Actualización, honrando el original Michael Fassbender y Marion Cotillard son el matrimonio en esta nueva adaptación del clásico de Shakespeare. “Game of Thrones y otras series están copiando a Shakespeare, que contó las historia de ambición y oscuridad mejor que nadie. Yo presento el original”. Justin Kurzel también comparó aspectos de Macbeth con Breaking Bad y Buenos muchachos. Y, en consecuencia, a su propia versión de la tragedia del tiránico rey de Escocia, el director australiano -que hasta ahora sólo había dirigido un largometraje, Snowtown- le dio una pátina contemporánea, pero manteniendo la esencia original. La actualización se nota en las escenas de acción: las batallas tienen efectos de cámara lenta a lo Matrix; las espadas se hunden en la carne y la sangre salta con un realismo espeluznante. No es el único aspecto visual destacado: el paisaje escocés, tan imponente como hostil, juega un papel preponderante. Este no es un Macbeth aséptico: queda claro que la vida en el siglo XI, a merced de la Naturaleza, estaba lejos de ser cómoda, sencilla o impoluta. No por eso se resigna el aspecto fantástico de la historia: las apariciones de las brujas -que en este caso son cuatro, y no tres, porque se suma una niña- se producen en un logrado contexto onírico, con otro factor natural, la neblina, como elemento provocador del misterio. En cuanto al texto, se trata de una adaptación a cargo de un equipo de tres guionistas -Jacob Koskoff, Michael Lesslie y Todd Louiso-, respetuosa del original, con algunos cambios en la trama. La mayoría de ellos ligeros, como el detalle de las brujas, salvo uno: al principio de la película, Macbeth y Lady Macbeth pierden un hijo. No es un dato menor, sino la coartada que explica sus acciones: en esta versión, su búsqueda de poder a base de asesinatos se debería, en parte, al intento por darle un nuevo sentido a sus vidas y a su unión. En esta línea, la esposa es presentada más como otra víctima de la codicia y la locura de su marido, antes que como su instigadora o potenciadora. Quizás esta lectura de Lady Macbeth perjudique el trabajo de Marion Cotillard, una gran actriz que aquí aparece un tanto desdibujada. O tal vez el palidecer de la francesa haya que atribuírselo a la sombra que le proyecta su contraparte, Michael Fassbender, que compone a un Macbeth intenso, sanguíneo, visceral. Su actuación es, junto a la puesta en escena, otro de los motivos que justifican la existencia de esta nueva versión cinematográfica de una de las obras emblemáticas de Shakespeare.
Entre caníbales ucranianos Repite todos los clichés del género “filmación encontrada”sin aportes novedosos ni una trama elaborada. Después de ver Juegos demoníacos, la gran pregunta es ¿cuándo pararán de hacerse estos clones del Proyecto Blair Witch? Ni siquiera el original tenía muchas más cualidades que una novedosa forma narrativa. Pero hete aquí que 16 años después estamos ante otra película de found footage (filmación encontrada) que repite la fórmula sin ningún aporte más que una exótica ubicación geográfica: Ucrania (es una coproducción checo-ucraniana hablada en ucraniano y en inglés; el director, Petr Jákl, es un actor checo que hace su segunda experiencia detrás de cámaras). Un equipo de cineastas estadounidenses viaja hasta ese país europeo para realizar un documental sobre el canibalismo. Un pretexto confuso y que no se sostiene: al principio se habla sobre la hambruna que los ucranianos sufrieron por culpa de Stalin en la década del ’30, pero después todo gira en torno a un supuesto caníbal al que los investigadores van a entrevistar, y de algún modo termina involucrado en la trama Andréi Chikatilo, el peor asesino serial de la historia soviética. En realidad, todo esto es una excusa para que los documentalistas terminen encerrados con un espíritu maligno en una cabaña en el medio de un bosque. ¿Les suena? Después, el menú de costumbre: sobresaltos por falsas alarmas, corridas de acá para allá por el bosque, cámara en movimiento descontrolado, sesiones del juego de la copa para comunicarse con fantasmas, una mentalista misteriosa… Todo un déjà vu gigantesco, sin siquiera la excusa de una trama coherente para sostener la sarta de lugares comunes. Y con actuaciones flojísimas, al punto de provocar risas no buscadas en varios tramos. En síntesis: una inversión de poco presupuesto y escaso riesgo en busca de grandes ganancias. Pero ya se agotaron todas las vetas de la mina de oro de las filmaciones encontradas. ¿O no?
