Retrato de una pionera Documental sobre la escritora Salvadora Medina Onrubia, la primera mujer en dirigir un diario en el país. Salvadora Medina Onrubia (1894-1972) fue mucho más que la esposa de Natalio Botana y la abuela de Copi: escritora y periodista, militante anarquista y feminista, fue la primera mujer en dirigir un diario en la Argentina y una de las protagonistas de la escena literaria local de los años ’20 junto con Alfonsina Storni y Victoria Ocampo. Pero, a diferencia de ellas, su nombre cayó en el olvido. En los últimos años esa situación empezó a remediarse, y ahora se están estrenando una obra de teatro y una película alrededor de su figura: ayer subió a escena Rabia roja, de Maruja Bustamante, sobre textos de Medina Onrubia, y hoy llega al Gaumont y a la plataforma digital cine.ar este documental de Daiana Rosenfeld (codirectora, junto a Aníbal Garisto, de El Polonio y Los ojos de América). A partir de sus diarios autobiográficos, poemas, cartas y documentos personales, Rosenfeld reconstruye, en orden cronológico, la fascinante vida de esta mujer que fue madre soltera en una época en la que era imperdonable, y que se casó con uno de los hombres más poderosos de la Argentina, sin que eso le impidiera mantener su activismo anarquista. A la par de codearse con la crema intelectual de la época en la mansión de Los Granados, en Don Torcuato (donde Siqueiros pintó el célebre mural Ejercicio plástico) y manejar un Rolls Royce, participó de las manifestaciones de la Semana Trágica y organizó una campaña para la liberación de Simón Radowitzky. Ningún aspecto de su biografía queda afuera de Salvadora: sus trabajos literarios, su interés por la teosofía, su compleja maternidad. El documental -que cuenta con los testimonios de Sylvia Saítta, Alvaro Abós y Alicia Villoldo Botana- es más atractivo por la historia en sí que por su ritmo narrativo. Ante la escasez de archivo audiovisual sobre el personaje, Rosenfeld debió recurrir a una voz en off que lee textos de la retratada, algo que por momentos tiñe todo de una tediosa solemnidad. Pero no llega a opacar las andanzas de Salvadora, tan admirables como trágicas.
Retrato de un loco adorable Este documental muestra a un personaje tan querible como sorprendente. Moacir III es la culminación de la Trilogía de la libertad, y si este es el primer acercamiento que se tiene al personaje del título, el gran protagonista de esta historia, enseguida surgirá el deseo de ver las otras dos películas en las que lo retrató Tomás Lipgot: Fortalezas (2010) y Moacir (2011). Porque Moacir Dos Santos es todo un hallazgo: personaje querible, inclasificable, adictivo, dan ganas de quedarse en su mundo de fantasía y dulzura por un largo rato. Según se nos explica, en la década del ’80 Moacir dejó su Santos natal, en Brasil, y vino a la Argentina persiguiendo el sueño de ser cantante en la tierra de su admirado Carlos Gardel, pero cayó en la mala, tuvo que lavar coches para sobrevivir y terminó internado en el Borda. En el primer capítulo de la trilogía, Lipgot lo descubrió internado, y la suya era una historia más entre las de otros seres encerrados; en el segundo, ya fuera del manicomio, le dio el protagonismo y lo mostró grabando un disco de canciones propias junto a Sergio Pángaro. Ahora se los ve a Moacir y al propio Lipgot en el proceso de escribir y filmar una película que mezcle ficción con la biografía del brasileño. “La vida es una fantasía y nosotros tenemos que saber cómo disfrutarla”, dice Moacir, y con esta premisa va planteando las distintas escenas de su filme. La mayoría de ellas, bizarras, empalagosas, grandilocuentes o pobremente actuadas, pero la presencia de este mulato con pelucas absurdas las tiñe de una indescriptible magia. Entre una y otra, va contando fragmentos de su vida, reales o imaginarios: nunca lo sabremos. La fascinación de verlo en acción es el motor que lleva esta extraña película dentro de otra adelante. En diferentes manos, esta criatura podría haberse prestado para la burla o la condescendencia, pero Lipgot lo trata con el tono justo, tan respetuoso como cómplice. Y, así, cumple con el deseo de ese duende de ojos transparentes: “Yo hago el ridículo, pero quiero que respeten mi arte”.
