Cada cierta cantidad de tiempo aparece una película que por diversas razones termina siendo el asidero de toda crítica negativa que haya en cualquier medio relacionado con el mundo del espectáculo. Si acaso es merecedora de tales críticas es algo que a menudo no importa demasiado, porque una vez que periodistas, críticos, youtubers y demás representantes de los medios han plasmado su opinión, el daño está hecho y ya no habrá nadie que vea esta película sin una mala predisposición (o tal vez la verán de forma “irónica”, para corroborar su bajísima calidad). El ejemplo más reciente de esto es Cats, dirigida por el ganador del Oscar a Mejor Director Tom Hooper. Basada en el exitoso musical de Broadway de Andrew Lloyd Weber (que a su vez está basado en un libro de T.S. Eliot), cuenta la historia de un grupo de gatos llamados Jellicle, quienes una vez al año se reúnen para elegir a uno de su tribu para que ascienda a una vida superior en la que pueda cumplir con sus sueños. Si la trama suena algo intrincada, es porque el musical siempre se enfocó más su complejidad en las canciones y las coreografías que en su historia, lo cual se nota a la hora de traducir el lenguaje teatral al cinematográfico. La espectacularidad del musical difícilmente se pueda ver plasmada en la pantalla grande de igual manera, por lo que desde su punto de partida, Cats ya se encuentra en desventaja. Sin embargo, Hooper ya ha llevado musicales al cine y ha caído mejor parado, con su adaptación de Les Misérables de 2012. Si bien esa épica inspirada en la obra de Víctor Hugo vio su prestigio caer desde el año de su estreno, en aquél entonces tuvo un gran éxito tanto de crítica como de taquilla. Pero en el caso de Cats nos encontramos con un material más difícil de adaptar, en el que no se sigue una estructura narrativa tradicional, y en el cual el contenido de casi todas las canciones se limita a los personajes presentándose a sí mismos y cantando sobre ellos.
Cuando en 2016 salió Silence, su película anterior, Martin Scorsese hizo una apuesta que en retrospectiva le salió muy mal. Alejado de su zona de confort temática, presentó una historia totalmente ajena a lo que se lo asocia generalmente como su sello distintivo: mafiosos inescrupulosos, ciudades empapadas en caos y corrupción y sobre todo, mucha violencia. Esto dio como resultado un moderado éxito de crítica y un fracaso rotundo en la taquilla, además de probablemente ser una de sus obras más olvidables en lo que va del siglo XXI. Por eso, desde que se había anunciado que Scorsese volvería a sus raíces de la mano de Netflix con su nueva película The Irishman, todos los ojos estaban puestos en el director que recientemente cumplió 77 años, pero que ha demostrado que puede mantenerse fresco y actual sin traicionar aquello que lo hizo tan grande. El hecho de que Scorsese regresara a las bases de su filmografía no era, sin embargo, el único factor que provocaba grandes expectativas. La compañía de Robert De Niro, Al Pacino y Joe Pesci en los papeles protagónicos generó entusiasmo, a la vez que cierta incertidumbre. Estos tres legendarios actores nunca habían estado juntos bajo la dirección de Scorsese y hace años que Pesci está casi retirado, haciendo excepciones para viejos amigos como Marty, quien lo hizo lucirse en sus mejores papeles, por lo que se podía llegar a dudar de lo que llegara a resultar. Por último, estaba la duración. Mucho tiempo antes de su estreno se dio a conocer que The Irishman duraría la increíble cantidad de 210 minutos (tres horas y media), haciéndola la más extensa de la carrera del cineasta, a la vez que poco viable para el estreno en salas comerciales. Es por eso que previo a su estreno en Netflix a fines de Noviembre, se proyectó en diversos festivales y en unas pocas salas seleccionadas por la empresa, para que esta obra maestra moderna se pueda disfrutar en el cine, como debería ser.
