Película con lección Todo el tiempo manipula al espectador con golpes bajos y escenas de pegajosa ternura. Pocas cosas más exasperantes que descubrir que la película que estamos viendo está intentando darnos una lección. Un hombre llamado Ove lo hace de principio a fin: es, una vez más, la historia de un personaje que cree que su vida ya no tiene ningún sentido (enviuda y, poco después, lo obligan a jubilarse tras 43 años de trabajo) pero, casi contra su voluntad, encuentra razones para seguir adelante gracias a una simpática y adorable vecindad. Si hay algo logrado aquí, es el retrato de este viejo cascarrabias, obsesivo, un superyó andante para todos sus vecinos, a los que persigue para que cumplan las normas de convivencia que él mismo estableció. Pero, por algún motivo, todos quieren o toleran a este tipo insoportable. Lo que podría haber sido un buen punto de partida para una comedia queda arruinado por aludes de golpes bajos, torrentes de melodrama barato y cataratas de ternura pegajosa. He aquí otra prueba de lo poco que significan los premios. Un hombre llamado Ove llegó a estar nominada por partida doble en los últimos Oscar: mejor película en idioma extranjero y mejor maquillaje. No se llevó ninguno: fue justicia.
Esperando a los ingleses Este drama muestra a cuatro soldados apostados en el estrecho de Magallanes durante la Guerra de Malvinas. Sabido es que la Guerra de Malvinas no involucró sólo a los hombres que pelearon en las islas. También hubo muchos movilizados en el continente, que no llegaron a entrar en el combate directo pero cumplieron otras funciones. Ese es el escenario que Alex Tossenberger plantea en QTH: cuatro hombres apostados en el estrecho de Magallanes, a 500 kilómetros del conflicto, esperando que, cual Godot, aparezca el enemigo. Esa convivencia forzada refleja la desigual relación que hubo entre los oficiales y los conscriptos, pero a escala reducida. Hay aquí un suboficial a cargo (Osqui Guzmán), un cabo que hace las veces de ayudante (Jorge Sesán), y dos colimbas, uno porteño (Juan Manuel Barrera) y el otro, tucumano (Gonzalo López Jatib). Su tarea es estar atentos al radar que detecta el paso de barcos por el estrecho; a cada nave deben pedirle su identificación y su posición geográfica o QTH, según el código de radiocomunicación. Lo mejor de la película es su aspecto beckettiano, esa absurda incertidumbre de la espera. Ninguno sabe si los británicos finalmente se presentarán, pero mientras tanto se van preparando para su llegada. Esa serie de ejercicios que hacen por las dudas desnuda el sinsentido de la guerra. Son cuatro almas abandonadas en el fin del mundo, sin comunicaciones oficiales sobre el conflicto, respondiendo a órdenes invisibles, actuando lealmente a símbolos patrios que, en medio de un imponente paisaje y a la merced de fenómenos naturales, pierden todo significado. También por el marco geográfico es que resulta más chocante el comportamiento despótico del suboficial. Pero, en este aspecto, QTH no aporta demasiado a lo que ya se sabe que ocurrió, con un guión que en algunos pasajes está escrito con el diario del lunes, y en otros se arrima peligrosamente al terreno de la caricatura.