La lucha por la libertad A pesar de su tono propagandístico y de sus carencias, sirve para conocer a este símbolo de lucha. En octubre de 2012, un talibán le disparó tres veces a Malala Yousafzai, una adolescente que luchaba por el derecho de las mujeres paquistaníes a estudiar. Malala sobrevivió al ataque, emigró a Gran Bretaña con toda su familia, continuó con su activismo político y en 2014, a los 17 años, se convirtió en la persona más joven de la historia en ganar el premio Nobel de la Paz. Davis Guggenheim eligió contar su vida haciendo eje en la relación de la joven con su padre, Ziauddin: de ahí el título de este documental que suena como uno de los candidatos al Oscar en su categoría (premio que Guggenheim ya ganó en 2007 por Una verdad incómoda, sobre el cambio climático, con Al Gore como protagonista). Malala y Ziauddin son los narradores principales de una película que retrata una vida dividida en dos por el atentado. Antes: un nombre con peso histórico, una vida apacible en el valle de Swat, y una herencia familiar de oratoria y docencia que explica el porqué de la vocación de Malala por luchar por la educación femenina (prohibida por el régimen talibán). Luego, el intento de asesinato en sí y la rehabilitación a la que debió someterse para sobrevivir. Después, el presente: su adaptación como inmigrante, su inserción en el sistema educativo inglés, y sus actividades como militante, que incluyen viajes y conferencias. Y su intimidad: su vida doméstica en relación con sus hermanos y su madre. Unas bellas animaciones, que ilustran la historia cuando no hay imágenes de archivo, le dan cierto vuelo a un documental que, de otra manera, sería demasiado chato. Porque, más allá de su valor como símbolo de la lucha por la libertad, no queda clara la estatura intelectual de Malala. Tampoco hay datos contextuales para un público no familiarizado con la geopolítica paquistaní. Y sí, en cambio, hay una explícita bajada de línea que, por más noble que sea la causa, le da a la película un molesto tono propagandístico-evangelizador.
En honor a Copes y Nieves Son pareja en las pistas, más allá de estar separados, y el filme les rinde un merecido tributo. Dos adolescentes -ella, empleada doméstica; él, electrotécnico- se conocen en las milongas de clubes de barrio porteños y llegan a bailar en Broadway, revolucionando, en el camino, el tango-danza. Son pareja más allá de las pistas, y siguen bailando juntos aún después de separados, abrazándose ante multitudes a pesar del rencor. La historia de Juan Carlos Copes y María Nieves Rego, que duró cuatro décadas y media, tiene ribetes cinematográficos y merecía un documental que le hiciera los honores. “Filmar una película en la que Copes y Nieves aparecieran juntos era casi imposible, pero lo logramos”, se enorgullece Germán Kral, que ya había incursionado en el rubro tanguero con El último aplauso (2009), sobre los cantores del bar El Chino. Esta vez, este director formado en Alemania contó con la producción ejecutiva de Wim Wenders y, en efecto, con la colaboración de los integrantes de una de las parejas de tango más reputadas de todos los tiempos. Cada uno por su lado, van recorriendo su historia, desde el encuentro en la pista del Estrella de Maldonado y el nacimiento del “estilo Copes” en los bailes de Atlanta, hasta la ruptura artística en 1997. Nieves tiene más apariciones y es la que lleva en mayor medida el hilo conductor; los dos -vitales octogenarios- hablan sin rodeos y dejan frases memorables, conmovedoras, graciosas. “Fuimos la pareja del siglo XX y del XXI también”, dice ella, y al rato agrega: “Si volviera a nacer, haría todo igual… Menos estar con Juan”. El la (y se) define: “Encontré mi Stradivarius”. Gran parte de sus testimonios surgen de charlas con los bailarines que los representan en su juventud, en recreaciones que complementan el rico material de archivo. Esas entrevistas y las imágenes de la trastienda de esas reconstrucciones históricas son un acierto: las ficcionalizaciones suelen arruinar buenos documentales, pero al mostrar sus hilos, Kral las incorpora al relato de manera natural. Para completar el cuadro, la música -de Luis Borda, el Sexteto Mayor y Gerd Baumann- y las coreografías son de primer nivel. Y algo fundamental: la cámara capta el sentimiento del baile, ese sentimiento que Copes y Nieves llevaron a su máxima expresión.
