Divididos por la religión Esta película israelí muestra a una familia judía, una chica árabe y su disputa por un hombre en coma. Del cine israelí suelen esperarse posicionamientos políticos, planteos morales o algún tipo de reflexión sobre ese polvorín siempre a punto de estallar que es Oriente Medio. Y Entre dos mundos no defrauda esas expectativas, pero lo hace desde un lugar lateral: el drama familiar. En un atentado en Jerusalén resulta herido un guardia de seguridad. En el hospital coinciden sus padres y su hermana, por un lado, y su novia, que no se conocen: Yoel lleva unos años sin contacto con su familia, por lo que nunca les contó que está conviviendo con Amal, una chica árabe. Ahora él está en coma y ella no se anima a presentarse ante sus suegros, que son judíos ortodoxos, por miedo al rechazo. Pero de todos modos se las ingeniará para estar cerca de su amado. El planteo es potente, pero hay un problema: la balanza de la empatía está inclinada hacia un solo lado. Para cualquier espectador que no sea judío ortodoxo -o religioso en un grado equivalente-, la posición de los padres es insostenible. No hay ningún tipo de identificación posible con esa pareja que, a los ojos de cualquiera ajeno a sus creencias, se comporta arbitrariamente. Sobre todo el padre, al que se lo presenta casi como un supersticioso por su empecinamiento en realizar, a instancias de un rabino, un ridículo ritual para curar a su hijo. Hijo al que, por otra parte, ni él ni su mujer conocen realmente. En cambio Amal, que también se alejó de los suyos para poder vivir su historia de amor prohibido, está en el otro extremo: es la heroína abnegada, la princesa que viene a despertar al bello durmiente, una inocente Julieta en medio de los Montesco. Pero el título de la película remite a Yoel: tanto al tironeo entre culturas al que es sometido, como al limbo entre la vida y la muerte en el que permanece. Y lo que se muestra es cuento conocido: la religión -cualquiera fuera- como profunda línea divisoria entre los seres humanos.
Transformistas nómadas Sensible documental de observación sobre una compañía de transformistas que lleva cinco décadas recorriendo Chile. Desde hace casi cinco décadas, el Circo Show Timoteo recorre Chile con un espectáculo osado para la época en que arrancó y para los tiempos -Pinochet incluido- que le tocaron vivir. Porque en este circo no actúan animales, trapecistas ni payasos, sino transformistas. La periodista y documentalista Lorena Giachino siguió las andanzas de estos artistas nómadas en un momento crucial: la enfermedad de su creador, dueño y director, René “Timoteo” Valdés. Es un documental de observación: la cámara registra, sin interactuar con los protagonistas, la vida cotidiana de la compañía tanto arriba como abajo del escenario. Los problemas a los que se enfrenta, desde la convocatoria de los cada vez más escasos espectadores hasta la instalación de la carpa en cada lugar al que llega. Y, sobre todo, las dudas sobre el futuro y la continuidad: el cigarrillo provocó daños irreparables en los pulmones de Valdés, que ya anda cerca de los 70 y piensa, con tristeza, en el retiro. Como bien dice el título, este es un circo pobre: da frío de sólo ver los modestos trailers donde viven los artistas. El imponente paisaje de la cordillera nevada, la camaradería reinante y la posibilidad de vivir del transformismo son el contrapeso de la melancolía que, como en todo circo, sobrevuela el ambiente. Los sketches -rudimentarios, chabacanos- acentúan la simpatía y la compasión que despiertan estos hombres disfrazados de mujer. Giachino logra transmitirnos todas esas sensaciones. Y nos despierta la curiosidad sobre los orígenes de esta compañía, cómo enfrentó a una sociedad tan conservadora como la chilena, cómo superó los años de dictadura, cuáles son las historias detrás de estos señores. Esto es, a la vez, un mérito y un defecto: quizás algunas entrevistas habrían servido para adentrarnos más en el mundo de Timoteo y su estoica troupe.
