Es algo exótica la propuesta de Karakol, cuyo título poco indica a priori. El algo misterioso nombre de este film argentino puede inducir a sospechas con tantas “k”. Alguno puede imaginar que se refiere a un animal que se pronuncia idénticamente. Habrá otros que lo asocien por la peculiar escritura del título a nuestro país. Pero lo que pocos imaginarán es que más de la mitad de su metraje transcurre a más de diez mil kilómetros de distancia. El lago Karakul, tal su forma correcta de redactarlo pues normalmente se lo escribe así aunque en cirílico, se encuentra en la república de Tajikistán. Esta limita al sur con Afghanistan y al norte con otras ex repúblicas soviéticas (Uzbekistán y Kirguistán). El lago es veinte veces menor que el Titicaca, pero es el más profundo y alto del mundo (3.900 metros), superando al que separa a Bolivia de Perú en apenas cien metros. Alrededor de Clara (Agustina Muñoz) gira toda la historia, que más se parece a un par de mediometrajes, donde el primero transcurre en Buenos Aires y el restante casi totalmente en el lejano país asiático. La primera parte tiene como atractivo la presencia de dos actrices de muy diversa procedencia. Es un gusto volver a ver a Dominique Sanda, que hacía muchos años que no tenía un rol relevante en el cine. Ella es Mercedes, mujer cuyo marido acaba de morir, siendo el encuentro con sus tres hijos la trama “local”. Pero es su hija Clara la que domina la intriga ya que desde la escena inicial con su compañero nos genera cierta duda sobre la estabilidad de la pareja. Una vez en la casa de su madre, toma protagonismo la tía (Soledad Silveyra), quien debe escuchar los lamentos de Mercedes al afirmar que “me invaden constantemente”, en referencia a sus hijos. La locuacidad de la hermana de su marido fallecido contrasta con cierta parquedad de Mercedes, aunque entre ambos personajes se percibe una buena química personal. Conociéndola personalmente a Dominique, que hace muchos años vive alternativamente en Buenos Aires y José Ignacio, uno adivina que esa buena relación humana no solo se da en la ficción sino también probablemente en la vida real. La actriz de El jardín de los Finzini Contini se ha adaptado muy bien al Río de la Plata y es feliz con el cambio geográfico y de vida, incluso alimentario (vegetariana). El acento francés ha quedado, pero sin dudas sigue siendo una gran actriz, con un digno castellano. Con la excusa de un viaje a Estambul para asistir junto a algunas amigas al casamiento de otra de ellas, Clara emprende en verdad otra travesía. Y luego de un corto pasaje por Turquía (Mezquita azul incluida), la vemos llegar al aeropuerto de Bushanbe (capital de Tajikistán) y de allí al pueblo de Karakul. Vivirá en una casa privada y visitará el lago con la ayuda de un guía, quien le comentará sobre la cercanía de la frontera china y que existeuna zona “de nadie” (buffer) que separa a ambos países. Durante su residencia en un país cuyos habitantes prefieren hablar el ruso y no su propia lengua (algo similar a lo que este cronista comprobó en Odessa, la cuna del Potemkin), encontrará la respuesta a dudas que tenía de su familia y de su fallecido padre en particular. Y además tendrá un reencuentro con el “primo” Matías (no queda muy claro el parentesco), que viaja especialmente desde París para verla. Cierto convencionalismo en este segmento, cercano al final del film, y una especie de epílogo a su regreso a la Argentina no aportan mucho al conjunto. En el balance, se trata de un film ameno donde sobresalen algunas actuaciones como la de la protagonista central, no así el cameo de Luis Brandoni que en nada suma. Hasta podría calificarse de algo pretencioso al conjunto, que al pretender abarcar demasiadas temáticas, deja un sabor a poco. La realizadora debutante Saula Benavente tuvo sí el acierto de contar con la participación de Fernando Lockett, tanto en cámara como en fotografía.
