Douglas, maníaco asesino Empieza bien, pero el suspenso se va diluyendo por las poco creíbles situaciones que se plantean. La premiada novela Deathwatch (1972), de Robb White, plantea una historia atractiva para ser filmada: un enfrentamiento a muerte entre dos hombres en el desierto del sur estadounidense, ese paisaje que mostró todas sus posibilidades dramáticas en tantos westerns y en esa obra maestra llamada Breaking Bad. Deathwatch fue adaptada para el telefilme Salvajes, en 1974, y ahora, cuatro décadas más tarde, llega este Duelo al sol, protagonizada -y también producida- por Michael Douglas, y dirigida por el francés Jean-Baptiste Léonetti, en lo que es su segundo largometraje y su primera incursión en una producción hollywodense. El punto de partida es cautivante: un millonario cazador contrata a un joven baqueano para que lo guíe por el desierto un busca de una rara especie de carnero salvaje. Pero algo sale mal a poco de empezada la aventura, y el guía se convierte en la presa. Será una lucha desigual, en que la pericia y la inteligencia del joven se medirán contra los recursos tecnológicos (arma, camioneta 6x6) y la crueldad del veterano. Hasta ahí, una atrapante trama de duelo ambientada en un escenario magnífico. Pero a medida que van transcurriendo los minutos, el guión exige que el espectador realice una suspensión de la incredulidad cada vez mayor, hasta sobrepasar todos los límites de la buena voluntad. Uno de los grandes problemas es el personaje de Douglas, que se parece demasiado a los villanos del Batman de Adam West: explica detalladamente el porqué de sus maquiavélicas acciones antes de ejecutarlas, a la vez que siempre le deja un resquicio de escape a su víctima. Está obligado: si no hiciera lo primero, no entenderíamos los motivos de su comportamiento, tan sádico como incoherente. Y si no hiciera lo segundo, la película se terminaría demasiado rápido, sin alcanzar los 90 minutos estándar requeridos. El tema es que se intenta dotar de lógica a un comportamiento que no puede tenerla: quizás hubiera sido más creíble plantear al personaje como un maníaco asesino, y punto.
Resultado dispar Hay una búsqueda estilística interesante, pero el resultado no termina de ser eficaz. Uno mismo es la clásica comedia romántica de chico-conoce-a-chica, con la obligada secuencia flechazo/idilio/crisis/¿reconciliación? como eje. Pero el director, Gabriel Arregui, emprende una arriesgada búsqueda para diferenciarla, tanto en la forma como en el contenido, de historias ya vistas mil y una veces. El intento es loable; el resultado, dispar. El punto de vista es casi exclusivamente el del personaje masculino: la película está muy apoyada en el Chino Darín, una responsabilidad quizá demasiado grande a esta altura de su prometedora carrera. Es un joven de clase media baja de Quilmes, huérfano, que vive en la modesta casa heredada, sobrevive mostrando carteles de publicidad en los semáforos y se alimenta a base de salchichas con puré. Fanático del cervecero, el fútbol tiene un gran protagonismo en su vida. Una vida que, pese a lo descripto, no parece para nada infeliz. Y menos cuando en un bar encuentra al que parece el amor de su vida. Con pretensión universalista, él es simplemente Uno y ella, Una (María Dupláa, sobrina de Nancy), una manera de decir que ellos pueden ser cualquiera de nosotros. Un chiste que se mantiene a lo largo de toda la película, a costa de que por momentos los diálogos suenen forzados. De todos modos, entre ellos, como en casi toda pareja que recién empieza, hay más sexo que charla: al Chino, parece, siempre le toca pasar por la cama, aunque en este caso en escenas bastante recatadas y sin tomas busca-rating como la de la ducha en Historia de un clan. Para completar el retrato del mundo interior -onírico y mental- de Uno, Arregui apela a animaciones que en algunos casos resultan simpáticas y funcionales al relato, y en otros, superfluas y distractivas, vacuos fuegos artificiales. Que, en definitiva, es lo mismo que le pasa a la película, una suma de buenas intenciones que no terminan de cuajar.