Piñas van, piñas vienen Si no se le busca la quinta pata al gato, el filme entretiene como una coreografía de trompadas y patadas. Atómica es una de esas películas que se aprecian si no se las toma en serio: no hay que buscar que no queden cabos sueltos o que la trama de espionaje cierre perfectamente. Es cuestión de sentarse durante dos horas a disfrutar de las logradas coreografías de combate, de la música de los ’80, de la belleza gélida de Charlize Theron (y Sofia Boutella). Quien vaya a buscar algo más, saldrá del cine a las puteadas. No es sorprendente que la mayor parte del curriculum del director David Leitch corresponda a sus trabajos como doble de riesgo y coordinador de dobles. Aunque ya había dirigido escenas de John Wick, esta es su opera prima (y la próxima es nada menos que Deadpool 2). Hay un parentesco entre John Wick y Atómica: en ambas -como en tantas películas de acción- el guión parece una excusa para que los protagonistas muestren su acrobático repertorio de piñas y patadas. En aquella, el danzarín letal era Keanu Reeves y en esta es Theron, que ya se había probado como heroína de acción en Aeon Flux y Mad Max. Aquí, al estilo de Scarlett Johansson en Lucy, se trompea mano a mano con hombres. Pero, atada por una cansadora pose de femme fatale, muestra mayores habilidades pugilísticas que actorales. Hace de una agente británica de inteligencia que, con el Muro a punto de caer, es enviada a Berlín para recuperar una lista de agentes dobles que cayó en poder de los soviéticos. Todo está narrado por ella en un interrogatorio al que la someten sus jefes una vez terminada la misión . Contada con flashbacks, la historia -basada en la novela gráfica The Coldest City, de 2012- parece deliberadamente confusa, tal vez para incrementar el suspenso o potenciar la sorpresa de los giros del final. He aquí otro capítulo en la explotación de la nostalgia por los años '80: más allá del archivo y la reconstrucción de época, el énfasis está puesto en la música. Que es, por cierto, muy buena, pero Leitch abusa de las secuencias al ritmo de George Michael, Queen, David Bowie, Nena -y la lista sigue-, como si no hubiera encontrado otro modo de ponerle ritmo a la cuestión. El tono oscila entre la oscuridad de los clásicos de espionaje de la Guerra Fría y el desparpajo de una de las primeras películas de Guy Ritchie. Y, quedó dicho, funciona mucho mejor en esta segunda frecuencia, como en esa pelea en la que, después de darse con cuanto objeto contundente encuentran, la agente Broughton y un malvado de la KGB parecen a punto de terminar abrazados, llorando como dos nenes que se portaron mal.
Una lección de moralidad Ambientada en la Checoslovaquia de los años '80, la película muestra el abuso de poder durante el comunismo. “Buenos días, soy Mária Drazdechová, su nueva maestra. Para conocernos, leeré sus nombres y cada uno se levantará para que pueda verlos y me dirán en qué trabajan sus padres”. El extraño pedido que la protagonista de La maestra hacía a sus alumnos en el primer día de clase tenía una explicación: durante el ciclo lectivo la mujer extorsionaría a los padres, pidiéndoles favores a cambio de aprobar a sus hijos, aprovechando el poder y la impunidad que le garantizaban sus conexiones con el Partido Comunista (la historia transcurre en la Checoslovaquia de los años ’80). A partir de este curioso caso -basado en una vivencia real del guionista, Petr Jarchovsky-, Jan Hrebejk reflexiona sobre el miedo, el tráfico de influencias y el abuso de poder en la época comunista. La docente hace que tanto los chicos como sus padres la ayuden con sus tareas domésticas, que pueden ir desde limpiar la casa o hacerle las compras hasta arreglarle un lavarropas o una lámpara. Pero si este comportamiento es inadmisible, también lo es la reacción de los damnificados: la lección es que el temor lleva al ser humano a tocar sus límites morales más bajos. Y que el engranaje de la corrupción no está fogoneado solamente por los corruptos: hay todo un sistema -se trate, o no, de una sociedad autoritaria- que favorece ese comportamiento. El humor aparece para salvar a la película de un didacticismo que puede volverse exasperante. Porque el mensaje queda claro enseguida, y Hrebejk se dedica a machacar una y otra vez sobre lo mismo, haciéndolo cada vez más obvio. Por suerte, al final queda claro que la venalidad no es privativa del comunismo.
