Ya no es noticia que hacia fines del 2018 nos encontramos en plena saturación del subgénero de películas de superhéroes. Pasados diez años de Iron Man, obra que iniciara el universo cinematográfico de Marvel (y con él una industria billonaria), tanto esta empresa como su rival, DC Comics, intentan mantenerse relevantes con distintos resultados. A DC, por desgracia, le ha tocado ser la gran derrotada de esta competencia implícita entre sus personajes, ya que la mayoría de las películas de su universo compartido han tenido malas críticas, pese a ser éxitos de taquilla (aunque eso no debería sorprender tanto). Recién en 2017 levantaron un poco la puntería con Wonder Woman, para después volver dos pasos atrás con Justice League. Llegado el 2018 nos encontramos con la sexta entrega del universo extendido de DC con Aquaman. Debemos olvidarnos en este caso de todo lo que creemos saber sobre el héroe subacuático, ya que esa imagen pulcra y rubia que nos mostraba los dibujos animados de la década de los 60 está muy alejada de lo que es el enorme Jason Momoa, quien interpreta el papel protagónico. Si bien Momoa había hecho su primera aparición como Aquaman en Justice League, lejos estuvo de ser uno de los personajes más importantes dentro de ese gran ensamble que incluía a Batman y Superman, por lo que es realmente en esta película donde demuestra todo su potencial y aptitud para encarnar al superhéroe. Aquaman nos cuenta la historia de Arthur Curry, quien es fruto de una relación clandestina entre la reina de Atlantis (interpretada por Nicole Kidman) y un ser humano. Producto de esta ascendencia real es que Arthur es el legítimo heredero al trono de Atlantis, pero su medio hermano Orm (Patrick Wilson) le disputará ese lugar apoyándose en el hecho de que él es de ascendencia pura, dado que sus dos padres (por medio de un matrimonio arreglado) son los reyes. En un principio, cuando Arthur se entera de que debe interceder en un posible conflicto venidero entre humanos y atlántidos por ser la prueba viviente de que puede haber paz en ambos mundos, éste es reticente ante la idea. Sin embargo, con la ayuda de Mera (Amber Heard) irá cambiando de opinión, a lo que se le suma la búsqueda del tridente del rey Atlan, arma que le dará el poder y la autoridad indiscutible para regir Atlantis como el legítimo líder. Las interpretaciones de los personajes principales son correctas, en particular la de Jason Momoa, quien con su enorme porte físico y carisma natural hace de Arthur un héroe rápidamente querible. También se destaca Willem Dafoe, quien se pone en la piel de Vulko, maestro y hombre de confianza de Aquaman, una suerte de figura paterna atlántida. Por otro lado, los villanos son algo acartonados y no parecen seguir objetivos muy originales más que el poder y la venganza. Quizás esa sea la principal falla de Aquaman: la falta de originalidad. Es el clásico camino del héroe, visto hasta el hartazgo en películas tanto de superhéroes como de cualquier otro tipo, donde un individuo tiene que superar una cierta cantidad de obstáculos para alcanzar su objetivo de dar toda su capacidad como el héroe que es. Es cierto que por lo general no se esperan tramas demasiado complejas en este tipo de películas (y cuando es así se las acusa de pretenciosas), pero en un punto se tornan algo predecibles, aunque no por eso dejan de ser entretenidas. El filme cuenta con un apartado visual que explota por todas partes, no alcanza la vista para asimilar todo el CGI que se está desarrollando en pantalla. Para algunas personas quizás esto resulte atractivo, pero el exceso es tal que dudamos de si acaso algo de lo que estamos viendo realmente está ahí. Y para ser 2018, cabe decir que no todos los efectos especiales se ven del todo bien. Algunas criaturas marinas parecen haber sido animadas con menos presupuesto o atención, pues se le notan mucho los hilos. Nobleza obliga, es necesario señalar que una secuencia en particular en la que Aquaman y Mera deben adentrarse en una zona en la que reina la oscuridad está animada excelentemente. La producción tampoco escatimó en locaciones, ya que en los 143 minutos de duración recorremos bastantes lugares, incluyendo el desierto del Sahara (donde el soundtrack elige dar play a una extrañísima versión de “Africa” de Toto) y a la ciudad italiana de Sicilia, que sirven un poco como excusa para desarrollar la relación entre Aquaman y su interés romántico. En cuanto al tono de la película, se aleja de la oscuridad y solemnidad que caracterizaba las primeras entregas de la franquicia DC, como Man of steel o Batman V Superman. El humor es muy frecuente en Aquaman, llegando a puntos a veces un tanto forzados. Algunos gags y referencias funcionan bien, pero no hay que olvidar que DC está intentando conseguir la fórmula del éxito, la cual le ha sido esquiva y que pareciera estar en manos exclusivas de Marvel. En esto habría que detenerse: DC quiere ser Marvel, y se nota. De un momento para otro, algunas cuestiones típicas del universo Marvel, como el humor constante o las escenas post-créditos fueron insertadas en las distintas películas de DC con la intención de contentar al público, para llegar a la conclusión que quizás el problema estaba realmente en los guiones y la dirección. En cuanto a ese aspecto, la dirección de James Wan (más conocido por dirigir películas de terror) es mucho más frenética y colorida que la acostumbrada en las otras cinco películas de este universo cinematográfico. Las escenas en Atlantis tienen una belleza innegable y las secuencias de acción están bien dirigidas, no confundiendo al espectador en ningún momento. Es posible que Aquaman represente un viraje en el tono general del universo DC que hace años viene -y perdón por el chiste obvio- de capa caída. Sería bueno también que este tipo de películas vayan haciéndose más breves con el transcurrir del tiempo, ya que este festival de luces y sonido llega casi a las dos horas y media, lo que puede resultar en posibles dolores de ojos o cabeza. Al tratar de abarcar mucho sobre la historia de un personaje, las películas de superhéroes se extienden demasiado cuando podrían ignorar gran parte de las subtramas y al fin y al cabo tener un producto igual o mejor. Solamente queda ver qué le depara a este género tan explotado, y si acaso hay lugar para los amigos de la justicia en él.
