Señor director Un protagonista peculiar y, de a ratos, logrado suspenso en la opera prima del venezolano Tom Espinoza. La vulnerabilidad de los adolescentes; la incomunicación entre el mundo adulto y el juvenil; los obstáculos que enfrentan el sistema educativo y los docentes en las zonas relegadas; la confusión entre cumplimiento de las reglas y autoritarismo. El venezolano Tom Espinoza parece haber llegado a su opera prima cargado de ideas y, de a ratos, cae en aquello de “el que mucho abarca, poco aprieta”: Arpón es atrapante cuando su pulso de thriller consigue imponerse sobre la ramificación temática. El director de una escuela (Germán de Silva, un actor de perfil bajo pero alta solvencia) pretende mantener el orden tomando medidas reñidas con la ley, como revisarles las mochilas a sus estudiantes. Y, por la imposición de las circunstancias, termina estableciendo una relación más allá de las paredes de la institución con una de ellas, Cata (la debutante de Nina Suárez Bléfari, hija de la cantante Rosario Bléfari). La película juega con la constante situación de riesgo a la que están expuestos los adolescentes, por su situación familiar, su entorno socieconómico, las presiones sociales o la rebeldía propia de la edad. Y oscila entre el cine social y policial, una combinación que la termina perjudicando. Nadie pide pureza de géneros, pero a veces el mestizaje no funciona porque conspira contra la profundización de las líneas argumentales. Aquí, tanto la problemática escolar como la relación entre el hombre y la chica se quedan en la superficie, y resultan obstáculos para el policial, la faceta más lograda de la historia. Quizás habría sido beneficioso para la historia darle más desarrollo al personaje más peculiar, ese director de escuela que, pese a su cargo, no deja de ser un marginal.
Tres etapas de la pareja La opera prima de la directora israelí -de ascendencia palestina- Maha Haj cuenta las relaciones amorosas con humor. De nacionalidad israelí pero sangre palestina, en su opera prima Maha Haj entrelaza tres historias (y media) de pareja, con las relaciones personales en primer plano y el conflicto árabe-israelí como telón de fondo. Con simpatía y sentido del humor, la directora muestra tres etapas temporales del vínculo amoroso entre hombres y mujeres: los primeros meses -con el hombre reticente al compromiso y la mujer pidiéndole definiciones-; los casados recientemente, en espera de su primer hijo; y el matrimonio con décadas de duración, ya desgastado por el paso del tiempo. Con un tono liviano pero no por eso superficial, Haj logra captar algunos de los comportamientos más adorablemente absurdos de los seres humanos en las relaciones de pareja. Sobre todo en esos ancianos que ya criaron a sus hijos, ya se jubilaron y ahora tienen un vínculo más fraternal que otra cosa, sostenido más por la costumbre que por el amor. En segundo plano queda el polvorín político de la región, con una lección fundamental: un control militar no es el mejor lugar para tener una discusión de pareja.
Cautiva del siglo XXI Una historia atrapante desde el primer minuto al último, con muy buenas actuaciones y gran belleza visual. El planteo inicial es simple. Julia es moza en un casino de Comodoro Rivadavia, pero el sueldo no le alcanza para cubrir el altísimo costo de vida de la Patagonia. Un cliente le ofrece llevarla a una entrevista laboral al lejano pozo petrolero donde él está empleado. Sin contención familiar a la vista, ilusionada con un futuro mejor, Julia acepta. Y empieza una aventura atrapante como pocas veces se ve en el cine nacional. Ulises Rosell construyó este thriller a partir de la paradójica condición de las cautivas del siglo XIX, que estaban encerradas al aire libre, atrapadas en libertad: los indios las dejaban deambular a sus anchas por la toldería y sus alrededores, confiados en la contención de los barrotes invisibles del desierto. Pasaron doscientos años, hubo infinidad de cambios sociales y tecnológicos, pero el escenario sigue siendo el mismo: ¿por qué no podría ocurrir algo parecido en el siglo XXI? El inhóspito paisaje patagónico juega un papel clave en esta historia, aportando tanto dramatismo como belleza visual. En la inmensidad de ese terreno lunar se despliega el particular vínculo entre Julia y Gwynfor, sostenido por las sólidas actuaciones de Valentina Bassi y Jorge Sesán. Es una relación que va atravesando diferentes matices, expresados más física que verbalmente. Los diálogos son contados, pero los cuerpos están en constante tensión. Entre sí, desde ya, pero también con la Naturaleza. El calor, la sed, el polvo, el frío, son palpables: uno está ahí, padeciendo con ellos. Hay también, para agregarle un elemento más al relato, un juego del gato y el ratón. Un trío formado por un viejo comisario, un agente de policía raso y un baquiano, va siguiendo los pasos de Julia y Gwynfor, encendiendo otro foco de conflicto en la apasionante trama. Pero aquí no hay vueltas de tuerca forzadas ni resoluciones mágicas; sólo un relato sencillo y muy bien contado, que aprovecha al máximo todos los recursos disponibles para engancharnos desde el principio y no soltarnos hasta el final.
