A diferencia de otras ramas del arte, el cine se hace con máquinas. Las imágenes y los sonidos se registran o se construyen con máquinas y, cuando están listos, se reproducen con máquinas. La mediación, ya sea analógica o digital, es inevitable. Esta afirmación implica, por extensión, que siempre hay una voluntad que decide desde cuándo y hasta cuándo la máquina filma, graba o registra. Siempre hay, para ser más concretos, un camarógrafo o un sonidista. Berberian Sound Studio gira alrededor del segundo de estos roles, un sonidista llamado Gilderoy, interpretado por Toby Jones, que debe crear los efectos sonoros para una película de terror italiana. La manera de caminar, de hablar y de mirar que tiene el protagonista lo alejan de cualquier figura heroica: no genera miedo, lo padece. Sólo se lo puede ver bien plantado frente al productor, al director o a los actores cuando se sienta en la consola o cuando está rodeado de las máquinas que le permiten hacer su trabajo. La película se sitúa en los años setenta, un momento en el que la tecnología todavía era analógica, las máquinas eran grandes y hacían ruido. La cámara de Peter Strickland potencia esta circunstancia: las cintas de grabación, las perillas, los micrófonos y hasta los insólitos elementos que sirven para generar efectos (incluyendo una amplia variedad de verduras y frutas), trazan un recorrido visual que se impone. La primacía del sonido, sin embargo, no existe sólo en el mundo de El vórtice ecuestre, la película que están creando. El despliegue de profundidades sonoras genera un clima denso, cercano al cine de David Lynch, que encuentra anclaje en el cuerpo distante de Toby Jones. Rara vez se pueden ver las escenas de la película para la cual Gilderoy está trabajando. El sonidista mira la pantalla, con un cuchillo y un repollo en la mano, y espera la señal para ejecutar. Toda la dinámica parece apuntar, de manera directa, hacia la paradoja fundamental que está en la base de nuestra relación con el cine: sabemos que lo que está frente a nuestros ojos es un artificio, una mentira, pero una parte de nosotros elige creer. En Berberian Sound Studio la invitación es extrema, porque sólo vemos las costuras, el proceso a partir del cual se construye la película. Ganadora de la Competencia Internacional en el XV BAFICI, la segunda película de Peter Strickland demanda una disposición inusual: lejos de la interpretación, lejos de las respuestas, lo que queda es una experiencia sensorial, nada más ni nada menos.
Si dejáramos de lado el acompañamiento que tuvieron cada una de sus películas tanto en el BAFICI (que hace dos años le dedicó una retrospectiva) como en el Festival de Mar de Plata, podríamos decir que Hong Sang-soo es un desconocido por estas tierras: hasta En otro país no se había estrenado ninguna de sus catorce películas. Que esa omisión por parte de las distribuidoras se haya quebrado durante el 2013 quizás tenga que ver con la presencia de la gran Isabelle Hupert en los créditos, una de esas decisiones de casting que muchas veces se derivan del interés de un realizador por circular con más facilidad en otras geografías. En otro país articula su relato a partir de una puesta en abismo, esos entramados que esconden una o varias historias dentro de otras historias. Dos mujeres, madre e hija, viajan a Mohang con el objetivo de escapar de sus acreedores. Para entretenerse, la hija improvisa con birome y papel tres historias diferentes, o tres versiones de una misma historia. De la misma manera que en The day he arrives (El día en que él arriba) u otras películas de su autoría, Hong Sang-soo introduce ligeras variaciones en el recorrido de su protagonista, en este caso una francesa llamada Anne, que Hupert interpreta con el tono justo. Ella será, en las tres historias, una cineasta, una mujer casada que tiene un romance con un hombre coreano y una mujer abandonada por su marido que viaja a Mohang para cambiar de aire. Más allá de las diferencias de carácter entre las tres versiones de Anne, lo que se repite es su estadía en el mismo hotel de Mahong y su encuentro con un guardavidas, especie de tonto encantador con el que mantiene diálogos sobre un faro perdido. Ese mismo faro –que nunca se ve pero casi siempre se busca-, la playa, un vestido, un paraguas y una encrucijada frente a la cual Anne duda, son algunos de los tantos elementos que se repiten con distintos colores y en distintos momentos del día. Lo que prevalece a simple vista, en ese recorrido de pequeños detalles, es el desconcierto de una mujer, estado que se ve reforzado por su condición de extranjera. La escena en la que Anne mantiene un diálogo con un monje budista sobre el paso del tiempo, el sexo y las posesiones, podría leerse como núcleo simbólico de ese desconcierto. Pero Hong Sang-soo está menos interesado en el desequilibrio de su personaje que en las distancias que existen entre los cuerpos. El eje central es la imposibilidad de comunicarse, circunstancia que parece contrastar con la decisión de Hong Sang-soo de filmar a los personajes siempre en una misma imagen, nunca separados por el plano-contraplano más pedestre. El cine coreano de los últimos años está marcado por la voluntad de dialogar con los géneros clásicos. Algunos lo hacen muy bien, como Bong Joon-ho, Kim Jee-woon o Park Chan-wook, pero en Hong Sang-soo hay algo más que una voluntad narrativa: la raigambre clásica de su cine reside en cierta tersura que convierte a las imágenes en un murmullo placentero. El paraguas, los vestidos y los celulares se pierden, se esconden o saltan de historia en historia con la impertinencia de las cosas vivas. Esa parece la voluntad de este, uno de los grandes directores de la actualidad: convertir una anécdota mínima en una máquina hermosa con pulso propio.