Se podría decir sin exagerar que las dos escenas que abren Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, son lo más contundente y lo mejor logrado de la película. Sin embargo, esto no significa desmerecer el resto de la misma, sólo que la intensidad disminuye y se vuelve un film mucho más sutil en que toda violencia es tácita y sugerida. En el centro de la historia nos encontramos con el prestigioso abogado de pueblo Claudio Morán, interpretado por Darío Grandinetti en un rol que parece haber sido escrito a su medida. Esperando a que llegue su esposa (Andrea Frigerio) a un restorán repleto de gente, Claudio empieza a discutir con un hombre de aspecto sospechoso y frágil equilibrio mental (Diego Cremonesi). Producto de esta incómoda situación, el Doctor (como todos en el pueblo le llaman) se verá preso de un dilema moral del que no saldrá nada airoso. Una de las principales virtudes de Rojo es su ambientación. La escenografía y el vestuario nos hacen sentir dentro de esta época, lo que nos permite sumergirnos en la historia gracias al manejo de lo verosímil en cuanto a la estética. Lo primero que vemos en pantalla es una inscripción que dice “En una provincia argentina. 1975”, lo que nos da dos pautas. En primer lugar, el hecho de no especificar con precisión en qué lugar del país sucede la historia da una sensación de universalidad, contrario al efecto de pueblo chico, infierno grande que también se hace presente a lo largo de la obra. Por otra parte, el año en que transcurre la acción nos lleva al pasado más oscuro argentino una vez más. A esta altura es difícil realizar una producción audiovisual ambientada en los años setenta en Argentina sin caer en ciertos lugares comunes e historias poco originales, ya que es un tópico que se ha tratado en demasiadas ocasiones. En lo que se destaca la película de Naishtat es que no se centra en el momento más tormentoso de la última dictadura militar, sino en los momentos previos al golpe de estado de Marzo de 1976, cuando era algo que se conversaba -con ciertos reparos- en la esfera privada. Se sabía que algo se estaba cocinando y que en cualquier momento podía suceder. Incluso se alude en varias escenas a las desapariciones, tanto en el sentido metafórico como en el más literal. Pero Rojo no es una película sanguinaria. La violencia se ve reflejada en los diálogos y en los silencios, en la atmósfera que se vive en el pueblo, donde todos sus habitantes son conocedores de la situación que se está viviendo pero eligen mirar para otro lado, o en algunos casos aprovecharse de ello como aves carroñeras. Esta mezcla de cobardía e indiferencia es un denominador común a lo largo de las casi dos horas de extensión de la película. Se ven también ciertos chispazos de humor negro que si bien causa gracia, lo hace con cierto dejo de culpa, una incomodidad propia de saber los oscuros entresijos de la historia. Simultáneamente a la intervención federal de esta provincia desconocida, se da una visita de unos cowboys norteamericanos, en el que el trato obsecuente del gobierno se encuentra en los límites de lo ridículo. Y aunque estamos hablando de hechos sucedidos hace más de cuarenta años, el cipayismo hiperbólico que se ve plasmado fácilmente nos puede recordar a la actualidad. Si no se conoce tanto sobre la historia de los meses previos al golpe de estado de 1976, es posible que Rojo sea un tanto elusiva, pero no por eso no se deja disfrutar plenamente. La construcción de un suspenso que nunca llega a estallar es uno de sus puntos fuertes, además de las actuaciones, en las que se destacan la ya mencionada interpretación de Grandinetti y también la de Alfredo Castro, que encarna un extraño personaje proveniente de Chile que por momentos parece la encarnación de la voz de la conciencia de Claudio, un pequeño diablo que lo atormenta y le remarca todas sus culpas y pecados. Pero por sobre todas las cosas, Rojo es una película que deja queriendo más. La escena final es abrupta. En lo que aparentemente es un suceso sin demasiada importancia, la cinta finaliza, quedando trunca y con muchas preguntas sin contestar. Para muchos espectadores este hecho podrá resultar molesto y hasta dará una sensación de insuficiencia o incompletud, pero es interesante que la exposición de los hechos no sea del todo clara, lo cual en los parámetros del cine nacional significa un avance.
