El principio de otra saga Vin Diesel cumpre el rol protagónico de este filme de acción que llega a una gran batalla final. Los vampiros, los hombres lobo y los zombies ya fueron tan explotados que había que abrir una nueva veta en la mina de los monstruos, y ése es el lugar que viene a intentar ocupar esta producción de fantasía y action noir llamada El último cazador de brujas. Kaulder, el personaje de Vin Diesel, es una cruza entre Highlander y Batman. Maldecido hace 800 años con el don de la inmortalidad por la Reina de las Brujas, es un solitario héroe dedicado a proteger a los seres humanos de la magia negra. Millonario, vive en un lujoso departamento enfrente del Central Park y trabaja para una orden religiosa que designa, desde hace ocho siglos, a un cura que sea a la vez su ayudante y tutor. Para este papel no es casual la elección de Michael Caine, que tan bien encarnó al mayordomo Alfred en los Batman de Christopher Nolan. La historia tiene un esquema clásico: se parte de un misterio que se va develando pista a pista, lucha a lucha, hasta llegar a una gran batalla final. El principal defecto de la película es que falta acción y sobran diálogos: hay permanentes explicaciones verbales sobre lo que está ocurriendo, algo que quita ritmo y agrega confusión. En este marco, los personajes carecen de profundidad: salvo el protagonista, los demás son meros resortes bidimensionales para el funcionamiento de la trama. Una lástima, porque se desperdicia a interesantes actores como Elijah Wood o Rose Leslie (la novia salvaje de Jon Snow en Game of Thrones). Del mismo modo, también están desdibujados los villanos. Por suerte, el departamento de arte y efectos especiales vino a compensar, en parte, esas fallas. Los monstruos están logrados y las locaciones aportan las dosis de misterio y oscuridad necesarias. Y, pese a su tosquedad, Vin Diesel tiene el suficiente carisma como para sostener su protagónico. Todo el conjunto tiene cierto potencial que, bien aprovechado, puede funcionar. Así que el crédito está abierto si, como todo indica, éste es el principio de una saga. POR QUE SI: El carisma de Vin Diesel y los logrados rubros técnicos compensan el exceso de explicaciones.
Dos amigos a la deriva en Cali En un registro naturalista, que se acerca al documental, la cámara sigue a estos dos personajes. “Los hongos son seres vivos que aparecen en contextos de tremenda podredumbre y descomposición”, escribió el colombiano Oscar Ruiz Navia para explicar el título de su segunda película. Los hongos son Calvin y Ras, dos adolescentes que se aferran al skate y los grafitis como tabla de salvación en una ciudad, Cali, tan compleja como la mayoría de los grandes centros urbanos latinoamericanos. Es un entorno hostil, caótico e indiferente, que no parece guardarles un lugar destacado en su futuro. Pero ellos no parecen sufrir esa realidad, sino aceptarla e intentar ser lo más felices posible dentro de las limitaciones que les impone. Esta es una de las cualidades de la película: si bien muestra la precariedad económica, la corrupción institucional y la farsa política, no es un filme de denuncia. No se cargan las tintas sobre los padecimientos ni se hace un pintoresquismo for export del caos latinoamericano; las adversidades son parte de un paisaje donde la creatividad y la esperanza son posibles. Y esto se aplica no sólo al contexto social, sino también a las relaciones humanas. Es conmovedor el vínculo que mantiene Calvin con la Ñaña, su “abuelita” enferma de cáncer. Una vez más, lo negativo es sólo un dato, no pasto para un posible drama lacrimógeno. Lo mismo se aplica al vínculo entre Ras y su madre, signado por la pobreza y la postergación, pero sin que se haga una explotación tendenciosa de la miseria -ni tampoco una idealización- para conmovernos. Aquí no hay víctimas, sino luchadores de la vida que como única arma empuñan su arte. Puede ser el canto y el baile improvisados entre vecinas, los grafiti clandestinos de grupos vagamente politizados o la música ruidosa de un furioso grupo hiphopero. En un registro naturalista, que por momentos se acerca al documental, la cámara sigue las aventuras de estos dos amigos que están a la deriva, pero hacen de ese desamparo un refugio que los vuelve capaces de encontrar un manantial cristalino en medio de una jungla de cemento.