Las vaquitas son ajenas Narrado por un toro con la voz de Arnaldo André, este documental muestra la relación patrón-trabajador en la industria ganadera. Alguien podría pensar que Carne propia es la competencia de Todo sobre el asado, pero lo único que tienen en común estos documentales es el tono zumbón y la temática cárnica, porque en lugar del enfoque socio-gastronómico de la dupla Cohn-Duprat, Alberto Romero eligió centrarse en la relación entre los trabajadores y los patrones del sector ganadero. Ya de entrada, cualquier solemnidad queda de lado: el narrador es un viejo toro Aberdeen Angus condenado al matadero, con la voz clara y profunda de Arnaldo André. Todo un acierto. Lo que no funciona tan bien es el contenido del discurso (escrito por el propio Romero): por momentos, los guiños paródicos de este toro conservador son un tanto infantiles. La película nos lleva por tres instancias de la relación patrón-obrero en la ganadería argentina. La más llamativa es la primera: cuenta la historia de Liebig, el pueblo entrerriano construido alrededor de una fábrica inglesa de extracto de carne, donde la dependencia de los trabajadores hacia los patrones era total. La segunda aborda un capítulo más conocido: el protagonismo de los obreros de los frigoríficos de Berisso, con Cipriano Reyes a la cabeza, en el 17 de octubre de 1945. Como hallazgo, cuenta con el testimonio de Dora Roldán, hija de María Roldán, una de las primeras mujeres sindicalistas de Latinoamérica, y con notables imágenes de archivo para ilustrarlo. Si en ese segundo episodio los oprimidos se rebelaban, en el tercero directamente no hay patrón: aquí se ve el funcionamiento de la cooperativa SUBPGA, frigorífico recuperado por los trabajadores. Es el segmento menos logrado, pero suma para darle actualidad a este racconto cárnico de la eterna e incesante lucha de clases.
Dos metros bajo tierra La naturalidad con la que están borrados los límites entre ficción y documental. El mundo funerario es carne de ficción: ahí está Six Feet Under, una de las mejores series modernas. Inspirado en las desventuras de los Fisher, Baltazar Tokman (Planetario, I am Mad) buscó una familia de funebreros para retratar esa convivencia cotidiana con la muerte. Encontró a los dueños de Casa Coraggio, que llevan 120 años dedicándose al negocio en Los Toldos, y les propuso que ellos actuaran su propia historia, borroneando aun más los ya de por sí difusos límites entre documental y ficción. En esta mezcla entre actores y gente actuando de sí misma, nadie aclara quién pertenece a qué grupo. Lo que sabemos es que Sofía Urosevich, la protagonista, es efectivamente la heredera de la empresa familiar: la película la sigue en una visita a Los Toldos desde Capital, donde vive. En el pueblo, ella pasa gran parte del tiempo con su padre, cabeza de Casa Coraggio, y la nueva familia que armó. Al estilo de Six Feet Under, se mueven en la ambulancia que traslada los cuerpos y viven en la misma casa donde está la sala velatoria: un asado en el fondo puede derivar en una charla sobre espíritus que quizá deambulen ahí nomás. Hay una abuela que es la memoria viviente de la funeraria (incluso cuenta quiénes de la familia “estrenaron” determinados servicios), una madre que se desligó de esa actividad comercial, pero se queja de la falta de estilo de los nuevos autos fúnebres, una medio hermana abocada a preparar su fiesta de 15. La naturalidad de todos es notable: es imposible distinguir qué es ficción y qué no. Lo que le falta a Casa Coraggio es un conflicto fuerte: el que aparece con el transcurrir de la película carece del suficiente peso dramático. Y si bien está presente, el elemento mortuorio no alcanza para darles a las andanzas de los Coraggio un interés especial. Entonces, lo que terminamos viendo son unos días en la vida de una familia argentina más.
