Militancia contra el miedo Nahuel Pérez Biscayart se luce en esta película francesa sobre la lucha contra el sida durante los primeros años 90. A principios de los ’90, cuando el sida avanzaba implacablemente sobre grupos específicos -los homosexuales, los drogadictos, las prostitutas, los presos- y se creía que era un castigo divino para el comportamiento desviado de minorías, organizaciones como ACT UP mostraron que la resistencia era posible. De lo general a lo particular, de lo colectivo a lo individual, 120 pulsaciones por minuto muestra cómo la militancia a veces puede ser la gota que horade la piedra, la herramienta para conseguir un cambio social. Y, también, un espacio casi terapéutico de contención. Ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes, la película de Robin Campillo -director de Les revenants y guionista de la serie inspirada en ese largo- se puede dividir en dos partes. La primera, un fresco de una época en la que poco se sabía y poco se quería informar sobre esa enfermedad que, como una maldición puritana, venía a cambiar las costumbres sexuales. Hay una reconstrucción minuciosa del funcionamiento de ACT UP París, basada en el conocimiento de primera mano de Campillo, el coguionista Philippe Mangeot y el productor Hugues Charbonneau: los tres militaron en la organización que, con acciones directas pero no violentas, aun hoy llama la atención sobre la problemática del sida. Esa primera parte, de un tono casi documental, tiene como protagonista al grupo. Se ve la mecánica, las personalidades y orígenes diferentes -hay gays, lesbianas, hemofílicos, trans- y el carácter de las intervenciones colectivas. Esto produce una distancia emocional y le da cierta frialdad a la narración, a pesar de las intrépidas acciones, los acalorados debates en las asambleas (que, si bien son interesantes, se vuelven tediosos) y la combatividad de los militantes, que se plantan frente a los prejuicios sociales y también los poderes privados (corporaciones médicas) y públicos (dependencias estatales). Poco a poco, el guión va poniendo la lupa sobre dos personajes: Sean (un magnífica actuación de Nahuel Pérez Biscayart, y no sólo por su perfecto francés), uno de los cuadros más activos, y Nathan, uno de los nuevos miembros. Aquí la película pasa de la esfera pública de los personajes a la privada y se vuelve más íntima y dramática. Pero pese a algunas escenas durísimas, nunca se pierde de vista la vitalidad de los personajes, su deseo de vivir, y un sentido del humor que ni la muerte puede apagar. Esta última parte resignifica la anterior, mostrando cómo la noción de familia puede ir mucho más allá de los lazos sanguíneos, y cómo la acción colectiva puede ser el mejor camino para vencer al miedo.
Tren rigurosamente vigilado Liam Neeson es un hombre común que debe encontrar a un pasajero a cambio de cien mil dólares. Esta es la cuarta película de acción dirigida por Jaume Collet-Serra y protagonizada por Liam Neeson, después de Sin identidad, Non-stop: Sin escalas y Desconocido (si no recuerda ninguna, es porque son todas tan entretenidas como olvidables). Es decir que conocen el producto que tienen entre manos. Por eso van al grano: enseguida tenemos al hombre común metido hasta el cuello en una situación extraordinaria, en un clima de tensión que recién decaerá poco antes del final. Un gran montaje inicial -lo mejor de la película- nos presenta al héroe, su familia y su rutinaria vida, hasta que llega el día diferente. Y no por lo bueno: a Michael MacCauley lo echan del trabajo. Pero en el tren de regreso a su casa lo aborda una desconocida que le ofrece cien mil dólares a cambio de casi nada: debe localizar a cierto pasajero del tren. Sólo tiene dos pistas: el alias del sujeto y el dato de que lleva un bolso consigo. A partir de ahí, no hay tiempos muertos: todo es frenético y atrapante. Está bien aprovechado el atractivo de un tren -del que el protagonista no se puede bajar- como único escenario de la acción. Una suerte de Asesinato en el Orient Express -cada pasajero con sus características distintivas, entre los que hay que descubrir al buscado- acelerado al ritmo de Máxima velocidad y siguiendo la matriz de Duro de matar. Claro que para disfrutar de este cóctel explosivo hay que hacer un ejercicio de suspensión de la incredulidad. Porque si se piensa el argumento dos veces, enseguida aparecerán agujeros, y porque a los 65 años (aunque el personaje acusa 60), Neeson ya empieza a estar un poco grande para trompearse de igual a igual con purretes. También hay que pasar por alto la pirotecnia visual del último tramo, que sobra, es más ridícula que impactante y parece salida de otra película, aunque no llega a arruinar este aceptable producto.