La unión hace la fuerza Un gangster de origen irlandés y un agente del FBI, amigos de la infancia, son centrales en este buen thriller. Basada en el libro Misa negra: la verdadera historia de la impía alianza entre el FBI y la mafia irlandesa, de los periodistas Dick Lehr y Gerard O’Neill, del diario Boston Globe, Pacto criminal cuenta una historia real: la alianza entre un agente del FBI, John Connolly, y el mayor gangster del sur de Boston, Jimmy “Whitey” Bulger. Una cooperación que empezó con el objetivo de eliminar a la mafia italiana de la ciudad y se extendió mucho más allá de esa excusa. Entre las diferentes mafias que suele retratar Hollywood -italiana, hispana, últimamente también la rusa-, esta vez el foco está puesto en la irlandesa. Bulger ya había inspirado al personaje de Jack Nicholson en Los infiltrados, de Scorsese, pero ahora la intención es acercarse mucho más a la “realidad”. Y el elegido para el protagónico es Johnny Depp, en una actuación que, según la crítica internacional, lo posiciona como candidato a ganar el Oscar por primera vez. Y sí, el trabajo de Depp es muy bueno. Despejado de todos los tics que lo volvieron poco menos que insoportable en sus colaboraciones con Tim Burton, consigue infundir miedo y hacer creíble a este matón (ya había encarnado a otros dos: John Dillinger y George Jung). Físicamente está irreconocible, algo que ayuda a su lucimiento, aunque hay un punto en el que a alguien se le fue la mano: los ojos. Quizá la intención de esos lentes de contacto celestes fue, además de transformarlo en Bulger en todos los detalles, resaltar el carácter vampírico del personaje. Pero la mayor parte del tiempo esos ojos no nos perturban por su maldad, sino por su artificialidad. Por lo visto, Bulger era mucho más aterrador que carismático. Y escurridizo: “Si hacés algo pero nadie lo ve, nunca sucedió”, le explica su filosofía a su hijo en una de las mejores escenas. Por eso comparte el peso de la trama con el agente del FBI (Joel Edgerton) y la historia, que se desarrolla entre 1975 y 1995, no está contada desde su punto de vista, sino del de tres de sus secuaces y otro agente del FBI, integrantes de un sólido elenco de personajes secundarios (Benedict Cumberbatch, Kevin Bacon, Jesse Plemons, Peter Sarsgaard, W. Earl Brown). Scott Cooper ya mostró en sus dos anteriores películas, Corazón rebelde (2009) y La ley del más fuerte (2013) que sabe dirigir actores y contar una historia eficazmente, con oficio y prolijidad. También, que no tiene mucho vuelo. Aquí crea un estado de tensión permanente, en un clima lúgubre y oscuro; el que busque un buen thriller, lo encontrará. Pero no se puede decir que Pacto criminal agregue demasiado a la enciclopedia mafiosa de Hollywood.
Con un enfoque original La historia parte de un planteo poco visto, y los animales que la protagonizan son tiernos. Por su abundancia de animales, el episodio bíblico del arca de Noé es carne de dibujitos animados, aunque no ha sido tan explotado en ese sentido como se imaginaría (El arca, una producción argentina dirigida por Juan Pablo Buscarini, hizo punta en 2007). La historia es conocida, pero ¿qué pasó con las criaturas que no pudieron subirse a la embarcación que Jehová mandó construir para salvar a las especies del diluvio universal? Ese es el original enfoque de ¡Uyyy! ¿Dónde está el arca? Por mandarse una travesura, dos cachorros se quedan afuera del arca justo cuando se desata el diluvio. Entonces la película transcurre en dos escenarios: en tierra firme, donde vemos a los pequeños tratando de llegar a un punto alto para escapar de la subida de las aguas; y en el barco, donde sus padres intentan cambiar el rumbo para volver a rescatar a sus hijos. En esta historia -recomendable para chicos de hasta siete años- no hay Noé ni ningún otro ser humano a la vista: sólo hay animales. Aunque los escenarios donde transcurren las acciones son bastante básicos, los dibujos de los protagonistas son tiernos. Casi todos tienen una textura que los asemeja a peluches, especialmente padre e hijo nestrianos. ¿Nestrianos? Adorables seres fantásticos que son excluidos del arca, pero se suben como polizones. Ellos no son los únicos que no figuran en la lista de invitados: el cachorro nestriano y su amiga grimpa -una especie de zorro- encontrarán a otros en sus aventuras. Ese es un buen giro del guión: al final, descubrimos que los marginados no habían sido admitidos por su capacidad de evolución; si antes del diluvio no encontraban su lugar en el mundo, después descubren que el agua es su elemento. ¿Moraleja? Un par. Una: el trabajo en equipo y la solidaridad son más fructíferos que el individualismo. Otra: todos tenemos cualidades, sólo debemos encontrar el medio donde aplicarlas. ¿Será cierto?
