Amor y otras catástrofes Si decimos que la mayoría de las películas dirigidas por los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne son auténticas obras maestras seguramente me esté quedando corto. Títulos como La promesa, El hijo, El silencio de Lorna o El niño han recibido multitud de alabanzas por parte de prensa y público, traducido en un sinfín de galardones (Cannes suele ser plaza fija donde triunfan año tras año) y parabienes merecidos de todas formas. A través de sus films, han respetado siempre una coherencia en su trabajo. Son películas bañadas en cierto realismo que tiene sus raices en una linea más o menos militante. Quizás sean los cineastas que mejor han sabido traducir en imágenes sentimientos como el amor y la falta paterna; la amistad; el odio e incluso el perdón. A parte se les puede considerar como pioneros de un tipo de cine en el que la cámara parece que vaya pegada a la nuca de los protagonistas (no en vano se les ha acusado en alguna ocasión de rodar bajo los parámetros del cine Dogma). Lo que es innegable es que cada estreno de cada uno de sus trabajos es una celebración, y ahora nos llega esta El chico de la bicicleta, que viene avalada por haber cosechado entre otros el Gran premio del Jurado en Cannes 2011. La historia es tan sencilla de explicar como difícil de rodar: un niño, del que su padre no quiere saber absolutamente nada, es acogido por una peluquera, quien intentará por todos los medios que se vaya integrando en una sociedad que le repele. Otra vez la juventud perdida en conflicto con la autoridad paterna. La búsqueda del amor y su rechazo en los genes familiares es un tema recurrente en toda la obra de los Dardenne. En El niño un recién nacido era vendido sin pudor por su padre para sacar unos francos, mientras que en El hijo un padre afligido por la muerte de su propio hijo se vengaba del agresor que acabó con su vida. En este caso, los Dardenne nos ofrecen un relato menos dramático y más esperanzador donde el amor triunfa y los pozos de amargura se convierten en mera felicidad. Como siempre ocurre en sus films, la puesta en escena es magistral. Los encuadres son trabajados de forma milimétrica y nada se deja a la improvisación. La dirección de actores, perfectamente construídos también es exquisita, destacando sobremanera las actuaciones de una soberbia Cecile de France, una de las mejores actrices francesas actuales a reivindicar, y el sorprendente Thomas Doret, que nos regala una de las interpretaciones más viscerales y nerviosas, impropias de un debutante en la gran pantalla. Y con ellos, un fijo en los films de los hermanos: Jeremy Renier (a quien vimos hace poco en Potiche, de François Ozon), en el rol de padre que reniega de su hijo ya que le estorba en sus nuevos planes. El film es una delicia cargada de valores que debería proyectarse en todos los institutos; es hora y media de puro cine de sentimientos. La escena en que Samantha, la madre sustituta y Cyril se enfrentan en una lucha cuerpo a cuerpo destila una fuerza inaudita, y aquella otra en la que después de un accidente premeditado Cyril se levanta como un resorte en cuanto oye el móvil cuando todos se pensaban que había muerto refleja un canto a la vida tan surrealista como efectivo. A pesar de los impedimentos y trabas que la vida te pueda llegar a poner hay que levantarse y buscar a aquellas personas que te puedan ayudar a superarlos. Parece sacado de un libro de autoayuda, pero estamos hablando de cine y del bueno, un cine dotado de una profundidad y una sutileza muy difíciles de lograr. Los Dardenne observan el presente desde una óptica casi documental. El film no ofrece respuestas, lo que es un acierto absoluto ante tanta pseudo película que te explican una y otra vez como si se tratara de darte una papilla. Aquí el espectador debe poner de su parte, implicándose en un proceso emocional del que nadie puede ser ajeno. Recomendada a todos los amantes del cine en general y a los que gustan de historias corajudas en particular.
