama social tan bucólico como mugriento, donde asistimos a un clamoroso y magnífico trabajo de la debutante Katie Jarvis (descubierta a los diecisiete años en una estación de tren), quien interpreta a Mía, una adolescente de temperamento feroz que pasa su tiempo entre continuos enfrentamientos familiares contra su abusiva madre,y su contestataria hermana pequeña y entrenamientos de hip hop en un destartalado apartamento, ya que tiene la secreta ilusión de convertirse en bailarina profesional. El resto del tiempo lo pasa vagabundeando por las calles de Essex, un condado situado al este de Inglaterra, entrando en constantes conflictos con los vecinos del lugar. Son impagables las escenas donde la protagonista se enfrenta verbal y físicamente con el grupo de chicas que no permiten que entre a formar parte de su conjunto de baile, o aquélla en la que Mía se cuela en una propiedad privada con la intención de soltar a un rocín famélico y es sorprendida por los dueños del solar, quienes no dudan en asustarla simulando una violación. La actriz británica carga sobre sus hombros con el peso de la historia, con la cámara pegada a ella durante todo el metraje como si se tratase de una película de los hermanos Dardenne: la estructura del film nos recuerda en más de un aspecto a Rosetta, la más reconocida de las obras de estos directores. Con el apoyo de actores experimentados, como Kierston Wareing (la protagonista de Free world, de Ken Loach) y el alemán Michael Fassbender (Bastardos sin gloria, Hunger) Katie Jarvis irradia la pantalla. Igual de detestable que encantadora, tan frágil como indestructible, la actriz sabe inyectar a su personaje altas dosis de riqueza y complejidad, lo que en definitiva dota de eficacia el conjunto y la labor de su directora, quien se consolida como una de las voces más originales del cine británico actual gracias a este inolvidable cuento sobre la inocencia perdida. Se ha de agradecer mucho que la realizadora no cargue las tintas en el aspecto emocional y que no caiga en un sensacionalismo que no le hubiera venido nada bien al desarrollo de la historia. Muy al contrario, la crudeza y realismo de sus imágenes tiñe cada fotograma, ganando en profundidad y sustancia. Y así el espectador tan sólo puede observar atónito como Mía sufre las consecuencias de los avatares propios de su adolescencia de forma brutal, sobre todo en cuanto a la relación que se establece entre Connor, el nuevo novio de su madre, y ella. Cuando Connor aparece por primera vez en la acción, Mía reacciona como un ciervo encandilado ante lo que parece ser una figura paterna recién adquirida. Pero a medida que los encuentros se sigan produciendo, lo que parecía ser un sentimiento bondadoso mutará progresivamente en una inquietud y ansiedad incómodas que acarreará gravísimas consecuencias luego. El mayor acierto de Arnold, en este caso, es jugar muy acertadamente con las ambigüedades derivadas del relato: ¿Cuáles son las intenciones reales de Mía y Connor? ¿Ella tiene conciencia de la tela de araña que se va tejiendo a su alrededor? Las líneas nunca quedan claras, y la curiosidad malsana del atribulado espectador crecerá a medida que avanza el metraje. A pesar de su truculenta y sórdida temática, El rebelde mundo de Mía se destaca por su minimalismo y su calidez. Hay mucho para admirar: desde un guión fantástico, pasando por una fotografía de gran nivel y unas interpretaciones portentosas. No nos extraña entonces que haya arrasado en los premios Bafta y en los Brittish Independent Films Awards consiguiendo nada menos que el premio a la mejor película y a la mejor directora y actriz, respectivamente. Además de adjudicarse el Premio a la mejor película Europea de la temporada, galardón completamente merecido.
Angustias compartidas Un par de soberbias y humildes interpretaciones dan su razón de ser a London River. Tanto Brenda Blethyn como Sotigui Kouyaté (fallecido tras el rodaje y reconocido con el Oso de plata al mejor actor en el Festival de Berlín 2009 ) bordan sus respectivos roles de padres afligidos que esperan con inquietud y desasosiego alguna noticia de sus hijos desaparecidos después de los atentados terroristas del metro de Londres de 2005. La trama se centra en la relación conmovedora y muy realista entre los dos protagonistas, provinientes de mundos y culturas distintas. Quien espere ver un docudrama politizado a lo Paul Greengrass o un relato costumbrista a lo Mike Leigh se llevará una decepción. El director francés Rachid Bouchareb, nacido en París y de familia argelina, envuelve la película en un manto de aprensión, donde los silencios fantasmales y las miradas perdidas sustituyen en muchos instantes a los diálogos. El film transcurre de manera parsimoniosa y no extiende su historia a tramas paralelas. Dos personas solitarias que encuentran efímero consuelo y que afrontan, incrédulas, el trágico golpe de realidad al que se ven abocadas. La tensa espera de noticias; la posibilidad de que todo haya sido un malentendido que se resuelva de forma satisfactoria; la incomprensión y el temor a lo peor sobrevuelan cada fotograma. De la protagonista de Secretos y mentiras ya conocíamos su maestría a la hora de afrontar personajes dramáticos, pero el verdadero descubrimiento es Kouyaté. Es difícil imaginar esta película sin su desgarbado y estoico personaje. La paz y quietud que transmite en cada escena funcionan como contrapunto ideal del talante nervioso e inquieto de su alter ego en pantalla, quien tiene la oportunidad de explorar un caràcter plausible desde adentro hacia afuera. Quizás el conjunto resulte un tanto moroso y el espectador salga del cine con cierta sensación de que lo que se nos cuenta es demasiado simple, pero también es cierto que en ocasiones tener la capacidad de sintetizar el humanismo en imágenes no es una trea sencilla. Y aquí el director cumple su cometido con creces haciendo creíble toda la estructura sin caer en el sentimentalismo y sin perder el tiempo en escenas que no son realmente necesarias. En cierto modo se dan aquí algunas de las constantes del cine de Bouchareb: la necesidad de conocer la relaidad de las cosas por muy cruda que sea, la compasión, el amor de los padres para con sus hijos...todo siempre dentro de un marco histórico reconocible. Desde luego estamos ante una obra cuyo estreno estival choca de frente con todo el aluvión de taquillazos americanos que inundan nuestros cines (Depredadores, Aprendiz de brujo o Encuentro explosivo aparte). Aquí interesan sobretodo los efectos que pueden tener los eventos catastróficos en el comportamiento de las personas y las consecuencias posibles que pueden dificultar las relaciones multiculturales. Todo explicado desde la calma y con la ausencia total de estridencias, lo que permite el espacio idóneo para la expansión emocional de los protagonistas principales. En definitiva, un pedacito de buen cine que agradará sobremanera a los degustadores de historias sencillas pero explicadas de forma inteligente y veraz.