Soledad es una producción ítalo-argentina y también el debut tras la cámara de su directora Agustina Macri (la otra hija del presidente argentino). Basada en la novela Amor y anarquía de Martín Caparrós e inspirada en eventos reales, Soledad nos cuenta la historia de una joven argentina de clase media que en la década de los noventa hizo un viaje a Europa, en principio con fines turísticos, pero que luego se terminaría prolongando mucho más tiempo de lo esperado a raíz de un conflicto político que estalla en Italia. Inicialmente siendo una persona con inclinaciones políticas poco claras, Soledad (Vera Spinetta) prontamente se verá atrapada (en el buen sentido) por la ideología anarquista, la cual llega a ella por medio de un grupo de militantes de dicho movimiento, con quienes forjará un fuerte vínculo. Pese a que gran parte de la historia trata sobre lo que la protagonista vive en Italia, esta no está contada completamente de manera cronológica, ya que a menudo se intercalan eventos de su pasado en Argentina, señalando fuertes contrastes entre estos dos momentos tan disímiles de su vida. Este ir y venir temporo-espacial es manejado con gran sutileza, de modo que los flashbacks no se extienden por más de un par de minutos, dejando en claro que son recuerdos cada vez más distantes en la memoria de Soledad. Por otro lado, la película presenta algunas escenas en las que su hermana aparece hablando a cámara sobre ella, como si se tratara de una especie de documental. Este recurso puede parecer novedoso, pero a fin de cuentas termina siendo algo confuso, dado que el resto del tiempo la historia está narrada completamente bajo un código de ficción. Dentro de los aspectos positivos se puede mencionar la actuación de Vera Spinetta, quien sale de su zona de confort actoral e interpreta el papel de manera acertada. A lo largo de la película somos testigos de un cambio drástico en el personaje de Soledad, tanto físico como espiritual. En ciertas escenas muy puntuales puede observarse este viraje ideológico de la protagonista mediante pequeños gestos muy sutiles que Spinetta es capaz de lograr a la perfección. Sin embargo, en cuanto a lo político, la película peca de ser un poco escueta en cuanto a lo que se profundiza al respecto. Si bien somos contextualizados en un tiempo y un lugar en particular, nunca termina de quedar claro contra qué o quién luchan estas personas, más que esa figura tan borrosa que puede ser “el Estado”. Por momentos, los problemas de los anarquistas parecen radicar más en asuntos amorosos y melodramáticos que en políticos. La música también aporta a este sentimiento telenovelesco que la película tiene en ciertos pasajes. Escenas con una carga emotiva ya construida terminan por tener un efecto contrario al buscado cuando se les agregan notas de corte melancólico o dramático. A su vez, la banda sonora otorga uno de los mejores momentos de esta obra, en un montaje musicalizado por el éxito de Los Fabulosos Cadillacs “Matador”, el cual suena en la radio en uno de los momentos más bajos de Soledad y la coloca, aunque sea por un instante, en un trance en el que toda la furia y el dolor se convierten en una euforia revolucionaria. Y aquí ya no hay vuelta atrás: esta es la verdadera versión de Soledad y no hay chances de que se traicione a sí misma. Aunque las películas biográficas y con fuerte contenido político siempre han sido moneda corriente en el cine argentino, es en cierto modo refrescante encontrarnos con una historia no tan arraigada a nuestro suelo como estamos acostumbrados, pero que al mismo tiempo comparte las luchas y la búsqueda de un ideal que a esta altura ya es universal. Soledad es un buen debut directorial de Agustina Macri y genera altas expectativas de cara a los próximos proyectos que pueda encarar.