Entre humo de marihuana Comedia negra sobre un treintañero que quiere ser escritor y, mientras, sobrevive vendiendo droga. Hipótesis: Santiago van Dam creció viendo esas películas del Nuevo Cine Argentino donde apáticos jóvenes palermitanos agobiados por sus conflictos existenciales viajaban a playas bonaerenses fuera de temporada y, harto del tedio, decidió vengarse con su opera prima. Porque en Ojalá vivas tiempos interesantes parte de una premisa parecida -un treintañero porteño sin rumbo- y la hace estallar en mil pedazos con dinamita de comedia fumona. Es más: el propio Marcos (Ezequiel Tronconi) podría ser una burla a uno de esos directores que intentaban filmar algo trascendente basado en la nada de la vida cotidiana. Porque es un escritor de libros infantiles que decide que está para más y renuncia a su trabajo en pos de abocarse a su gran novela para adultos. El resultado es que se queda pedaleando en el aire y, más que nunca, depende de la venta de sus pimpollos alucinógenos para sobrevivir, mientras trata de tener experiencias vitales que le sirvan para su literatura. La primera hora es un viaje delirante. Las microaventuras de Marcos son impredictibles, ridículas, coprotagonizadas por grandes personajes: su vecino hippie (Julián Calviño), su amigo cajero de supermercado chino (Julián Kartún), el insólito jefe de un amigo (Daniel Tunnard). A esta frescura se le agregan unas logradas animaciones que apuntalan ese logrado tono, tal vez deudor de la época Lebowski de los hermanos Coen. Por eso, es una lástima que el guión vire hacia el thriller. La pátina surrealista se mantiene, pero la liviandad queda por el camino y empieza otra película, menos divertida. Como si de repente se hubiera evaporado el desparpajo y la oscuridad se hubiera apoderado de todo. O, para decirlo en términos más apropiados, como si el porro se hubiera terminado y hubiera llegado el temido bajón.
Viaje por los caminos de la vida Cuenta una historia sencilla con sensibilidad, logrado marco de época y buenas actuaciones. Una road movie de época, argentina, es toda una curiosidad. Y más si cuenta una historia sencilla, con sensibilidad y nobleza, sin pretensiones grandilocuentes, golpes de efecto o heroísmos artificiales: al ritmo del viejo auto inglés modelo ‘28 en el que se desplazan los personajes, No te olvides de mí es una de esas películas que se paladean lentamente y dejan un sabor agradable. Corren los años ’30, plena Década Infame: Mateo, un anarquista de origen italiano, acaba de quedar en libertad luego de tres años de cárcel y quiere tanto reencontrar a sus compañeros de andanzas como a El Rey, su gallo de riña. Con ese fin se pone en marcha por los caminos del sur de la provincia de Buenos Aires, pero en el camino se encuentra con Aurelia y Carmelo, dos hermanos que andan tras los pasos de su padre, conchabado en las Salinas Grandes, y les ofrece viajar con él. En ese viaje con escala en poblaciones rurales -con una reconstrucción de época que gambetea hábilmente las limitaciones presupuestarias- iremos conociendo a los personajes más por sus acciones que por sus palabras. Leonardo Sbaraglia vuelve a mostrar la madurez interpretativa de sus últimas películas, con una notable presencia física y una naturalidad casi darinesca. Cumelén Sanz y Santiago Saranite nos hacen olvidar que son debutantes en papeles de semejante importancia: lo acompañan con solvencia, transmitiendo sentimientos con gestos y actitudes que dicen más que los diálogos. El anarquismo y la inmigración son el telón de fondo para una aventura que tiene a los vínculos humanos en primer plano. Ocurren, como en todos los viajes, peripecias, con el paisaje estival de la pampa húmeda como testigo. Pero no se recurre a epifanías ni situaciones forzadas como para construir la complicidad entre esas tres almas errantes. El adulto, la joven y el chico van forjando una relación de una solidez que trasciende las declamaciones: lo que los une es ni más ni menos que la vida.