La inspiración teatral basada en las vivencias de un autor a fines del siglo XIX Probablemente el título original francés no haya sido utilizado en casi todo el resto del mundo, incluido nuestro país, por su escaso “gancho comercial”. Pero es el que más se acerca al espíritu del film, ya que refiere a un breve periodo de la vida del escritor Edmond Rostand, autor de la obra teatral (en alejandrinos) “Cyrano de Bergerac”. Transcurre en el último quinquenio del siglo XIX, pocos años después de la inauguración de la Torre Eiffel (cuya silueta se muestra en un París sin edificios de gran altura). La acción se inicia a fines de 1895, con Edmond saliendo del teatro donde acaba de fracasar una de sus tempranas obras. En su apesadumbrada caminata, el escritor pasa delante e ingresa en un pequeño teatrito, a un franco la entrada, que lleva el nombre de Cinémathèque Lumière. Y lo que allí ve son las imágenes de films, como la célebre “Salida de los obreros de la de la fábrica Lumière”. Mencionando más tarde su primera experiencia cinematográfica, comenta que “en diez años no habrá más teatro”. Y se equivoca solo a medias ya que acierta en lo que al futuro del cine se refiere, pero no a la muerte de la representación en escena. La acción salta a tres años más tarde, estamos ahora en diciembre 1898, cuando hace su aparición otro personaje central del film: Constant Coquelin. Quien lo encarna con notable justeza es Olivier Gourmet, el actor fetiche de los hermanos Dardenne. Coquelin, personaje real, fue un gran actor francés que tras pelearse con la Comédie Française pasó a trabajar en el Théâtre de la Porte Saint Martin. Al cruzarse con Rostand le sugiere que escriba una obra de teatro para él, y es allí cuando la trama se encauza hacia lo que será el núcleo de Cyrano Mon Amour. Porque de allí en más, con un ritmo ininterrumpido y frenético, irán apareciendo diversos personajes que, muy a menudo sin saberlo a priori, alimentarán la inspiración del autor. Así su amigo Leo le pedirá lo ayude a conquistar a Jeanne, cuando debajo de un balcón (con Edmond oculto) le “sople” palabras conquistadoras. O también cuando escriba las cartas de amor, que supuestamente Leo redactó. Después de mucho pensar será nada menos que Honoré (bella composición del actor Jean-Michel Martial, lamentablemente fallecido poco después de la filmación), el dueño del café que lleva su nombre y contiguo al teatro, quien le preste las obras de un escritor del siglo XVII. Su nombre, Savinien de Cyrano, quien adoptó el nombre Bergerac (localidad en donde heredó bienes de su abuelo) y lo cambió al muy célebre Cyrano de Bergerac. El grueso de la historia tiene la gran riqueza de hacer desfilar a personajes tan célebres como la inigualable Sarah Bernhardt (gran composición de Clémentine Celarié), el también afamado autor teatral y rival de Rostand, Georges Feydeau (lo encarna el propio Michalik) y hasta un famoso ruso, Anton Chejov, de paso por París. La estética del film está muy lograda a través de una reconstrucción de época estupenda y un uso interesante de la música no diegética (por allí se escucha el Bolero de Ravel, compuesto en realidad treinta años más tarde), que contribuyen a realzar los efectos formales del film. Pero lo más divertido son las idas y vueltas de la escritura de “Cyrano de Bergerac”, donde Edmond va agregando actores y personajes para desconsuelo de los inversores que por suerte tienen un burdel, fuente segura de financiamiento. Es este sitio donde tienen lugar escenas muy graciosas, como la que protagoniza Jean, el hijo de Coquelin, a quien su padre impone como actor. El dueño del teatro (el actor Dominique Pinon, de Amélie y Alien: La resurrección) y los que ponen la plata se resignan a aceptar al obeso Jean para no perder al intérprete de Cyrano. Rostand es interpretado con gran convicción por el poco conocido Thomas Solivérès, mientras que la actriz que personifica a Roxane es la más renombrada Mathilde Sagnier. Su apellido además ha adquirido gran popularidad gracias a su hermana menor Emmanuelle, también actriz y esposa de Roman Polanski. La obra “Cyrano de Bergerac” fue llevada al cine varias veces y es probable que la más faosa sea la protagonizada por Gérard Dépardieu. Ganó efectivamente el premio a mejor actor en Cannes y fue nominado al Oscar, que no obtuvo a diferencia de la de 1950, cuando el director y actor José Ferrer ganó el premio de la Academia en esta última categoría. Otros recordarán Roxanne, con Steve Martin en el rol central, pero la que aquí se presenta es muy diferente. No esperen ver la representación completa de la obra de Rostand, sino más bien la probable historia de cómo se gestó su escritura ante la inspiración de su autor. Y tampoco es una biografía, ya que sólo cubre un corto periodo de su vida (el más fecundo), sin mencionar por ejemplo que murió a causa de la “gripe española” en 1918. Pero lo que resulta indudable es que Alexis Michalik logra interesar en el gran desafío de ser original. Más aún vale destacar que este es su debut como realizador, luego de una carrera importante como actor.