El cine según Guirardie El desconocido del lago (L’inconnu du lac, Francia/2013). Guión y dirección: Alain Guiraudie. Con Pierre Deladonchamps, Christophe Paou, Patrick D’Assumçao y Jérôme Chappatte. Distribuidora: LAT-E. Duración: 97 minutos. Por Gastón Molayoli Los mejores policiales son aquellos que pueden integrar en su desarrollo narrativo las características del espacio donde transcurren. Una ciudad, por ejemplo, puede ser no sólo el escenario de un crimen sino también uno de sus elementos causales: la mugre, el ruido y el tráfico podrían acentuar el carácter inestable de un personaje y empujarlo con más facilidad a realizar un hecho criminal. En El cine según Hitchcock, el director norteamericano sostiene -desde el orden cerrado que caracteriza al mejor cine clásico-, que hay que aprovechar todo lo que aparece en la pantalla o se sugiere fuera de ella, desde los grandes espacios urbanos hasta los detalles más insignificantes de una habitación. Si la historia transcurre en París, algún lugar de la ciudad debería funcionar narrativamente y no sólo como escenario (para un ejemplo contrario vean cómo los directores que no entienden esta suerte de requisito incrustan con obscenidad la Torre Eiffel en cualquier momento de la trama). Alain Guiraudie comparte la pericia de los grandes autores. En las primeras escenas de El desconocido del lago nos brinda las coordenadas dentro de las que se moverá la historia: vemos a un hombre (luego sabremos que se llama Franck) que estaciona su auto, camina unos metros a través de un bosque, llega a una playa nudista donde sólo hay hombres, se mete a un lago y se pone a nadar. Al estacionamiento, al bosque, a la playa y al lago, se vuelve una y otra vez. En las primeras ocasiones para darle forma a un paraíso en el que la luz del sol, el agua del lago y la textura de la arena sirven de escenario para que un grupo numeroso de hombres se encuentre, tenga sexo o converse. Cada uno de los espacios está signado por una lógica distinta: el estacionamiento, por ejemplo, marca el paso de los días. En el entramado del bosque, donde coquetean la luz y la oscuridad, los hombres cogen y observan. La playa es el escenario del levante, punto de encuentro y de partida que termina en el bosque. Pero la playa también es el escenario de la conversación. En ese lugar Franck conoce a Henri, un leñador heterosexual y recién separado que disfruta del paisaje sin sacarse la ropa. En algún momento de su vida participó de orgías junto con su ex mujer pero no entiende cómo puede ser que un hombre esté únicamente con otro hombre. “¿Nunca estuviste con una mujer?”, le pregunta sorprendido a Franck. El vínculo entre ambos no puede definirse fácilmente como una amistad; existe una atracción mutua, pero surge menos del contacto físico que de las palabras. Hogar de peces casi mitológicos como los siluros -que según Henri pueden alcanzar los cinco metros de largo-, el lago es el escenario de la muerte. Una tarde, Franck observa desde el bosque la manera en que Michel, hombre del que siente una fuerte atracción, nada junto con su amante y la manera en que, en un momento dado, lo ahoga. Filmada como la secuencia cumbre de La ventana indiscreta, la escena genera un contrapunto perfecto: Franck permanece escondido entre los árboles, asustado como James Stewart en su departamento, mientras que Michel sale del agua con la calma de un profesional. El hecho no hace más que profundizar la atracción, atravesada tanto por el placer como por la muerte, que Franck siente por Michel. Los lugares que el director elige para ubicar la cámara y el tiempo que le dedica a cada plano generan, por un lado, una integración notable del espacio: conocemos, sin preciosismo, todos los rincones de esa playa idílica. Por otro lado, nos permiten comprender hasta qué punto los personajes están alienados, hasta qué punto no pueden compartir la misma perspectiva. Quizás por eso, uno de los grandes méritos de la película sea la manera en que muestra la relación entre Franck y Henri, dos personas que comparten un código como si se conocieran desde hace mucho tiempo. La mirada de Guiraudie no celebra el paraíso que muestra pero tampoco le impone una moral. Una película de ostensible belleza que integra los cuerpos en el espacio que habitan.