Para poner carita de disgusto La película cuenta qué sucede dentro de un celular, la disputa entre los emojis, pero lo que falta es humor. Como si ya de por sí los emojis no fueran lo suficientemente irritantes invadiendo mensajes de texto, ahora tenemos la posibilidad de sufrirlos en pantalla grande. A priori la idea suena ridícula, pero podía gozar del beneficio de la duda porque otras ocurrencias parecidas, como las películas de Lego, dieron resultados sorprendentes. No es el caso: Emoji: La película está construida sobre los cimientos de un guión débil, con animaciones pobres, feas, y un doblaje exasperante, plagado de mexicanismos. El héroe de esta historia es Gene, un emoticón que debería representar indiferencia (“meh” en inglés, algo así como nuestro “bah”) pero no puede hacer bien su papel: en lugar de mantener cara de póquer se le escapan todo tipo de expresiones. Cada emoji tiene una sola cara, salvo él, y por eso la supervisora de Textópolis -la ciudad de los emojis, que tiene un logo idéntico al de Telefe- quiere borrarlo, así que este pacman con patas se escapa junto a dos amigos (una hacker y una manito de “high five”, “chocá los cinco” en criollo antiguo). Todo suena a excusa para publicitar entre el público infantil teléfonos inteligentes (que la productora sea Sony no parece un dato menor) y algunas aplicaciones. Porque al abandonar Textópolis, el trío se desplaza por la pantalla del celular y va viviendo peripecias (“app-venturas”, como dice la sinopsis oficial) en aplicaciones como Facebook, YouTube, Spotify o Dropbox, además de juegos como el Candy Crush o el Just Dance. También hay referencias a otros clásicos del mundo digital, como los videos de gatitos, el spam o los trolls. Tal como está presentado, privado de acidez, esto tiene la misma gracia que contemplar a nuestro vecino de asiento en el subte embobado con su celular. Con el detalle de que aquí hay, además, intención evangelizadora: nos explican, por ejemplo, las reglas del Candy Crush. Como para compensar un poco la apología telefónica, también hay una crítica berreta a la dispersión, el aislamiento, el narcisismo y la falta de una comunicación “real” como efectos colaterales del uso de los celulares. Y un par de esas moralejas explícitas –“debes ser tú mismo”, etcétera- que tantas películas destinadas a los niños parecen sentirse obligadas a incluir, quizá como una forma de lavar culpas por tanta pavada.
Experimental en todo sentido Quizá lo más saludable sea no buscar significados y dejarse llevar. Inasible, inclasificable, desconcertante: la opera prima de Eduardo Williams –director de cinco cortometrajes con un amplio y exitoso recorrido festivalero- está hecha a prueba de sinopsis. Es una de esas películas que, a falta de mejor adjetivo, bien pueden ser acomodadas en el estante de la vaga categoría “experimental”. En un tono a medio camino entre la ficción y el documental, aquí se siguen –literalmente: hay mucha cámara en mano registrando las caminatas de gente que, como en un videojuego, nos da la espalda- los pasos de tres grupos de jóvenes en puntos distantes del planeta: Argentina, Mozambique, Filipinas. No hay una historia lineal o un hilo conductor claro: la conexión entre ellos queda a criterio de los espectadores. Una lectura posible es la incertidumbre laboral, presente en los tres episodios. Chicos a la deriva, con trabajos precarios, inestables: tienen que salir a “ganarse la vida”, un objetivo siempre difícil, y más todavía en países periféricos donde las asperezas del capitalismo encuentran pocos diques de contención. Por eso tal vez lo que les queda a estos adolescentes es distraerse en manada, en movimientos sin rumbo fijo, o tratar de conseguir dinero prostituyéndose por algunos dólares en web cams al mejor postor. Y aquí entra el segundo posible eje temático común: las comunicaciones en esta era de cambios tecnológicos vertiginosos. En los tres episodios se utiliza Internet, se menciona las conexiones o la falta de ellas. Se sabe que todos estamos atravesados por el universo digital, lo querramos o no: lo que no queda claro es cuál es la reflexión que en la película se pretende hacer a partir de esa circunstancia. Quizá, como ante cualquier obra de arte, lo más saludable sea no romperse la cabeza en busca de significado y dejarse llevar por ese fluir de los personajes sin una dirección clara aparente. Las escenas son muy naturales: muchas de ellas parecen improvisadas por esos actores amateur, libres del corset de palabras guionadas, con una libertad no exenta de belleza. El movimiento es constante, y es imposible adivinar lo que (nos) aguarda a la vuelta de la esquina. Una opción, entonces, es relajarse y dejarse tomar por el estupor. Si no, sólo queda sucumbir al tedio y la irritación del sinsentido.