Como viene ocurriendo en sus últimas películas, Una vida oculta de Terrence Malick tiene una duración algo excesiva, de casi tres horas. Transcurre básicamente en Austria y Alemania y está inspirada en hechos y personajes reales. Las primeras imágenes ya permiten reconocer la época en que la trama transcurre, pues muestran a Hitler recorriendo Berlín y Nüremberg así como su casa en el conocido Berghof, en las cercanías del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Acto seguido, la cámara nos transporta a St. Ragebund, un paisaje bucólico y campesino en Austria, introduciendo a los personajes centrales de la historia. La familia de Franz Jaegerstatter (August Diehl) está integrada por su esposa Fani (Valerie Pachner) y sus tres hijas. Sorprende un poco que el director de El árbol de la vida haya optado por que los diálogos de la película sean predominantemente en inglés, ya que todo su reparto es de habla alemana, lengua que hubiese sido preferible utilizar. Incluso hacia el final se lo ve a Bruno Ganz (una de sus últimas actuaciones antes de fallecer) hablando en inglés, pese a ser originario de la Suiza de habla germánica. Franz no está dispuesto a ir a la guerra ya que no coincide con el nazismo, cree que es una guerra injusta y su posición es más próxima a la de un objetor de conciencia que a la de un resistente. En su propio pueblo lo consideran un traidor y lo desprecian al igual que a su familia. El cine ha llevado a la pantalla en varias oportunidades la vida de personas que se opusieron a un régimen autoritario, y en el caso del nazismo vale recordar la película sobre Sophie Scholl y su Rosa Blanca como uno de sus máximos exponentes. La acción del film transcurre en 1942, cuando Hitler parecía el triunfador de la Segunda Guerra Mundial, y en su parte final en 1943, cuando ya empezaba su retirada luego de su fallida invasión a Rusia y la derrota en Stalingrado. En ese momento reencontramos a Jaegerstatter trasladándose desde (posiblemente) Terezin a Berlín. Veremos los momentos más tensos cuando sea torturado y se le ofrezca la libertad a cambio de la firma de una declaración a favor del fascismo alemán. Nuevamente hay un fuerte contraste con el juicio a Sophie Scholl, ya que ella fue condenada a muerte por el temible juez Freisler. En Una vida oculta quien preside el jurado es más condescendiente, encarnado por el ya nombrado actor suizo. El film transmite una fuerte impronta religiosa y hasta parece algo excesiva la libertad con que se mueve la iglesia católica, por ejemplo manifestándose (procesión). Es sabido que el nazismo combatió a los creyentes cristianos, aunque obviamente sin la ferocidad con la que se ensañó con otras colectividades e ideologías como la judía, gitana y comunista. Llama la atención la ausencia de alusión alguna a éstas, cuando el espectador sabe que en 1943 los campos de exterminio ya eran bastante comentados a escondidas, incluso entre la propia población alemana. Sin alcanzar el nivel de obras tempranas como Días de gloria y La delgada línea roja, el noveno largometraje de Malick no defrauda, aunque no ha sido lo mejor de la Selección Oficial de Cannes, donde brillan Almodóvar y Tarantino.