El cine de Raúl Perrone está atravesado por la ciudad de Ituzaingó. Para el que conoce al menos una parte de su extensa filmografía (más de treinta películas en veinticinco años) esto es una obviedad, pero pocos directores en la historia del cine mantuvieron una relación tan estrecha con un espacio. La atención puesta en el lugar de su nacimiento no tiene nada que ver con un gesto endogámico, sino -entre otras razones- con la conciencia de que fijar la mirada en espacios alejados de la capital, donde todo pareciera suceder, constituye en sí mismo un acto político. Cuando uno revisa esos sitios en internet donde cualquier cosa se reduce a un par de datos, se encuentra con que en el 2010, cuando se realizó el Censo Nacional, Ituzaingó tenía casi 200.000 habitantes y que supuestamente era la localidad con más robos de toda la zona oeste de la provincia de Buenos Aires. El cine de Perrone, lejos de cualquier mirada global, se concentra en las pequeñas historias y las pequeñas líneas que, tarde o temprano, forman una secreta telaraña. Los personajes en general son jóvenes que habitan un terreno marginal, pero la mirada que Perrone dirige hacia ellos jamás cae en la complacencia ni en la condena. El cine de Perrone es cercano y esa cualidad se acentúa con P3ND3JO5, su última gran película. Los adolescentes flotan sobre patinetas en un movimiento que no está determinado por la rigidez de un guión (nunca existió ese esquema previo en el cine de Perrone), pero tampoco por la dudosa espontaneidad que ostenta la improvisación. Los adolescentes son libres y con cada giro que deciden, en las calles de su ciudad o en las curvas artificiales de cada pista, se revela su condición de pasajeros. En algún lugar se comparó a esta película con Paranoid Park, de Gus Vant Sant, pero mientras el norteamericano elegía la pesadez de la tierra para situar a sus personajes afligidos, Perrone elige el aire, no menos denso pero quizás más apto para movimientos fluidos como los que emprenden los jóvenes sobre sus patinetas. Para los adultos que aparecen en la película y que se atribuyen los discursos morales no existe tal movimiento; los pibes están quietos, no saben lo que quieren. Los tres actos que componen el entramado, al que se agrega una coda final, no tienen nada que ver con un relato convencional, aunque a lo largo de sus dos horas y media se puedan ver algunas líneas narrativas como la de una pareja de adolescentes que se encuentra ante la posibilidad de un aborto o la de un par de pibes que podrían estar involucrados en el asesinato de un dealer. Menos que un drama, lo que se comparte en P3ND3JO5 es un espacio y un tiempo. La música, omnipresente a lo largo de todo el desarrollo, no conduce a las imágenes y tampoco sucede a la inversa: a veces están juntas y otras veces separadas, pero siempre comparten un lugar más amplio y un momento: Ituzaingó, ahora. La decisión más acertada de Perrone es anular cualquier diálogo sonoro y suplantarlo por las viejas didascalias del cine mudo. Olvidarse de la imposición de la palabra para integrarla al plano visual logra momentos de enorme potencia y genera un desplazamiento perceptivo: el espectador que logra deslizarse a través de las imágenes y los sonidos y se olvida por un rato de la dictadura de los significados quizás encuentre otros caminos. Hacia el final del recorrido, el punto en el cual todos los hilos se encuentran y se vuelven a separar, confirmamos que Perrone no sólo ama a sus personajes sino también al espacio que los rodea.
