CON SU BLANCA PALIDEZ Una pared que se derrumba, una voz en off que dice “no descanso bien, dormir se hace insoportable” y las imágenes de una tomografía computada en una sala cuya fisonomía bien podría confundirse con una nave espacial. La omnipresencia del color blanco y la parquedad ya se instalan como señales de una trama que no avanzará más allá del automatismo de los personajes y de las actuaciones. Lamentablemente, la película de Curletto parte de una idea interesante y se estanca en ese plano dado que el resultado es tan pálido como un vampiro de la Hammer. Alejo es el protagonista, un arquitecto que ha obtenido un premio por el diseño de una casa capaz de producir eco. El logro profesional no se disfruta puesto que los trastornos de sueño no permiten más que una vida suspendida en la monotonía familiar. Las consecuencias de esto son mostradas a través de un hieratismo expresivo recurrente y con efectos agotadores pasada la mitad del film. En ese afán por construir una atmósfera antes que una historia, el malestar lo envuelve todo, hasta un polvo de pareja. No hay un momento de placer en la vida del protagonista de rosto adusto, capaz de reprocharle todo a su mujer. En un pasaje la reta por una redundancia verbal. Esta insistencia sostenida sobre la acumulación de indicios que acrecienten “un dolor fantasma” en la experiencia de Alejo confirma, en todo caso, la redundancia de La casa del eco, caminando en círculos a partir de situaciones arbitrarias. Hechos forzados sirven para introducir un viaje al corazón de la montaña en busca de unos terrenos cedidos por su padre. Entonces el “sueño progresivo” del joven agrega eslabones a una cadena de incomodidades donde dos historias se imbrican entre la vigilia y la dimensión onírica. En todo ese trayecto hay siempre incomodidad y la sensación de peligro inminente mantiene cierta tensión, pero desafortunadamente es sólo un eco dentro del cuadro general abúlico. Dos situaciones, dos marcos narrativos y dos triángulos se enlazan caprichosamente y abren un abanico de historias sueltas. El problema es que el hilo que debe unirlas es muy débil narrativamente y entonces queda la impresión de un conjunto vacío, despojado de materialidad, de vida, disfrazado de un rompecabezas al que parece habérsele perdido tres o cuatro piezas fundamentales. Con su blanca palidez (diría Procol Harum) La casa del eco nos deja sordos.
Martín Farina es un cineasta joven de edad y en franco crecimiento. Mujer nómade, además de ser notable, ratifica un método de observación documental cada vez más depurado, creativo y sensible. El desafío, a priori, era importante, no solo por la naturaleza de la protagonista (Esther Díaz, Doctora en Filosofía y autora de varios libros en los que analiza los mecanismos de control y la relación con nuestra identidad, entre otros temas) sino por el vínculo que el mismo director ya sostenía con ella a través de programas radiales compartidos, clases y actividades afines. Sin embargo, la gran intuición del cineasta fue pensar en que había algo allí capaz de inmortalizar en pantalla. Y no se equivocó. Al igual que en sus películas anteriores, es sorprendente cómo establece una relación con las personas en cuestión y de qué modo encuentra en ellos los personajes que construyen los documentales, siempre tensionando los límites de la representación, pero sobre todo, respetándolos, conviviendo y descubriendo las posibilidades que tienen en pantalla, sin estar por encima nunca. El gran trabajo técnico y de registro queda disimulado por la potencia y la energía que transmite la voz y el cuerpo de Esther Díaz. Todo comienza con una pregunta que el mismo realizador confirma en la charla posterior a la proyección: de qué modo la filosofía puede atravesar el cuerpo. Es la inquietud cuyo resultado se transforma en pantalla en un ensayo feroz, conmovedor y envuelto en diversas capas enunciativas donde imagen y cuerpo no se despegan jamás, y donde la misma intimidad es parte de la puesta en escena. Un relato en off se planta de entrada con una fuerza increíble mientras visual y musicalmente se genera la distancia necesaria para procesar. Esa escena primigenia establece un pacto con el espectador