En su primer largometraje de ficción, el hasta ahora documentalista Ladj Ly filma nuevamente en el barrio de Montfermeil, donde conviven diversas comunidades con cierto predominio árabe. Hasta allí llega un joven policía, interpretado por Damien Bonnard, para incorporarse a una dupla experimentada de la escuadra anti crimen. Les Misérables no es una nueva versión de la célebre obra de Victor Hugo, pero tiene en común el estar ambientada en el mismo suburbio donde transcurría la historia de Jean Valjean. De hecho el film se inicia con la siguiente cita del célebre libro: “Pacifico y agradable lugar, que no estaba en la ruta de nadie”, obviamente una irónica descripción aplicable también a lo que la película ilustra. La primera escena mostrando la alegría de los franceses en ocasión de la conquista de la última Copa del Mundo puede llevar a confusión, pero en verdad es una simple excusa para ir introduciendo a algunos de los jóvenes protagonistas, residentes en los alrededores de Paris. Uno en particular, un adolescente que roba un cachorro de león de un circo, será protagonista central de la historia al ser herido gravemente durante los encuentros con el trío policial. La violencia, sobre todo durante los enfrentamientos finales, está brillantemente filmada en un dramático crescendo. Papel no menor tendrá un chico que graba con un dron la agresión al joven ladrón y la búsqueda desesperada del trío policial de dicha filmación. Un gran mérito de Les Misérables es que se sitúa en una posición algo equidistante entre policías y “ladrones”, como lo atestigua claramente la última escena de la película. Seguramente será superada a la hora de los galardones de la Selección Oficial por otras obras de talentosos realizadores como Tarantino, Almodovar, Malick, Bellocchio, Loach e incluso francófonos (Dardennes, Desplechin, Kechiche). Pero al menos, en opinión de este cronista, es una obra rescatable, sobre todo si se la compara con la de Jarmusch o la canadiense (La femme de mon frere), deplorable inauguración de Un certain regard, segunda selección detrás de la Oficial.
El cine israelí continúa teniendo buena presencia en Argentina Mientras que numerosas cinematografías otrora presentes en nuestras pantallas (Europa del Este, China, Irán) han entrado en un cono de sombra, la israelí no ha perdido terreno. Con una producción anual que viene oscilando entre 20 y 30 títulos, la que llega a nuestro país varía entre dos y hasta cinco películas (año 2017) por año. En los últimos veinte años, la mitad de la producción aquí estrenada corresponde a la categoría “opera prima” y en varios casos dirigidas por mujeres. Esta última condición corresponde a El acoso de Michal Aviad, su segundo film de ficción pero con numerosos documentales en su haber. Otra de las características del cine de Israel es la variedad temática, donde no sólo se plantean cuestiones ligadas a la realidad política (la cuestión Palestina, el ejército, la población árabe) y religiosa, sino también social, en un sentido amplio. Los temas de diversidad sexual así como los casamientos concertados forman parte de esta última temática, la cual es abordada por el film que nos ocupa. Desde el comienzo mismo queda claro que toda la trama girará alrededor del personaje de Orna (Liron Ben-Shlush) y su trabajo en una empresa inmobiliaria y de construcción de edificios. Las “torres” a la venta están localizadas en la costa, al sur y muy cerca de Tel Aviv (Rishon LeZion), compitiendo con obras similares en Netanya, al norte de la mayor ciudad de Israel. Entre los compradores potenciales sobresalen los rusos y franceses, dando lugar a situaciones risueñas que no parecen preanunciar “conflicto” alguno. En verdad este aparece cuando el marido de la protagonista le comenta que las cuentas no cierran en el modesto restaurant de su pertenencia. Es entonces cuando cobra importancia Benny, el jefe de Orna, quien le propone a ella un incremento de sueldo más una comisión por ventas, elogiando las cualidades comerciales de la joven. Pero como dice el refrán “cuando la limosna es grande…”, aflora pronto un nuevo conflicto que desplaza al anterior. Sin dejar de plantear una cuestión algo convencional y relativamente habitual en las relaciones laborales, la situación se complicará para Orna y alcanzará su punto de máxima tensión cuando viaje con Benny a Paris para convencer a potenciales compradores galos. Casi monopolizada por el terceto central, la historia tendrá alguna participación de otras dos mujeres: la madre de Orna y la esposa de su jefe. No debería sorprender el peso de las protagonistas femeninas, teniendo en cuenta que a ese género pertenece también la realizadora del film. Y tampoco el planteo, en cierto sentido feminista, de un tema de enorme actualidad, perfectamente aplicable a muchas otras sociedades, sobre todo occidentales.