Existe un postulado medio misántropo que dice que las películas que ganan el Oscar no suelen ser muy buenas. A pesar de que en la mayoría de los casos la afirmación encierra algo de verdad, lo que interesa es la manera en que a través del premio la Industria de Hollywood vuelve a definir lo que, según ella, debe ser el cine. Este año sucedió algo inusual: Gravedad, la película que más estatuillas se llevó, no fue la que finalmente ganó el premio mayor. La obra maestra del mejicano Alfonso Cuarón arrasó con casi todos los rubros técnicos, incluyendo los Efectos Especiales y la Banda Sonora, y se llevó el premio a Mejor Director. Pero, como era previsible, la categoría de Mejor Película fue para 12 años de esclavitud. La ganadora del Oscar tiene todos los condimentos que definen lo que según la Industria es el buen cine: un tema “importante”, actuaciones que incluyen llantos y gritos, y un mensaje procesado con la facilidad suficiente como para que la masa de espectadores que se atragantan con pochoclos puedan entenderlo y para que después, además, se vayan tranquilos a sus casas. Eso piensa el Hollywood actual sobre el cine y esa es la mirada que tiene Steve McQueen sobre los espectadores que verán las dos horas veinte que dura el trajinar del protagonista. La novela sobre la que se asienta el guión escrito por John Ridley, cuenta la historia, basada en un hecho real, de Solomon Northoop (Chiwetel Ejiofor), un negro libre que es secuestrado y vendido por dos traficantes de esclavos. En una primera etapa llega a la estancia de un hombre que a pesar de tener esclavos no parece tan mal tipo, pero después recae en otra, cuyo dueño es un orgulloso y sádico esclavista, interpretado por Michael Fassbender. En este último destino, Solomon -que a esa altura los blancos llaman Platt- se la pasa juntando algodón, recibiendo insultos, golpes y latigazos. Más allá de los procesos históricos que sustentaron la esclavitud en los Estados Unidos, a Steve McQueen le interesa que veamos y escuchemos con claridad los llantos, la sangre derramada y la coreografía que dibuja el látigo cuando se despliega en el aire. Gran parte de lo que vemos en el transcurso de la película es eso: la estilización plástica y musical de escenas que, por su carga emocional, deberían bastarse a sí mismas. Pero lo que más molesta de la película no es su estilización sino que ni siquiera esboza una mirada universal sobre la esclavitud. El relato se abre y se cierra con las penurias de Solomon, como si la tragedia se fundara sobre el hecho de que antes de ser un esclavo fuera un hombre libre. Para decirlo de otra manera: según McQueen, lo grave de lo que estamos viendo no reside en que la esclavitud es terrible en sí misma sino en que la persona que la sufre es talentosa e inteligente y que antes tenía derechos. 12 años de esclavitud jamás roza la mirada colectiva: salvo el personaje que le toca a Lupita Nyong’o, los otros negros aparecen en el fondo del cuadro y casi no tienen líneas de diálogo. En cambio, todos los blancos que desfilan en la película -incluyendo al mesías disfrazado de Brad Pitt que aparece al final -, reciben un par de pinceladas psicológicas, cobran la entidad de un personaje. La supuesta verdad de 12 años de esclavitud no le llega ni a los talones a Django, la película de Tarantino que se reía del rigor histórico y que transformaba un relato particular, denso y sufrido, en una enorme catarsis, ni tampoco alcanza la tersura narrativa de Lincoln, que a pesar de su exhibicionismo patriótico indagaba en las luchas que desencadenaron la abolición de la esclavitud. Las grandes películas suelen ser incorrectas, imperfectas y destilan una sangre verdadera. Quizás la misantropía sea la mejor alternativa porque en esta edición, como en tantas otras, las grandes películas no se llevaron el premio mayor.