Se puede afirmar que en la actualidad hay muy pocos cineastas que, estando fuera del sistema de blockbusters que está fagocitando la industria cinematográfica de a poco, tienen piedra libre para hacer lo que quieran. Uno de ellos sin duda es Quentin Tarantino, cuyo horizonte profesional autoimpuesto de dirigir diez películas ha llegado casi a su final con su nueva obra Había una vez… en Hollywood, donde -una vez más- echamos un vistazo a su amor incondicional por el cine y por sí mismo. Había una vez… en Hollywood cuenta la historia de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una estrella de televisión de los años 50 que se encuentra en la curva descendiente de su carrera e intenta hacer su gran salto a la pantalla grande, siempre acompañado por su doble de riesgo y empleado Cliff Booth (Brad Pitt). Como historia paralela, nos encontramos con la actriz Sharon Tate (Margot Robbie), vecina de Dalton en su mansión de Cielo Drive, donde fue asesinada en 1969 por el clan Manson, mezclando así en este peculiar largometraje lo verídico con lo ficticio. Así como su título lo indica, la película está presentada como un cuento de hadas, en el que se hace un recorte de una época que para Tarantino evidentemente tiene una magia intrínseca, ubicada entre la era dorada de Hollywood y el fin del Verano del amor. Escrita como una carta en la que se amalgaman la nostalgia, el cariño y el deseo por volver a tiempos más simples, Había una vez… tiene una estructura distinta a lo que el director acostumbra, lo cual posiblemente desconcierte podría a parte de su público fiel. La estructura narrativa de este film está dispuesta como una serie de viñetas, situaciones cotidianas en donde ambos protagonistas pasan el rato y hablan de sus cosas, sin ahondar demasiado en esos diálogos ingeniosos y citables que tomaron por sorpresa al mundo cuando Perros de la calle salió en 1992, pero con una madurez que se traslada a la totalidad de la obra. Esa madurez sin embargo se ve algo desteñida cuando Tarantino inserta sus inevitables auto referencias y llamadas a su propia filmografía, incluyendo escenas que no aportan mucho a una trama que ya de por sí se siente inconexa (aunque no por eso aburrida). Todo esto da como resultado que la película tenga una extensión titánica de casi tres horas, algo que también es característico en su obra tardía (desde Bastardos sin gloria que todas sus películas tienen una duración de más de dos horas y media), dejando en evidencia el exceso de confianza que los grandes estudios tienen en Tarantino, junto a su megalomanía y sus delirios de grandeza. En cuanto a las actuaciones, es difícil abordar esta película, puesto que dispone de dos papeles protagónicos (DiCaprio y Pitt), un rol secundario (Robbie) y un arsenal de cameos y apariciones muy breves de actores reconocidos como Kurt Russell, Al Pacino o Bruce Dern, quienes tienen para brillar solamente una o dos escenas. La dinámica al estilo bromance entre Rick y Cliff está muy bien aceitada, en parte gracias a la química entre ambos actores y al hecho de que sus personalidades son antagónicas a la vez que complementarias. Rick es millonario y famoso, pero lleno de inseguridades, mientras que Cliff, quien vive en un trailer y a menudo no logra conseguir trabajo de lo suyo, siempre se muestra confiado y disfruta de la paz interior que a su jefe tanto le falta. Por otro lado, la protagonista femenina parece escasear en escenas que le den un peso real, teniendo en cuenta que se trata de una persona que realmente existió. La belleza de Margot Robbie por momentos resulta ornamental en la piel de Sharon Tate, lo cual fácilmente podría ser adjudicado a la supuesta desatención histórica de Tarantino por sus personajes femeninos (algo que puede ser desestimado si recordamos a La Novia, Jackie Brown o Shoshanna). Sin embargo, con el correr de los días es posible llegar a la conclusión de que la figura de Tate funciona para insinuar, para generar expectativa en el público sobre lo que podría llegar a pasar. Si este personaje no tiene grandes diálogos ni escenas memorables (aunque la puesta en abismo de ella viéndose en su propia película emociona) es simplemente porque esa “vaciedad” debe ser llenada por los espectadores, y a medida que avanza la trama se va creando una atmósfera de tensión y duda que hacia el final termina estallando como pocas veces hemos visto en la filmografía de Tarantino. Si bien es cuestionable que esta construcción tome casi tres cuartos del total de la película, el resultado es sin duda memorable. Había una vez… en Hollywood es un viraje hacia otra dirección en la carrera de Tarantino, una que -finalmente- lo aleja del western y lo lleva hacia nuevos horizontes, no sin ser la obra que más dividirá las aguas desde Death Proof en el proceso, pues muchas de las facetas de su sello autoral no están tan presentes en esta ocasión. Es una película que apela al humor, al absurdo, a la búsqueda de un pasado ya extinto y cuyos intentos de recuperarlo resultan patéticos. La madurez que el cineasta norteamericano ha alcanzado con esta historia permitirá que pueda ser revisitada desde muchas otras perspectivas con el paso del tiempo.
Decir que en la actualidad las biopics musicales se han convertido en un subgénero repetitivo y tedioso sería un eufemismo. Asimismo, el éxito rotundo de Bohemian Rhapsody abrió la puerta para que muchas más de estas historias sean llevadas a la pantalla grande en los próximos años. Como consecuencia de este nuevo oleaje llega Rocketman, la biopic de Elton John, que bien podría haber tomado un camino convencional, pero en cambio opta por otorgarle a su homenajeado una dosis de magia y surrealismo. Rocketman comienza con un Elton John en su punto más bajo, recurriendo a rehabilitación por una serie de adicciones que él mismo se encarga de detallar en los primeros minutos de la película. Y nada falta en este póker de vicios: alcohol, drogas, sexo e incluso compras son algunas de las cosas que llevan al músico al límite de tener que contar en frente de un grupo de extraños toda su vida desde que era el pequeños Reginald Dwight, hijo ignorado y prodigio del piano. La película entonces alternará entre esta retrospectiva sobre los momentos más importantes de la vida del cantante y compositor y el presente de su narración, en el cual reflexiona sobre su historia. La interpretación de Taron Egerton como Elton John merece todos los elogios posibles, ya que se funde en