cargada de información El documental del artista chino trata sobre la crisis de los refugiados en todo el mundo. La crisis de los refugiados es algo que suponemos terrible, pero parece lejano y no deja de ser otra noticia para indignarmos un rato y, después, cambiar de canal o dar vuelta la página. El artista chino Ai Weiwei, menos conocido por su obra que por su activismo político, que lo llevó a la cárcel y el exilio, se propuso concientizar sobre el problema poniéndole rostros y nombres a un drama que suele quedar esmerilado detrás de la frialdad de números, tratados internacionales y medidas políticas. En un notable despliegue de producción, WeiWei lleva sus cámaras y sus drones a los principales campos de refugiados del mundo y zonas en conflicto migratorio. Desde Myanmar hasta la frontera entre México y Estados Unidos, pasando por Jordania, Kenia, Turquía, el Líbano, Calais, París, Berlín, Sicilia, Grecia, Gaza: en cada uno de esos lugares, vemos a los refugiados y sus historias de privaciones y humillaciones. Tomas aéreas, muy estéticas, nos muestran el plano general del desastre. A la distancia, los refugiados parecen homigas inquietas: metáfora, tal vez, de cómo se los ve desde la comodidad del Primer Mundo. Cuando la cámara desciende al territorio, la dimensión de la tragedia se vuelve palpable. Y hace pensar que acá nomás tenemos nuestros propios refugiados: son los migrantes que viven hacinados en las villas miseria, sin acceso a los servicios básicos. El documental es didáctico: hay numerosos sobreimpresos con estadísticas apabullantes y entrevistas a especialistas que dan sus visiones sobre el tema: la más contundente es la de una mexicana que explica que la migración es un derecho humano y que, debido a la creciente desigualdad en el reparto de la riqueza mundial, este problema, lejos de solucionarse, se agravará con el paso del tiempo. Cargada de información, Marea humana cumple con la misión de pintar un exhaustivo cuadro de situación (aunque sin profundizar en las causas). Lástima que sea excesivamente larga, y que Ai WeiWei no haya podido con su ego, tomando un protagonismo sin otro sentido más que el de mostrar cuán compasivo es, y cómo es capaz de bajar de su torre de cristal para hundir -literalmente- los pies en el barro. La otra falencia es que, a pesar de los duros testimonios y de cierta poesía visual y literaria -hay numerosas citas de poetas y libros sagrados de las regiones más afectadas-, el documental no termina de conmover.
Caminante, no hay camino Ambientada en 1935, cuenta algunos meses en la vida de José Américo Ghezzi, un legendario linyera tandilense. ¿Quién no tuvo alguna vez la fantasía de dejar todo y salir a la ruta con una mochila y no mucho más? Mucho antes de la era de la mochila burguesa, algunos la cumplieron: en Bepo, vida secreta de un linyera, el escritor Hugo Nario contó las aventuras de José Américo “Bepo” Ghezzi, un tandilense que dedicó gran parte de su vida a vaguear por la Argentina. Inspirado por el libro, Marcelo Gálvez muestra unos meses en la vida de este hombre perteneciente a la casi extinta raza de los crotos ilustrados, con el bucólico paisaje de la pampa húmeda y las vías del ferrocarril como telón de fondo. Año: 1935. La búsqueda del bocado para llenar el estómago -con changas o cazando-, los tropezones con la policía, los cruces pasajeros con mujeres: éstas son, básicamente, las peripecias que atraviesa Bepo en su travesía hacia ningún lugar. Pero lo que aquí más importa son las conversaciones político-filosóficas con sus compañeros de turno, que están -literalmente- en la vía como él. Porque ésta es una película sobre la libertad. Quién más, quién menos, todos los personajes tienen una pátina anarquista: alguno cita a Proudhon, otro a Pessoa y El banquero anarquista. “Cada cual es artífice de su propia aventura”, lee Bepo del Quijote. Pero uno de sus colegas le baja el copete con frases como “la libertad termina cuando comienza la necesidad” o “algún día va a tener que elegir entre la libertad y el amor”. Con buenos trabajos actorales, Gálvez consigue recrear el romanticismo de estos vagabundos de otra época, lúmpenes vocacionales con moralejas universales: “La cosa es cómo vivir la vía: esperar al costado a que caigan las sobras o caminarla”.