La amante inglesa El cine está colmado de historias de amor trágico, intensas, vividas de una manera absoluta y única por los protagonistas. El peor riesgo que corren este tipo de películas es concluir en la banalidad absoluta, forzar demasiado la descripción de los acontecimientos y las emociones y caer progresivamente en la ridiculez (El paciente inglés quizás sea el ejemplo más claro de este tipo de films). Aquí, en menor medida, en esta Partir que ahora nos ocupa, también atisbamos esa lenta agonía de una historia cuyo planteamiento inicial no cumple para nada sus expectativas finales. La realizadora francesa Catherine Corsini, quien alcanzara cierto reconocimiento con la comedia generacional La nueva Eva (La nouvelle Eve, 1999), comentó en algunas entrevistas que quería una historia contada desde una perspectiva exclusivamente femenina. En gran medida: un relato feminista para defender a todas aquellas mujeres que, una vez casadas, siguen siendo dependientes de sus maridos en todos los sentidos y no desarrollan su propia vida personal. La película logra comunicar esta buena intención, aunque el mérito sea más de la protagonista, una excelente Kristin Scott Thomas (casualidades de la vida también protagonizó El paciente inglés), quien sabe dotar en todo momento a su personaje de una espesura y una falta de concesiones que enriquece su presencia en pantalla. Sin embargo, cuando la explosión de sentimientos inunda la pantalla y las escenas más comprometidas hacen acto de presencia, la mano de Corsini se muestra menos precisa y más trivial, un poco menos creíble. El triángulo amoroso que tiene a Suzanne como eje central y a Iván (Sergi López, quien ya había trabajado anteriormente con la directora) y a Samuel (Yvan Attal) en los lados opuestos, no acaba de transmitirnos la fuerza y la intensidad derivadas del torrente de emociones creado cuando la primera se enamora perdidamente del segundo, un obrero español al que contrata el tercero en discordia, un marido incrédulo que no sabrá asumir la marcha de su mujer a los fornidos brazos de su amante. Hay un cierto aire de impostura que palpita en cada fotograma: no tan solo la protagonista engaña a su marido, sino que la directora nos induce a creer que nos hallamos ante una experiencia única; ante un amor sin barreras original, cuando lo contado lo hemos visto mil y una veces. Y por si fuera poco, se permite la libertad de utilizar algunos fragmentos de músicas de películas de Truffaut, compuestos por Georges Delerue y Antoine Duhamel, con el firme propósito de dotar al conjunto de una dimensión romántica adicional. De todas formas, hay que reconocerle a Partir algunos méritos que no deberían pasarse por alto: su estructura de escenas cortas que acaban en un abrupto fundido a negro y ayudan a crear un ritmo en la narración bastante interesante, aunque una vez sabidos por dónde van a ir los tiros (nunca mejor dicho, y si no ya verán porqué) pasa de ser un recurso efectivo a una simple reiteración en la forma que acaba por no aportar nada novedoso en el tramo final del film. También hay que reconocer una acertada sensualidad en las escenas de sexo entre los atribulados amantes (el cine francés le ha tomado el gusto a desnudar continuamente a Sergi López, y sus personajes suelen tener aventuras bastante subidas de tono con mujeres que han entrado en su más esplendida madurez), aunque en algunas ocasiones se les vaya un poco la mano, como en esa secuencia bucólica en la que los apasionados se aparean como Dios los trajo al mundo ante la única mirada de la inmensidad de la naturaleza. A partir de entonces, la violencia, física y psíquica, hace acto de presencia en el guión derivando hacia un último tercio en el que se desencadena la tragedia, aunque para entonces el interés por el porvenir de los afectados ya ha dejado de interesarnos lo suficiente y su final, supuestamente abierto, vaya fluyendo en nuestras retinas sin posibilidad de retentiva.