En algún momento de la historia, la televisión prometió suplantar al cine como un medio popular. Algunos pensaron que debía convertirse en una ventana abierta al mundo, para observarlo primero y transformarlo después. El sueño utópico duró poco: más temprano que tarde, la televisión se encontraría con la banalidad del espectáculo. Es posible que después de los noticieros, construidos en general por un discurso limitado sobre la realidad, los reality show sean el formato más lamentable. Los participantes no llegan al programa por ningún mérito aparente ni con objetivos claros, más allá de la búsqueda de fama y de dinero que la participación –supuestamente- conlleva. Son representantes de ciertos sectores sociales, de ciertos patrones de belleza y en la mayoría de los casos son jóvenes. Cada tanto incluyen a un hombre o una mujer proveniente de un sector bajo, con una historia de vida mucho más sufrida que la que pueden haber atravesado los otros participantes, para introducir la posibilidad de conflicto dentro de la normalidad impuesta. Reality está lejos de El show de Truman, referente insoslayable a la hora de pensar, desde el cine, la dinámica de los realitys shows y sus implicancias. A diferencia de Truman, un hombre que descubría que estaba inmerso en un reality y pretendía salir, Luciano es un pescador italiano que, tras la insistencia de su familia, amigos y vecinos, hace la prueba y queda preseleccionado en el Gran Hermano. La noticia lo modifica, abre una dimensión sostenida por una idea de éxito que antes no existía. La posibilidad de integrar la lista de elegidos empieza a obsesionarlo y reviste cada una de sus acciones con un aura de evaluación, como si miles de cámaras ya lo estuvieran juzgando (Luciano se vuelve tan paranoico que sospecha incluso de un vagabundo, al que considera un enviado del programa). El mundo del espectáculo, tanto el que construye la televisión como el que representa Hollywood, siempre se vendió como un terreno de felicidad, en contraste con el que habitan el resto de los mortales. Con su cámara en mano, Garrone delata la impostura: la cotidianeidad de Luciano está cubierta por colores estridentes, un aire fresco y por una auténtica camaradería entre vecinos y amigos. Su declive comienza cuando pretende acceder a la fama que otorga la mera circunstancia de estar parado frente a una cámara. Hay un dato que excede al entramado de la película pero que es sugerente: Aniello Arena, el actor que interpreta a Luciano, es un ex miembro de la Camorra y está preso desde hace veinte años por un asesinato. Para que pudiera actuar en la película, Garrone logró un permiso especial. La labor del debutante es impresionante; es difícil encontrar un actor con tanto carisma, que se haga dueño de todas las escenas en las que aparece. Sin embargo, el dato nos obliga inevitablemente a preguntarnos por qué Garrone tomó esta decisión. La respuesta quizás tenga que ver con la contradicción que existe entre el deseo de un preso y el de un participante de reality show: mientras el primero quiere salir, el segundo quiere entrar. Pero más allá de esa distinción simbólica, el resultado es de una potencia arrolladora: Arena tiene carnadura, le pone el cuerpo a todas las escenas, su desazón y su alegría son tan creíbles como las de los actores que participaban en las mejores películas del neorrealismo italiano. La película de Matteo Garrone se encuentra con esta tradición, desnuda las aristas que alimentan el prepotente y falso realismo de la televisión y se aleja también de la estilización que impera en el cine contemporáneo.
La primera escena es contundente: una mujer está sentada en un auto con la cabeza apoyada en la ventana mientras un hombre, en el fondo del plano, metido entre los árboles, arma una carpa. La mirada distante de la mujer, la cualidad borrosa que adquiere el cuerpo del hombre, sumados al verde también borroso que lo rodea, nos ofrecen las coordenadas dentro de las que se moverá Salsipuedes, la ópera prima del cordobés Mariano Luque. El espacio es un camping de las Sierras de Córdoba, la mujer y el hombre, Carmen y Rafa, son pareja, y en la tensión que imprime el mutismo de ella, disimulado por la música que se reproduce desde el auto, se devela una relación entre víctima y victimario. La manera en que Carmen revisa las marcas en su rostro indica que el acto de violencia acaba de suceder. Pero también indica que no es la primera vez. Durante los días que permanecen en el camping, Carmen recibe la visita de su madre y de su hermana. Las marcas en el rostro de Carmen son evidentes, como así también sus causas, pero lejos de escandalizarse, tanto su hermana como su madre, deciden maquillarla. En Salsipuedes, la violencia se mantiene en el terreno de lo que no se puede mostrar. Más adelante, la cámara registra el paseo solitario de Carmen, la tranquilidad del bosque que se imprime en sus pies. El trabajo con el sonido es impecable y expulsa a un lejano plano el aire denso que se respiraba en las escenas anteriores. Pero la ruptura que permite el bosque como escenario –muchas veces de orden fantástico-, no se materializa en la vida de Carmen. Desde el juego de sentidos que propone su título, la película anuncia que fugarse no es tan fácil, especialmente si no existe un contexto cercano que acompañe, que contribuya a la visibilización del problema. La disputa que reconoce y destaca Salsipuedes es visual: no se puede denunciar aquello que no se ve. Pero también verbal: no se puede denunciar aquello que no se dice. Sin caer en golpes bajos ni en trazos gruesos, Mariano Luque observa con detenimiento el entramado, tanto familiar como social, que preserva a la violencia en una esfera privada. Una película fundamental para comprender el gran momento que vive el cine cordobés.