Bello homenaje al gótico El director de “El laberinto del fauno” hace un guiño al género del Hollywood de los años dorados. Guillermo del Toro definió a La Cumbre Escarlata como un homenaje al gótico -en sus dos vertientes: drama y terror- de los años dorados de Hollywood y de la Hammer Films inglesa. Ahí está el secreto del gran placer que produce: es una historia clásica, con ingredientes románticos, sobrenaturales y de cuento de hadas, que nos transporta a aquella etapa de la industria mediante una refinada ingeniería visual. Un misterioso noble inglés (Tom Hiddleston, el Loki de Thor y Los Vengadores) llega a los Estados Unidos de principios de siglo XX para enamorar a una despabilada damisela de la alta sociedad neoyorquina (Mia Wasikowska, la Alicia de Tim Burton) y llevársela a su decadente mansión en Inglaterra. Ahí, ambos convivirán con la siniestra hermana del caballero (Jessica Chastain) y con los fantasmas que habitan la decrépita casona. La reconstrucción de época en la primera parte, que se desarrolla en la Nueva York del 1900, es exquisita. Y el goce visual va in crescendo, porque el caserón es imponente y todo un personaje en sí mismo, con sus recovecos, sus insectos, sus espectros, su techo agujereado y sus cimientos hundiéndose en arcilla roja como la sangre. Una estética que es marca registrada de Del Toro: él considera a La Cumbre Escarlata como parte de una misma trilogía temática y visual junto a El espinazo del diablo y El laberinto del fauno. El mexicano señala muchas referencias literario-cinematográficas para esta historia, con Rebecca, de Daphne Du Marier/Alfred Hitchcock, Cumbres borrascosas, de Emily Brontë/William Wyler, y Jane Eyre, de Charlotte Brontë/Robert Stevenson, como las más reconocibles. Abunda ese tipo de menciones: por ejemplo, la protagonista se llama Edith Cushing por Edith Wharton y Peter Cushing, estrella de la Hammer Films. Pero así como la película alcanza la excelencia visual, dramáticamente se va desinflando. El misterio se disipa con explicaciones redundantes e innecesarias. Y el clima ominoso tan delicadamente construido termina ahogándose en un inesperado baño de sangre, un toque gore que deja en ridículo a lo que hasta entonces, para decirlo en palabras de la protagonista, había sido una bella historia con fantasmas.
Muy reduntante Hay demasiadas explicaciones, los personajes son unidimensionales y el guión es repetitivo. Una pareja de argentinos radicada en Barcelona (Benjamín Vicuña y Sabrina Garciarena) viene a Buenos Aires a resolver unos trámites y, de paso, turistear un poco. Pero es secuestrada por una banda de narcotraficantes que pone al personaje de Vicuña -¿por qué no lo hacen hacer de chileno y adiós al problema del acento?- entre la espada y la pared: si quiere volver a ver a su novia, debe oficiar de mula y embarcarse rumbo a Madrid con un cargamento de cocaína encima. Para salir del intríngulis, buscará la ayuda de un policía de civil (Germán Palacios) al que él y su novia habían conocido por casualidad en uno de sus paseos. He aquí a un hombre común en una situación extraordinaria, la clásica premisa que tanto le gustaba a Alfred Hitchcock. Pero esta historia no apela al suspenso: Baires -segundo largometraje de Marcelo Páez-Cubells, director de Omisión- es un policial de acción puro y duro, con una narrativa y un ritmo que intentan emular a la dinámica hollywoodense. Tiene los ingredientes indispensables de este tipo de fórmulas made in U.S.A.: un poquito de sexo, algunos tiros, algunas trompadas, un villano psicópata (Carlos Belloso), un giro “sorpresivo”. Pero con color local: hay escenas aporteñadas en una tanguería, en un viejo bar de Mataderos, en un carrito de Costanera Sur, y abundan las tomas aéreas de Buenos Aires. La película enfrenta varios obstáculos insalvables como para que, además del estilo, alcance la gran -y muchas veces, única- virtud de los productos yanquis: la capacidad de entretener. Por empezar, hay demasiadas explicaciones; los diálogos, excesivos y redundantes, terminan empantanando las acciones. En segundo lugar, los personajes son unidimensionales: meros instrumentos que realizan una acción tras otra, carecen de profundidad emocional, de manera que es muy difícil sentir empatía por ellos (ni por asomo uno se hace la pregunta que plantea el afiche promocional: “¿Cuán lejos llegarías por amor?”). Por último, el guión es repetitivo: no se aparta del esquema de búsqueda del tesoro, en el que un personaje lleva a otro, y a otro, y así sucesivamente hasta el desenlace.