Una pesadilla mitológica En su segundo largometraje, Ana Piterbarg cuenta una historia fantástica basada en la leyenda del Krampus. Cinco años después de su ambiciosa opera prima, Todos tenemos un plan (protagonizada por Viggo Mortensen), Ana Piterbarg filmó a pulmón esta historia onírica, con la leyenda del Krampus como punto de partida. Semihumana, semianimal, según la mitología austro-bávara esta criatura demoníaca aparece antes de Navidad con sus cuernos, su enorme cuerpo peludo y su larga cola para castigar a los niños que se han portado mal. En este caso, según explica una voz en off en alemán al principio de la película, el monstruo aparece en vísperas de Año Nuevo a exigirles “dulces y cariño” a todos los llamados Andreas. Si no quedan conformes con lo recibido, atormentan a los Andreas con pesadillas en las que los soñadores se transforman en el Krampus. Filmada en blanco y negro con la idea de realzar su carácter fantástico, Alptraum (“pesadilla” en alemán) muestra a las desventuras de un Andreas porteño que es atormentado en sueños por el Krampus. Nadie dice qué hizo para merecer ese castigo; simplemente le sucede. Quizá empujado por esta tortura nocturna, Andreas entra en un espiral descendente en todos los planos de su vida. De entrada el planteo es forzado, pero esto podría pasar inadvertido si el resto de la película se sostuviera. Pero nada de lo que le va ocurriendo al desgraciado protagonista tiene asidero. Es cierto que se trata de una historia con ribetes sobrenaturales, en la que se juega permanentemente con qué es real y qué es parte de una ensoñación, pero tampoco dentro de esa lógica el desarrollo hace pie. Se quiere contar demasiado y nunca aparece el tono justo: por momentos se impone la intriga de espionaje; en otros, el drama de pareja; en otros, la fantasía y la comedia. Y lo que termina ganando es la confusión.
Un enigma llamado Emily Dickinson Con maestría, el británico Terence Davies retrata a la gran poeta estadounidense. Emily Dickinson es considerada la mayor poeta estadounidense, pero, tal vez por haber alcanzado ese sitio póstumamente, su biografía se prestó a contradicciones. Suele ser descripta como alguien enfermizo, misántropo, dedicado sólo a su familia y a su literatura; también, como una persona con un gran sentido del humor y la ironía, desafiante de la religión y las reglas sociales, jamás resignada al rol que se le reservaba a la mujer en el siglo XIX. Lo seguro es que le pertenecen algunos de los mejores versos que se hayan escrito. Era un personaje que necesitaba ser tratado con una sensibilidad como la de Terence Davies, uno de los cineastas británicos más personales (pero poco conocido en la Argentina: éste es apenas el segundo de sus ocho largometrajes que se estrena más allá del Bafici y Mar del Plata). Davies eligió retratar las dos facetas que, se supone, mostró la poeta: su talento, su inteligencia, la profundidad de su espíritu y, también, su comportamiento patológico. Pero, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las biopics, su arte está en primer plano. La clave está en los chispeantes y descarnados diálogos: alejados de cualquier solemnidad, algunos parecen poemas en sí mismos; de hecho, muchas líneas de Emily Dickinson están tomadas de sus propios versos (que también aparecen directamente recitados por ella). Esa esgrima verbal, que exige máxima concentración, le da a la película gran parte de su carácter teatral, reforzado por la naturaleza de las escenas. La mayoría transcurre en interiores, con los personajes quietos: las que se mueven, y a toda velocidad, son sus neuronas y sus lenguas. Eso sí: mucho de lo que Una serena pasión gana en ingenio, lo pierde en sentimiento. En cada plano, Davies demuestra toda su pericia visual: las tomas parecen cuadros de algún gran maestro holandés. También, una gran destreza en la dirección de actores: sobre todo, es sorprendente el trabajo de la protagonista, Cynthia Nixon (Miranda Hobbes en Sex and The City), que sabe ponerle alma a la poeta, y voz a versos como estos: Qué tristeza ser alguien/ qué público: como una rana/ decir el propio nombre junio entero/ para una charca admiradora.