Cuestión de fe Por una vez -y sin que sirva de referente- antes de ver el último trabajo de Lasse Hallstrom prefería el nombre de La pesca del salmón en Yemen, título de la novela de Paul Torday en la que se basa el film que vamos a comentar a continuación y título a su vez con que se estrenó la película en España, a Un amor imposible (o Amor imposible, como se ha llamado en México), que ha sido la cabecera escogida en los países latinoamericanos para el lanzamiento de la película. Amores imposibles existen muchos y muy variopintos, pero gente pescando en el desierto ya es otro cantar. Lo que ocurre es que una vez finalizado el visionado del film uno se queda con la sensación de que ha asistido a un auténtico culebrón, de esos que suelen enganchar a las grandes audiencias; una cinta que si bien comienza de forma trepidante con un tono de comedia muy medido y acertado, con unos diálogos ajustados e hilarantes y con unas interpretaciones soberbias de todo el elenco, paulatinamente va torciendo su feliz planteamiento para proponernos una edulcorada y prescindible historia de un triángulo amoroso imposible, que hace aguas por todos lados. Pero vayamos por partes: que al director de esta singular adaptación del best seller al que hacíamos referencia con anterioridad le gusten los melodramas no es ningún descubrimiento, y así anteriores trabajos como Las reglas de la vida (ganadora de dos Oscars de la Academia), ¿A quién ama Gilbert Grape? o la más reciente Siempre a su lado, vienen a corroborar lo dicho. Lo que sorprende un poco más es su buen tino a la hora de integrar los elementos más comicos y surrealistas en el engranaje melodramático. Existen momentos en el film en el que la esgrima verbal entre los protagonistas es tan acertada que parece que estemos viendo cualquier obra clásica de un Billy Wilder o Ernst Lubitsch. Las réplicas y contraréplicas se suceden a un ritmo vertiginoso en el film y el espectador goza a la par que los intérpretes, quienes son capaces de transmitir con sus desacostumbradas actuaciones una empatía instantánea con el espectador. Y quien se lleva la palma, sin duda es una espléndida Kristin Scott Thomas (esta mujer está bien siempre, da igual que sea un dramón de los que no se puede soltar el pañuelo o una película de acción desbocada, o una comedia desenfrenada, lo cierto es que la actriz británica, afincada en Francia, lo borda). Aquí luce estupenda en su rol de asesora del primer ministro inglés, que debe hacer lo indecible para que las relaciones entre el Imperio Británico y los países musulmanes se lleven lo mejor posible. Para ello, y con una mordacidad digna de las mejores series y películas de humor británico (me vienen a la memoria la estupenda serie de los ochenta Yes minister y el film más actual In the Loop, de Armando Iannucci, estrenado en Argentina directamente en DVD) no cejará en su empeño, aunque ello signifique cometer las mayores y más arriesgadas empresas, como la que da origen a la trama del film, que no es otra que trasladar un montón de salmones escoceses al árido desierto yemení para introducir el noble arte de la pesca en unos parajes donde hasta ese momento su práctica parecía utópica y así hacer feliz a un filantrópico jeque árabe que ve en esta osada peripecia una buena oportunidad de introducir paz en terrenos belicosos. En su enconado y muy interesado empeño recibirá la inestimable ayuda de un atolondrado y taciturno profesor, experto en pesca con mosca (Ewan Mc Gregor) y una consultora, representante del acaudalado inversor árabe (Emily Blunt), quien acaba de perder en el frente de Afganistán a su novio soldado. Cuando el centro de atención de la propuesta es el alambicado y dificultoso operativo que se debe poner en marcha (tanto técnico como humano) para llevar a buen puerto la alocada idea, la película funciona muy bien. Ya la novela en la que se basa el film obtiene sus mayores elogios cuando se mezclan de un modo ágil y sugerente trozos de diarios de los implicados; declaraciones y entrevistas, emails, párrafos de comunicados de prensa... Aquí, son impagables los emails con bocadillo,a modo de comic incluídos, que se cruzan el primer ministro y su asesora, y que sirven para sentar las bases de las futuras acciones a llevar a cabo. Sin embargo, en cuanto abandonamos la situación humorística (que en alguna ocasión llega a filirtear incluso con el slapstick) y acudimos a los momentos más trágicos y dramáticos del relato, lo que se nos cuenta pierde sustancia y acaba por invitar al respetable público al bostezo más delator. Es una lástima que Hallstrom no haya optado abiertamente por la parodia y el humor absurdo como hilo conductor porque estaríamos hablando entonces de una muy buena película, y no de una obra símplemente correcta.
La comezón de los primeros años De entrada vale la pena resaltar la valentía de los responables de esta película de llevar a la pantalla un aspecto biográfico de Marilyn Monroe (el rodaje de El Principe y la Corista en 1957), y sobre todo la osadía de Michelle Williams a la hora de encarar una interpretación de la que contaba con todos los números para salir malparada, y es que dar vida en el cine a uno de los animales cinematográficos de todos los tiempos no es tarea sencilla. Su arrojo le valió un Globo de Oro en la categoría mejor actriz en una película musical o comedia y una nominación de los Premios de la Academia, aunque Meryl Streep en su caracterización de La Dama de Hierro le acabara arrebatando el preciado galardón. Una vez vista Mi semana con Marilyn podemos afirmar que Williams sale indemne de su aventura, atacando el personaje desde la sensualidad y la desprotección. Lo que ocurre es que ni posee la robustez ni la contundencia de Marilyn y, logros interpretativos aparte, ese es un rasgo que cualquier espectador va a notar desde el principio del film. Quizás es que tengamos el baremo del mito demasiado alto, pero pasaría igual si nos enfrentáramos a un biopic de James Dean o cualquier otro icono del cine de todos los tiempos. Arropada por un elenco actoral que sí sabe disfrutar de la oportunidad de recrear a grandes nombres del cine, en especial ese Kenneth Brannagh con zapatos nuevos emulando a su amado y referente Laurence Olivier; Judi Dench como Sybil Thorndike, y en menor medida una Julia Ormond un tanto desaprovechada en su papel de Vivian Leigh, la película se ve con agrado aunque no pueda en ningún instante desprenderse de un cierto aire a telefilm de sobremesa que no ayuda al conjunto de la acción. La trama en sí es una mera excusa para enseñarnos aspectos de la biografía de