A excepción de algunos chispazos esporádicos de creatividad, el cine de terror de la última década ha sido sinónimo de tedio y falta de imaginación. La mayoría de las películas que se estrenan son secuelas de franquicias exitosas, o bien remakes de éxitos de los ochenta o noventa aggiornados a nuestra época. Por una tercera vía, en tanto, llegan las ideas originales. Aunque hay que tomar este término con mucha delicadeza, ya que en la mayoría de los casos son tramas genéricas y trilladas, vistas más de mil veces y olvidadas rápidamente en igual cantidad de ocasiones. La película británica Nails del año 2017 lamentablemente cae en esta categoría de horror genérico y olvidable. En su debut como director, Dennis Bartok nos cuenta la historia de Dana Milgrom, una mujer de mediana edad y gran estado físico que una mañana sale a correr y es violentamente atropellada por un auto. A causa de esto Dana termina internada en un hospital (carente casi de personal y pacientes) donde empezará a sentirse observada y amenazada por una presencia diabólica/fantasmal apodada -sí, adivinaron- “Nails” (Uñas). Toda esta situación tiene como agravante que Dana no puede caminar ni hablar producto del accidente, y solamente puede comunicarse con una computadora que lee en voz alta lo que ella escribe. Se puede afirmar entonces que Nails se trata de una película de terror genérica porque contiene todos los clichés y lugares comunes que ya cansaron de tanta repetición en este género: los silencios prolongados seguidos de un salto para asustar, las persecuciones, el villano que no es humano sino una presencia fantasmagórica, la protagonista que es tratada como loca porque ve algo que los demás no, y muchos más que parecen ser sacados de una receta de cómo hacer un film de terror mediocre. Ya de por sí la película se ve barata (no por nada se salteó su paso por el cine para ir directamente a Netflix). En muchas ocasiones, producciones de bajo presupuesto se las arreglan para que el producto final sea de la mayor calidad posible según el dinero que tuvieran para hacerlo, pero no es el caso de Nails. Desde la notable falta de actores y extras para llenar un espacio tan poblado como es un hospital hasta la ambientación del mismo denotan una falta de habilidad para hacer que menos sea más. Las muertes son casi todas fuera de plano (un recurso que sugiere más una desesperación por ahorrar que un posicionamiento estético), además de anticlimáticas. Los efectos especiales son pocos para una película de estas características pero cuando aparecen resultan risibles. Incluso el final es ambiguo y poco satisfactorio, haciendo que sus 84 minutos de duración se sientan una eternidad. Nails es definitivamente una película no recomendable ni siquiera para los fanáticos del terror que a veces buscan solo una trama simple y ver algo de sangre (porque casi que no se derrama ni una gota). En esta década hay esfuerzos mucho mejores y dignos de ser vistos (Get Out, The Witch, A quiet place, Raw, It follows) que merecen el apoyo del público, pues son los que mantienen la llama viva de este género y evitan que caiga en el olvido.
Para empezar esta reseña hay que contestar la siempre presente pregunta que rodea al cine blockbuster actual: ¿era necesaria esta película? Es natural pensar que la respuesta es un rotundo no, como no son necesarias la mayoría de las secuelas, reboots, spin offs, y universos extendidos que invaden semana a semana las carteleras de los principales cines. Pero vayamos al principio. Hace 25 años Steven Spielberg asombró al mundo entero con una de sus tantas obras maestras Jurassic Park, con la que sentó un precedente para todo el cine pochoclero por venir y también inauguró la fascinación por los dinosaurios que aún a muchos nacidos en la década del 90 nos perdura. Como era de esperarse, el enorme éxito que tuvo la película llevó a que se produjeran dos secuelas de menor calidad y repercusión. En 2001 la fiebre de los dinosaurios se encontró con un parate que duró catorce largos años, cuando se decidió revivir la franquicia con Jurassic World, la cual es al mismo tiempo una nueva saga y una continuación de la anterior, ya que conviven en el mismo universo, solo que con otros personajes y muchos guiños a su primera entrega. Es el año 2018 y nos llega la quinta película de esta historia, Jurassic World: The fallen kingdom. La Jurassic World previa había sido un éxito de taquilla casi sin igual (está en el quinto puesto de las películas más taquilleras de la historia), pero la historia parecía un refrito de la original, con mayor presupuesto y más efectos especiales, por lo que tuvo críticas mixtas. Se esperaba entonces que bajo la dirección de J.A. Bayona (que en el pasado había dirigido un puñado de películas respetables como El orfanato y Un monstruo viene a verme) la franquicia levantara cabeza. Sin embargo esto no fue así, ya que nuevamente nos encontramos con un filme que cumple con creces en el aspecto visual pero que tiene varias fallas en su guión. También se debe tener en cuenta qué expectativas tenemos como público a la hora de ver una película como esta. Si buscamos solamente ser maravillados con un apartado técnico y visual exquisito, The fallen kingdom es una propuesta ideal (después de todo, son dos horas de dinosaurios comiendo gente). Es diversión y adrenalina pura como todo tanque cinematográfico debería ser. Para aprovechar esto al máximo se debería ver esta película en un cine de gran resolución (con el IMAX siendo la opción más recomendable). No obstante, como ya no somos niños, es necesario analizar en profundidad todo lo que envuelve a esta producción, tanto lo positivo como lo negativo. La primera crítica hacia The fallen kingdom es que se siente como una excusa, una suerte de paso necesario para la existencia de una tercera entrega, en la que los dinosaurios aterroricen la sociedad fuera de la Isla Nublar de donde originalmente provienen. Una decisión en particular de uno de los personajes, ridícula desde toda lógica, hace que esta franquicia se pueda extender por una o dos películas más y así continuar un negocio tan lucrativo como poco original. Por otra parte, resulta hasta graciosa la naturaleza caricaturesca de los villanos de esta quinta parte