Los peligros de Internet Protagonizada por Emma Watson y Tom Hanks, este thriller tiene un interesante planteo que no se sostiene en su desarrollo. "La información es poder”. Esta vieja frase, que algunos atribuyen a Francis Bacon y otros a Thomas Hobbes, hoy cobra más vigencia que nunca con la inimaginable cantidad de datos personales que manejan empresas como Facebook o Google. El círculo propone una distopía de gran actualidad, en la que una de esas corporaciones tecnológicas, que se presentan a sí mismas como empresas modelo y garantes de la democracia, muestra su lado oscuro. Basada en el best seller del estadounidense Dave Eggers, la película retrata a la perfección los paraísos artificiales creados -comida gratuita, deportes, recreación y espacios verdes mediante- en esas oficinas, como para que los empleados no noten que están entregando sus vidas, en cuerpo y alma, al trabajo. En ese ámbito se mete el personaje de Emma Watson -actriz sobrevaloradísima-, que arranca desde el escalón inferior y se convierte en un emblema de la compañía a un precio muy alto. También es lograda la caracterización de los dueños, que más que CEOs parecen gurúes de autoayuda, con discursos motivacionales que enmascaran su codicia y su ambición de poder. Y, sobre todo, es atinado el planteo sobre el peligro de que esas corporaciones sean las poseedoras de un monstruoso banco de datos. Que va desde los impuestos que pagamos hasta nuestras preferencias políticas, incluyendo movimientos y rutinas diarias. Cualquiera que tenga esa información puede hacer que la libertad que prometía Internet en sus inicios se convierta en todo lo contrario: la concreción, a escala global, del panóptico de Bentham. Pero a medida que la historia avanza, El círculo se va deshilachando. Al guión se le notan los hilos, se vuelve esquemático, desnuda una falta de emocionalidad sorprendente en sus personajes. Y se completa con uno de esos finales atroces que nos sigue regalando Hollywood.
Formas de elaborar un duelo Esta sorprendente película israelí es tan cómica como conmovedora. ¿Cómo sigue la vida después de la muerte de un hijo? Hay tantas respuestas como padres e hijos en el mundo, pero difícilmente una tan divertida y, a la vez, tan conmovedora, como la que plantea Asaph Polonsky en su sorpresiva opera prima. Vicky y Eyal Spivak acaban de terminar la shiva, la semana ritual de duelo que el judaísmo establece para los fallecimientos de los parientes más cercanos. En este caso el muerto es Ronnie, su hijo de 25 años. Después de haber recibido las visitas y condolencias de familiares y amigos durante siete días, el matrimonio se queda a solas. ¿Y ahora? Con practicidad y sensatez femeninas, Vicky intenta ocuparse de asuntos concretos, desde reincorporarse al trabajo hasta ir al dentista. Pero Eyal no puede simular que todo está como era entonces. El protagonista masculino (Shai Avivi, un comediante famoso en Israel, que por este trabajo ha sido comparado con el de Larry David en Curb Your Enthusiasm) se toma las mismas libertades que el director de la película. Es decir: hace lo que se le canta. Deja caer las máscaras sociales y, como un chico caprichoso o un adolescente rebelde, permite que aflore toda su inmadurez. Libre de represiones, expresa todo lo que siente. Y una de sus formas de elaborar el duelo es acercarse al aparatoso hijo de los vecinos, apenas unos años mayor que Ronnie. Es casi imposible explicar por qué algo resulta cómico. “Simplemente les pedí a los actores que no trataran de ser graciosos”, declaró Polonsky. El resultado es un humor seco, a cara de perro, eso que los anglosajones denominan comedia deadpan. Que no decae en ningún momento. Pero lo mejor es que el trasfondo trágico tampoco desaparece. Está ahí, presente en cada uno de los disparates que se manda Eyal (y Vicky también). Y, al igual que los pasajes más divertidos, los momentos más emotivos o poéticos tampoco están subrayados. La tenue tensión entre el drama y la comedia se mantiene a lo largo de toda la película, como un sabor agridulce que no se disipa jamás.