Apocalipsis acá nomás La opera prima de Nicolás Puenzo plantea un escenario de sequía producto del uso abusivo del agua para la minería. Los últimos se adentra en un territorio poco explorado por el cine nacional: la ciencia ficción. Aunque Nicolás Puenzo -miembro de un clan cinematográfico: es hijo de Luis y hermano de Lucía y Esteban, todos ellos involucrados en la película- prefiere definir el género de su opera prima como “realismo futurista”, porque se mete con temas de enorme actualidad, como la crisis humanitaria de refugiados y desplazados, y la depredación de los recursos naturales. Como fuera, Puenzo aprovecha los fascinantes paisajes desérticos de Bolivia, el noroeste argentino y el norte chileno para desarrollar una historia postapocalíptica que parte de una premisa real: en 2016, Bolivia declaró la emergencia nacional por la falta de agua. En el marco de una sequía provocada por el uso irracional de los recursos hídricos para la minería, Yaku y Pedro -la peruana Juana Burga y Peter Lanzani- emprenden una travesía en busca de un futuro mejor. Puenzo consigue plantear el nudo dramático a partir de la acción, sin necesidad de recargar el guión con parlamentos explicativos. La propia deriva de la parejita nos revela el estado de situación: hay corporaciones extranjeras saqueando la tierra, con cómplices locales que arman operaciones a su medida; hay una resistencia clandestina vinculada a los pueblos originarios; hay seres humanos cuyas vidas son despreciadas. El marco está sólidamente armado, con gran apoyo de los escenarios -naturales y urbanos- y los efectos especiales, utilizados en su justa y necesaria medida. Pero sobran elementos místico-filosóficos (la figura de la serpiente que se muerde la cola, por ejemplo, está forzada) y faltan componentes emotivos que establezcan empatía con los personajes. Algunos de ellos -el villano de Alejandro Awada, el fotógrafo de Germán Palacios, la médica de Natalia Oreiro- caen en estereotipos vacíos, mientras que los protagonistas muestran una sola cara en toda la película: la de la desesperación.
Aquellos años felices Retrato del pueblo entrerriano que nació y creció a la sombra de una fábrica de carne enlatada. El pueblo entrerriano de Liebig se fundó y creció alrededor de la fábrica inglesa de carne en conserva (corned beef) homónima, que funcionó entre 1903 y principios de los años ’80. Ahora el pueblo es carne de documental: tuvo un muy logrado capítulo de Carne propia, de Alberto Romero, y ahora es el núcleo de la opera prima de Christian Ercolano. Con algo de gracia y bastante de melancolía, lo que aquí se narra es la vida en un pueblo semifantasma, porque así como hay centros urbanos que desaparecieron cuando el ferrocarril dejó de pasar por sus estaciones, Liebig perdió sustento y sentido con el cierre de la empresa. Diversos habitantes -todos de más de 60 años- que aún se sientan a tomar el mate en sus interminables tardes, se lamentan por el estado de abandono actual y evocan los años de esplendor de la fábrica, que todavía está ahí, en ruinas, como un doloroso recuerdo de la época dorada. No todos los testimonios tienen interés, algo que perjudica el ritmo de la película. En lo que coinciden es en una implícita conclusión: todo tiempo pasado fue mejor.