Los peligros del insomnio Un elenco de teatro ensaya una obra en un neuropsiquiátrico abandonado en esta película de terror con Eva de Dominici. Si en Pesadilla de Wes Craven la cuestión era no dormirse para evitar caer en las afiladas garras de Freddy Kruger, en No dormirás la premisa se invierte: las criaturas maléficas aparecen a medida que se van acumulando las horas de insomnio. Todo un problema si uno es actor y trabaja a las órdenes de una directora como Alma Böhm, que tiene a la falta de descanso como método para conseguir las mejores interpretaciones. “Sin locura no hay creación” es el leit motiv de esta teatrista, dueña de una exigencia al borde de la psicopatía, que decide montar, en un neuropsiquiátrico abandonado, una obra escrita por una de las pacientes internadas allí alguna vez. Para eso, se instala junto a todo el elenco en el lugar, con la consigna de que los actores no duerman, porque sostiene que el insomnio abre las puertas de otra dimensión y quiere propiciar los encuentros con las entidades que habitan el otro lado. Efectivamente, en el lugar empiezan a suceder hechos extraños. Pero también ocurre que, después de un planteo inicial atrapante, la película se desinfla y entra en una meseta que no está a la altura del suspenso creado hasta entonces ni el terror prometido en los trailers. Hay, apenas, un par de sobresaltos menores, y a medida que avanza, la historia se enreda en explicaciones confusas que diluyen cualquier atisbo de profundidad dramática creada hasta entonces. Lo más interesante del guión son el detrás de escena teatral y la enfermiza relación entre la directora y sus dirigidos. Pero es un aspecto que termina quedándose a mitad de camino, contaminado por lugares comunes del género (una vez más, los secretos que se esconden en un siniestro edificio abandonado) o diluido por superfluas historias secundarias (como el vínculo entre Bianca -Eva de Dominici- y su padre). Dentro de este panorama, son las actuaciones las que sostienen la película, sobre todo las de una sorprendente Eugenia Tobal y la española Belén Rueda, con todo el carácter y la presencia que requiere su villana.
Mismo nombre, otro espíritu Esta nueva aventura no tiene el encanto ni el ritmo de la película que en 1995 protagonizó Robin Williams. En la era del reciclaje, es inevitable sentarse frente a secuelas, precuelas, remakes y esa clase de exhumaciones con el recuerdo de la película original en la cabeza: una inevitable comparación de la que seguramente la versión moderna saldrá mal parada. Sólo queda resignarse, entonces, a que la gloria pasada no volverá y rescatar lo que se pueda de la “nueva” aventura, aunque en general aun así el saldo sigue siendo negativo. Esta Jumanji modelo 2017 no tiene ni una pizca del encanto de la que en 1995 protagonizó Robin Williams. El chiste de aquélla era que los obstáculos selváticos del juego de mesa -fieras, plantas carnívoras, monzones- se materializaban en el lugar donde se estaba jugando: una casona de un pueblo de New Hampshire. En esta suerte de continuación -que empieza en 1996 y sigue en 2016 en el mismo pueblo-,se invierte la premisa: los cuatro protagonistas quedan atrapados dentro del juego (que ahora es un videojuego), tal como le había sucedido en la original al personaje de Williams. Entonces, toda la acción transcurre en la selva, con lo cual esto tiene más olor a Indiana Jones que a Jumanji, de la que sólo quedan algunos guiños para entendidos. Perdido ese efecto, aquí la gracia es otra: dentro del videojuego, los jugadores se transforman en avatares. Así, esos cuatro adolescentes arquetípicos -que, como en El club de los cinco, se conocen en la sala de castigo- adquieren nuevos cuerpos, opuestos a su personalidad. El nerd ahora es el héroe musculoso (The Rock); la traga antisocial, una suerte de sexy Lara Croft; el deportista, un petiso simpaticón; y la princesa superficial, un gordito amanerado (Jack Black). Ese contraste entre cuerpo y alma es el sostén humorístico de la película. Y sí, hay algunos gags efectivos. Pero la aventura tiene un villano (Bobby Cannavale) desdibujado, y cae en baches causados por un exceso de diálogos explicativos: nada queda librado a la inteligencia del espectador. Y esa subestimación aburre.