del universo Jurassic Park. Son hombres blancos de traje, malos y codiciosos, con la misma motivación de siempre: utilizar a los dinosaurios (vistos más como víctimas que como potenciales armas homicidas) para beneficio propio, generalmente como dispositivos militares. Pareciera entonces que el personaje más coherente en esta historia es el doctor Ian Malcolm (Jeff Goldblum), quien en sus escasos dos o tres minutos en pantalla sugiere dejar morir a los dinosaurios en la isla que está a punto de explotar a causa de un volcán. Pero si se siguiera su consejo no habría película. Las actuaciones de los protagonistas Chris Pratt y Bryce Dallas Howard son correctas, y su química en pantalla es efectiva, aunque no siempre convincente. Sin embargo, sus arcos argumentales no llegan a dar un salto significativo hacia el final, por lo que no cambian casi nada en su esencia respecto del principio de la película o siquiera de la anterior. Más allá de algún que otro giro argumental algo traído de los pelos, la película es bastante predecible y no termina de sorprender. A fin de cuentas, se termina recurriendo al ya clásico juego del gato que intenta cazar al ratón, solo que en un escenario diferente. Y por supuesto, no puede faltar la aparición de la figura más icónica de la franquicia: el Tyrannosaurus Rex. El emblemático animal ya no es tan relevante para la historia (en ambas entregas de Jurassic World tiene un rol más bien neutral), pero como un actor viejo y cansado hace sus cameos en la película o serie que le dio la fama, tiene sus escenas aisladas donde emite su ya conocido rugido. La sensación que a fin de cuentas deja The fallen kingdom es de una película que no aprende de los errores que han tenido sus emisiones anteriores y que aunque esté filmada excelentemente, depende exclusivamente de lo visual para su pleno disfrute. En un par de años saldrá la tercera entrega, y no sabemos si será la última, pero lo que sí podemos asegurar es que ya no se volverá a lograr ese cruce entre calidad y entretenimiento que tuvo en 1993 su versión primigenia.
La nueva película de Carlos Sorín lleva por título un nombre propio, hecho que nos da la pauta de que esta será una historia centrada alrededor de una persona en particular, su protagonista. Sin embargo en Joel, el libreto se enfoca más en todo lo que rodea a este personaje, el cual es un niño de nueves años. Aquí es donde se empiezan a dibujar ciertos paralelismos entre ficción y realidad, ya que el actor que encarna Joel Barrios, también lleva ese nombre de pila, sólo que su apellido real es Noguera. Así también como su contraparte ficticia, Joel vive en Tolhuin, un pequeño pueblo de la provincia más austral de Argentina, Tierra del Fuego. Joel trata entonces sobre una pareja conformada por Diego y Cecilia, quienes luego de años de burocracia sin fin finalmente son concedidos con la guarda preadoptiva de un niño, del cual sin embargo no saben nada. Desde un principio podemos sentir la incomodidad de ambos al llegar al final del camino por el cual lucharon tanto; es decir, el peligro de que tus deseos más grandes se vuelvan realidad. El primer problema llega cuando se enteran sobre la avanzada edad del niño en cuestión. Considerando que sus expectativas estaban en los cuatro o cinco años, encontrarse con una persona de nueve años les resulta algo alarmante, pero deciden seguir con el procedimiento. Por supuesto, el tópico principal que toca la película es el de la adaptación de alguien a una familia nueva, teniendo ya un pasado que puede recordar vivamente. La tensión que se vive las primeras escenas que los tres personajes principales comparten como familia llega a niveles estresantes por momentos. Joel se muestra callado, taciturno y extremadamente tímido, como se esperaría de cualquier chico en esa situación. Como espectador uno espera situaciones en las que Joel se desenvuelva y ría o hable más de tres palabras, más esto nunca llega a suceder, por lo que en ningún momento podemos establecer una conexión real con su personaje. No obstante, este hecho no puede ser considerado como una crítica negativa, ya que si pretendemos encontrarnos con una historia con personajes reales y verosímiles, Joel Noguera es irreprochablemente auténtico en su interpretación. Por otro lado, aunque suene extraño, se siente como si a la película le faltara tiempo de desarrollo. En muchos casos se puede objetar que a un film le sobren minutos, pero en el caso de Joel se da lo contrario. Hay personajes secundarios que en un principio parece que van a tener una injerencia que finalmente no tienen (como el vecino dentista que también es pastor), y a su vez la historia finaliza una vez que se ha alcanzado el punto cúlmine del conflicto, lo cual se podría haber solucionado añadiendo diez minutos en donde hubiera una resolución. Es posible que varias escenas donde se profundizan estas cuestiones hayan quedado fuera del corte final, por lo que sería una decisión consciente de Sorín (quien también escribió el guión) el dejarnos con la duda de qué sucede una vez que termina la película. Acorde va avanzando la trama, uno no puede evitar pensar en aquellas personas que se autodenominan “pro vida” y sostienen que el aborto legal, seguro y gratuito no es necesario cuando fácilmente se puede dar un bebé en adopción. En un año tan crucial para la sanción de la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, Joel sirve para darle un rostro a un sistema tan desgastante y que suele dilatarse hasta límites insostenibles como es el de la adopción. Después de todo, en la Argentina existen más de 5000 familias inscriptas para adoptar, según datos del Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos. Del total, solo el 15% está dispuesto a adoptar a niños de 8 años y el 0,8% a chicos de 12. Si bien en la película no se muestra tanto del procedimiento en el sentido más burocrático, se ve en los rostros, en las acciones y en la sobreprotección de Diego y Cecilia, que la orfandad y la adopción suelen ser más cercanos a Oliver Twist que a Chiquititas. Por momentos entrañable, por momentos incómoda, Joel es en defintiva un buen ejemplo de como hacer una película entretenida y a la vez con contenido social relevante para la coyuntura actual.