Entre thriller y drama social Con un tono entre el thriller y el drama social, es un inquietante relato sobre el amor... a la poesía. El israelí Nadav Lapid no es un director que se conforme con contar una historia: quiere incomodar y dejar al espectador lleno de preguntas. Lo hizo en Policeman, que ganó los premios a mejor película y mejor director en el Bafici 2012, y lo hace ahora con La maestra de jardín, por la que Lapid repitió, en el último Bafici, el reconocimiento a la dirección. La película está narrada con un tono que oscila entre el thriller y el drama social, pero es, básicamente, una historia de amor, una historia de amor a la poesía. Nira, la maestra de jardín de infantes a la que alude el título, descubre que uno de sus alumnos es un poeta innato. De repente, inesperadamente, el chico dicta bellos poemas mientras camina de un lado a otro, como en trance. Antes y después, se comporta como cualquiera de sus compañeros de sala. Nira siente que tiene ante sí a un diamante en bruto al que hay que pulir y también proteger. Y por esos nobles objetivos es capaz de llegar demasiado lejos. En la frágil figura de una criatura de cinco años, Lapid parece simbolizar a la poesía (o la belleza), un arte cada +vez menos apreciado en un mundo preocupado por los bienes materiales. Este mensaje es un tanto redundante y obvio; de hecho, es explicitado un par de veces por la docente y otros personajes. No por eso deja de ser cierto: si los best sellers le ganan por goleada a la literatura, ni hablar del lugar que ocupan los libros de poesía en el mercado editorial. Hay una habilidosa construcción de una atmósfera extraña alrededor de ese adorable monstruo que parece un manantial de bellas palabras y, contrastando con la clara bajada de línea, una inquietante ambigüedad en torno al comportamiento de la maestra hacia el niño. ¿Quiere cuidarlo? ¿Aprovecharse de él? ¿Destruirlo? Lapid tampoco se priva de reírse del mundillo literario, con sus cónclaves de recitado y sus talleres de escritura: sin saber quién es el verdadero autor, los presuntos poetas hacen las interpretaciones más absurdas sobre los textos del chico. Así queda expuesto, una vez más, cuánto barullo sin sentido hacemos a veces los que trabajamos sobre la creatividad ajena.
Tiza y pizarrón Es un interesante retrato de lo que sucede en las aulas de un colegio público secundario porteño. En Entre los muros (2008), Laurent Cantet recreó la novela en la que François Bégaudeau contaba su experiencia como docente en una escuela parisina de enseñanza media. Salvando las distancias, Después de Sarmiento podría considerarse la versión argentina, con la diferencia de que en este caso se trata de un documental de observación. Sin voces en off ni entrevistas, la cámara de Francisco Márquez retrata lo que sucede dentro de las aulas de un colegio secundario público porteño, ese mundillo tan mentado y tan poco transitado por las personas ajenas a la comunidad educativa. Como tantos otros colegios, el Domingo Faustino Sarmiento fue alguna vez uno de los símbolos de esa educación pública argentina que integraba a alumnos de clases sociales y orígenes diversos. Con la migración de las clases pudientes hacia la educación privada, hoy el Sarmiento, ubicado en Recoleta, recibe a chicos de clase media baja y trabajadora, muchos de ellos habitantes de la Villa 31 de Retiro. Con un ritmo narrativo con altibajos, la película muestra principalmente dos conflictos: la división social entre los turnos mañana y tarde, que logran acordar en la formación de un centro de estudiantes; y las dificultades de los docentes para interesar a los adolescentes en las materias. Los diálogos entre alumnos y docentes son reveladores y ponen en cuestión la utilidad de la educación secundaria, por lo menos como está planteada actualmente (“en cinco años no me dejó nada”, dice una chica). No queda más que admirar a esos predicadores en el desierto que son los docentes (aun los que parecen personajes de Gasalla) y compadecerse de esos alumnos que vienen de hogares precarios y se enfrentan a conocimientos áridos. Si el colegio es un reflejo de la sociedad a pequeña escala, hay que concluir que la apatía va ganando, pero todavía existe una esperanzadora voluntad de cambio.