su personaje y realmente hace una interpretación genuina, más que una mera imitación, como suele suceder en muchas biopics. El estudio de la persona a encarnar se nota minucioso en Egerton, quien capta a la perfección ciertas expresiones y manierismos de Elton (el hecho de que su objeto de estudio esté aún vivo sin duda ayudó mucho), además de entonar él mismo las canciones. Pero este protagonista necesita un compañero, y Rocketman encuentra en Jamie Bell un excelente Bernie Taupin (escritor de las letras de sus canciones y uno de sus amigos más cercanos), quien dentro de su austeridad funciona como un perfecto contrapunto para la excentricidad manifiesta de su socio. El elenco principal se completa con una más que correcta interpretación de Bryce Dallas Howard como su distante madre y Richard Madden en el papel de John Reid, otrora representante y pareja secreta del músico. Otro acierto del director Dexter Fletcher y del guionista Lee Hall fue proponer a la película como un verdadero musical más que una sucesión de hechos (verídicos o no) a lo largo de la vida de una persona. De esta manera, las canciones toman un protagonismo central, y ninguna de ellas es elegida azarosamente, ya que mientras están sonando, dialogan con la trama de forma elocuente. Y si bien faltan algunos clásicos, la mayoría de los temas que componen el soundtrack son verdaderos himnos, desde Your song y Tiny dancer, pasando por Saturday’s night all right for fighting y Goodbye yellow brick road, hasta llegar a Sorry seems to be the hardest word y Rocketman, que da título al film. Es aquí donde la cronología ya no tiene tanta importancia, dado que muchas de las canciones que suenan no habían sido compuestas para el año en que está inmersa la trama. Pero como sirven para motorizar la trama, poco interesa su ubicación en la línea temporal de esta discografía repleta de éxitos. Por supuesto que en ciertas ocasiones la película recae sobre algunos lugares comunes propios del género al que pertenece. A pesar de despegarse de lo estrictamente biográfico gracias a su impronta musical, muchos tópicos relacionados a la vida de la estrella de rock son revisitados una vez más. El vertiginoso ascenso y la dura caída, la falta de aceptación de los padres, las dudas sobre la sexualidad, lo efímero del éxito y la pérdida de la identidad y la privacidad son algunos de los temas que en Rocketman también aparecen representados, quizás sin ofrecer nada muy nuevo al respecto. El ritmo decae por momentos en los que merma el frenesí y la energía de las canciones y la historia se enfoca más en el drama, descubriendo la fragilidad de la persona detrás de la estrella. La inclusión del mismo Elton John como uno de los productores de la película podría haber sido una elección peligrosa, ya que al estar involucrado en la recreación de su propia historia, quizás habría elegido obviar ciertas cuestiones más escabrosas sobre su vida personal, haciendo que su personaje sea mucho más digerible. Sin embargo, cuando la película debe afrontar el costado negativo del cantante, lo hace de manera sutil y efectiva. Tal vez la demonización de la figura de John Reid sea uno de estos pasos en falso producto de la influencia de Elton John en el largometraje, aunque en el panorama general termina resultando un detalle menor. Demás está decir que para cualquier fanático del británico, Rocketman es de vista obligatoria. Estas canciones escuchadas una y otra vez reciben un nuevo tratamiento y a su vez son adaptadas al formato musical que tan bien le sienta a esta música, derivando así en una explosión de color y alegría. Las secuencias que lindan entre lo onírico y lo real nos demuestran que toda la película se desarrolla en la mente de Elton John, atribulada en muchas ocasiones, pero nunca privada de una desbordante imaginación ni de proyecciones astrales.
¿Cómo empezar a hablar de una película como Muere, monstruo, muere sin recurrir a lugares comunes sobre el cine de terror argentino? La obra de Alejandro Fadel es un híbrido, un sincretismo de muchos elementos que por lo general circundan al género pero que nunca lo terminan de definir. Es un film difícil de clasificar porque constantemente juega con lo que se podría esperar de él, y la historia no abunda en explicaciones que permitan dilucidar cuáles son las reglas del mundo que nos presenta, dejando así el panorama abierto a una serie de interpretaciones que tal vez nunca lleguen a ningún lugar. La trama de Muere, monstruo, muere tiene en un principio la estructura de un policial clásico, ya que nos encontramos con Cruz, policía de una zona rural de Mendoza, quien investiga la aparición de cuerpos decapitados de mujeres en terrenos aparentemente tranquilos y pacíficos. La intromisión de David, esposo de una de las víctimas y sospechoso de los crímenes, le aportará un componente místico y fantástico a la historia, ya que afirma que las decapitaciones son producidas por una extraña criatura que le susurra cosas, una voz que lentamente lo lleva a la locura. Dependerá de Cruz y sus colegas ir hasta el fondo de este caso intentando mantener la cordura en el proceso. Una de las fronteras que la película logra sortear es la de ser mayormente atmosférica, poco dialogada y hasta por momentos lenta, sin resultar tediosa o densa. La tensión que el silencio propio de los fríos campos y los imponentes paisajes que se muestran en pantalla va aumentando a cada minuto, haciendo de este un terror que no recae en fórmulas baratas para incomodar. Por otro lado, en algo que realmente se destaca Muere, monstruo, muere es en su fotografía, probablemente una de las más fascinantes de la década en todo el cine argentino, no solamente de terror sino en términos generales. El aprovechamiento al máximo de los paisajes mendocinos y la habilidad de Fadel para crear tomas de una belleza pictórica envidiable es uno de los puntos más fuertes de esta película. Con el correr de la historia, las influencias de la obra, algunas manejadas con mayor sutileza que otras, se dejan entrever con cierta facilidad. Desde la monstruosidad lovecraftiana que recuerda a John Carpenter o David Cronenberg, pasando por el humor incómodo e inoportuno al estilo de David Lynch, y llegando a la actualidad con algún guiño al horror cósmico de la película de Amat Escalante La región salvaje, el resultado de esta amalgama de elementos se siente bien equilibrada. La intertextualidad que Fadel y compañía establece con estos autores