El desafío de confrontar lo que muestra una película extranjera con la realidad de nuestro país se hace más difícil cuando pensamos el cine norteamericano. Es posible que el carácter universal del cine se encuentre con una especie de resistencia patriótica, aunque la historia demostró que hasta el western, un género que aborda puntualmente la historia de Estados Unidos, fue bien recibido en geografías remotas. Más allá de la pertenencia que anuncia el título, la última película de David O. Rusell permite tranquilamente el ejercicio. El escándalo podría suceder en cualquier país porque en cualquier país hay estafadores y en cualquier país hay políticos corruptos. Salvo un par, la mayoría de los personajes de Escándalo americano miente. Entre ellos, están los que mienten por interés personal, los que mienten por su comunidad y los que mienten por su familia. La historia se centra en Irving Rosenfeld (Christian Bale) y Sydney Prosser (Amy Adams), una pareja de estafadores, atrapada por el FBI y extorsionada por este para que lleven adelante una suerte de asesoramiento con el fin de atrapar a estafadores o a corruptos. Como resultado de la desmedida ambición de Richie Di Maso (Bradley Cooper), un italiano miembro del servicio de inteligencia, la cosa se pone más seria de lo esperado: los perseguidos son cada vez más poderosos y, por lo tanto, más peligrosos. En medio de toda la maraña perfectamente tejida, con tramas, subtramas y una larga lista de personajes, uno se hace la pregunta: ¿qué parte de lo que estoy viendo es verdad y qué parte no? Pero Rusell no se queda en un mero espectáculo de ilusionismo. Su preocupación es desplegar el interrogante fundamental y maquiavélico de cualquier acción: ¿hasta qué punto una mentira es condenable si se orienta hacia objetivos nobles? Como siempre, el espectador es quien termina de decidir eso cuando pone en juego su propia moral, pero el mérito de la película no es defender una posición, como si lo hace Scorsese en El lobo de Wall Street, sino poner en tensión esa idea. Porque en los momentos importantes, los personajes más íntegros de la película se mantienen en el terreno de la sinceridad. Cuando, por ejemplo, Irving y Sydney se conocen, él le confiesa que se gana la vida estafando a personas que, por su situación financiera, no pueden acceder a un préstamo. Ella se va de la habitación después de que Irving le confiesa dos grandes verdades: te amo y quiero que seamos socios. Las frases quedan resonando en el ambiente mientras Irving se lamenta por haber dicho la verdad, pero Sydney vuelve y redobla la apuesta. El vínculo que los une está basado en ese acto de sinceridad. La mirada de Rusell, casi a manera radiógrafo, desnuda también las intenciones de Carmine Polito, el alcalde de Camden, Nueva Jersey, que pretende reconstruir Atlantic City. Polito ama profundamente a su ciudad y para lograr su objetivo está dispuesto a sobornar a congresistas y a senadores. Escándalo americano le escapa al maniqueísmo cómodo; los mentirosos tienen intenciones nobles y los que detentan la honestidad persiguen deseos personales o protegen la integridad de su conciencia culposa. Y se viene una digresión. Al inicio de la nota hablábamos del potencial universal de algunos géneros, más allá de la temática que abordan o el momento histórico al que hacen referencia, y entre ellos destacábamos al western. Dentro de este género se encuentra la imprescindible Un tiro en la noche, la película que mejor retrató la tensión entre dos maneras opuestas de pensar el mundo: la ley y el revólver. En la película de John Ford, cuyo título original es El hombre que mató a Lyberty Balance, James Stewart interpreta a Ransom Stoddard, un abogado recto que viene del Este con la intención de llevar las leyes al Oeste, lugar donde abunda la violencia. En el Oeste, se encuentra con maleantes (entre ellos, Lyberty Balance), con una bella mujer y con Tom Doniphon, interpretado por John Wayne, un hombre (bueno) que considera que en el Oeste las cosas se arreglan a los tiros o no se arreglan. Stoddard va a defender la ley todo lo que pueda, pero tarde o temprano entenderá que para que las cosas avancen debe cometerse el acto de violencia que anuncia el título. Esa contradicción es un momento central en su vida, en el desarrollo de la película y desencadena el fin del Oeste. Y volvemos. En Escándalo americano hay un personaje intachable, un policía que piensa que cualquier operación que intente develar un hecho criminal se debe hacer bajo los parámetros de la ley. El personaje, casualmente, se llama Stoddard, como el de James Stewart en Un tiro en la noche, y, como aquél, es incapaz de sostener un arma. Es el único que no avanza, que no experimenta cambios. Escándalo americano es un universo repleto de tensiones y tanto Bale como Adams le ponen el cuerpo, transformando cada gesto en un compendio de detalles, de miradas, de párpados que tiemblan y de manos nerviosas que rascan un brazo. Desde los pies a la cabeza, la mentira tiene que ser completa, tiene que ser verdad, como la panza de Bale o los ojos irritados de Adams, porque el objetivo final es verdadero. La mirada de Rusell no condena ni defiende. Tampoco es aleccionadora. Es una mirada con forma de pregunta, que quiere ser más rápida que la mano y que afirma con valentía que el mundo, nuestro mundo, esconde todas estas contradicciones.