No todo es lo que parece cuando abundan las mentiras Puede intrigar que El buen mentiroso esté ambientada en un Londres de hace diez años (¿por qué no actual?), siendo que no se refiere a una historia real con fecha precisa sino de pura ficción. Y recién hacia al final el espectador comprenderá el justificado “lapso” de apenas una década. Desde el mismo comienzo, cuando un hombre mayor como Rob se conecta por internet con Betty a través de uno de esos sitios, que actualmente se contactan por celular, queda claro quién es “el buen mentiroso”. Ian McKellen, más conocido por el personaje de Gandalf, muestra la hilacha desde el inicio cuando lo vemos pergeñando con su socio una estafa financiera a ilusos inversionistas. Su próxima víctima será la viuda que encarna la gran Helen Mirren, Oscar por La Reina, con quien se encuentran por primera vez en un restaurant. Cuando Rob le propone acompañarla a su casa se encuentra con la inesperada sorpresa de que a ella la espera, para conducirla a su hogar, su joven nieto. Stephen (Russell Tovey), tal su nombre, está investigando los años en que Albert Speer, arquitecto del nazismo y luego ministro de defensa de Hitler, pasó detenido en Spandau (Berlín). De hecho en un viaje que la nueva pareja de viudos emprende a la capital de Alemania, sus caminos volverán a cruzarse. La elección del lugar no es caprichosa, ya que la trama bruscamente se bifurcará. Es probable que para algunos espectadores las nuevas “mentiras”, que develarán algo bruscamente el relato, no le resulten del todo verosímiles. De acontecer ello la película perderá para ellos buena parte del interés. Para los demás, probablemente menos exigentes a la hora de la rigurosidad, las revelaciones le resultarán convincentes, potenciadas por la calidad interpretativa del dúo central. No es casual que esto ocurra ya que tanto McKellen como Mirren son ingleses y su carrera actoral no se limita al cine sino también al teatro, sobre todo en el caso del primero. Dirigió Bill Condon, realizador irregular, cuya obra más lograda (Dioses y mosntruos) también contaba con la participación de Ian McKellen. Será la tercera vez que se encuentren ya que también lo hicieron en la no estrenada Mr. Holmes.