Hermanos en problemas Este policial consigue crear cierto suspenso, pero se pierde en escenas innecesarias y giros previsibles. Testigo íntimo es una de esas películas que son argentinas porque fueron filmadas acá, con un elenco y un equipo técnico mayoritariamente local, pero responden a una narrativa y una estética, digamos, internacional, por no decir estadounidense. Es un producto policial pensado para mantenernos intrigados durante una hora y cuarenta minutos. Y lo consigue a medias. Facundo (Felipe Colombo) está casado y tiene como amante a su cuñada Violeta (Guadalupe Docampo), la novia de su hermano Rafael (Leonardo Saggese). Una noche, Violeta aparece muerta. Y Rafael recurre a su hermano, abogado penalista, para que lo ayude en ese trance. Hay una referencia explícita al cuento La intrusa, de Jorge Luis Borges, como inspirador de esta historia. Y justamente la relación entre los dos hermanos es lo más potente de la película; quizá si se hubiera profundizado en ese complejo vínculo fraterno perturbado por la intromisión femenina, la película habría resultado beneficiada. De todos modos, la situación planteada logra cierta tensión, porque nos ubica en la trastienda del crimen. Con realismo, nos pone en el lugar de un criminal -o, para el caso es lo mismo, un inocente que sabe que será incriminado- que necesita borrar las huellas de su presunto delito. Una tarea no tan sencilla como parece en tantas películas. Los problemas narrativos aparecen cuando se debe recurrir a demasiadas explicaciones, y cuando se intenta darle un giro sorpresivo al guión que en realidad no es más que uno de esos previsibles trucos del género policial. Aportan extrañeza al asunto las escenas -intercaladas a lo largo de toda la historia principal- de un interrogatorio judicial en el que un hombre advierte sobre la falta de privacidad en la era de la comunicación y las redes sociales (“tienen mucho más de redes que de sociales”, dice, por ejemplo). Este monólogo está a tono con la paranoia actual, tan de la era de Wikileaks y Edward Snowden, en torno al robo de datos y el espionaje a la población civil, pero no tiene una conexión lo suficientemente fuerte -si es que tiene alguna- con la trama como para estar justificado. Parece sacado de otra película, quizá mejor que esta.
¿Qué nos sucede, vida? Es un estudio sobre la convivencia de una pareja, pero la historia se diluye con la intromisión de otros personajes. Las primeras épocas de un noviazgo suelen estar marcadas por el entusiasmo, el optimismo, el sexo; en fin, por todas las cualidades positivas que se asocian al enamoramiento correspondido. Son semanas o meses -¿años?- que con el paso del tiempo terminan casi inevitablemente idealizados, con los ex tortolitos preguntándose qué fabricó el témpano que enfrió la relación. Una de las respuestas más comunes a esa pregunta es: la convivencia. Y a ese presunto foco infeccioso apunta la opera prima de Gladys Lizarazu, que se anuncia como la primera entrega de una trilogía dedicada al amor Es una búsqueda de temática y ambición parecidas a las de El amor (primera parte), aquel filme de 2004 de Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre y Juan Schnitman (que todavía no tuvo su segunda parte). Pero si en aquélla se contaba la relación desde antes que los protagonistas se conocieran, aquí todo empieza cuando Dib (Alberto Rojas Apel) y Lisa (María Canale) se mudan juntos al departamento que compró él. Rápidamente, las minucias de la vida cotidiana empiezan a socavar los cimientos de la pareja: una metafórica mancha de humedad que va agrandándose día a día, los ruidos que hacen los vecinos, gente que llama una y otra vez al teléfono fijo de la casa pidiendo por una tal María Eugenia. Todo ese gran “etc.” conspira contra el idilio. El vínculo entre los dos protagonistas no termina de estar del todo bien construido: no se sabe bien sobre qué cimientos se apoya la relación. Quizás esto sea parte de la cuestión: en definitiva, el amor no tiene explicaciones. Pero la película se cae definitivamente cuando traiciona sus propia premisa, abre el círculo de la pareja y permite la intromisión de personajes secundarios vinculados a Lisa que quitan más de lo que aportan: la madre, una amiga, la hermana. El rumbo de la historia se pierde, las situaciones se tornan cada vez más artificiales, televisivas en el peor sentido de la palabra, y el conflicto termina diluyéndose hasta irse por la misma alcantarilla anodina que el romance entre Dib y Lisa.