y sus obras es evidente, pero más a la manera de homenaje que de reproducción exacta que no profundiza en los aspectos que las hicieron tan icónicas. Del lado negativo de la película se encuentran algunas actuaciones e interpretaciones que se sienten algo acartonadas. Los diálogos a menudo parecen más recitados que hablados espontáneamente, como si los personajes no sintieran lo que están diciendo de forma genuina, generando una sensación extraña al escucharlos. Por otro lado, el balbuceo de algunos de los personajes dificulta el entendimiento pleno de varias de las conversaciones que se dan a lo largo del film, que no son muchas. Esto sería un detalle quizás menor si uno de estos personajes no fuese el protagonista. Pese a que Víctor López encarna convincentemente a Cruz, imprimiéndole una personalidad fría y taciturna, por momentos su falta de modulación (acaso intencionada) da lugar a confusiones sobre lo que dice. Afortunadamente, Muere monstruo, muere es una experiencia audiovisual en toda su extensión y no depende exclusivamente de sus diálogos. Podría decirse incluso que coloca al guión en un segundo plano, pecado mortal para muchos espectadores, que en la actualidad se han convertido en devotos del libreto. Esta película sin duda es un paso en la dirección correcta para el cine de terror sudamericano. Es una obra críptica y oscura, que sugiere más de lo que expone, y que al mismo tiempo hace desfilar una serie de reflexiones sobre qué significa el miedo. En una escena, hacia la mitad de esta historia, el superior de Cruz le cuenta al protagonista sobre diversas fobias, la mayoría de ellas bastante extrañas. Sobre la última que le cuenta es sobre la fobofobia, es decir el miedo al miedo mismo. Este intercambio, aparentemente inocuo, resume en cierto sentido el espíritu de esta obra. El miedo se puede manifestar de muchas maneras: se puede temer a aquello que se desconoce y que nunca se atestigua por completo; puede ser generado por algo visceral, repugnante y monstruoso, y también por lo mundano, lo humano, en definitiva, por el otro. Si el objetivo de este género es provocar este tipo de inquietudes, definitivamente Muere, monstruo, muere tiene este aspecto bien cubierto.
Al principio de su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Jorge Luis Borges escribe “los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de hombres”. En Us, su segunda película, Jordan Peele revisita el tropo literario del döppelganger imprimiéndole su propio sello. El comediante devenido en cineasta sube la apuesta de su ópera rima (la exitosísima Get out) y si bien se pueden establecer varias conexiones entre ambas películas, en esta ofrece una nueva perspectiva de una historia más abocada al terror propio del subgénero home invasion. Us trata sobre Addy (interpretada por Lupita Nyong’o) y su familia, quienes van a vacacionar a su casa de verano, cerca de una playa en donde ella tuvo un episodio traumático treinta años antes. Sintiéndose algo inquieta por los recuerdos de ese hecho del pasado, Addy le insiste a su esposo que vuelvan a su hogar. Pero antes de que puedan hacerlo, reciben la visita de una familia de también cuatro integrantes, que luego descubrirán que son copias exactas de ellos mismos, solo que en una versión mucho más siniestra. Esta familia duplicada se encargará de atormentar a Addy y los suyos durante toda una noche que es realmente un tour-de-force en el que no escasea la sangre ni el suspenso. Para Peele era un desafío muy grande realizar una segunda película que estuviera a la altura de Get out, que le valió un Oscar a Mejor Guión Original, ya que generar grandes expectativas tanto en el público como en la crítica a partir de una primera obra es algo sumamente difícil de lograr. Por otro lado, pese a que historias sobre la presencia siniestra de un doble exacto han sido contadas en el cine muchas veces, Us conserva una mirada fresca al respecto, haciendo comentarios sociales en el proceso. Aquí excede el mensaje sobre el maltrato hacia los afroamericanos y su apropiación cultural para incluir en su alegoría a las clases sociales menos privilegiadas. Si bien el guión de la película es ordenado al mismo tiempo que llevadero, las implicancias lógicas de la trama son más difíciles de aceptar que en Get out, por lo que los espectadores deben hacer varias concesiones y “saltos de fe” para que la historia termine teniendo sentido. Esto no significa que Us no sea una montaña rusa de emociones por momentos, con una fotografía que en ciertos planos y escenas (algunas incluidas en el trailer, tristemente) resulta deslumbrante. A su vez, si hablamos de Jordan Peele, tenemos que hablar de su faceta humorística, que a fin de cuentas es el género en el que se inició con el popular programa de sketches Key & Peele. Nadie dudaría en clasificar a Us como una película de terror si fuesen los 90 y tuviéramos que poner su VHS en los anaqueles de un Blockbuster cualquiera. Pero al mismo tiempo se inserta una buena dosis de humor que en la mayoría de los casos da en el blanco, con diálogos y referencias que sacan de situaciones tensas a los personajes, llegando a veces a puntos algo inverosímiles. Por el lado de las actuaciones, los cuatro protagonistas realizan un gran trabajo haciendo de ellos y al mismo tiempo de sus dobles, los cuales son contrapartes totalmente opuestas. Pero sin dudas la que se destaca más es Lupita Nyong’o, quien tuvo el difícil trabajo de hacer de heroína y villana, roles que en muchos sentidos se terminan solapando. Lo que es cierto es que Us tiene un ritmo no del todo regular, dado que hacia el tercer acto es debatible si eran necesarias algunas decisiones que el guión toma, desembocando en la posibilidad de hacer esta película más genérica y menos única. No obstante, es interesante seguir el camino que Jordan Peele está recorriendo con tan solo dos películas realizadas, ambas de gran calidad. Intencionalmente o no, su obra hasta el momento es una suerte de híbrido entre cine de autor y cine popular y taquillero, aquel que deja contento a los productores (en este sentido se lo ha comparado con el M. Night Shyamalan de fines de los noventa). La película es en definitiva, mucho más que una metáfora sobre los Estados Unidos (incluso US es el acrónimo de United States) y con sus altibajos, otorga la certeza de que aún queda mucho por ver de su creador, quien seguramente tenga algunos sustos y refelexiones guardadas en el tintero.