El problema de las películas cinéfilas, aquellas que hablan todo el tiempo de otras películas, es que la experiencia del espectador muchas veces se reduce a un juego superfluo de relaciones. El que sabe, el que entiende de qué película se está hablando o con cuál se está relacionando a un determinado personaje, música, línea de diálogo o escena, podrá disfrutarla de una manera más acabada. En pocos casos, como en el cine de Quentin Tarantino, las referencias son tan exóticas y están asumidas con tanta banalidad que la película actúa como un reciclaje, resultado de que los elementos se transforman y se integran a la narración. Scorsese es un erudito del cine, cualidad que está presente no sólo en varias de sus ficciones sino también en documentales sobre la historia del cine o en algunos más puntuales como el que le dedica a Elia Kazan. En su nota sobre Hugo, Javier Porta Fouz decía que Scorsese representaba a la peor cinefilia, aquella encerrada en su propio mundo, incapaz de respirar fuera de sus límites y conforme con esa situación. La afirmación es precisa para definir lo que hacía Scorsese en esa película, pero no se aplica a El lobo de Wall Street. La última película de Scorsese se mueve rápido, es adrenalínica y no se detiene nunca en citas innecesarias. En casi tres horas, Scorsese cuenta el ascenso y la caída, a inicios de la década del noventa, de Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), un corredor de bolsa encontrado culpable por diferentes delitos en el mercado de valores. A diferencia de otras películas del director, la historia avanza, salvo algunos momentos, de manera cronológica. Vemos, en este orden, la llegada de Belfort a Nueva York, su temprano éxito, su crecimiento vertiginoso y su caída, igualmente vertiginosa. Se podría pensar que en términos narrativos el punto más flojo está en el medio de su recorrido: un conjunto de orgías, fiestas merqueras, jornadas de trabajo (que obviamente tienen orgías y merca, entre otras drogas), y discursos gritones que parecen variantes neuróticas de los famosos seminarios motivacionales. Sin embargo, ese torbellino no es un excedente, una suma de escenas redundantes sino, aunque no parezca, el centro de la película. Scorsese está fascinado por su personaje y, por lo tanto, no asume la distancia que establecía con los mafiosos de Buenos Muchachos o con el esquizofrénico de Taxi Driver. La invitación de El lobo de Wall Street no se reduce a acompañar con disposición irónica el fluir de un personaje y su mundo, sino a dejarnos llevar por la danza hedonista. Debido a la indisimulable empatía que Scorsese siente por su personaje y que intenta imponer al espectador, la posición de la película es clara; jamás vemos a ninguna víctima. Sólo los escuchamos del otro lado del teléfono, jugándose la vida en la apuesta, inmersos en el éxtasis final del sueño americano. Los perdedores tienen lugar en la imagen sólo dos veces. En la primera, el hombre de la ley que condena finalmente a Belfort viaja en un subte. Cuando termina de leer una nota que informa sobre los tres años de condena que se le dieron al protagonista, mira a su alrededor, hacia las personas que viajan en su mismo vagón. Ellos son representantes de ese sector social que no accede al éxito, que no tiene la capacidad para ser un self made man. Al final, un conjunto similar cubre la totalidad del plano, pero no hay en esa imagen una crítica de parte de Scorsese, un intento por incluirlos en una posición digna, cerca de todos los blancos anglosajones que cubren los pasillos de Wall Street. Todos ellos, todos los norteamericanos (y por extensión totalitaria: todos los hombres), quieren el éxito, parece decir el cínico narrador, pero no todos tienen el hambre ni el instinto que se necesita para lograrlo.