a Calamaro no le va a gustar Esta película animada cuenta la historia de un toro pacífico que no quiere participar de las corridas. Ferdinando el toro, cuento de Munro Leaf ilustrado por Robert Lawson, es un long seller que no dejó de venderse en todo el mundo desde su publicación, en 1936, y a poco de ser editado se convirtió en un corto animado de Disney que ganó el Oscar. Elogiada por Thomas Mann, H.G. Wells y Gandhi, prohibida por Franco y Hitler, esta historia siempre fue leída como un alegato pacifista. Ahora, con unos cuantos agregados, se convirtió en este simpático largometraje dirigido por el brasileño Carlos Saldanha (La era de hielo, Río). Ya desde ternero, Ferdinand prefiere las flores a pelear a las cornadas con sus compañeros de establo, motivo por el cual sufre bullying (nunca mejor usada la palabra, que viene de bull, “toro” en inglés). Logra escaparse de la Casa de Toros, donde preparan a los terneros para participar de las corridas en Madrid, y se convierte en la mascota de una granja, pero una confusión hace que vuelva a su antiguo encierro, donde se aliará a otros animales para volver a huir. Si bien la trama es bastante básica, hay personajes lo suficientemente divertidos como para sostener la película. Ahí están la cabra, los puercoespines, un toro escocés y, sobre todo, el trío de caballos alemanes, protagonizando algunas escenas que hacen que Olé, el viaje de Ferdinand valga la pena. Además de antitauromáquico, el mensaje es claro: mientras no dañe a otros, cada individuo tiene el derecho a seguir su naturaleza y ser aceptado tal cual es. Nota al pie: la historia transcurre en España, así que este es uno de los pocos casos donde tiene más sentido verla doblada que en inglés
Las múltiples caras del amor El prolífico coreano Hong Sang-soo, favorito del circuito festivalero, vuelve a explorar las relaciones de pareja. Todo empieza como una charla cotidiana más. Son las 4.30 de la madrugada y el hombre ya está desayunando. Su mujer se sienta a la mesa para preguntarle por qué no puede dormir, por qué últimamente sale tan temprano rumbo al trabajo; le dice que lo ve más flaco, que tiene la cara distinta. Una cosa lleva a la otra y ahí, como por accidente, aparece la verdadera duda: ¿tiene una amante? Filmada en un blanco y negro que tiene una explicación tan incierta como su título, El día después está construida en base a escenas como la inicial: largos diálogos en plano secuencia, registrados por una cámara que hace ocasionales zooms o paneos de un personaje a otro. Conversaciones incómodas, profundas, filosóficas o espirituales, por momentos fascinantes y, en otros, poco creíbles, forzadas: ¿qué jefe le pregunta a una empleada a la que acaba de conocer de qué murieron su padre y su hermana? Tal vez uno como Bongwan, escritor y editor, seductor serial de subalternas en su oficina, a quien el título de acosador laboral no le quedaría mal. Junto con su esposa y una ex empleada, él es uno de los lados de un triángulo que amaga con convertirse en cuadrilátero con la aparición de una nueva empleada. Más allá de su ejercicio de abuso de poder, el hombre es el eslabón débil de esta cadena, una suerte de pusilánime sensible, manipulado por mujeres más decididas y fuertes que él. Niño mimado del circuito festivalero, el prolífico Hong Sang-soo -este año presentó tres películas, dos de ellas en Cannes, donde El día después participó de la competencia oficial- recurre a constantes saltos temporales que vuelven confusa a la narración. Pero que sirven para extenderse más allá de ese único día donde se desarrolla la mayor parte de la historia, y de esa manera mostrar tres etapas posibles de una relación amorosa: el principio, con la fascinación inicial del descubrimiento; los primeros tiempos con su alta intensidad pasional; y la decadencia, cargada de reproches, mentiras y una amarga sensación de encierro.