La primera escena de La vida sin brillos nos muestra una imagen que bien puede funcionar como síntesis de la película: un cartel de neón que dice en letras mayúsculas TEATRO pero que sin embargo tanto la T como la E iniciales han dejado de funcionar. Este documental fue realizado por los cineastas independientes Guillermo Felix y Nicolás Teté, y retrata la vida tras bastidores de una obra de revista dirigida por el prestigioso productor teatral José María Muscari. Sin embargo, la obra tiene una particularidad, y es que las protagonistas de la misma son vedettes y actrices que tuvieron su época de gloria en las décadas de los ochenta y noventa, hace ya mucho tiempo. Con un título que se ríe de sus mismas estrellas (“Extinguidas”), la obra reúne un elenco de verdaderos íconos sexuales de hace veinte y treinta años, como Adriana Aguirre, Beatriz Salomón, Noemí Alan, Silvia Peyrou, Pata Villanueva, Luisa Albinoni, entre otras. Y todas ellas prestan su testimonio en cámara, que nos lleva de viaje por un backstage no tan glamoroso como lo imaginaríamos. A lo largo del documental nos sentimos verdaderos intrusos, aunque no precisamente en el espectáculo, ya que vemos poco y nada de la obra en cuestión. Somos testigos de las situaciones más cotidianas que puede haber para una persona, como la consulta a un operador de Movistar ante una carga virtual que no se realiza con éxito, o una rutina de gimnasio. Todo es capturado por la cámara en mano que persigue a este grupo de mujeres en silencio, como si se tratara de una mosca en la pared. Con una duración de 87 minutos, La vida sin brillos puede resultar algo extensa para un espectador no muy conocedor del mundillo del teatro de revista -como quien escribe-, pero hay muchas cosas que se pueden desasnar e interpretar, incluso para ignorantes absolutos de lo que representa este ambiente. La primera de ellas, claro está , es el paso del tiempo y como este afecta a nuestras protagonistas. Todo el documental pareciera ser una gran carta de amor a una época que ya no está, dueña de un humor y una cosmovisión que hoy en día ya es hasta cuestionable en retrospectiva. Los testimonios de las actrices que prestan su voz suelen incluir anécdotas con referentes del espectáculo nacional de antaño, como Gerardo Sofovich, Jorge Porcel, Alberto Olmedo o Juan Carlos Calabró. No hace falta decir que todas estas personas ya están muertas (o “se fueron de gira”) pero su legado en algunos aspectos sigue vivo, el cual batalla actualmente con un humor que busca hacer reír con una filosofía totalmente opuesta. En el montaje que abre la película uno no puede evitar pensar que las protagonistas de la obra “Extinguidas” fueron brutalmente cosificadas durante toda su carrera, pero al oír sus historias, repletas de episodios positivos para ellas y para sus trayectorias, tampoco puede juzgarlas. El ego es claramente otro gran personaje implícito en esta producción. No es raro ver a estas vedettes con posters enmarcados y tapas de revistas con sus imágenes eternamente jóvenes. En el caso de Beatriz Salomón esto es llevado quizás a un extremo, como si se tratara de una versión moderna de El retrato de Dorian Grey. Mirar con cierta nostalgia al pasado parece ser, por momentos, lo único que le queda a estas otrora estrellas de las tablas y marquesinas, ya que la sociedad y el showbusiness es tremendamente cruel con el envejecimiento (algo que se acentúa si sos mujer). Muchas de estas vedettes tuvieron tanto en la obra como en la película una oportunidad única para volver a calzarse las plumas y recuperar ese brillo perdido. Por otro lado, La vida sin brillos trata también sobre que hay después. Qué hay después del apogeo, después de que las luces ya no nos apuntan más. El documental se detiene en las vidas cotidianas de estas mujeres cuyos rostros adornaron la calle Corrientes durante varios años, pero que hoy en día difícilmente sean reconocidas por gente nacida después de la década del ochenta, por lo que sus proyectos han cambiado drásticamente. Ya no tan cerca de los reflectores y las cámaras, nos encontramos con historias entrañables y mucho más terrenales, como la lucha de Luisa Albinoni por ser madre o la pasión de Silvia Peyrou por dar clases de teatro en centros de jubilados. Es por este tipo de momentos que la película se destaca , porque demuestra con claridad que la fama es siempre ingrata y pasajera, pero también que las verdaderas estrellas nunca dejan de brillar.