Uno de los principales acontecimientos del 76° Festival de Venecia ha sido la presentación de Guasón, cuya exhibición no ha desmentido en absoluto las expectativas, y que le saca ventaja a Toronto, donde se verá una semana más tarde. No es, se sabe, la primera vez que se lleva al cine al personaje de Arthur Fleck, como lo demuestran versiones anteriores con actuaciones sobresalientes de Jack Nicholson, treinta años atrás, y de Heath Ledger. Pero algo nos dice que el de Joaquin Phoenix quedará en la historia como el más memorable; además de casi no haber alusión a las películas anteriores, donde Batman era el personaje central. Phoenix ha sido tres veces candidato al Oscar, pero nunca lo ganó aunque esta vez sus chances son muy grandes (y merecidas). Todd Phillips, a quien uno recuerda por la trilogía de ¿Qué pasó ayer?, ha cambiado el tono de su filmografía al presentar un drama, casi podríamos decir un thriller. A lo largo de casi dos horas el crescendo es continuo, y de no conocer al personaje uno podría sorprenderse por la evolución que va sufriendo. En el inicio vemos imágenes de televisión de una Gotham City devastada por tragedias como un creciente desempleo, precios del petróleo en constante ascenso y sobre todo la invasión de “Big rats”, que llevan a un periodista a afirmar cuán bueno sería conseguir “Big cats” para combatir el flagelo. Esas imágenes las está viendo Arthur junto a su madre en un viejo televisor y se pueden también leer como una crítica social. Además dicha escena sirve de introducción al estado físico (se lo ve muy flaco) y mental del aspirante a comedian y más precisamente de ejecutante de stand ups. Una emisión de la televisión mostrará a un popular animador de nombre Murray Franklin (Robert de Niro) con público presente festejando las entrevistas del programa. Y un día entre los espectadores se encontrará al propio Arthur, cuya estruendosa risa motivará a que Murray lo invite a salir en pantalla. Pronto surgirá la explicación de esa incontenible risa (gran logro de Phoenix), producto de un daño cerebral sufrido por viejos golpes. Una psicóloga que lo atiende regularmente no le presta mucha atención y él en algún momento le recrimina textualmente (y con razón): “Usted en verdad nunca me escucha, aunque Yo realmente existo”. La primera escena violenta tendrá lugar en un subte de Gotham City (digamos Nueva York) y de allí en mas ya nada será igual para nuestro personaje. Habrá importantes revelaciones sobre su madre, Penny, quien trabajaba en la casa del candidato político Thomas Wayne. A la casa del potentado intenta entrar Arthur pero un guardia le impide hacerlo, y sabremos que el niño que acompaña en ese momento al custodio no es otro que Bruce Wayne. La última media hora del film nos muestra en plena vorágine a miles de manifestantes “anti Thomas Wayne” en las calles, ataviados con máscaras de payaso. Allí descubriremos al verdadero Joker, buscado por la policía pero difícil de distinguir del resto. La frutilla del postre es la invitación que recibe de parte del conductor televisivo Murray a su programa, una de las escenas más impactantes, producto de un guion preciso y coherente. Sin duda lo mejor de Guasón está en los treinta minutos finales, en lo que bien podríamos calificar como un verdadero descenso a los infiernos. El cierre de la película, antes de los créditos, reserva aún alguna otra sorpresa.
Ad Astra, de James Gray, su reciente incursión en el cine fantástico, logra sorprender por la calidad de sus imágenes, en una película que iba a ser estrenada en la primera mitad de 2019. Aparentemente la adquisición de Fox por parte de Disney decidió a esta retrasar su presentación, además de incorporarle nuevos efectos especiales. De hecho, la larga escena inicial en que el astronauta Roy McBride (Brad Pitt) se encuentra escalando una gigantesca antena con otros colegas hasta que sobreviene un desastre resulta extremamente impactante. También la ocurrencia de fenómenos climáticos muy graves, que quizás provengan de otros planetas de nuestro universo (los llaman “The Surge”), sea un motivo del viaje que deberá emprender Roy. Gray se definió en gran parte por la realización del film al encontrar una cita de Arthur C. Clarke. El fallecido escritor de 2001 y de una obra más temprana y afín como El fin de la infancia afirmaba: “Existen