Corre, Thomas, corre Como la primera parte, atrapa por su ágil narración y sus logradas escenas de acción. Maze Runner: Prueba de fuego es la segunda película basada en los libros de la trilogía creada por James Dashner (la tercera, The Death Cure, está anunciada para 2017) y, como la anterior, fue dirigida por Wes Ball, un experto en efectos especiales que había debutado como director con Maze Runner: Correr o morir. Por eso no sorprende que esta entrega tenga las mismas virtudes que su antecesora: una narración ágil, atrapante, con escenas de acción logradas y sorpresas esperando a la vuelta de cada esquina. Y, también, las mismas debilidades: escenas dramáticas excesivamente edulcoradas o heroicas y un abuso del esquema persecución-descanso-persecución-descanso-persecución. La historia arranca exactamente donde había terminado la primera parte: Thomas y sus compañeros bajan del helicóptero que, según ellos creen, los rescató de las manos de CRUEL, y son alojados/encerrados por sus supuestos salvadores en una suerte de refugio a prueba de todo. Pronto descubrirán lo que los espectadores ya sabemos: que esa gente no es tan buena como aparenta y que una vez más deben emprender la huida. Si la anterior era una fantasía distópica que transcurría en el interior de un laberinto, esta secuela tiene más características de una típica película de ciencia ficción post apocalíptica. Todo transcurre en un océano de arena ubicado donde antes había mar, y en metrópolis de rascacielos destruidos, poblados por humanos que tienen como única ley el sálvese quien pueda. Y también por los peligrosos cranks, una nueva manera de llamar a los viejos y queridos zombis. Es un giro que agradecerán los fanáticos de The Walking Dead -hay un parentesco cercano entre el tono de la serie y esta Prueba de fuego- y no tanto los que nos habíamos entusiasmado con las reminiscencias mítico-literarias del laberinto y de la sociedad de adolescentes de la primera parte.
Postal de una guerra sin fin Gracias a su mirada desprejuiciada, Avruj consiguió interesantes testimonios de israelíes y palestinos. En el año 2000, Nicolás Avruj se fue de viaje a Israel para visitar, de sorpresa, a un primo que vivía allá. La sorpresa se la llevó él, porque el primo justo había viajado por un tiempo a la Argentina, pero Avruj decidió esperarlo hasta que volviera y mientras tanto recorrer el país, cámara en mano. Quince años después se reencontró con las filmaciones que hizo durante esos meses y que, por diversos motivos, no había editado hasta ahora. El resultado es NEY: Nosotros, ellos y yo, un retrato desprejuiciado del conflicto palestino-israelí. “Hace quince años que empecé a grabar este documental y todavía detesto que me pregunten si soy pro israelí o pro palestino”, dice Avruj al comienzo de su opera prima. Una declaración de principios que es el mayor mérito de esta película en primera persona: el narrador, a pesar de ser judío y provenir de una familia sionista, se ubica genuinamente en un punto equidistante entre las partes en pugna. Con una mirada tan curiosa como inconsciente, Avruj fue viajando casi azarosamente por Israel, la Franja de Gaza y Cisjordania, y fue entrevistando a la gente que le daba alojamiento. Así, nos enteramos de la opinión de ciudadanos comunes sobre la disputa entre ambos pueblos, en charlas que son ricas sobre todo porque Avruj pregunta para enterarse, sin ánimo confrontativo. Y obtiene definiciones profundas y sinceras, como ésta de un palestino: “Toda nuestra vida es un problema basado en otro problema. Como los edificios: piedra sobre piedra, problema sobre problema. Muerto sobre muerto sobre muerto, todo se convierte en conflicto”. Quizás antes de entrar al cine sea conveniente estar enterado de algunos aspectos básicos de la situación política de la región, porque la película no aporta datos duros ni demasiada información que contextualice las imágenes y los diálogos. Tampoco hay una actualización temporal de lo que ocurrió durante estos quince años (aunque tal vez nada haya cambiado demasiado). NEY funciona, entonces, como una fotografía personal del estado de las cosas en el año 2000. Una cautivante postal de una guerra que parece no tener fin.