Quiero alguien que me quiera Ganadora del premio mayor en el Festival de Mar del Plata, cuenta los problemas afectivos de los millennials. Personas que no son yo resultó una de las revelaciones de la pasada edición del Festival de Mar del Plata, al punto de que terminó llevándose el premio mayor, el Astor de Oro. Un reconocimiento al desparpajo, la frescura y la simpatía con las que la israelí Hadas Ben Aroya cuenta los problemas de comunicación de los tan mentados millennials (la denominación marketinera para los nacidos entre principios de los años ‘80 y los 2000). Por suerte aquí no hay voz en off, pero podría decirse que Ben Aroya -que tenía 28 años al momento de filmar esta, su opera prima- cuenta en primera persona sus desventuras emocionales. Porque ella misma le puso el cuerpo a la protagonista, Joy, en su neurótico devaneo por las calles de Tel Aviv en búsqueda de alcanzar eso que, en inglés, significa su irónico nombre: alegría, placer. Y, también, honestidad afectiva. Ella viene de una ruptura amorosa y, mientras trata sin éxito de recomponer esa relación, se siente atraída por Nil, un narcisista que le da cabida sólo hasta cierto punto, y en el medio aparece Owen, que es más afectuoso pero no tiene la química que ella pretende. Los tres personajes están ubicados en puntos diferentes del arco de la sensibilidad: uno es fuerte pero está ensimismado y en pose; el otro es tierno pero débil; y ella, en una instancia intermedia entre ambos, trata de ser fuerte y a la vez expresar sus sentimientos, sin demasiado éxito. Si Ben Aroya no tiene inhibiciones a la hora de explorar el alma de su personaje, tampoco tropieza con tabúes para mostrar su cuerpo: nos abre las puertas de su dormitorio para que comprobemos hasta qué punto le cuesta conectarse con los hombres no sólo en el plano sentimental, sino también en el sexual. Son escenas de una naturalidad absoluta, en las antípodas del sexo coreografiado al que nos acostumbra el cine industrial, y que no ocurren porque sí, sino que cumplen una función dramática. Muestran, sin dejar de lado el humor, que para alcanzar eso que se llama intimidad hace falta más que la desnudez compartida
Una pintora en un mundo machista La vida de Paula Modersohn-Becker, exponente temprana del expresionismo en Alemania. El nombre de Paula Modersohn-Becker es poco conocido fuera de Alemania, pero esta pintora, que vivió entre fines del siglo XIX y principios del XX, fue una de las exponentes tempranas del expresionismo en su país y, además, la primera mujer con un museo enteramente dedicado a su obra. En Paula, una biopic tan instructiva como convencional, Christian Schwochow traza un exhaustivo retrato de la artista y de su época. Eran años en los que una mujer no tenía muchas más opciones que el matrimonio y la maternidad, y ser artista era algo completamente impensable: la película pone el acento en el machismo imperante en esos tiempos en los que la dependencia de los hombres por parte de las mujeres era casi total. Paula cumplió con el mandato de casamiento, pero tuvo el tino de enamorarse de un pintor (el paisajista Otto Modersohn) que le permitió continuar con su actividad. La fotografía es uno de los puntos altos de Paula, con numerosas escenas bucólicas que bien podrían ser cuadros (aunque antes pintados por su marido que por ella: Schwochow no trató de imitar el estilo pictórico de Modersohn-Becker). La narración es clásica, no toma demasiados riesgos y por momentos cae en los lugares comunes de las historias de artistas incomprendidos, pero la peculiar personalidad de la protagonista hace que el interés no desaparezca y la trama resulte imprevisible. Otro ingrediente que suma es el contexto: esos cautivantes años de bohemia -Rainer Maria-Rilke, por ejemplo, es uno de los personajes secundarios- previos a la Gran Guerra, cuando en Europa germinaban los movimientos que pondrían el arte, y el mundo, patas arriba.
Divertida catarsis En clave humorística y autobiográfica, la directora María Victoria Menis cuenta su crisis con su profesión. El cine es el amor de mi vida, y es como si tuvieras un amor que sentís que te empieza a hacer daño a la salud. Conseguir el dinero, que se exhiba, que se distribuya… Para que [la película] esté dos semanas en cartel”. Filmar en la Argentina es, muchas veces veces, una tarea titánica que sólo se explica por la pasión. Pero, ¿qué pasa cuando los efectos colaterales pesan más que la gratificación? Directora de cinco largometrajes (entre los que se cuentan joyitas como El cielito o María y el araña), hace un tiempo María Victoria Menis entró en crisis con su profesión, al punto de plantearse cambiar de rubro. Pero en vez de abandonar -o tal vez antes de hacerlo- hizo catarsis con el lenguaje que mejor habla: el cinematográfico. En clave humorística, Mi hist(e)ria en el cine repasa la relación de la directora no sólo con su actividad, sino también con su familia. Sus padres (grandes personajes), sus cuatro hijos (algunos de ellos también vinculados al oficio), su marido (que ya no quiere producir sus películas) protagonizan este ¿documental? por el que también pasan manteros y (ex)dueños de videoclubes, testigos de los cambios en una industria a la que no le vendría mal un poco de la frescura que derrocha este curioso y divertido ejercicio autobiográfico.