la diva que, si bien ya se habían apuntado en alguna que otra biografía desautorizada, ahora se muestran a sabiendas de que el film está basado en dos libros escritos por el autor británico Colin Clark, y su experiencia cuando acompañó a Marilyn durante el rodaje del film ya citado. En la adaptación cinematogràfica, Clark es un joven auxiliar de producción inexperto que caerá rendido y hechizado ante el magnetismo y la fascinación de un personaje único e irrepetible, iniciando una especie de relación medio amistosa que no llega a más dado el carácter inestable de quien ha hecho del capricho y veleidad su bandera. Tampoco ayuda a elevar el tono mediocre del film una realización plana de un director, Simon Curtis, que no ha querido arriesgar un ápice en su debut en el terreno del largometraje. La óptica desde la que se estructura la película es descaradamente academicista, muy brittish, faltando un tratamiento más profundo de algunos personajes que funcionan como meros arquetipos. Las escenas donde prima la ironía y la acidez están tratadas a la perfección, con diálogos rápidos y brillantes, llenos de ritmo y precisión. Otra cosa bien distinta ocurre en aquellos momentos donde la tragedia y la exultación dramática deben hacer acto de presencia; son secuencias faltas de fuerza y mordiente que dejan indiferente a quien las mire. A fin de cuentas, se trataba de enseñarnos el drama de una mujer ingenua que tuvo como única constante vital el abandono; una gallina de los huevos de oro manipulada por mentores malhechores que la envolvieron en falsos halagos y expectativas sobre unas dotes interpretativas que quizás jamás existieron. Michelle Williams intenta con ahínco y no poca profesionalidad demostrarnos todo ésto mediante una interpretación versàtil e importante, pero siempre uno se queda con la sensación de que no ha sido suficiente; que para mostrarnos el verdadero drama que acompañó a Marilyn durante toda su vida se hubiera necesitado un proyecto más ambicioso y con más enjundia. Mi semana con Marilyn se queda a medio camino entre una cosa y otra, y es que la humildad de la propuesta es su mayor enemigo. Quizá es que hablamos de una estrella inalcanzable y celestial, imposible de abarcar en su totalidad.
Huida a ninguna parte Essential Killing venía avalada por los premios cosechados en Venecia y las alabanzas recibidas en el pasado Festival de Cannes, sobretodo en cuanto a la interpretación de Vincent Gallo se refiere. Aquí, da vida a un combatiente (¿afgano?), quien tras deshacerse de forma violenta de quienes lo hostigan, emprende una presurosa e instintiva huída hacia ningún lugar. Aunque en un momento determinado es atrapado y confinado, vuelve a huir de sus captores tras un accidente en el que queda a la intemperie, todavía esposado, en mitad de un paraje inhóspito, con sus pies descalzos, completamente desorientado y sufriendo un zumbido incesante en los oídos, causado por la detonación de un misil estadounidense, mientras que hombres armados y uniformados, perros y helicópteros no cesan en su empeño por capturarlo. A medio camino entre El Malvado Zaroff (y sus incontables secuelas tipo Blanco Humano que jamás le llegaron a la altura) y la más reciente La Carretera nos encontramos ante un film en el que casi no existen los diálogos (el protagonista no abre la boca en la hora y media de metraje) ni falta que le hace. Es un ejercicio de cine instintivo, donde lo único que importa es la lucha por la supervivencia, unida a la propia confusión existencial del individuo. Vincent Gallo luce soberbio en su rol tan convincente de alimaña perseguida que habrá de afrontar todo tipo de riesgos para mantenerse con vida, si es que realmente consigue mantenerse. Durante parte de la acción lo vemos corriendo sin parar, tratando de no congelarse ni morirse de hambre. Para ello, no dudará a la hora de matar si es necesario, comer insectos o corteza de árboles, e incluso atacar a una mujer que está lactando para robarle un poco de su leche, aunque en el transcurso de su trepidante huida acabará encontrando instantáneo cobijo en los brazos de una mujer tan parca en palabras como él (una enigmática Emmanuel Seigner, en una aparición tan fugaz como fascinante). El único reparo que habría que ponerle a este estimable film es la intersección de unos molestos flashbacks que no aportan absolutamente nada al relato, pero se trata de peccata minuta en un trabajo en el que las luces ganan por goleada a las sombras. Una obra tan imperfecta como poderosa, virtuosa en el plano visual y auditivo, que vuelve a poner en primera fila al polaco Jerzy Skolimowsky, un realizador un tanto olvidado que durante su vasta carrera nos ha ofrecido trabajos tan interesantes como El grito (1978); Trabajo clandestino (1982) o El año de las lluvias torrenciales (1989), aunque empezó a conocer cierta fama gracias al guión de El cuchillo en el agua, que escribió para Roman Polansky. Lo que sorprende de su puesta en escena es la forma en que el realizador se las compone para ganarse la simpatía de un villano esencial, porque ¿hay alguna figura más odiada para el público estadounidense que la de un terrorista árabe?. Sin embargo, una vez que comienza la lucha por su vida, ya no lo vemos como un villano o una figura política, sino un ser meramente humano. También vale la pena destacar las argucias utilizadas por el cineasta para captar la atención del espectador desde el primer instante. Se trata de un cine de omisiones, donde se nos da la mínima información con el único objetivo de dotar a la narración de una confusión y misterio en una situación ya de por sí irreal. Esta experiencia se ve agravada por el hermoso telón de fondo, pero alienante de los bosques de Europa, donde la mera presencia de Mahoma parece una fantasía absurda. Esperemos que la avanzada edad del director (setenta y cuatro años recién cumplidos) no le impida seguir estrenando películas, aunque ya se ha anunciado la que será su próxima producción en la que tendrá un papel protagónico y que llevará por título September Eleven 1863. En esta ocasión trabajará bajo las órdenes del cineasta italiano Renzo Martinelli (Barbarroja, 2009). En cuanto a Vincent Gallo, verdadero baluarte que carga en sus espaldas con toda la fuerza del film, lo podremos disfrutar próximamente en Loosies, una comedia romántica en la que actúa junto a Peter Facinelli y Michael Madsen, y La Ligenda de Kaspar Hauser, sobre el conocido caso del individuo alemán que creció en cautiverio en completo aislamiento, personaje a la medida de los roles extremos que suele interpretar el actor americano.