Chicas, autos, fiestas y cameos La serie de TV de HBO salta a la pantalla grande, desde donde había terminado. Sólo para fanáticos. “Realmente obtenés lo que esperás al decidir ir a verla. O sea, chicas, autos, fiestas y cameos, por supuesto”. No hay mejor síntesis de Entourage: la película que la que hizo Adrian Grenier, el protagonista, en la entrevista difundida por la distribuidora Warner. Es decir: los seguidores de la serie que tuvo ocho exitosas temporadas (entre 2004 y 2011) en televisión seguramente quedarán satisfechos con este salto a la pantalla grande. Los demás, probablemente no. Inspirada libremente en algunos aspectos de la vida de Mark Wahlberg -productor ejecutivo de la serie y la película, en la que protagoniza el cameo más gracioso-, la serie mostraba el crecimiento de un actor que se abría camino en el competitivo mundo de Hollywood y obtenía acceso a todos los privilegios y tentaciones del estrellato, siempre con la ayuda y compañía de su hermano, dos amigos de toda la vida y un fiel manager: el entourage (séquito, entorno) al que hace referencia el título. La película tiene una garantía clave de fidelidad al tono de la serie: es la presencia de su director y coguionista, Doug Ellin, que fue el guionista principal del producto televisivo, además de haber sido uno de sus creadores y director de algunos capítulos. Aquí retoma la historia donde había terminado la octava temporada, siempre con el espíritu de inquebrantable camaradería masculina. A la pandilla le sobra el dinero y Vince (Grenier), además de ser una estrella, está por estrenar su opera prima como director, pero necesita más presupuesto y los financistas (Billy Bob Thornton y Haley Joel Osment, el crecido nene de Sexto sentido) quieren imponer ciertas condiciones para aumentárselo. Cada uno de los otros personajes tiene, además, su propia subtrama laboral y/o romántico-sexual. Todas las historias conspiran para que aparezcan, como bien señaló Grenier, chicas en bikini, autos lujosos, situaciones más o menos eróticas y diálogos sobre sexo. Y los cameos, esos cameos -Jessica Alba, Jon Favreau, y siguen las firmas- tan de moda en las comedias de un Hollywood cada vez más autorreferencial. Y cada vez menos gracioso.
Nido de buitres Es un retrato agudo de la codicia humana, con una paleta de tonos que van de la comedia al thriller. En El capital humano -adaptación de la novela homónima del escritor estadounidense Stephen Amidon- Paolo Virzì (La prima cosa bella, Tutti i santi giorni) cuenta una fábula sobre la codicia, una condición intrínseca de los seres humanos, sin distinción de clases sociales. La historia transcurre en una localidad del norte de Italia, pero podría suceder en cualquier parte y tiene especial resonancia en la Argentina, porque les pone rostro y cuerpo a los tan famosos como anónimos fondos buitre. El disparador del argumento recuerda al episodio de Relatos salvajes protagonizado por Oscar Martínez: aquí también un accidente de tránsito entrelaza los destinos de tres familias de diferentes estratos. Pero lo fundamental es todo lo que sucede antes y después de ese accidente, hechos que están contados desde los puntos de vista de tres personajes diferentes, en tres capítulos que luego tienen un epílogo común. A la vez que completa el cuadro de situación, ese recurso narrativo permite desnudar las miserias e hipocresías de la burguesía (pequeña y no tanto). En ese marco, hay dos actuaciones que sostienen la película: la de Fabrizio Bentivoglio como el comerciante chanta que busca atajos para salvarse económicamente -un personaje muy argentino- y, sobre todo, la de Valeria Bruni Tedeschi, una suerte de Blue Jasmine a la italiana. Con una paleta de tonos que van de la comedia al thriller, Virzì retrata con agudeza a esa clase media capaz de cualquier cosa con tal de trepar en la pirámide social, y a los nuevos ricos que ya lograron ascender hasta la cúspide a costa de los demás, mediante la especulación financiera, y no quieren perder sus privilegios. La clase baja tampoco se salva, pero queda mejor parada: es muy difícil en este tipo de películas no sucumbir a la tentación de la bajada de línea y Virzì lo consigue, aunque al final subraya por demás conceptos que ya habían quedado suficientemente claros.