Recuerdos de una visita ilustre El documental sigue el paso de Antoine de Saint-Exupéry por Condordia, Entre Ríos. A la hora de inflar de orgullo el pechito argentino, el dulce de leche, la birome y el colectivo son un poroto comparados con los mitos que ubican a nuestro país como fuente de inspiración de autores mundialmente célebres. Cuentan las leyendas que Walt Disney visitó la República de los Niños y construyó Disneylandia, fue al bosque de arrayanes de la isla Victoria y parió a Bambi; René Goscinny leyó las aventuras de Patoruzú y Upa y sacó de la galera a Astérix y Obélix; y Antoine de Saint-Exupéry volcó en El Principito vivencias que tuvo durante su estancia en Entre Ríos. En esta última historia se centra Nicolás Herzog, criado en Concordia. Por su condición de aviador, a fines de la década del ’20 Saint-Exupéry vivió en la Argentina y pasó quince meses en esa ciudad entrerriana, en la época en la que era director de la Aeroposta Argentina (filial de una empresa francesa y antecesora de Aerolíneas Argentinas). “Aquí se parió mentalmente El Principito”, dice el guardaparques del predio donde se ubican las ruinas del misterioso castillo San Carlos, en las afueras de la ciudad. A partir de esa hipótesis, la película reconstruye el paso del francés por el lugar, y especialmente el vínculo que mantuvo con Suzzane y Edda Fuchs Valón, las hijas de la aristocrática familia local que hospedó al aviador. Con un minucioso trabajo de archivo y entrevistas, y una lograda ficcionalización, este documental nos sumerge en algunas de las andanzas de Saint-Exupéry por estas pampas. Hay varios hallazgos, como los viejos reportajes hechos a las “princesitas argentinas”, ya adultas, o la posibilidad de escuchar la voz del escritor en grabaciones que le envió a Jean Renoir para una película que planeaban juntos. Así, la película va más allá de la anécdota y nos adentra en la obra de Saint-Exupéry, principalmente en Tierra de hombres, que tiene un capítulo (Oasis) dedicado a su experiencia entrerriana. En Vuelo nocturno también se da cuenta de los días del escritor en Buenos Aires y de su vida en Francia: se ve la casona de su infancia y algunos de sus vínculos familiares, con interesantes testimonios de sus descendientes. Elementos que no distraen, sino que enriquecen el foco principal: la huella que Saint-Exupéry dejó en Concordia, ese lugar donde tal vez lo empezaron a visitar zorros, baobabs, rosas, serpientes y un pequeño príncipe.
Tres miradas sobre el horror El director soviético Andrei Konchalovsky hizo un filme sobre el Holocausto, en blanco y negro, que evita los estereotipos. Filmar otra película más sobre el Holocausto, aportar una mirada diferente, decir algo nuevo sobre un tema tan remanido: qué difícil. A punto de cumplir 80 años, el ruso Andrei Konchalovsky, que trabajó tanto en la Unión Soviética como en Hollywood y trazó un arco laboral que va desde Tarkovsky hasta Stallone, declaró que acaba de empezar una etapa más contemplativa y reflexiva en su carrera, y consideró a Paraíso -que el año pasado le valió premios a la dirección en Venecia y al guión en Mar del Plata- como el segundo capítulo de esta reinvención, tras su aclamada El cartero de las noches blancas. La novedad que propone el hermano de Nikita Mijalkov es contar la Segunda Guerra Mundial desde tres diferentes puntos de vista: el de un policía francés colaboracionista, el de una inmigrante rusa que lucha en la Resistencia francesa, y el de un oficial de las SS. Como respondiendo preguntas de un entrevistador invisible, cada uno de estos personajes habla a cámara contando su historia familiar, sueños, ideales, motivaciones: un confesionario de intimidades reveladas a los espectadores. Entre esas narraciones se ven algunos de los hechos en los que estuvieron involucrados; de vuelta a los testimonios, los personajes suman una opinión o explicación a lo que acabamos de ver. Como si el color pudiera banalizar la gravedad del tema tratado, Konchalovsky recurrió a un pudoroso blanco y negro. Su maestría visual potencia una narración que en otras manos habría sido demasiado convencional. Al mostrar la subjetividad de cada personaje, su idea es evitar los estereotipos y entrar en una zona de grises: escaparles tanto a la glorificación de las víctimas como a la condena visceral de los victimarios. En ese intento, Konchalovsky da unos rodeos interesantes alrededor de dos caras de la misma moneda: el idealismo y el pragmatismo, el fanatismo y la capacidad de adaptación del ser humano, siempre atento a su supervivencia y conveniencia. Pero, dentro del espinoso terreno del Holocausto en blanco y negro, el camino que toma se aleja de una joya como Ida y conduce al mismo destino que La lista de Schindler. Es decir: los personajes tienen matices, sí, pero no deja de haber buenos y malos, y está muy claro quién es quién. Algunos monólogos y escenas son demasiado explicativos y, por si quedan dudas, al final hay un grosero subrayado. También conspiran contra el conjunto las imágenes de nazismo explícito: un alemán pateando a una prisionera de un campo de concentración, fotos de judíos masacrados... ¿eran necesarias?