Al ser un director de comedias algo chabacanas (entre ellas “Tonto y retonto”, “Amor ciego” y una de las peores películas de todos los tiempos “Movie 43”), las expectativas por el nuevo largometraje de Peter Farrelly, Green Book, eran al menos bajas. Sin embargo había dos factores que hacían que este caso pudiera ser distinto: sus protagonistas. Porque Green Book tiene a dos de los actores más prestigiosos del momento en Hollywood, Viggo Mortensen y Mahershala Ali. Inspirada en una historia real (un lugar común que ojalá empiece a mermar en algún momento), la trama de la película se centra en la improbable amistad que surge entre dos personas muy distintas desde todo punto de vista. Por un lado está Tony “Lip” Vallelonga, un típico ítalo-americano oriundo de Nueva York que cumple con todos los requisitos de este cliché: es familiero, usa musculosa blanca debajo de su camisa, es un tanto bruto y mueve mucho las manos al hablar. Quien lo acompaña es Don “Doc” Shirley, eximio pianista y doctor en psicología que vive en una suerte de penthouse encima del Carnegie Hall y es respetado por todo el exclusivo mundo del arte metropolitano. Obviamente el primer encuentro entre ambos es un choque de mundos totalmente opuestos, pero como suele suceder en estas historias de parejas disparejas, se liman asperezas en pos de llegar a una fructífera amistad. Es necesario decir de antemano que Green Book no es una obra maestra y tantas alabanzas y nominaciones a distintos premios parecieran ser una exageración, pero lo que tiene sin duda alguna es encanto. Una road movie con dos personas que no se llevan bien al principio es un tropo tan visitado por la industria norteamericana que se siente la ausencia de algún factor que haga distinta a esta película en pleno siglo XXI. Si acaso se tuviera que elegir una buena razón para recomendarla sería la dinámica y química que hay entre sus protagonistas. Ambos ofrecen dos grandes interpretaciones, tal vez siendo la de Viggo Mortensen un poco más caricaturesca y propensa al humor (del cual hay y mucho), pero que hacen que esta amistad que se va construyendo en el camino se vea genuina y pueda creerse que así sucedió realmente. El personaje que encarna Mahershala Ali por otro lado presenta muchos más matices, ya que es dueño de una sensibilidad y una altura diplomática que en principio parece inquebrantable, solo para después ir dejando filtrar las inseguridades y debilidades de toda persona. Porque el tema central de la película es el difícil trayecto que debe transitar el doc Shirley al ser afroamericano en la década de los 60. Si bien en su ciudad es elogiado y vive como un rey, éste elige hacer una gira por el sur de los Estados Unidos, acervo de toda clase de amenazas para las minorías que también responden a una serie de estereotipos a los que Green Book no les escapa sino que los abraza. El racismo es entonces un denominador común que atraviesa los 130 minutos de duración del filme, lo cual no es una novedad en esta última década de películas que suelen ser excesivamente dramáticas en el maltrato hacia la comunidad negra norteamericana con la mira puesta en los Oscar. Podría decirse que Green Book a menudo cae en esta trampa, siendo por momentos innecesariamente lacrimógena, con el uso de un suave piano para apelar sentimientos de indignación y tristeza en el público. Los espectadores estarán felices entonces de no ser tan racistas y xenófobos como los sureños retratados en la película, y ese sentimiento de confort no es precisamente algo rescatable. Lo más original en este sentido es el hecho de que Don Shirley se encuentra en una especie de intermedio que no le permite pertenecer a ninguno de los dos mundos. Es repudiado por los “suyos” por tener buena ropa, ser sofisticado y tener educación universitaria, al mismo tiempo que los blancos que lo contratan para que toque en sus fiestas lo discriminan de una manera grosera y aberrante. La soledad que le provoca no poder ser parte de ningún mundo más que del propio (encerrado en su casa tocando el piano) hace que su único vínculo real pueda ser con Tony, quien también tiene sus prejuicios pero que rápidamente se deshace de ellos. Estos cambios tan drásticos en la cosmovisión del personaje de Viggo Mortensen parecen suceder algo apresuradas, lo que no es de extrañar, dado que uno de los guionistas es su hijo Nick Vallelonga, quien se supone habrá intentado retratar a su padre de la manera más positiva posible. Como se mencionó anteriormente, el humor es clave en Green Book. En especial el que permite que los protagonistas se rían de sí mismos y de las cosas que los hace tan diferentes. Shirley ayuda a Tony a mejorar su ortografía y redacción cuando éste le escribe cartas a su esposa (escenas que pueden llegar a ser algo condescendientes pero tienen cierta ternura intrínseca), mientras que Tony, ademas de ser su chofer a lo largo y ancho del país, cumple con los roles de guardaespaldas, abogado, psicólogo y muchas otras cosas que su habilidad para hablar incansablemente le permiten. Los diálogos sobre cuestiones aparentemente sencillas o cotidianas -que no son tantos- son los momentos en los que brilla la película, pues es donde los dos actores pueden dar rienda suelta a toda su versatilidad. De cara a la temporada de premios, Green Book no se presenta como favorita, pero recibió varias nominaciones y reconocimientos inesperados (entre ellos a Mejor Película en los Oscar venideros). ¿Son merecidos acaso? La actuación de Mahershala Ali definitivamente lo es, pero el resto de ellas se ve como un intento más de reparación histórica de la Academia para con la comunidad afroamericana. La música, el vestuario y la fotografía son también elementos que, sin destacarse, cumplen con su rol efectivamente y no desentonan con la esencia de lo que es la película. Es muy positivo por otra parte que Peter Farrelly haya hecho una comedia de este estilo, con una sensibilidad mucho mayor de la que acostumbró siempre y resulta esperanzador de cara al futuro de su carrera. Pasar un buen rato en el cine debería ser algo destacable y en definitiva Green Book concede eso y un poco más sin intentar ser más de lo que es, lo cual hoy en día debe apreciarse.