Dirigida por el español Amat Escalante, La región salvaje es una producción mexicana del año 2016, y decir que esta es una película un tanto extraña sería recurrir a un eufemismo. En ella conocemos la historia de dos mujeres (Alejandra y Verónica) que se conocen fortuitamente y forjan una amistad a partir de una actividad muy particular. Es difícil hablar en profundidad sobre esta obra sin entrar en territorio de spoilers, pero lo que sí se puede decir es que es altamente influenciada por el antiguo arte japonés del shokushu goukan. La región salvaje explora diversas problemáticas inherentes a la cultura mexicana moderna, que si bien en toda América Latina constituyen un asunto muy presente en la agenda mediática actual, en la nación azteca adquieren una magnitud incluso mayor. Una de ellas es el vínculo con la sexualidad y el goce de la misma tanto por parte de hombres como de mujeres, además de la represión de la misma. Se trata de una película muy sensorial (hasta sensual) en todo sentido, pues apunta directamente a lo corporal, a lo más primitivo de la naturaleza humana, en definitiva, a lo salvaje. Lo carnal está presente en forma de comida, de cópula y de sangre a lo largo de todo el largometraje. Pese a que la película se extiende por poco más de noventa minutos, por momentos esa duración puede parecer más aletargada. Sin duda alguna requiere de una paciencia que hay que estar dispuesto a tenerle, ya que los mejores momentos suceden a partir de la segunda mitad, cuando ya podemos ir reconstruyendo la trama y darnos cuenta de lo que está sucediendo por debajo de la superficie que es este iceberg: detrás de toda la homofobia y la violencia de género que se puede observar a simple vista (algunas escenas, aunque sutiles, resultan incómodas y hasta repugnantes) hay toda una realidad que no estamos viendo pero que paulatinamente sale a flote. Escalante no duda en herir susceptibilidades con La región salvaje, mostrando una cruda realidad en la que la hipocresía es moneda corriente y el placer por el placer mismo es algo casi prohibido. Sin embargo, los personajes de la película se encontrarán ante una alternativa a esto, ya que tendrán la opción de vivir una experiencia corporal única, corriendo el peligro de caer en una adicción. Si consideramos al film como una gran analogía del consumo en exceso de drogas duras (en un país tan azotado por el narcotráfico como es México), no estaríamos esbozando una teoría tan descabellada. Verónica conduce a las personas que se va encontrando en su camino a un destino tan satisfactorio como destructivo, en el que el goce físico sirve como bálsamo para apagar por momentos el dolor emocional que sufren a diario. La región salvaje demanda entonces una aproximación cuidadosa. Es una película silenciosa, en la que los diálogos son escasos y a menudo difíciles de percibir, razón por la que tal vez sea más prudente prestar mayor atención al lenguaje corporal de los sujetos que se ven en cámara; atender a sus miradas, las cuales esconden una sordidez aterradora y enigmática en partes iguales. En casos como este, no es tan necesario escuchar las voces sino adentrarse de a poco y sin miedo en el terror cósmico y dejar abrazarse por sus tentáculos.