Homenaje a medias A la mayoría de los cortos de la película le falta la gracia de los cuentos. Una de las grandes habilidades de Roberto Fontanarrosa como escritor era su capacidad para captar el habla oral y llevarla al papel. Un arte tan exigente como el de trasladar un texto escrito al plano visual, una tarea cuya dificultad aumenta cuando lo que hay que poner en escena son situaciones humorísticas o absurdas. Porque muchas veces -como sucede con tantos cuentos de Fontanarrosa- la gracia no está tanto en la situación en sí, sino más en cómo está contada, y entonces las palabras son insustituibles. Una imagen vale más que mil palabras: a veces sí, y muchísimas veces no. Esa es la barrera contra la que se chocan la mayoría de los cortometrajes de este homenaje al autor rosarino, a diez años de su muerte. Son cinco cuentos y tres historietas llevados a la pantalla por seis directores nacidos en Rosario o vinculados de algún modo a la ciudad: Elige tu propia aventura (Hugo Grosso); Vidas privadas (Gustavo Postiglione); Sueño de barrio (Néstor Zapata); El asombrado (Héctor Molina); y No sé si he sido claro (Juan Pablo Buscarini), y animaciones a partir de tres episodios de Semblanzas deportivas, por Pablo Rodríguez Jáuregui. Estos últimos son, a la vez, los únicos sobre fútbol y los más logrados. Porque Fontanarrosa está ahí: están sus trazos y sus palabras, sin más mediación que una técnica de animación simple y las voces de algunos de los personajes. Vemos, en cuerpo y alma, al Chancho Volador, a Virginio Rosa Camargo y al Conejo Fumetti viviendo sus aventuras futbolísticas. Quedó dicho: la cuestión se complica al crear un nuevo mundo a partir de las meras palabras del autor de Uno nunca sabe. El que sale airoso es Buscarini, que eligió al narrador ideal -Dady Brieva y su tonada campechana- para su corto . En los demás, falla el tono. Postiglione dijo que Fontanarrosa siempre le pareció “anticinematográfico”: tenía razón.
Cuidado con lo que pedís Inspirada en el cuento "La pata de mono", esta película fantástica arranca bien pero después se empantana. El cuento La pata de mono, del inglés W. W. Jacobs, supo tener, como buen clásico, múltiples versiones, incluyendo una con Los Simpson como protagonistas. Es la indudable fuente de inspiración de 7 deseos, aunque con algunos cambios: como lo indica el título, los deseos ahora son siete en lugar de tres; el objeto que los concede no es una pata de mono, sino una antigua caja de música china; y la que la posee no es un padre de familia británico, sino una adolescente estadounidense. La mecánica es parecida: cada deseo se cumple, pero con un terrible efecto colateral: la muerte de algún ser querido de la dueña del dispositivo mágico. John R. Leonetti, veterano director de fotografía especializado en terror (trabajó, entre muchas otras, en El conjuro, y dirigió el spin off Anabelle), y su guionista, Barbara Marshall, eligieron ubicar esta historia fantástica en torno a una colegiala y sus vivencias en el secundario. Una decisión que podría haber rendido sus frutos (las estudiantinas de terror pueden tener lo suyo), pero que, a la larga, perjudica a la película. Varios de los deseos que pide Clare están vinculados a su situación en la escuela, donde forma parte del grupo de perdedoras. Era una circunstancia con múltiples posibilidades, pero lo que termina ocurriendo es que la inmadurez (y las flojas actuaciones) de los adolescentes opacan la trama. Así, hay escenas sólo atribuibles a la tontería de los personajes, que distraen y le quitan fuerza e intriga al núcleo de la película. La cuestión se va empantanando y decae aún más cuando hay una investigación alrededor de la caja de música y se dan detalles sobre su historia y sus anteriores dueños: el misterio era mejor. Este es uno de esos casos en los que menos es más: las innecesarias explicaciones equivalen a prender la luz en medio de la película.