No te tenemos miedo En un pueblito perdido, unos espíritus malignos acechan a un niño y a su familia. En algún lugar del universo está escondida la máquina de hacer películas de terror, que fabrica productos en serie y cada tanto va largando ejemplares como Se ocultan en la oscuridad: indistinguibles, olvidables, mal actuados. Genéricos, al punto de que el título original es Be afraid, un “tengan miedo” aplicable a cualquiera de estos productos. Un pequeño pueblo, el clásico bosque ominoso, la también clásica familia recién mudada al lugar. Pero, a diferencia de lo que suele ocurrir en estas historias, los espíritus malvados no están en la casa, sino en el pueblo: hace años se llevaron a una nena, y ahora acechan al hijo de los recién llegados. Que, en un módico homenaje a El resplandor, se desplaza en un triciclo al momento de toparse con presencias fantasmagóricas. El guión tiene otros cuantos lugares comunes: los personajes que saben algo de lo que está ocurriendo, pero lo van largando a cuentagotas; los datos que aparecen en archivos policiales; los pueblerinos hostiles con los foráneos. Esta falta de originalidad podría no ser inconveniente, pero son elementos que están mal encastrados, igual que la historia de cada integrante de la familia protagónica. En lugar de confluir hacia un núcleo, son ingredientes que van aguando el nudo de la cuestión: el terror se diluye en el drama. Pero eso no es lo peor. En general, se supone que cuanto menos se muestre al monstruo/entidad maléfica, más efectivo será a la hora de asustar. Aquí esa máxima no se cumple: la mayor parte del tiempo, los espectros están sugeridos, son apenas sombras que pasan por el rabillo del ojo de los personajes o se mueven a sus espaldas, pero no consiguen darnos miedo. Problema mayúsculo para una película de terror.
Sin risas ni gracia Chistes sin gracia, feminismo mal entendido, estereotipos y publicidades casi encubiertas en esta comedia navideña. “Las hijas nos pasamos nuestras vidas tratando de complacer a nuestras madres, y ellas se la pasan tratando de fastidiarnos”, define Amy, el personaje de Mila Kunis. Si en El club de las madres rebeldes la idea -fallida- de Jon Lucas y Scott Moore (guionistas de ¿Qué pasó ayer?) era mostrar a un grupo de mujeres tratando de desacralizar esa institución intocable llamada maternidad, ahora hacen que ese mismo trío cuestione el vínculo con sus propias madres. Pero la rebeldía ahora es doble, porque también se meten con otra entidad sagrada: la Navidad, “la época más estresante del año”, también según Amy. Con la excusa de Nochebuena, las tres madres rebeldes reciben la inesperada visita de sus propias madres. Si cada una de las rebeldes era un arquetipo, a cada una le corresponde también una madre arquetípica: la hipercrítica, la que cree ser la mejor amiga de su hija, y la guarra que sólo aparece cuando necesita dinero (Susan Sarandon pagando las expensas). Estamos ante otra demostración de falso feminismo, ese que iguala los géneros para abajo y supone que las mujeres están a la misma altura de los hombres si se emborrachan, aúllan ante strippers, cocinan galletitas de penes erectos -y se comen la punta- y no paran de decir “vagina”. Detalle que tal vez sería tolerable si estuviera acompañado por algunos buenos chistes, pero no: aquí no hay atisbo de diálogo chispeante, y cuando de humor físico se trata, se recurre una y otra vez al recurso del clip musical mostrando a los personajes haciendo pavadas en cámara lenta. Y eso, en los mejores momentos. Porque los hay aún peores: escenas serias, pretendidamente emotivas, de peleas y reconciliaciones con madres e hijas. Todo enmarcado en una serie desembozada de publicidades -un supermercado, un parque de diversiones, y así- incluidas dentro de la propaganda mayor: la Navidad yanqui, una franquicia tan exportable como San Valentín o Halloween.