De tango... y de mucho más Es un retrato conmovedor de la relación entre el genial Horacio Salgán y su hijo César, también pianista. Horacio Salgán es, a sus 99 años, el máximo exponente vivo -junto a Mariano Mores- del tango. Un prócer tímido, renuente a las entrevistas, que cultivó el bajo perfil a lo largo de toda su carrera. Su retrato en la intimidad ya haría de Salgán & Salgán todo un hallazgo. Pero este documental va mucho más allá de lo anecdótico, de lo biográfico y hasta de lo musical: habla del amor padre-hijo, del peso de un legado. Y presenta a otro personaje notable, César Salgán, el heredero del piano en el legendario Quinteto Real. El tango no es ajeno a la estadounidense Caroline Neal: aficionada a las milongas, estuvo casada con Ignacio Varchausky, fundador de la orquesta El Arranque, y en 2006 dirigió otro documental vinculado al género, Si sos brujo, sobre la creación de la Orquesta Escuela de Tango Emilio Balcarce. Filmó a los Salgán durante más de cuatro años, y logró con ellos un grado de intimidad y confianza que consiguió plasmar en una película hecha de detalles -los chistes que Horacio lleva anotados para contar en público, el plato de comida que César le prepara amorosamente- y palabras tan profundas como los silencios. Coautora del guión junto a Alberto Muñoz, Neal también es la narradora de la película, con una voz en off que no elude la primera persona: una decisión que, sumada al acento de Neal, podría incomodar, pero que, al contrario, agrega calidez a una historia conmovedora. Sus lúcidas reflexiones, sumadas a las sinceras confesiones de César, son el hilo conductor de una película que privilegia los sentimientos por sobre lo enciclopédico, y que va ganando en emoción e intensidad casi sin que nos demos cuenta. César cuenta que la primera vez que vio a su padre fue en la televisión. La relación entre ambos siempre fue particular, e incluyó un distanciamiento de 18 años. Horacio dice que olvidó todo, porque vive en otro mundo: el de la música. César asume con naturalidad y sin renegar el karma de ser “hijo de”. Bajista antes que pianista, también fue piloto de autos de carrera, y en una frase resume todo: “Me costaba menos correr en un día de lluvia que tocar A fuego lento”.
Irreconciliables diferencias El guión pinta las relaciones de pareja con roles esquemáticos. Las actuaciones son flojas y los diálogos, inviables. Eso que llaman amor, primer largometraje de ficción de Victoria Miranda, intenta ser una pintura de las relaciones de pareja actuales a través de las historias de amor (o, más bien, desamor) de tres mujeres, con una estructura coral que hace que las protagonistas coincidan fugazmente en dos lugares y que las tres historias tengan personajes en común. El principal inconveniente de la película es un guión -escrito por la propia directora- que pinta tanto a mujeres como a hombres esquemáticamente y con modelos antiguos. A grandes rasgos, las mujeres son celosas, emocionalmente dependientes, aniñadas, insatisfechas, y los hombres son infieles, descomprometidos, volátiles. Así las cosas, es inevitable que la mayor parte de las escenas tengan un mismo tono crispado, con repetidas discusiones a los gritos que no conducen a ninguna parte. Las flojas actuaciones contribuyen a hacer aún menos viables esos diálogos y esas situaciones que recuerdan a la peores ficciones televisivas de producción nacional. Apenas en algunos pasajes, Laura Cymer (surgida en Magazine For Fai, actualmente es sor Diana en Esperanza mía) consigue sacar la cuestión a flote gracias a sus dotes para la comedia. Pero no alcanza.