Manual de vida La opera prima de Fernando Salem tiene sensibilidad y sentido del humor, un muy buen elenco y la belleza del paisaje sanjuanino. Cómo funcionan casi todas las cosas podría ser una más de esas películas argentinas con jóvenes apáticos que no saben quiénes son ni hacia dónde van. De hecho Celina, la protagonista, es una veinteañera sin rumbo: acaba de morir su padre, tiene un noviete al que no quiere, un trabajo fantasmal, una casita en el medio de la nada, y su única motivación a la vista es juntar algo de dinero para buscar a su madre en Italia. Pero aquí sí hay una historia. Pequeña, que se va tejiendo sutilmente, plano a plano, con ingredientes de comedia y road movie, diferentes capas de profundidad y bienvenidas dosis de belleza y sensibilidad. “Todos vamos por la vida cruzando un desierto y, aun cuando llevamos con nosotros nuestras enciclopedias, hay cosas que no tienen explicación y frente a eso, lo único que podemos hacer es sentir”, declaró Fernando Salem en una entrevista. Para seguir con la analogía, algo que hace atractiva a su opera prima es que es tan imprevisible como esa travesía vital. Otro de los puntos fuertes es el elenco, un seleccionado del teatro off –y no tan off- porteño: Pilar Gamboa, Esteban Bigliardi, Rafael Spregelburd, Marilú Marini y Miriam Odorico son algunos de los que acompañan a Celina (Verónica Gerez, toda una sorpresa) en ese viaje físico y espiritual. El paisaje de San Juan, tan poco aprovechado en el cine nacional y tan bien captado por la fotografía de Georgina Pretto, es un marco ideal para la historia. Hay, además, un elemento disruptivo que aporta otra cuota de humor a la que ya tienen de por sí algunos personajes secundarios y hace todo más llevadero. Celina va por ahí tratando de vender la enciclopedia que le presta su título a la película y, cada tanto, los personajes –mirando a cámara, en formato de entrevista de documental- dan sus propias respuestas a siete de las preguntas existenciales que tal vez contiene el volumen, que van desde “¿Cómo ser feliz?” hasta “¿Existe el amor para toda la vida?” Y a usted, ¿qué le parece?
Escenas de la vida conyugal Muy buenas actuaciones y la lucidez de la pluma de Hanif Kureishi en algunos pasajes del guión. Hay quienes sostienen que el matrimonio y la monogamia son instituciones en vías de extinción que dentro de cien años serán recordadas como una curiosidad inconcebible. La gran pregunta, entonces, será: ¿cómo era posible convivir y mantener relaciones sexuales con una misma y única persona durante décadas? Un planteo que, en realidad, es tan antiguo como el matrimonio mismo, y al que vuelve Un fin de semana en París. Una pareja de docentes ingleses viaja a la capital francesa a festejar sus 30 años de matrimonio. Quieren revivir el viaje que hicieron cuando recién se habían conocido; desoyen el poético consejo “no vuelvas a los lugares donde fuiste feliz” y esos tres días se transforman en una suerte de memoria y balance de su relación. Esta es la cuarta colaboración entre el director Roger Michell (Un lugar llamado Notting Hill) y el escritor Hanif Kureishi, un vínculo que empezó en los ‘90, cuando Michell convirtió en miniserie El buda de los suburbios, novela emblemática de Kureishi. Después, crearon juntos tres películas con un punto temático en común, desafiante de un tabú social: el amor y la sexualidad en la tercera edad. Algunos críticos sostuvieron que Un fin de semana en París podría ser la cuarta parte de la trilogía Antes del…, de Richard Linklater, pero con los protagonistas ya viejos y aburridos. También hay ecos de la dupla Woody Allen-Diane Keaton. En cualquier caso, es una película agridulce con muy buenas actuaciones (Jim Broadbent y Lindsay Duncan en los protagónicos, y Jeff Goldblum en un rol secundario), que funciona mucho mejor en sus porciones amargas que en las edulcoradas. Los personajes son, quizá, demasiado autoconscientes, pero en algunas de sus reflexiones se nota la lucidez de Kureishi, como cuando el hombre sintetiza: “En la escuela era el mejor, y en la universidad tuve momentos destacados; estoy sorprendido de lo mediocre que terminé siendo”.