El género de falso documental (también conocido como mockumentary) ha proliferado en el cine y la televisión de manera acelerada en las últimas dos décadas, dándonos verdaderas obras maestras como The Office en el caso de la pantalla chica, o This is Spinal Tap y What we do in the shadows en lo que concierne al séptimo arte. Es un género que requiere de una minuciosidad particular para su confección y por lo tanto, cuando surge una obra de este tipo, es muy probable que sea buena. Los Corroboradores, sin embargo, es un falso documental que elude uno de los factores más importantes del género: el humor. Esto no quiere decir que sea menos efectivo que el resto, pero otorga una ilusión de realidad que es difícil de romper. A menudo los falsos documentales tratan tópicos algo ridículos para ser considerados documentales serios, e incluso se burlan de los tropos y lugares comunes en los que suelen caer este tipo de producciones. No es así el caso de este filme argentino del año 2017, en donde los límites entre lo real y lo ficticio se vuelven borrosos. De no ser por algunas secuencias en donde la trama se vuelve irrisoria, este podría pasar por un documental real ante un espectador distraído. Dirigido por Luis Bernárdez, Los Corroboradores cuenta el proceso investigativo que realiza una periodista francesa que busca encontrar la verdad sobre una sociedad secreta argentina. La sociedad lleva el mismo nombre que el documental y el mito dice que estaba formada por lo más exclusivo de la élite porteña, siendo su objetivo principal hacer de la Ciudad de Buenos Aires una réplica de París. Por lo tanto, hacia finales del siglo XIX y principios del XX comenzaron a reproducir casi con exactitud arquitectónica edificios parisinos, en búsqueda de crear una suerte de fantasía europeizante. A medida que va avanzando en su investigación, esta periodista se irá metiendo en un territorio mucho más oscuro que podría costarle algo más que su trabajo. A lo largo de poco más de una hora, la película explora esa obsesión aspiracionista tan arraigada en la cultura porteña de mirar siempre hacia el viejo continente y tratar de ser una pequeña sucursal europea en América Latina. Esto sirve para reflexionar sobre la pregunta de la identidad argentina, siempre tan heterogénea, aunque por momentos el documental se convierte en un festejo onanista de la capital de nuestro país y de sus edificios más antiguos. Los Corroboradores entonces pone un pie en cada lado del espectro documental, dividiéndose entre la difusión de datos verídicos y la oferta de una historia entretenida, y logra en el proceso enseñar cosas nuevas sobre la historia de una ciudad tan mitológica como Buenos Aires.
Brasil y Rusia son dos naciones que podríamos considerar totalmente opuestas: sus lenguas no provienen de la misma raíz, sus climas son antagónicos y sus habitantes jamás podrían ser confundidos. Sin embargo, es el cine el que en esta cuestión pone a estos dos países en un mismo plano (que sí comparten la característica de ser de los más extensos en superficie del planeta), con la producción en conjunto de Vermelho Russo. Esta película del año 2017 cuenta la historia de Manuela y Marta, dos jóvenes amigas brasileras que se mudan durante un mes a Rusia para estudiar teatro en un curso intensivo junto a otros aspirantes a actores, actrices y directores también de naciones latinoamericanas. No es difícil anticipar la clase de problemas que ambas protagonistas tendrán a lo largo de este mes (y quizás sea uno de los puntos débiles de la película): el contraste de las culturas, las dificultades de la comunicación, la distancia respecto de los seres queridos, y la ajenidad que genera estar en la otra punta del mundo. Sin embargo, ese tipo de problemas más esperables es en lo que menos ahonda la historia en sí, poniendo el foco más en la relación entre ellas hacia el desarrollo del segundo acto. Lo que a priori se ve como un vínculo lleno de complicidad y cariño es en realidad más complejo de lo que parece: a medida que somos testigos de los buenos momentos que estas amigas pasan por el solo hecho de ser jóvenes y estar en otro país, va decantando lentamente sentimientos negativos entre ellas. La sensación de inferioridad de Marta respecto de su compañera es quizás uno de los ejes centrales del conflicto implícito que existe entre ellas, el cual va escalando paulatinamente hasta que explota en una de las mejores escenas de la película, donde ambas protagonistas entablan una discusión de gran realismo. La película recurre por momentos incluso a un metalenguaje: los problemas que los personajes tienen en la vida real son similares o idénticos a los que padecen a quienes encarnan en la obra de teatro que ensayan. A través del reconocido método Stanislavski, el cual aprenden a lo largo de este mes, los actores y actrices del taller van entrando en contacto con sus emociones de una forma que por momentos no se logra distinguir entre lo ficticio y lo real. Se dejan entrever de igual manera las dudas que tanto Marta como Manuela tienen respecto de su profesión. Marta dice que ya no quiere estar en obras donde el número de personas en el escenario es mayor al del público, mientras que Manuela miente sobre el hecho de haber sido elegida para protagonizar una película del aclamado director argentino-brasilero Héctor Babenco. Ambas están en este viaje realmente sin saber si lo que están aprendiendo les resultará útil o si todo es una gran pérdida de tiempo, lo cual en el fondo no pueden admitir porque estarían resignando el sueño de ser actrices que puedan vivir de y para eso. Vermelho Russo es, en muchos puntos, una historia con la que muchos artistas que luchan día a día pueden sentirse identificados. La realidad de la mayoría de los actores y actrices que habitan las tablas y los escenarios del mundo es más cercana a lo que viven Marta y Manuela que a lo que vemos en los noticieros de espectáculos, donde el lujo y el glamour pareciera ser sinónimo del arte de la actuación. Vermelho Russo es una película pequeña, que no tuvo mucha repercusión y con un ritmo que a más de un espectador le resultaría lento, pero en poco más de una hora y media reflexiona en profundidad sobre el sentido de la amistad, sobre la búsqueda de aquello que nos hace felices, y sobre todo, si acaso vale la pena seguir luchando por lo que queremos en una realidad que a veces habla una lengua diferente que la nuestra.