Sí quiero... ¡comerte! Después del apabullante éxito conseguido en taquilla por las dos partes de REC, un auténtico fenómeno cinematográfico que sirvió para proyectar internacionalmente la nueva ola de cineastas catalanes especializados en cine fantástico y de terror, nos llega ahora la precuela de una saga que aún debe conocer una cuarta parte, que se rodará a lo largo de este año 2012. Si las dos primeras partes fueron dirigidas a la par por Paco Plaza y Jaume Balagueró, el primero ha sido el responsable de llevar a buen puerto esta REC: Génesis que ahora nos ocupa. ¿Y por qué el título de Génesis? Porque el horror comenzó en una boda... Nos situamos en el Casino de la ciudad de Sitges, uno de los lugares más emblemáticos para muchos de los que han trabajado en la producción de esta película, ya que el Festival de Cine Fantástico de Sitges ha sido la cuna donde muchos de estos realizadores (además de los citados hay que añadir nombres tan conocidos como José Antonio Bayona, Luis Berdejo, los hermanos Pastor, todos ellos trabajando ya en producciones hollywoodenses). Está a punto de celebrarse el enlace matrimonial entre Clara y Koldo, y todo parece ir como la seda. Los invitados se lo están pasando en grande e incluso algún secreto revelado hace que la jornada sea aún más especial. El ritmo frenético en el que transcurre la acción es la mejor arma utilizada por el director para mostrar una por una todas las convenciones del género sin opción a pararse a reflexionar sobre ellas. Aunque pueda parecer un recurso superficial de cara a que el espectador no tenga tiempo de reflexionar y reaccionar ante lo que acontece, lo cierto es que se inyecta un plus adrenalítico que le viene muy bien a la estructura del film. Son ochenta minutos en los que no paran de suceder cosas: los secundarios van desapareciendo a cuentagotas en un incansable “in crescendo” de brutalidad y gore. Aquí no existen ni arquetipos ni personajes sesudos. Todos son pasto en un momento u otro de esa horda de zombies desbocados que buscan carne humana a toda costa y que sólo se detienen ante las palabras de nuestro Señor Jesucristo (espectacular el gag protagonizado por el personaje de más edad que aparece y el Sonotone que le acompaña). Otro acierto incuestionable es el de saber introducir una verídica historia romántica entre tanto degüello y mordisco ajeno. Sentimos empatía instantánea por una pareja que ve como el día más feliz de su vida se torna inesperadamente en un baño de sangre sin control. Entonces deciden que su amor es lo primero y no cejarán en poner todo su empeño (y parte de su fisonomía) en superar todos los obstáculos impuestos por los muertos vivientes aunque para ello tengan que pasar por encima del cadáver de miembros (nunca mejor dicho) de su propia familia. En REC: Génesis advertimos, asimismo, detalles humorísticos e irónicos, filias y alguna que otra fobia, diseminados a lo largo de todo el relato. Por desgracia no todas las referencias contempladas podrán ser captadas por el público de fuera de España, ya que se tratan de localismos marcadamente autóctonos, como ocurre en el caso de algunas canciones y chistes sobre comunidades autónomas. Pero se tratan de momentos puntuales que para nada distorsionan el meollo del asunto, y es que si algo tienen las películas de zombies es que pueden ser comprendidas sin problemas a lo largo y ancho del globo terráqueo. La hemoglobina no se echa en falta para nada, e incluso existen escenas donde lo sanguinolento inunda literlmente la pantalla, como aquélla en la que aprendemos todo lo que se puede llegar a hacer con una batidora. Paco Plaza también se da el gusto de jugar con algunos referentes metafílmicos propios cuando decide, tras un primer tramo del film rodado cámara en mano (sistema conocido como “found footage”, santo y seña de las dos primeras entregas de la saga), cambiar de forma radical el formato y continuar la narración con la cámara tradicional, lo que significa un punto de ruptura que ha suscitado un encendido debate entre los seguidores y fans de la franquicia. No sabríamos decir si esta tercera (o primera, según se mire) es la mejor película de Paco Plaza (probablemente, si), pero sí que es la más personal, debido a que desarrolla su propio estilo temática y formalmente. Al igual que el “pop art” tradicional, la película reacciona ante los fenómenos de despersonalización y estandarización en la actual sociedad hipermoderna, donde el consumo absorbe e integra cada vez más esferas de la vida social y empuja al individuo a cosumir para su (in)satisfacción personal; un individuo orientado hacia el hedonismo, sometido a la tensión que surge de vivir en un mundo sin referentes, pero aplicados a un área tan restringida como el cine de género: por eso estamos ante uno de los ejercicios más vitriólicos y divertidos que uno ha podido disfrutar en los últimos años. Un deleite adictivo que nos lleva a desear la llegada de una nueva entrega lo más pronto posible.