De rave en rave Buena.Capta con precisión el espíritu de una época (los años ‘90), al ritmo de una gran banda de sonido. Si es verdad que los movimientos artísticos concentran el espíritu de su época y que cada época tiene su propio ritmo, una buena manera de contar la década del ‘90 es al compás de la música electrónica. Eso que a nivel literario y local hizo la novela Electrónica, de Enzo Maqueira, aquí es emprendido cinematográficamente por Mia Hansen-Love. Inspirada en la vida de su hermano Sven, coautor del guión, narra el ascenso y la declinación de un DJ desde el apogeo del house, el tecno y el garage hasta la actualidad, y de esa forma retrata también a una generación que creció durante esos años marcados por el hedonismo, el consumismo y la despolitización. Paul y sus amigos forman parte del movimiento parisino del que surgió el denominado French touch, que tiene en el dúo Daft Punk a su exponente más célebre. De rave en rave y de fiesta en fiesta, drogas de diseño y cocaína mediante, Hansen-Love capta con precisión el espíritu de efervescencia creativa de esos jóvenes que se divierten, sí, pero también crean, trabajan con la música y la eligen por sobre los caminos convencionales (carrera universitaria, empleo formal, la formación de una familia). Desde ya, la banda de sonido (Daft Punk, Joe Smooth, Frankie Knuckles, Terry Hunter) es un pilar fundamental de la película y uno de sus puntos más alto. Tomada por Hollywood, esta podría ser la historia de una escalada imparable a la fama, con una cumbre y, luego, una caída estrepitosa, con epifanías y tragedias en el camino, pero aquí casi no hay bruscos giros dramáticos (y cuando los hay, son predecibles golpes bajos). Como en la vida misma, lo más importante que pasa es el tiempo, y esto -parecido a lo que ocurría en Boyhood- es un acierto (aunque aquí físicamente a los personajes casi no se les noten los años). Pero Hansen-Love, que originalmente quería hacer dos películas, terminó haciendo una demasiado larga sobre el estancamiento, con situaciones que van repitiéndose como un loop sin final.
Miedo vía Skype Su forma narrativa es muy original: todo sucede en la pantalla de un monitor de computadora El terror quizá sea el género más afectado por la superpoblación de fórmulas probadas que se repiten una y otra vez en el cine actual. Por eso, más allá de que la originalidad no es una cualidad imprescindible, hay que celebrar la aparición de títulos novedosos como Eliminar amigo. La innovación en este caso es formal: toda la acción transcurre en un monitor de computadora que muestra las comunicaciones de una adolescente con cinco amigos. Entran en juego todos los dioses 2.0: Facebook, Google, Skype, YouTube, Spotify. Es, por lo tanto, una película no apta para personas poco familiarizadas con el uso cotidiano de la computadora. Y que incluso exige un rato de adaptación a los que sí son “tecnológicos”, porque la experiencia de verla al principio es extraña e incómoda: es como espiar por sobre el hombro de alguien que está usando una PC. La historia, en cambio, es bastante clásica, aunque trata un tema actual como el ciberbullying: está inspirada por un par de casos reales de chicas que se suicidaron después de haberlo sufrido. En la ficción es una tal Laura Barns la que se pegó un tiro luego de que se difundiera un video que la dejaba en ridículo, con las consecuentes burlas vía redes sociales de compañeros de colegio e internautas anónimos. La noche del primer aniversario de esa tragedia, seis de sus mejores amigos están hablando mediante una videoconferencia de Skype como siempre, pero se suma a la conversación alguien misterioso que dice ser Laura. Alguien imposible de eliminar del mundo virtual, y que volvió en busca de venganza. El fuerte de la película, su forma narrativa, quizá también sea su debilidad. Porque el miedo queda un poco asordinado por esa doble distancia que imponen las dos pantallas (la del cine sumada a la del monitor donde sucede todo). De todos modos, este formato de bajo presupuesto (un millón de dólares) y alto rendimiento (ya recaudó más de 60 millones) tiene todo la pinta de una nueva veta a ser explotada en los próximos años. ¿Nació un nuevo Proyecto Blair Witch?