Osito sobreexplotado Ted era ácido, guarro y tierno. El problema con esta secuela es que lo sigue siendo, pero no hay tanto gag. Ted 2 es un ejemplo de lo que pasa cuando una buena idea se sobreexplota. Lo genial de la primera Ted no era el osito de peluche parlante, sino que todo el mundo se tomara con naturalidad que existiera semejante criatura, y que fuera cajero de supermercado, y que tuviera novia. Además, ese osito era ácido, guarro, putañero y fumeta, sin dejar de ser tierno. La dupla de grandulones con mentalidad adolescente que formaba con Mark Wahlberg era insuperable: uno quería ser amigo de esos dos tarados queribles. Con esos atributos, Ted -opera prima de Seth MacFarlane, el creador de las series animadas Family Guy y American Dad- resultó una de las comedias más taquilleras de la historia (recaudó unos 550 millones de dólares, diez veces lo que costó). Era inevitable que hubiera una secuela. Pero el efecto sorpresa ya fue, y entonces estamos ante otra más de las comedias que Hollywood nos viene entregando últimamente: con algunos chistes efectivos y muchos demasiado gastados. Esta vez encontramos al osito como protagonista absoluto y a Wahlberg como el segundón (una lástima). Ted está casado, tratando de formar una familia para encarrilar su ardua vida conyugal y metido en una lucha judicial por ser reconocido como persona, porque resulta que el Estado lo considera un objeto, una mera "propiedad", condición que le quita todos sus derechos civiles. Estas premisas del guión parecen lo suficientemente absurdas como para que la dupla vuelva a lucirse. Pero no, porque se machaca en la repetición de una fórmula. El humor de Ted 2 se basa en tres recursos. Por un lado, los chistes de referencia a la cultura pop en general y en particular a los íconos de los '80 -época en que quedaron varados los protagonistas- que funcionaban muy bien en la primera. Ahora vuelve a haber cameos de celebridades y menciones de nombres propios al por mayor, algo ya demasiado visto no sólo en Ted sino también en otras películas posteriores -Pixeles, sin ir más lejos-, con el agravante de que varios de esos nombres no significan demasiado en la Argentina. Otro cimiento es el humor drogón, una veta también explotada en la primera. El tercer pilar es la escatología: pedos, semen, caca... A los menores de 12 puede causarles gracia; al resto probablemente no.
Si se dedicaran sólo a cantar... La trama es una excusa para ver el despliegue vocal y escénico de los distintos grupos, único aspecto valioso. Los grupos de canto a capella –lo que aquí conocemos de toda la vida como coros, pero con estética pop y coreografía incluida- ganaron popularidad en Estados Unidos en la década pasada a partir de un reality show y un par de musicales off Broadway. En 2012, Ritmo perfecto vino a cubrir ese nicho en cine: el éxito de taquilla hizo que ahora estemos escribiendo sobre la secuela -acá se llama Más notas perfectas- y que ya esté en preparación la tercera parte, con fecha de estreno anunciada para 2017. A este tipo de películas habría que analizarlas más en términos mercadotécnicos que cinematográficos. En ese sentido, hay que reconocer que es un producto eficaz, al estilo de High School Musical, que apunta sin ambages a un sector específico –nenas y adolescentes- al que seguramente consiga satisfacer. La trama es una excusa para mostrar el despliegue vocal y escénico de los distintos grupos, el único aspecto artístico valioso de la película. Después de que en Ritmo perfecto mostraran su talento en el campus, ahora las Bellas tratan de ganar el Mundial de canto a capella. Para eso deben vencer a un grupo alemán, Das Sound Machine, realmente asombroso. Más allá de que la disciplina es de por sí kitsch –por momentos parecen ridículas bandas de McPhantoms compitiendo por ver quién hace el ruido más extraño- , lo que Das Sound Machine y las mismas Bellas hacen con sus cuerdas vocales –y a nivel escénico- es notable. El resto es una estudiantina bastante pobre –con fraternidades, fiestas en el campus y demás-, plagada de inocentes chistes escatológicos y de doble sentido, pero aun así políticamente correcta: las Bellas son tan multiétnicas que parecen un afiche de Benetton y, entre broma y broma, hablan abiertamente de homosexualidad y discriminación. Mejor sería si se limitaran a cantar.