dos posibilidades: o estamos solos en el universo o no lo estamos. Ambas son igualmente terroríficas”. El director de Little Odessa agregó el siguiente comentario : “Pensé que nunca había visto un film donde un hombre está solo en el espacio y me decidí”. La trama justamente se refiere a la búsqueda que Pitt decide emprender de su padre (Tommy Lee Jones), de idéntica profesión, quien quizás aún viva pese a haber transcurrido casi veinte años desde el momento en que se dirigía hacia el planeta Neptuno en busca de vida inteligente. Todo transcurre en un futuro algo lejano y no siempre tan verosímil, con viajes (comerciales) a la luna y desde allí a Marte y Saturno, entre otros planetas. En ese viaje, al principio, es acompañado entre otros por un veterano astronauta, quien de alguna manera lo está vigilando. Dicho rol secundario lo interpreta Donald Sutherland, aunque poco agrega esto a su larga y consagrada carrera. Llegado a la luna deberán hacer un trasbordo a otra nave con destino a Marte. Pero en ese desplazamiento surgirán dificultades incluyendo una persecución por verdaderos “piratas del asfalto” (“robbers”), que más que a una película de ciencia ficción remiten a un relato del tipo Indiana Jones. La historia se pone más interesante una vez abordado el vuelo a Marte, con la aparición de criaturas simiescas y feroces y combates violentos. Lo que sigue ya lo encuentra a Pitt solo, en la búsqueda desesperada de su progenitor. Puede quizás reprochársele al realizador un excesivo protagonismo del actor, quien casi permanentemente está frente a la cámara. El film, de todos modos, no resulta pretencioso. Gray admite que uno de sus objetivos era reflejar la relación entre un padre y su hijo, lo que sin duda logra. Algo que el realizador esperaba es que los espectadores “entiendan que si por un lado se debe valorar la exploración de otros mundos, también es preciso apreciar a nuestra Tierra y a la preservación de la condición humana a toda costa”. Misión cumplida.
Abel (Louis Garrel) parece ser muy feliz junto a su compañera desde hace tres años, Marianne (Laetitia Casta). Pero casi al inicio de Amante fiel (L´Homme Fidele), ella le comunicará una gran novedad. Y tomará desprevenido no sólo a Abel sino al propio espectador, quien, estupefacto, escuchará la asombrosa confesión. Entra entonces en juego Paul, el mejor amigo de Abel, a quien sin embargo nunca veremos ya que la acción se desplazará ocho años en oportunidad de su sepelio. Quien sí ahora aparecerá es Joseph, el hijo de Paul y Marianne, así como Eve (Julie-Rose Depp), la hermana menor del difunto, completando de esa manera el cuarteto central del film dirigido por el propio Garrel. En los restantes setenta minutos de una de las películas francesas más cortas de los últimos tiempos asistiremos a una notable y variada sucesión de encuentros y desencuentros que solo la mano maestra de un gran guionista podría pergeñar. Jean-Claude Carriere (El discreto encanto de la burguesía, Danton, La insoportable levedad del ser), en verdad coautor del guion junto al propio realizador, logra alternar con enorme coherencia diversas situaciones que casi siempre enfocan alternativamente a solo dos de los cuatro protagonistas. Central será la relación de Joseph con Abel, cuando el primero (a apenas un cuarto de hora del comienzo) le revele una sospecha muy grave. Y que llevará a una escena graciosa sobre un encuentro concertado de Abel con el médico personal (personaje de dudosa sexualidad) de Paul. También será rica en matices la “relación” de Eve con Abel, quien la duplica en edad aunque le reconoce cierto atractivo. La hija de Johnny Depp y Vanessa Paradis es en efecto muy bella y habla perfectamente el francés, y el inglés seguramente. El film también revela la cinefilia de Garrel (hijo), cuando en una escena en uno de esos cines parisinos que afortunadamente siguen funcionando, se proyecta un clásico norteamericano de la década del ’40. Se trata de El extraño amor de Martha Ivers de Lewis Milestone, con Barbara Stanwyck y Van Heflin. Los últimos minutos adquieren cierto dramatismo cuando desde la escuela comunican que Joseph ha desaparecido. Ese final, en el lugar donde Abel y Marianne lo encuentran, cierra en forma brillante y extremadamente convincente esta pequeña perlita que este cronista no puede dejar de recomendar.