En un ensayo antológico llamado Sobre el estilo, Susan Sontag decía: “la obra de arte, considerada simplemente como obra de arte, es una experiencia, no una afirmación o la respuesta a una pregunta”. Una idea similar, pero de una manera más visceral defendía en otro ensayo de la década del sesenta, más famoso aún, titulado Contra la interpretación. Después de una serie de recorridos Sontag concluía con la idea de que más que una hermenéutica necesitábamos una “erótica” del arte. Lo que la autora pensaba no era que como espectadores debíamos alejarnos de cualquier esquema de interpretación (ponía al psicoanálisis y al marxismo como los principales), sino atender a la forma por sobre el contenido. Para decirlo de otra manera, la pregunta “¿qué significa lo que estoy viendo?” se abría paso a la ontológica “¿qué es lo que estoy viendo?”. Toda esta introducción para decir que lo más interesante de Gravedad, una de las mejores películas del año, no tiene que ver con un supuesto mensaje, con la originalidad de su trama ni con sus cualidades como objeto de entretenimiento. Si la película fue tan defendida por varios críticos y va a estar incluida seguramente en más de una lista, se debe a que logra registrar el espacio de una manera inédita. Ante esta última afirmación, muchos de ustedes me van a saltar al cuello con un estandarte que dice “2001: Odisea al espacio”. Ya vamos a volver sobre la película de Kubrick, especialmente para ejemplificar una vez más la primacía del contenido por sobre la forma en muchas películas canónicas, pero antes quiero hacer referencia al 3D. La tecnología, también conocida como estereoscópica implica varios aportes en términos de experiencia, pero el principal es el de la profundidad. El 3D genera una sensación de profundidad, cosa que no es equivalente a decir “de realismo”. Cualquiera que haya visto una misma película en ambos formatos podrá atestiguar que el 3D no aporta más realismo sino todo lo contrario, dado que las figuras se despegan del fondo como si fueran cartones sobre un fondo pintado. Es decir, la experiencia del 3D construye, en todo caso, otra manera de comprender y de experimentar la realidad. Si estamos de acuerdo en que una obra de arte está ligada a sus condiciones sensoriales no podemos creer que da lo mismo ver una película en una sala de cine, en un televisor o en la pequeña pantalla de un celular. Es cierto: posiblemente entendamos en cada caso de qué se trata, sobre cuál tema quiere desarrollar algunas ideas y algunas cosas más, pero son experiencias distintas. Si viéramos Gravedad en una computadora posiblemente pensemos que está repleta de lugares comunes, que cuenta otra historia de superación en la piel de Ryan Stone (Sandra Bullock), pero lo cierto es que el universo como fondo infinito posee una potencia que se impone sobre cualquier otro aspecto. La relación que se establece entre la protagonista y el espacio que la rodea construye una soledad pocas veces vista en la historia del cine. En el caso de 2001: Odisea al espacio, la relación que se establece entre el hombre, la tecnología y el espacio, surcada a través de la historia de la humanidad, funciona como un recorrido de conquista, moviliza ideas hasta que se encuentra con un paredón enorme, literal y mefóricamente hablando. Difícilmente uno pueda negar que se trata de una gran película, pero lo que en ella son un conjunto de escenas, sostenidas por el ánimo de estilización que siempre caracterizó a Kubrick, en la película de Cuarón es un drama gigantesco. Es tan grande la soledad que siente Ryan Stone, varada en el medio del infinito, deseando con todo su cuerpo algunas bocanadas de oxígeno, que el mundo en su totalidad parece un lugar amigable. Antes de que Matt Kowalski (George Clooney) se pierda en los confines de la absoluta nada, reflexiona con una sola línea de diálogo sobre la belleza de lo que está viendo. No debe haber una experiencia más solitaria que la de la contemplación y Cuarón tiene la inteligencia de evocarla en ese momento. Desde la primera escena, la coreografía que dibujan las partes de la base destruida, desplegadas en el infinito como resultado de una explosión, obnubilan cualquier intento por tomar distancia. Por eso, interesa poco la galantería gastada de Clooney, el parentesco que se puede establecer entre Gravedad y Náufrago, el drama psicológico que se desarrolla a partir de la pérdida que sufrió Ryan Stone o incluso la excesiva banda sonora. Gravedad logra que todas esas fallas pasen a un segundo plano, casi tan lejano como una galaxia lejana, cuando nos acerca, por ejemplo, la lágrima de la protagonista en un momento crítico. Algunos mencionan esa escena como un gesto kitsch, pero pienso que el hecho de que la lágrima se fugue de su mejilla y quede suspendida en el aire, le otorgan sentido y emoción a una tecnología que en la mayoría de los casos aporta sólo espectáculo.