La irrupción de César González (conocido también en su fase de poeta como Camilo Blajaquis) en el nuevo cine argentino, con películas como ¿Qué puede un cuerpo? y Diagnóstico esperanza, significó en muchos sentidos la apertura de una cosmovisión que hasta ese entonces había sido negada o mal representada: la del sujeto villero. Atenas, la nueva película de este joven director nos vuelve a mostrar lo bueno, lo malo y lo feo de una realidad que a veces el público elige ignorar. Esta es la historia de Perséfone o “Perse”, una chica de unos veinte años que después de cuatro años y medio de estar presa sale en libertad para encontrarse con que afuera no hay nadie ni nada esperándola. Es aquí donde César González hace una primera vuelta de tuerca: se han visto anteriormente películas o series que tratan sobre la reinserción social luego de un período de encierro, pero hacerlo desde la perspectiva de una mujer pobre es al menos novedoso, sobre todo si se tienen en cuenta las crudas situaciones por las que tiene que atravesar este personaje. Sin embargo, el intento de representar de la manera más fiel el sentimiento de desarraigo, falta de pertenencia y soledad que conlleva esta clase de vivencia, al mismo tiempo que se quiere llegar a una reflexión sobre la falta de inclusión social, no es suficiente para hacer una buena película. Atenas tiene entre sus manos una buena historia, digna de ser contada, que por alguna razón termina resultando insuficiente. Desde muchos puntos de vista podemos ver influencias en esta obra (y en general en toda la obra del director) que provienen del neorrealismo italiano. Ya sea por las temáticas, las locaciones y hasta por el uso de actores y actrices no profesionales, la impronta de este movimiento de mediados del siglo XX saltan a la vista. La vida para las clases más precarizadas es dura, pero no por eso se recurre constantemente al golpe bajo ni a la representación de la vida de los barrios bajos y las villas como un reservorio de violencia y de potencial delincuencia, como suele hacerse en otros productos audiovisuales. César González revierte la estigmatización del sujeto marginado y en su lugar pone a los otros agentes sociales bajo esta lupa. Nos encontramos con personajes pertenecientes a la clase media o profesional llevados al extremo en su faceta de villanos, ya que maltratan, acosan y juzgan a Perséfone y a las demás personas del barrio que están en su misma situación de desamparo. Si bien esta representación puede rozar lo caricaturesco, es necesario tener en cuenta que en diversas entrevistas y charlas que González dio a lo largo de los años ha explicado el porqué de esta exageración al retratar personajes pertenecientes a la clase media, en la que busca lograr el mismo efecto que tiene a menudo la estigmatización de lo marginal y lo popular en los medios y en el arte, llegando al punto de ridiculizarlos. El mayor problema de Atenas radica en que su ritmo es inconsistente. Por momentos los eventos se desarrollan con mucha velocidad mientras que en otros se detiene por completo en cuestiones que no aportan a la trama. Este tipo de momentos sirven para poner en pantalla alguna que otra disertación filosófica o poética que no concuerda con el tono predominante de la película, el cual es de un realismo evidente. Escenas que escapan a la lógica previamente planteada y parecen ser insertas como pequeños momentos en los que se detiene el tiempo y se reflexiona a través del metalenguaje, casi rompiendo la cuarta pared. Asimismo, la historia principal (la de Perséfone) de a poco se va ramificando a través de otros personajes y cuyas vivencias cotidianas se pueden atestiguar. Considerando que es un largometraje de solo 76 minutos, resulta poco eficaz que casi ninguna de estas subtramas llegue realmente a una conclusión. Tal vez con una extensión mayor se podrían haber cerrado varias de las historias, incluida la de su protagonista. Otro factor que no puede pasar desapercibido es la clara correlación que la película tiene con la mitología griega. Ya desde el título se establece una conexión que se confirma con el nombre de Perséfone, a quien seguimos en la vuelta a su hogar (el cual ya no existe) y los problemas que se encuentra en su propia odisea. Pero ahí no terminan los paralelismos, ya que la joven protagonista también comparte -en cierto modo- el destino final de su contraparte helénica, en una suerte de descenso involuntario a los infiernos. Es así como César González imparte una vez más su visión del mundo, un producto a priori interesante pero que carece de cierta ambición para llegar a cumplir con su objetivo. Los barrios bajos son para el director su lugar de pertenencia, y desde su mirada nos otorga esta versión de la villa como una acrópolis vapuleada por el tiempo y la miseria, en la que las personas parecen vagar sin tener ningún rumbo claro, pero que al final del día siempre queda en pie.