En busca de la palabra "no" Producida por los hermanos Dardenne, este sensible drama del tunecino Mohamed Ben Attia muestra a un joven en un punto de inflexión de su vida. “Había algo especial en el aire, algo nuevo. Cómo la gente hablaba y se miraba mutuamente. No sé, como si de repente todos nos amáramos unos a otros. Fue solo un pequeño paréntesis”. Hedi recuerda con nostalgia los días de la Revolución de los Jazmines, en 2010/2011, cuando el pueblo de Túnez se rebeló contra la dictadura de Ben Ali y encendió la mecha de la Primavera Arabe. El tiene trabajo como agente de ventas de Peugeot y está a punto de casarse: a los 25 años, su vida parece resuelta. Pero resuelta por otros: su jefe, que lo tiene de acá para allá, y su madre, que arregló el matrimonio, vive con él y controla hasta cuánto gasta su hijo por día. La cuestión es si, como sus compatriotas, Hedi se animará a decir que no. El primer largometraje de Mohamed Ben Attia llega con el sello de garantía de los hermanos Dardenne (fueron dos de los productores) y el sello de prestigio de la Berlinale, donde en 2016 ganó el premio a la mejor opera prima y el Oso de Plata al mejor actor (Majd Mastoura). Este tipo de antecedentes pueden fallar, pero en este caso se confirman: Ben Attia -él mismo fue empleado de Renault durante doce años, hasta que renunció para dedicarse al cine- construye un drama profundo y emotivo sobre los momentos de quiebre. Y con una segunda lectura posible, en clave política, apenas sugerida. Un tema clásico -la dicotomía entre tradición y libertad, entre la seguridad de lo establecido y el riesgo de lo desconocido- aparece aquí con una mirada fresca y sensible. Los personajes están delineados con una precisión notable, empezando por esa madre autoritaria y avasallante que muestra que los italianos y los judíos no tienen el monopolio en ese rubro. A primera vista parece difícil establecer algún tipo de empatía con Hedi, ese joven pusilánime e inexpresivo que se deja mandonear y anda por el mundo siguiendo obedientemente los caminos que los demás le trazaron. Pero debajo de esa máscara de apatía, se asoma un alma en ebullición: con apenas un par de gestos o actitudes corporales, Mastoura sabe mostrarnos que en el interior de su personaje quizás haya algo más que lo que se puede observar a simple vista. Y que tal vez sea la fuerza para abrir un pequeño paréntesis.
Gira iniciática y suburbana Mike Amigorena hace de un imitador de Sandro que sale a la ruta con su hijo adolescente y su mánager. Las comparaciones son odiosas, pero es imposible ver Mario on tour sin recordar El último Elvis, de Armando Bo (nieto). Porque aquí el personaje del título también es un cantante fracasado, que apenas sobrevive rindiéndole tributo a una leyenda -Sandro, en este caso- en fiestas pobretonas: casamientos, despedidas de soltera, clubes de barrio. Mario (Mike Amigorena) tiene, además, una exmujer que no le perdona su forma de vida y un hijo al que conoce poco y al que se irá acercando a lo largo de la película. Hasta ahí, las coincidencias. Las diferencias: el cantante de barrio no está obsesionado con su homenajeado; esta es una road movie; a Mario on tour le faltan cinco pa’l peso. En su segunda película, Pablo Stigliani (de prometedor debut con Bolishopping, de 2013) se propone narrar una historia sencilla, sobre el acercamiento entre Mario y el adolescente Lucas (Román Almaraz). Que es el verdadero protagonista: el vínculo padre-hijo es casi una excusa para desarrollar un cuento de iniciación. Hay un tercero en el medio: el Oso (Iair Said), el mánager de Mario, que viaja junto ellos en la minigira por localidades de la provincia de Buenos Aires. Una presencia fundamental para sostener los pasajes humorísticos, los más logrados de la historia. Por momentos, sobre todo en la primera mitad de la película, funciona bien este triángulo masculino hecho de desencuentros y complicidad. Pero a medida que la travesía avanza, la trama se deshilacha. Porque más allá del conflicto inicial -el distanciamiento entre Mario y Lucas- los otros obstáculos dramáticos que aparecen se notan forzados. Y, en lugar de servir de apoyo, las actuaciones no siempre están a la altura. Amigorena se luce sobre el escenario, mostrando su experiencia como cantante, primero de los grupos Ambulancia y Mox, y luego como solista (además de un par de temas de Sandro, canta uno de su disco Amántico). Cuesta, en cambio, verlo como un antihéroe perdedor: es difícil despojarlo de la imagen de galán glamoroso que supo construir.