Gira mágica y misteriosa Con belleza y poesía, esta inclasificable película saca a la luz la magia de Santiago del Estero. "Se dice que La Salamanca es un lugar sagrado. Una cueva, un cruce de caminos o un lugar en el monte. Allí se puede invocar al Zupay -el diablo- para ofrecerle el alma a cambio de un don. Siete pasos llevan a La Salamanca". Cruza entre documental, road movie y película fantástica, 7 Salamancas es inclasificable. A partir del texto que encabeza estas líneas, está estructurada en siete capítulos, esos siete pasos -besar al sapo, abandonar el cristianismo, escuchar a los propios muertos, y más- que hay que cumplir para llegar a uno de los sitios míticos del noroeste argentino. Marcos Pastor -director de Rastrojero, utopías de la Argentina potencia y de Ensayo, fragmentos de Sarah Kane- sigue el trayecto de un hombre que, haciendo dedo por las rutas de Córdoba y Santiago del Estero, va en busca de ese espacio misterioso. Esa búsqueda es tanto física y geográfica como espiritual: en el camino, ese hombre -interpretado por Manuel Echegaray- va presenciando conversaciones sobre el tema o se va entrevistando con gente a la que le consulta sobre esa leyenda (¿o realidad?). No es mucho lo que consigue sacar en limpio: algunos refieren historias lejanas, borrosas, y otros directamente niegan saber algo sobre esas cuestiones. Pero lo importante no es La Salamanca en sí, desentrañar su enigma o su historia, sino el mundo que este hombre descubre en el recorrido. Un mundo en el que el cristianismo convive con antiguos ritos indígenas, en el que se habla tanto español como quechua, en el que los animales forman parte del mundo cotidiano. Un mundo con una magia subterránea que la película saca a la luz con belleza y poesía.
Sin subestimar Durísima, conmueve sin caer en golpes bajos ni regodeos morbosos. Vicuña y Anaya, excelentes. Suele decirse que la pérdida de un hijo es la desgracia más terrible que puede ocurrirle a un ser humano. Por eso, filmar una película sobre ese tema es todo un riesgo: no es fácil mostrar lo que les ocurre a los padres después de semejante pérdida sin caer en golpes bajos, sentimentalismo, condescendencia. La memoria del agua lo consigue sin dejar de ser conmovedora. El planteo es tan simple como angustiante: se trata de ver cómo sigue la vida de un hombre y una mujer después de la muerte, en un accidente doméstico, de su único hijo (un niño de cuatro años). La gran pregunta es a qué puede aferrarse alguien para seguir adelante después de semejante mazazo. Hay otras, como si una pareja puede sobrevivir a esa desaparición o está condenada a extinguirse. Como en una suerte de estudio antropológico, la cámara sigue de cerca los pasos de Javier y Amanda en sus intentos por hacer el duelo, elaborar esa ausencia, ponerse otra vez de pie. Es asombroso el aplomo con que el director chileno Matías Bize -responsable, entre otras, de La vida de los peces, ganadora en 2011 de un Goya a mejor película iberoamericana-, de sólo 36 años, nos sumerge en este drama que no da respiro ni alivio en ningún momento: el peso de esa muerte está siempre presente. En manos de algún director made in Hollywood, esta historia habría tenido alguna moraleja tranquilizadora. Bize hace que todo esté teñido por la tragedia; no da posibilidades de olvidarse ni por un minuto de lo que ocurrió, pero sin regodeos morbosos. Tampoco es redundante: sin subestimar, permite que cada uno reconstruya la historia con los elementos narrativos indispensables. Es imposible ver la actuación de Benjamín Vicuña sin pensar en que atravesó la misma situación que está interpretando. Su trabajo es sorprendente: a tono con la película, transmite sin ampulosidad, apenas con gestos, miradas, tonos. La española Elena Anaya -conocida aquí por La piel que habito, de Almodóvar- está a la altura. Ellos contribuyen a que esta sea una de esas películas que se ven al borde de las lágrimas, y que siguen presentes -para bien o para mal- en el ánimo mucho tiempo después de haber salido del cine.