La intención es lo que cuenta No deja de ser curiosa la costumbre que tienen las distribuidoras de cambiar a su antojo los títulos originales de las películas con el objetivo de vaya usted a saber. En el caso de la producción animada que nos ocupa se ha optado por transformar el original Dr. Seuss´ The Lorax por el más trepidante El Lórax: en Busca de la Trúfula perdida, en clara referencia a la primera de las aventuras clásicas de Indiana Jones. Qué tendrá que ver un arca con una trúfula supongo que eso lo conocerán quienes han optado por la valiente traducción; nosotros tan sólo podemos afirmar que en la película una trúfula es un tipo de árbol que escasea en la ciudad de Theneedville (algo así como La villa necesitada). Vayamos por partes: los mismos creadores y guionistas de la muy recomendable Mi villano favorito (de la que ya se está preparando una segunda entrega) se atreven ahora a trasladar a la pantalla grande una de las novelas más conocidas del Dr. Seuss (Theodor Seuss Geisel), un escritor y caricaturista estadounidense famoso por sus libros infantiles escritos bajo seudónimo. Entre sus narraciones que ya conocieron adaptación cinematográfica se destacan El Grinch, con un desatado Jim Carrey como protagonista; El Gato, con un no menos alocado Mike Meyers encabezando el reparto y la muy animada Horton y el mundo de los Quién. En esta ocasión, los directores de esta nueva adaptación de la obra de Seuss han recaído en la pareja de realizadores Kyle Balda, en su debut tras las cámaras después de un currículum admirable trabajando en el departamento de animación en films como Toy Story 2 o Bichos, una aventura en miniatura, y Chris Renaud, director de la ya citada Mi villano favorito y que, entre otras virtudes, se ha atrevido a dar voz a algunos de los animales del bosque en El Lórax. Ámbos, nos sitúan en una historia cautelosa sobre la responsabilidad ambiental y social, criticando la codicia corporativa, y haciéndonos partícipes de la necesidad de la sostenibilidad del medio ambiente, ya que sin ella las consecuencias pueden llegar a ser devastadoras. Este tema se resuelve como más oportuno y relevante en la actualidad de lo que pudiera llegar a ser en la época de los 70 cuando el visionario escritor norteamericano anticipó una problemática que, por desgracia, hoy está más candente que nunca. El problema es que lo que podría resultar una propuesta audaz como lo fue Una verdad incómoda, de Al Gore, se queda en una mera excusa para ilustrarnos una historia vista una y mil veces: la de un adolescente que para contentar los deseos de su amada no cejará en su empeño hasta que consiga su objetivo máximo, que en este caso es poder conseguir la semilla de un árbol con el que pueda repoblar la estéril tierra en la que habita. La película ganaría enteros si su puesta en escena resultara un poco más reposada; pero al ir dirigida a las plateas infantiles se le exige un ritmo frenético plagado de escenas de acción de parque de atracciones que acaban por ahogar el conjunto. Persecuciones, huídas y más persecuciones con el único objetivo de entretener sin más. ¿Y el mensaje que en teoría se nos debería quedar grabado a sangre y fuego? Pues se utiliza como mero “mcguffin” para justificar cabriolas y escenas vibrantes. Hay que reconocer la astucia de los creadores por idear personajes simpáticos que arrastran a la carcajada en más de una ocasión, con mención especial para los maravillosos cantapeces en concreto y para todos los habitantes del bosque en particular. Como siempre, si es posible, es necesario recomendar la versión original a la doblada (sobre todo en el caso de los fastuosos números musicales, que en español pierden gracia debido a lo forzado de las rimas). Es una pena no poder disfrutar de las voces de Danny De Vito, Ed Helms o Zac Efron, aunque en el caso del primero se ha esforzado por poner voz a El Lórax en varios idiomas, por lo que su acento ingés dota a su personaje de una peculiar caracterización. En definitiva, como suele ocurrir en muchos de los casos actuales en cuanto a cine de dibujos animados se refiere, estamos ante una obra que, en su afán por contentar a todo tipo de públicos, tanto adulto como infantil se queda a medio camino, de lo que podría haber llegado a ser si no hubiera tenido que pagar el peaje de la distracción a cualquier precio. En ese aspecto, la novela de 1971 supuso un aviso valiente de lo que estaba por venir, mientras que la película quiere cargar más las tintas en despertar la imaginación sin atender mucho a las raíces de la historia.