Ensalada de robots gigantes La quinta entrega de la franquicia se apoya en los efectos especiales y se desentiende de la coherencia del guión. Quieren explosiones y objetos voladores envueltos en llamas? Los tendrán desde el minuto cero. ¿Quieren combates cuerpo a cuerpo? También los tendrán desde el minuto cero. ¿Quieren asombrosos efectos especiales? Ahí están. ¿Quieren entretenimiento pochoclero? Lo tendrán, pero sólo durante los primeros 45 minutos. ¿Quieren una historia con sentido? Vayan a ver otra película. Esta es la despedida de Michael Bay de la franquicia Transformers (dirigió toda la saga, un récord mundial). Y se ve que quiso irse a lo grande, llevando al paroxismo su marca registrada: la ruidosa ensalada de acción, estallidos y persecuciones (el famoso “bayhem”, juego de palabras entre su apellido y “mayhem”, caos). La clave es la épica: todo debe ser heroico, impresionante, espectacular, de principio a fin. En un crescendo demencial, cada secuencia debe superar a la anterior. No alcanza con las peleas entre los enormes robots: tiene que haber naves gigantescas y choques entre planetas. Y el guión sufre. El interés va de mayor a menor, en una relación inversamente proporcional al tamaño de la pirotecnia. Lo mejor es la secuencia inicial, que se remonta al siglo V para mostrar una batalla entre el ejército liderado por los Caballeros de la Mesa Redonda y unos bárbaros. Cuando la acción se traslada a la actualidad, empieza la confusión: todo suena a excusa endeble para poner a luchar a los Autobots contra los Decepticons. En el medio quedan los humanos (dicen que esta también es la última aparición de Mark Wahlberg como el mecánico Cade Yeager), que nunca terminan de encajar. Además de que no se entiende su rol, la incompatibilidad de escalas entre los Transformers y los hombres queda demasiado a la vista, como si un nene hubiera puesto en un mismo juego muñequitos de Playmobil y de He-Man. Por momentos, la película se ríe de sí misma y hace bien: si hubiera abrazado el ridículo todo el tiempo, quizás el resultado habría sido mejor.
Retrato de un familión latino Esta comedia dramática que trasncurre en un departamento es otra muestra del buen momento del cine rumano. Qué placentero sería, en una de esas reuniones familiares que inevitablemente llegan en algún momento del año, poder observar todo desde afuera y reírse de la tragicómica dinámica de la parentela: las discusiones, los dramas, el tedio, los rituales, los chistes, las anécdotas. Eso es lo que propone Sieranevada: una inmersión de casi tres horas en los vaivenes de una familia numerosa reunida para realizar una ceremonia fúnebre. Hace doce años, con el premio en Cannes de La noche del señor Lazarescu, Cristi Puiu encabezó esa movida que, sin demasiada originalidad, dio en llamarse Nuevo Cine Rumano. Un cine realista, de largas tomas e intensos diálogos, que exige paciencia y concentración, y que suele ser más apreciado por críticos y festivaleros que por el público en general. Es posible que con Sieranevada -título enigmático si los hay- la historia se repita. Lleva un rato compenetrarse con lo que se ve en la pantalla: los personajes son muchos y los vínculos entre ellos, al principio, indescifrables. Tampoco aparece un conflicto claro y único: apenas fragmentos de charlas sobre los más diversos temas. Quedó dicho: la seducción es lenta. Pero si se logra superar la barrera inicial, el mareo y el fastidio dejan paso a la fascinación y el deseo de seguir viendo por un largo rato a estos personajes. El registro del asfixiante clima familiar es casi documental, tanto a partir del manejo de cámara como desde la asombrosa naturalidad de las actuaciones. Casi todo sucede en un departamento de clase media en Bucarest, pero bien podría ocurrir en Buenos Aires (incluyendo las dos escenas callejeras): el componente latino de los rumanos es notable, a tal punto que por momentos Sieranevada se parece a una comedia italiana de los años ’60. Entre el humo de los cigarrillos y el sonido de fondo de una radio que nunca se apaga, las lágrimas y las carcajadas conviven sin contradicción aparente. Puertas que se cierran y se abren y, en cada ambiente, un mundito auténtico.