La biopic es una clase de película difícil de clasificar, dada su necesidad de verosimilitud y fidelidad a los hechos reales, algo que se incrementa cuando la persona retratada aún está viva al momento del estreno. Sin embargo, hay realizadores que buscan salirse un poco del molde y sazonar este tipo de largometrajes con algo de ficción e incertidumbre, dejando al espectador con dudas muy profundas respecto de si lo que está viendo se acerca a la realidad o son secuencias armadas por un guionista con una gran imaginación. En Vice, Adam McKay intenta llevar a cabo esto, con resultados un tanto ambiguos. Vice cuenta la historia, a lo largo de casi cincuenta años, de Dick Cheney, un verdadero animal político de los Estados Unidos que fue más conocido por ser el vicepresidente de George W. Bush, pero que ya desde el gobierno de Richard Nixon había empezado a tejer una compleja red de relaciones que lo llevarían a ser uno de los funcionarios más poderosos del país, al mismo tiempo que mantenía su característico perfil bajo. La película dispone de un reparto de actores y actrices de gran trayectoria, entre los que se encuentran Amy Adams, Steve Carell (quien hace una gran labor encarnando al sardónico Donald Rumsfeld) y Sam Rockwell, además de cameos de estrella de la talla de Naomi Watts y Alfred Molina. Pero si hablamos de Vice, debemos hablar de Christian Bale, cuya actuación merece un párrafo aparte. Cuando se anunció que el actor británico iba a interpretar a una persona nacida en Nebraska y considerablemente mayor que él surgieron dudas que con el correr de los primeros trailers no se disiparon. No obstante, la naturaleza camaleónica de Bale como actor hacía que su casting como Cheney no fuera tan descabellado. En términos generales, Bale es eficaz en su papel y se funde en el mismo. Esto es algo positivo, teniendo en cuenta que existía el riesgo que se caricaturizara a Cheney y su entorno, lo cual no sucede a excepción del George W. Bush de Sam Rockwell, que es el personaje que resulta más parodiado y ridiculizado. La intención de McKay (quien también escribió el guión) de dejar a los personajes principales como villanos es clara, por lo que se puede asumir que no simpatiza mucho con el partido Republicano. Vice entonces explora a su manera los oscuros entresijos de la política norteamericana, y qué mejor que hacerlo que a través de un ejemplo tan paradigmático como el de Cheney, una persona obsesionada con ser un servidor de los más poderosos, lo que lo ayudaría a escalar hasta el punto de ser el vicepresidente con más libertades diplomáticas de la historia. Si bien la película retrata correctamente el lado feo de la política mediante la ironía y el cinismo, también tiene varias debilidades. En primer lugar, el problema más grande de Vice es que no se termina por decidir en un tono general para contar su historia. Es necesario recordar que Adam McKay es mayormente conocido por dirigir comedias (como ambas Anchorman y Step brothers), por lo que por momentos se siente de ese género pero en otros intenta despertar en el espectador una empatía que pareciera pertenecer más a un drama histórico. La falta de coherencia y fluidez entre ambas facetas desemboca en una confusión respecto de lo que quiere transmitir la película. Esto se acentúa en uno de sus momentos bisagra: los atentados del 11 de septiembre de 2001. En este punto toda comedia parece esfumarse para dar paso a una serie de escenas solemnes y que colocan a Cheney como un funcionario calculador que -como hizo toda su vida- aprovechó la situación para sacar beneficio propio. Por otro lado, tal como sucedió en su trabajo previo The big short, el guión de McKay es difícil de seguir para espectadores no tan familiarizados con los hechos que se ilustran en pantalla, y muchos diálogos entre estos hombres tan poderosos y poco escrupulosos se pierden en una suerte de cháchara sin sentido para aquellos que no son estadounidenses. Al mismo tiempo, pese a que la caracterización de Cheney sea lo mejor logrado de la película, falla en abordar el núcleo de su psiquis; nunca llegamos al fondo de por qué hace las cosas que hace o qué lo lleva a traicionar, aniquilar y especular en pos de engrosar su fortuna y poder. Quedarse simplemente en la ambición sería reduccionista e insuficiente para justificar las acciones de un hombre tan misterioso. De esta manera, Adam McKay ofrece una vez más un producto que logra entretener y sacar buenas interpretaciones por parte de todo su elenco, pero que a la vez se cree más astuta de lo que es y se dirige directamente a su audiencia (por medio del metalenguaje) con una actitud desafiante y hasta agresiva. Es posible que de cara a la temporada de premios Vice reciba varias nominaciones a raíz de su temática controversial y la tendencia ideológica de corete liberal (en el sentido que le dan en Hollywood) de la industria, además de por la actuación de Christian Bale, cuya virtud reside en parte en su drástica transformación física. Sin embargo, la película no excede en calidad a cualquier otra biopic, y a pesar de sus intentos de salirse del molde de este subgénero, su ambición -afin a la del protagonista- le termina jugando en contra.