El título del segundo largometraje de Poli Martínez Kaplun (Lea y Mira dejan su huella) puede remitir equivocadamente a una casa en las cercanías de Berlín (y del famoso estudio Babelsberg), a orillas del lago Wannsee. Allí, en palabras de la propia realizadora, “se reunieron unos quince jerarcas nazis para decretar la solución final de los judíos”. En una corta escena al final de su documental se la muestra a ella visitando tan sombrío (aunque bello) edificio. Pero la casa del título es otra: la que era propiedad de Otto Lipmann, bisabuelo de Otto e importante filósofo y psicólogo, al que se lo ve en una antigua foto del año 1883, tomada con una de las primeras cámaras fotográficas comerciales. Según se indica, Otto tenía allí un importante Instituto de su especialidad (psicología laboral), habiendo fallecido en 1933. Fue un año trágico en Alemania y en esa misma época, su abuela Emily emigró. En el inicio del film, la directora asiste al Bar Mitzvah de Nicolás y expresa cierta sorpresa ya que la iniciativa de dicha celebración no fue de la familia, sino de su propio hijo. Ello explica que gran parte del metraje esté dedicado a reportear a las hermanas, incluyendo la madre, por tener posturas mayormente alejadas de la tradición hebraica. Las tres mujeres tuvieron una educación donde “la religión no era lo más importante, al punto que ni sabían lo que era un rabino”. Más aún, luego de emigrar Emily a Egipto (Alejandría), donde nacieron la madre de Poli (Helen) y sus dos hermanas (y tías) Katrin e Irene, arribaron a Argentina en 1949 con documentos en donde figuraban con religión protestante (una ley argentina de 1938, se indica, dificultaba el ingreso de judíos). Estudiaron en un colegio donde la religión preponderante era la anglicana, lo que las llevó a “hacer la confirmación”. Si bien hubo, debido a cuestiones económicas, un retorno de gran parte de la familia por un tiempo a Europa (Ginebra) en 1962, Helen no viajó y se casó con un hombre argentino de origen español. Al mediar el film comienza a tomar protagonismo la casa del título ya que la familia de Poli fue prácticamente obligada a venderla y emigrar, siendo adquirida por un nazi que nunca la pagó. Finalizada la Guerra y dividida Berlín, la mansión quedó del lado de Alemania Oriental, lo que impidió el reclamo de su devolución. Al caer el Muro, iniciaron las gestiones para su recuperación pero sin éxito por muchos años. Fue Helen, con escaso apoyo de sus hermanas, quien finalmente logró que fuera restituida a los legítimos herederos. Un dato importante es que deciden finalmente venderla y quien la adquiere es Norbert, primo de un amigo de Helen. Prototipo de muchos alemanes (no judíos) de posguerra, nos sorprende gratamente al hablar ante cámara afirmando que “los judíos formaban una parte imprescindible de la vida cultural y económica de Alemania”, agregando que “fue una catástrofe que la parte judía del país dejara de existir”. Además de vivir en “la casa de Wannsee”, Norbert expone en ella (como si fuera un museo, y en señal de respeto) fotos de Lipmann y otros objetos del Instituto de Psicología que allí funcionaba. Pero quizás lo más sabroso de la película tenga que ver con el tema de la identidad judía de Poli y su familia. Hay un momento muy interesante filmado en Madrid, donde reside la tía Irene, quien se confiesa católica, creyente y comenta lo contenta que la puso la primera comunión de su nieto Sebastián. Es curioso el contraste con la ceremonia religiosa del nieto de su hermana Helen. Esta última, también presente en la reunión en España, sostiene que la recuperación de la casa les permitió “cerrar un círculo y obtener un reconocimiento por parte de Alemania de todo lo que habían perdido”. Se trata de una afirmación que para algunos puede sonar controvertida, como también la diferente visión de ambas hermanas sobre si sus antecesores decidieron abandonar o tuvieron que huir de Alemania. En lo que sí ambas coinciden es que Emily era muy rígida y “prusiana”, y que se sentía muy alemana. Pero discrepan nuevamente en la forma en que sentía o no su origen judío, un debate que La casa de Wannsee plantea con inteligencia.