¿Quién mató a esa señora? Buenas actuaciones y un logrado clima de misterio en un policial que peca de convencional. En su segundo largometraje como directora en solitario, Camila Toker (actriz y codirectora de las dos partes de UPA! ) eligió contar un policial clásico: aquí hubo un asesinato y hay que descubrir quién lo cometió. Al estilo de Twin Peaks, todo transcurre en un pueblo chico (Punta Indio) y un comisario de la ciudad cabecera del partido llega para investigar el crimen, topándose con policías locales ineficientes y una lista de sospechosos que, en este caso, está plagada de arquetipos. Empezando por el tonto del pueblo, sobrino de la difunta, y siguiendo por el hombre fuerte del lugar, dueño de gran parte de las tierras y jefe de un par de matones. También hay una “femme fatale” (la heredera de la estancia en la que vivía la muerta, que llega al pueblo con la intención de vender su propiedad) y un misterioso forastero (un brasileño que dice estar interesado en comprar una estancia en el lugar). Tampoco falta la tabernera chismosa y su extraña hija, que se expresa como un oráculo. Por sus locaciones y sus personajes este policial rural tiene, además, un aire de western, subrayado por la música compuesta por Fernando Tur. Que sirve para reforzar lo más logrado de la película: el clima. Hay misterio, hay intriga, está la sensación de que algo está por pasar en cualquier momento. Un aporte fundamental para que esto ocurra lo hace la geografía del lugar: un ominoso paisaje ribereño, con sus zonas boscosas y descampados, con caserones decadentes por aquí y por allá. En síntesis, un escenario ideal para una historia de estas características. Para darle credibilidad al asunto, también cumple correctamente su función el elenco surgido del teatro off, encabezado por un Luis Machín que vuelve a mostrar por qué lo convocan tan seguido -quizás a su pesar- para componer hombres desagradables y malvados. Toker y su coguionista, Anne-Sophie Vignolles, hacen los deberes y siguen las pautas del género al pie de la letra. Tal vez demasiado: a La muerte de Marga Maier le falta la audacia necesaria para salirse, aunque sea un poco, de los carriles convencionales y, así, establecer un código propio dentro de ese lenguaje conocido.
El fantasma de la confusión La trama es tan enrevesada que, mientras tratamos de entenderla, nos olvidamos del miedo. Cual institutrices, las películas de terror nos están prohibiendo todo: No respires, Nunca digas su nombre, y ahora lo que no debemos hacer es tocar dos veces a la puerta de esa vieja casona abandonada al lado de la autopista. Caso contrario, el espíritu de su antigua moradora, una vieja de origen ruso llamada Mary Aminov, nos perseguirá para llevarnos al inframundo. ¿Y qué hace esta parejita de adolescentes que conoce la leyenda? Sin motivo aparente, va y llama a la puerta. Dos veces. Efectivamente, un fantasma maligno -muy parecido al de La llamada, pero seco- aparecerá e intentará atraparlos. Pero Chloe, la chica, huye a refugiarse en la mansión de su mamá. Y aquí enfrenta otro conflicto, porque esa madre que ahora es millonaria la abandonó cuando Chloe era chica, y ahora quiere recuperar el vínculo con su hija. Al principio, ni ella ni nadie le cree a la joven. Ya tenemos casona tétrica, mansión alejada de todo, monstruo suelto por ahí, rubiecita asustada: tenemos película de terror. O algo así, porque aquí ni los clichés funcionan como deberían. La trama se va enrevesando con elementos forzados, que complican y entorpecen el desarrollo. Hay un intento de explicación (el oscuro pasado de Mary Aminov, los orígenes míticos -bajados de Internet- de la entidad maléfica) tan torpe que nada encaja y no termina de quedar claro qué demonios, justamente, están acechando a esa chica. Hay un par de personajes secundarios que cobran un protagonismo inexplicable y, a fin de cuentas, tampoco se entiende qué tiene que ver la relación madre-hija con el resto de la historia. Conclusión: a río revuelto, pérdida de terror. Mientras tratamos de descifrar el intríngulis y le buscamos cierta lógica a lo que está pasando, nos olvidamos de lo fundamental: sentir miedo.