Un cuento de hadas mafioso El secuestro de un adolescente por la Cosa Nostra en los años '90 es el punto de partida de esta historia fantástica. El punto de partida es un hecho real ocurrido en los años ‘90: el secuestro de un adolescente a manos de la Cosa Nostra siciliana. Pero la segunda película de Fabio Grassadonia y Antonio Piazza (directores de Salvo, 2013) no intenta ser una reconstrucción histórica fidedigna de ese caso. En cambio, combinan el horror de la mafia con elementos fantásticos y la magia del primer amor para dar como resultado un cuento de hadas tan poético como escalofriante. Luna está dejando de ser una nena y convirtiéndose en una adolescente típica: rebelde y enamorada. Está a punto de vivir un romance de esos que nunca se olvidan, por ser el primero y contar con la desaprobación de su madre. Y sí, esa relación la marcará a fuego, pero por su imposibilidad: Giuseppe, su principito azul, desaparecerá sin dejar rastros. Esta fábula -o historia de fantasmas, de acuerdo al título original: Sicilian Ghost Story- transcurre en un clima enrarecido, ominoso, desde el principio hasta el final. Los animales y la naturaleza (los directores citan a Hayao Miyazaki y La noche del cazador, de Charles Laughton, como referencias) juegan un papel fundamental para alejar la narración de la crónica policial y acercarla a los cuentos infantiles, al estilo de El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, aunque aquí todo está más sugerido. Una lechuza, un perro feroz, un bosque, una gruta, un lago, una madre parecida a una madrastra, van tejiendo una red de fantasía que sostiene un fino equilibrio con los hechos más prosaicos de la vida pueblerina. Después de todo, la omnipresencia -invisible pero tangible- de la mafia es casi de orden sobrenatural. Y tiene efectos espeluznantes sobre una sociedad que, ante la desaparición de un chico, sigue su rutina como si nada. Por eso Luna se refugia en su ensueño de Caperucita Roja: la única forma de lidiar con una historia que de otro modo sería intolerable.
Los meses porteños de Duchamp Michel Noher interpreta al célebre artista durante su estadía en Buenos Aires. El año que viene se cumplirá el centenario de la estadía en Buenos Aires de Marcel Duchamp, que vivió aquí nueve meses entre 1918 y 1919. El misterio rodea a esa visita: no se sabe bien por qué vino, a qué se dedicó ni por qué se fue antes de lo previsto. Esta suerte de leyenda urbana real es el germen ideal para una ficción que imagine cómo fueron los días de uno de los artistas más influyentes del siglo XX en este rincón del mundo. Pero Galperín y Podolsky no intentan reconstruir los pasos porteños de Duchamp en términos realistas, sino que trazan un paisaje a la medida del personaje. Es decir: surreal, onírico, lúdico, en blanco y negro y en estricto francés, como para potenciar el efecto de extrañamiento. El único anclaje documental está dado por las cartas del creador del ready made, leídas por una voz en off. Allí, Duchamp (un correcto Michel Noher) expresa sus contradictorios sentimientos hacia Buenos Aires: de la admiración inicial pasa al desprecio. Paseos por unos bosques de Palermo utópicos, partidas de ajedrez unipersonales, un mate cebado con tetera, las andanzas del francés con sus amigas Yvonne Chastel y Katherine Dreier: los retazos que arman esta experiencia sensorial, dotada en algunos pasajes de una gran belleza visual.