En 2015, la primera entrega de la saga Creed (que también podría contar como séptima parte de la saga Rocky) sorprendió al mundo siendo una película bastante interesante que funcionaba por sí sola y no era un intento descarado de revivir una franquicia que estaba muerta. Unos años más tarde llega su esperada e inevitable secuela, donde seguimos la vida de Adonis Creed, a quien el éxito deportivo lo ha alcanzado y se posiciona en la cima del mundo del boxeo. Sin embargo, el pasado más doloroso llega a tocarle la puerta en su mejor momento cuando recibe un desafío de Viktor Drago, ni más ni menos que el hijo de Ivan Drago, quien asesinara a su padre Apollo arriba del ring en Rocky IV. Naturalmente, en esta pelea habrá más en juego que un cinturón o el título de los pesos pesados. Como con toda segunda parte, es muy difícil que supere a la original, y Creed II no es la excepción, pero eso no quiere decir que no esté a la altura de las circunstancias, dado que es entretenida y ofrece al espectador todo lo que podría esperar de una entrega del mundo de Rocky: historias de superación, dramas familiares, soundtracks motivadores y sobre todo golpes, muchos golpes. En esta ocasión, el encargado en la dirección es Steven Caple Jr., en su tercera película detrás de la cámara, donde tiene la difícil tarea de llenar los zapatos de Ryan Coogler, el cual había realizado una gran labor en la Creed original. Si bien el trabajo de Caple Jr. es correcto, por momentos se extraña el talento de Coogler, quien logró imprimir un sello propio en la historia de Adonis, además de filmar algunas de las mejores escenas de boxeo de toda la saga, como la excelente pelea-plano secuencia de la primera parte. Tal vez el mayor error de Creed II sea caer demasiado en los cánones de la saga Rocky. Mientras que Creed era su propia película, esta secuela se siente como una parte más de la saga madre protagonizada por Sylvester Stallone, por lo que en varias ocasiones se siente un tanto genérica y predecible. El camino que debe recorrer el personaje interpretado por Michael B. Jordan está trazado de una manera que no tiene ningún obstáculo inesperado que no hayamos visto antes en alguna de las otras siete películas. Es por esta razón que sería sensato que esta historia encontrara su punto final en Creed II, ya que se siente que no queda mucho más por explorar y seguir teniendo entregas cada tres o cuatro años sería arruinar lo que hasta ahora es una gran franquicia. A Rocky le sucedió después de su tercera película pero claro, sin Rocky IV no existiría Creed II. Si la primera Creed tenía varios puntos en común con Rocky (el boxeador don nadie que va haciendo su nombre hasta llamar la atención del campeón y perder la gran pelea final pero dando su mejor esfuerzo y obteniendo el respeto de todos), es lógico que esta segunda parte se relacione directamente con Rocky IV, pues los mismos apellidos entran al ring más de tres décadas después de la infame pelea que acabaría con la vida de Apollo Creed. Por otro lado, a esta altura está casi establecido que Rocky IV no resistió muy bien el paso del tiempo y se coloca un poco como una suerte de consumo irónico o placer culpable en comparación a las películas que le precedieron, que son mejores. Por fortuna, en Creed II los “villanos” rusos no son tan unidimensionales como en Rocky IV, que hoy se ve más como una burda (y absurda) metáfora de la Guerra Fría en la que Estados Unidos siempre gana ante los recios guantes de acero de la Unión Soviética. Tanto Ivan Drago como su hijo viven secuelas negativas producto de la derrota contra Rocky Balboa, por lo que ambas familias tienen un legado que defender. Dolph Lundgren aún le impone un aura impenetrable, casi robótica a Ivan Drago, pero dejando entrar algo de humanidad en él que antes no se había visto. Pero si hablamos de Rocky y de Creed, tenemos que hablar de las peleas. Y siempre se llega a la misma conclusión: ojalá el boxeo real fuese tan entretenido como en estas sagas. La disciplina pugilística es mucho más estratégica y craneal que el festival de golpes que acostumbramos a ver entre los boxeadores de este universo. Quizás para alguien fanático del deporte Creed II resulte algo inverosímil, puesto que ningún peleador podría resistir tantos puñetazos durante doce rounds, pero para aquellos que pueden abstraerse de este detalle, las escenas de acción son altamente disfrutables. La adrenalina y testosterona volcada en las peleas se sienten reales y la catarsis que provoca el triunfo final siempre despierta emociones que pensábamos ocultas. Las peleas son indudablemente la vedette de cada entrega de la saga de Rocky/Creed y aquí se les presta especial atención, por lo que el resultado no decepciona. Creed II entonces se coloca como una película inferior a su predecesora pero que mantiene el fuego de esta historia aún vivo. Las actuaciones de Michael B. Jordan y Sylvester Stallone siguen siendo buenas y lo genuino de su relación se plasma una vez más en pantalla: Rocky es para Adonis una figura paterna, un amigo, un entrenador y un faro en su vida. Stallone, quien co-escribió el guión, seguramente haya escrito sus propios diálogos, los cuales a veces rozan lo excesivamente pedagógico y motivacional, con frases que están destinadas a encerrarse entre comillas para inspirar gente a través de las redes sociales. En un acto más literal que simbólico, Rocky (personaje y saga) le traspasa una antorcha a Creed que deberá cuidar, y quedará en el futuro ver si lo puede lograr con éxito o si cometerá los mismos errores que su mentor.