Espionaje que no pasa de moda Hay un topo en Cambridge Circus, la sede de los servicios de inteligencia de su Majestad y George Smiley recibe el encargo de descubrir quién es. Existen cinco sospechosos, todos en lo más alto del Circus. Una de espías clásica, adaptación de la novela homónima de John Le Carré. El Topo (originalmente Tinker, Tailor, Soldier, Spy) es una versión cinematográfica de una novela, que a su vez es la versión perfeccionada de otra obra del mismo autor. Me explico: la primera novela de John Le Carré fue Call for the Dead en 1961: hay topo, aquí nace George Smiley y su díscola mujer Ann, y también el amante además de espía de la díscola; es decir toda la sustancia de lo que después será Tinker, Tailor, Soldier, Spy, la novela de 1974 de Le Carré. La novela de 1961 tiene versión cinematográfica: The Deadly Affair de 1966 dirigida por Sidney Lumet y protagonizada por James Mason (en la película, el protagonista cambia de nombre respecto de la novela por unos derechos adquiridos por la Paramount, minucias). En 1979 aparece la serie de televisión de Tinker, Tailor, Soldier, Spy, que protagonizó Alec Guiness para la BBC. No es que Smiley sea muy sagaz, el topo siempre es el que se cepilla a su mujer. Cincuenta años después de la creación del personaje, no descubrimos ninguna novedad ni reventamos el final, el placer que proporciona esta película viene de los sentidos. Visualmente El Topo es una experiencia táctil, las capas se superponen como en el PhotoShop. El movimiento sutil crea un efecto corpóreo, nada que ver con el timo del 3D. Es una experiencia de cine total: uno deja las constantes vitales en manos ajenas y se deja hacer. Todo tiene textura, empezando por la sala de reuniones de la cúpula de los espías, insonorizada por el sistema clásico de pegar hueveras en las paredes; y a partir de ahí no hay nada liso. La música es un acierto, combina las melodías de la época con la creada por Alberto Iglesias (habitual en las películas de Pedro Almodóvar). The Second Best Secret Agent in the Whole Wide World de Sammy Davis Jr (tema de Licensed to Kill, una parodia de los 007) es cantada por los espías en la típica fiesta de empresa navideña. El himno de la URSS, que es a la vez triste y glorioso, marca un momento crítico para el protagonista George Smiley. La secuencia entera de la fiesta de Navidad es insuperable, con cameo incluido de John Le Carré. Julio Iglesias cantando La Mer (de Charles Trénet), ese cantante para momentos “estoy con el guapo subido”. Una canción jocosa como Mr. Wu's a window cleaner now (de la película Let George Do It de 1940) surge en el momento de máxima tensión donde uno de los personajes roba unos documentos críticos del Circus. La fantasía es un género para cultivar la libertad artística y el director del film, Tomas Alfredson, procede precisamente de una primera película de ese género (Criatura de la noche: Vampiros). La licencia artística, licencia para omitir, cambiar, añadir, agrandar… Muchas veces no nos enseñan a Karla, el jefe de la inteligencia soviética guarda su fuerza dramática en nuestra imaginación; ahora bien Ann Smiley es más objeto que personaje, se la ve dos veces brevemente, una de espalda y otra de perfil a contraluz, de hecho repasas el reparto y no hay ni actriz para el personaje, luego han vestido a una figurante. La personalidad de los cinco sospechosos viene iconizada, los vemos en retratos de grupo pero poco sabemos de ellos, para entrar en esos detalles harían falta los siete capítulos de la serie de la BBC de 1979; por eso cada icono debe sugerirnos un mundo interior e intenciones ocultas. Colin Firth, Toby Jones, Ciarán Hinds, David Dancik están espléndidos en este reto. El George Smiley también espléndido de Gary Oldman es más heredero de Alec Guiness que de James Mason. Es una película para ver en el cine, y si uno es amante de las películas de espías para disfrutarla varias veces.