Viaje por el submundo del turismo sexual Revulsivo documental sobre tres extranjeros vinculados al negocio de la prostitución en Buenos Aires. Hay documentales que tienen el valor de abrirnos los ojos a mundos sorprendentes, desconocidos: el revulsivo Monger es uno de ellos. A través de tres personajes, Jeff Zorrilla -un estadounidense radicado en la Argentina desde 2011- se adentró en un terreno poco explorado: el del turismo sexual en Buenos Aires. Y se encontró con historias que hablan tanto de prostitución como de la influencia del factor económico en las relaciones interpersonales. El título es una palabra en inglés que alude a cualquier individuo al que le gusta cometer o promocionar actos socialmente prohibidos. Un estadounidense radicado en Buenos Aires que es una mezcla de proxeneta y guía desagradable turístico-sexual; otro estadounidense que se dedica a viajar por el (Tercer) mundo acostándose con el mayor número posible de mujeres -su objetivo es llegar a 400 durante su estadía porteña- y tiene pretensiones de youtuber amatorio; un británico que tuvo un hijo con una prostituta argentina y, después de seis años acá, quiere convencerla de que le permita llevarse a vivir al chico a Inglaterra con él: “Argentina es una mierda”, define sin vueltas. Ellos son los tres ejemplos de “mongers” -léase “monguers”- que muestra la película. Hay un cuarto, formado por las voces en off de otros que no aparecen frente a cámara: sus reveladores testimonios explican la filosofía “monger”. Mientras los escuchamos, vemos filmaciones en Súper 8 de mujeres y paisajes urbanos o costeros: un atinado recurso estético para enrarecer aun más el ambiente; uno de los detalles de calidad que diferencian a este documental de un programa periodístico cualquiera. Tal como Paraíso: Amor, del austríaco Ulrich Seidl -una descarnada ficción que mostraba a un grupo de alemanas en busca de sexo, pero en Kenia-, Monger muestra al ser humano tratando a otros seres humanos como mercancía y, una vez más, a países subdesarrollados expoliados, también en este terreno, por los desarrollados. En foros virtuales, estos hombres intercambian información sobre la situación económica de los posibles destinos: cuanto peor sea, mayores sus posibilidades de conseguir carne de primera calidad a precio vil. Es inevitable preguntarse cuál es la diferencia entre su comportamiento y el de los especuladores financieros.
Los años no vienen solos En esta comedia hay momentos divertidos, pero son pocos en comparación con los enredos obvios y antiguos. La vejez tiene su aspecto positivo: por ejemplo, que no te moriste joven”. Si Por siempre jóvenes tuviera más chistes como éste, estaríamos hablando de una comedia medianamente efectiva. Pero las situaciones divertidas están perdidas como islas diminutas en un mar de obviedades. La cuestión es reflexionar y reírse del paso del tiempo y la sobrevaloración de la juventud. Y, sobre todo, de la extrañeza que a veces sienten los que tienen esa edad en la que todavía no se es viejo, pero tampoco tan joven: un período de la vida que se fue extendiendo a lo largo de la historia humana, y que ahora puede abarcar desde los 40 hasta los 70. Tres de los protagonistas de estos cuatro cuentos entrecruzados están pisando o transitando la década de los 50 años. Todos ellos, por diferentes motivos, mantienen relaciones -laborales o amorosas- conflictivas con veinteañeros. Quizá la más cómica, tal vez por la simpatía del antiheroico Pasquale Petrolo, sea la del exitoso conductor de radio, un adultescente que no asume su edad y es atropellado por la realidad al ser desplazado de su trabajo por un imberbe desfachatado. En cambio las otras dos, que abordan romances intergeneracionales, naufragan en enredos que atrasan décadas. Tampoco tiene muchas luces el cuarto episodio, protagonizado por un sesentón vigoréxico que no se resigna a las canas y se dedica a entrenarse y martirizar con ejercicio físico a su obeso yerno. La estética publicitaria -tan afecta a las comedias industriales italianas que llegan a nuestros cines- domina una película que se va volviendo más explícita a medida de que transcurren los minutos: ante la duda de que no entendamos algo, nos lo subrayan varias veces. Y que busca, en vano, complicidad en remanidos guiños nostálgicos a la cultura pop, como Total Eclipse of the Heart, de Bonnie Tyler, o Tuca Tuca, de Raffaella Carrá. Para definir su atracción por una “vieja” de 48, un personaje explica: “Si digo Commodore 64, ella me entiende”. Nosotros también, pero no nos causa gracia.