Biopic de bajos vuelos Confieso que Meryl Streep no es de mis actrices preferidas, aunque siempre que acudo al cine a ver alguno de sus films intento despojarme de cualquier prejuicio previo para darle una oportunidad y descubrirle valores interpretativos que normalmente se me escapan. Con estas premisas me dispuse a disfrutar de La dama de hierro, último de sus trabajos que, como casi siempre ocurre desde hace ya más de una década, catapultarán a la actriz de New Jersey a su enésima nominación para los Oscars. Pues bien, más de lo mismo. Asistimos a un espectáculo interpretativo de gestos y mohínes varios donde da igual que el personaje homenajeado para la ocasión sea Margaret Tatcher, Christina Onassis o Cristina Fernández de Kirchner. Se trata de Meryl Streep en toda su esencia, y el resto de elementos que conforman el conjunto no tienen más objetivo que acompañar como meros comparsas su protagónico. Lo que si resulta muy curioso y digno de resaltar es como la directora Phyllida Lloyd, quien ya dirigiera a Streep en la muy movida Mamma Mia!, haya optado por trasladar a la pantalla una biopic tan descafeinada y poco creíble tratándose de una figura política tan emblemática y polémica como la de la primera mujer que llegó a alcanzar el rango de Primer Ministro en Gran Bretaña. Cualquiera que haya seguido de cerca la trayectoria de esta auténtica mujer conservadora (en todos los sentidos posibles) quedará atónito cuando vea como los pasajes más oscuros de su vida, tanto familiar como política (problemas de sus hijos con la droga, amistades tan poco aconsejables como las de Ronald Reagan o Augusto Pinochet, la guerra de las Malvinas) son tratados de forma harto superficial o incluso son obviadas de manera sonrojante. El público argentino, por ejemplo, tiene todo el derecho del mundo a indignarse cuando se den cuenta de que aquella mandataria británica, a quien no le tembló la mano ni tan sólo un instante para enviar a sus tropas a una cruel guerra, se convierte por obra y gracia de los milagros del guión en una mujer piadosa y compungida que sufre por el destino de sus soldados, enviando a sus madres de su propio puño y letra una carta donde se muestra compasiva y comprensiva. Un auténtico disparate. En algunas escenas donde se ensalzan los logros y se minimizan los errores parece una cinta que filirtea con la ciencia ficción en lo que podría denominarse más como política ficción . Es una pena, porque aparte de la diva de la función desfilan por la pantalla un plantel de actores muy dignos que se ven ninguneados por un libreto que no les presta la más absoluta atención. Nombres tan importantes y reconocidos de la escena británica como Jim Broadbent (el profesor Horace Slughorn de la saga Harry Potter) o Iain Glen (conocido por la serie Games of Thrones), quedan eclipsados ante la proliferación de muecas, guiños y monerías varias de una actriz que, aparte de haberse convertido por derecho propio en un icono gay, tiene todos los números para convertirse en la reina de los tics, lugar que en versión masculina hace tiempo que lideran Robert de Niro y al Pacino. Pero como no todo va a ser negativo en esta pasable película, debemos de destacar la labor de maquillaje a base de capas que permite que los saltos temporales que abundan en la trama tengan una fuerza y credibilidad inusitada, así como aquellos momentos en los que, después de haberse graduado en la prestigiosa universidad de Oxford, la Tatcher debe lidiar con una cantidad ingente de políticos varones, chapados a la antigua, que no permiten que una mujer venga a aleccionarles sobre cómo se debe dirigir un país. Y por supuesto, no se puede obviar la vertiente camaleónica de una actriz que no sólo calca el acento y la pose de su personaje sino que incluso llega a fagocitarlo. Si consigue o no convencer a los miembros de la Academia de las excelencias de su trabajo, ese es otro cantar, pero lo que queda bstante claro es que La dama de Hierro, como película se queda en un absoluto quiero y no puedo.
Mujer al borde de un ataque de nervios Avalada por el premio a la mejor dirección en la pasada edición del Festival de Cine de San Sebastián, decisión por cierto muy protestada por parte de la crítica que no entendió como una propuesta tan aséptica se encumbrara por delante de otros trabajos mucho más convencionales, llega a las carteleras argentinas La mujer sin piano, de Javier Rebollo. De entrada no está de más advertir a los espectadores que acudan a ver la película de que se trata de un plato bastante difícil de digerir; su ritmo paulatino, sus casi inexistentes diálogos y su desnuda puesta en escena pueden provocar más de un abandono en la sala, sobre todo si no se sabe qué tipo de película se va a ver. Al igual que autores como Lisandro Alonso o Isaki Lacuesta, por poner dos ejemplos referenciales en el que se puede incluir a Rebollo, se busca en cierta manera poner a prueba la paciencia del público a base del estaticismo y el hieratismo actoral. Aquí, la acción brilla por su ausencia, y la proeza más atrevida de la heroína del film es beberse sin pausa tres copas seguidas de coñac. Es necesario destacar a su vez que nos encontramos ante una apuesta arriesgada y valiente. Carmen Machi, la protagonista absoluta de la función, es una conocida cómica de la televisión española que ha triungado en series como 7 vidas o Aida, dando vida a una mujer coraje que es un auténtico terremoto verbal y físico. Rebollo se atreve a despojarla de todos los aspectos que la han aupado a la fama y la somete a una especie de tercer grado donde no le permite ni un aspaviento ni una voz más alta que otra. Y Carmen Machi nos deslumbra con un conjunto mínimo, pero increíblemente eficaz. Nos encontramos con una mujer desencantada de la vida, un auténtico punto y aparte que es obviada tanto por su familia como por una sociedad que la repele y ningunea. Su rutina es tal que una noche decide coger una maleta y marcharse a conocer el mundo, aunque ese nuevo universo tan sólo sea una estación de autobús medio vacía o el bar de la esquina. Su aventura será corta pero muy intensa: conocerá a un polaco buscado por la policía, recorrerá todos los establecimientos que siguen abiertos hasta altas horas de la noche, y finalmente se dará cuenta de que necesitaba aislarse para poder encarar el nuevo día a día, cargado de costumbrismos y repeticiones. Si urgamos un poco en las diferentes capas que nos ofrece el film (y conseguimos no sucumbir a los cantos de sirena que en ocasiones nos invitan a quedarnos dormidos en la butaca), veremos que actúa de manera sobresaliente como metàfora de la más rabiosa actualidad, en un mundo completamente esterilizado donde el control de la persona se ha convertido en ley (cámaras por todos lados, presencia policial contínua...), denunciando así las políticas promulgadas por el poder supremo de la globalización. También es elocuente la crítica hacia la actitud consumista de la gente (el desconocido polaco se dedica a reparar aparatos electrónicos que la gente tira de forma indiferente) o la progresiva despersonalización de los trabajadores que atienden en los puestos nocturnos ( y que en ocasiones parecen más robots que humanos). Un punto extraño que también ha suscitado encendidas discusiones es la utilización que aquí se realiza de la banda sonora. Tan poderosa como confusa, adquiere tintes surrealistas para que se pueda percibir desde una nueva perspectiva, creada para la libertad y grandeza. Sin duda, uno de los mayores aciertos del film. En definitiva, ante el aplauso que ha suscitado entre la crítica más engolada, quien asegura sin pudor que algo se está moviendo en el cine español (ya me dirán qué) y el rechazo absoluto de quien no entiende absolutamente nada, quien escribe opta por un término medio. La mujer sin piano ni es una obra encumbrable ni desdeñable, aunque sí muy, muy diferente del resto.
La pasión por la verdad El llamado nuevo cine rumano disfrutó de un boom espectacular a principios de siglo XXI. Películas como La muerte del Señor Lazarescu (Cristi Puiu, 2005); 12:08 al este de Bucarest (Corneliu Porumboiu, 2006) o 4 meses, 3 semanas y 2 días (Cristian Mungiu, 2007) sorprendieron gratamente al público asiduo de festivales, lo que se tradujo en su estreno en pantallas comerciales de todo el mundo, algo absolutamente impensable años antes. Partiendo como punto de origen de temas rumanos, problemas que hay allí, incluída la relación con el pasado dictatorial y las consabidas dificultades para establecerse después de un periodo tan funesto, este puñado de valientes realizadores a contracorriente centran sus proyectos en concentrarse mucho en la verdad de cada historia que relatan, hasta que ésta trasciende de lo puramente local hasta llegar a una cosa universal. En ésto radica su éxito: aunque tienen como inicio una problemàtica cercana, a través de la pasión por la búsqueda de lo verdadero alcanzan cotas universales. Ha pasado más de un lustro desde que El señor Lazarescu, a la que hacíamos antes referencia y que fuera pionera en este tipo de films, sedujera a jurados como el de Festival de Cannes o la Asociación de Críticos de Los Ángeles, pero la cinematografía rumana no ha dejado en todo este tiempo de regalarnos pequeñas joyas a cuentagotas que no han rebajado ni un ápice el alto nivel alcanzado por sus predecesoras. Ahora, de la mano de Razvan Radulescu, uno de los guionistas más lauredos de esta nueva ola de cine rumano y bajo la dirección de Radu Muntean, a quien se conoce por títulos como Furia (2002) o Boogie (2008) nos llega Tuesday after Christmas, reconocida con los Premios a la mejor Película, mejor actor y mejor actriz (ex-aequo para las dos excelentes protagonistas del film) en la 48º Edición del Festival Internacional de Cine de Gijón. La trama podría desgranarse en tan sólo un par de frases, lo que acentúa el simplismo de la premisa: Paul, un hombre infelizmente casado, mantiene una relación adúltera con Raluca, de la que está perdidamente enamorado. Paul decide explicárselo a su mujer, lo que desencadenará una serie de previsibles consecuencias. A partir de ahí, y con unos pocos mimbres, el director nos introduce en un mundo apasioante de sentimientos exacerbados y silencios dolorosos. Las escenas poseen una fuerza brutal, apoyadas en unos actores en estado de gracia y unas situaciones puras y cristalinas. El deseo de alcanzar la sinceridad más pura se apodera del protagonista, un hombre normal que se encuentra atrapado entre dos realidades contrapuestas. Sabe que su felicidad pasa por el dolor ajeno; por destrozar su propia estabilidad familiar, pero también es consciente de que no puede engañar a su corazón; que no puede ponerle trampas a la vida y éste le dicta que tome las decisiones necesarias, por muy contraproducentes que sean, lo que da como resultado momentos de una tensión ambiental indescriptible (sobre todo en la escena de la traumática confesión). Estamos ante un cine que intenta emular visualmente al Cinema Verité francés, pero a diferencia de aquél, partimos de un guión herméticamente cerrado y una cámara que reposa y deja fluir las emociones de todos los implicados, lejos de cualquier convención y manierismo, salvo las propias que marca la tradición. Esa Navidad que sobrevuela los deseos de regalos de los héroes de la función y que a la vez actúa como elemento opresor que perpetúa un poco más una situación que está a punto de estallar en mil pedazos. Tuesday after Cristmas es una gran película, trufada de una sencillez que abruma. Cine honesto, despojado de cualquier artificio y que apunta directamente al alma del espectador, que sufre -y de que manera¡- al lado de lo cruel que puede llegar a ser la propia realidad. También hay que destacar la utilización, en algunos casos, de una fina ironía que sirve de respiradero ante lo opresivo de las situaciones que se nos explican, llegando incluso a existir algún apunte autoparódico (el momento en el que los dos amigos se disponen a ver en DVD 12: 08 al este de Bucarest). Lo mejor: la escena en el dentista, donde coinciden el trío protagonista. Lo peor: que pase desapercibida entre tanto blockbuster inservible.