y al mismo tiempo lo cobija, lo atrapa discursivamente. Quien habla y se muestra lo hace sin pudor, consciente de que, como reza el epígrafe, “en Hollywood los dramas se resuelven pero en la vida los finales son trágicos”. Entonces, para semejante sentencia, no puede haber medias tintas, y tanto la protagonista como la cámara lo saben, y el documental entra y se mantiene en una zona de intensidad, pasión y dolor, sin concesiones, con decisiones audaces, donde tanto el lenguaje del cine como el del pensamiento intelectual se postulan políticamente contra la liviandad estética y racional. Dos momentos. En uno de ellos, Díaz hace ejercicios de pilates (una de las tantas actividades para tapar una grieta profunda en su existencia), se concentra en el movimiento de una polea y cita a Deleuze en torno a la distinción entre percepción y percepto. En otras palabras, cómo diferenciar el hecho de mirar cotidianamente algo a transformarlo en arte. La intervención bien podría pensarse como núcleo de sentido para la labor del mismo Farina, capaz de crear a partir de una jugosa experiencia de vida, el enorme personaje que vemos en pantalla (más allá de la realidad misma y de la admiración que despierta escuchar hablar a Esther Díaz). El otro se da en medio de una conferencia donde se cita a Sócrates como el primer eslabón del pensamiento racional, aquel que progresivamente irá perdiendo la sensibilidad de los cuerpos. Pensé inmediatamente en la operatoria de esta película a raíz de esa reflexión, puesto que despliega antes que nada, antes que los conceptos mismos, una enorme sensibilidad por lo que retrata. Y su principal respuesta es no escatimarle al goce corporal, y a la intensidad con que se vive más allá de las dificultades. El tramo final es el corolario de todo esto (además de la audacia que muestra): hay tragedia pero siempre que haya pasión, también hay vida. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
UN FILME FALADO El proceso, historia de un golpe es un vendaval verbal, un huracán dialéctico de dos horas veinte, producto de una envidiable selección. Entre sus varios méritos se encuentra la capacidad de registro en la arena caliente de una trama política siniestra, el poder de observación de los actores que entran en juego como si fuera un teatro de máscaras. Por eso, independientemente de la evaluación ideológica que cada espectador haga, es destacable la pericia de la directora María Augusta Ramos por incorporar todas las voces en conflicto, inmersas en una sociedad de espectáculo donde el concepto de verdad queda pulverizado. Las imágenes iniciales confirman el movimiento anterior. Una mirada barrida hacia los bordes del interior del recinto capta las reacciones de los manifestantes. Alejados de la performance de los involucrados, cada facción representa los lados en que se encuentra dividido el país a partir del pedido de destitución de Dilma Rousseff, una perversa maniobra de la derecha a juzgar por los argumentos esgrimidos y en consonancia con los azotes que vive la región en esta parte del continente. A través de un hábil montaje, Ramos nos pasea por diversas exposiciones, gestos, actitudes (incluidos golpes bajos patéticos de la fiscal) y discusiones que confirman una vez más la brecha ideológica que se agiganta entre los habitantes, promovida y potenciada por la perversidad de los medios de comunicación y las corporaciones. Al mismo tiempo, se introducen respiros en los que la cámara se entromete como mosca en la pared en los descansos de los políticos, en los tiempos muertos de la actividad parlamentaria, de manera tal que los propios espectadores saquen sus propias conclusiones. Este registro del acontecimiento en todas sus aristas da cuenta de un proyecto ambicioso que sale muy bien parado, pero además, confirma la naturaleza urgente del documental como testimonio de una época de crisis, abierta a un abismo cuyo horizonte incierto abruma por los reiterados actos visibles en Latinoamérica. No hay una voz en off que guíe o se imponga sobre lo mostrado. Menos aún didactismo. Sí un muestrario de múltiples contrapuntos, abrazos falsos, lágrimas de cocodrilo, en medio de una farsa jurídica orquestada con el apoyo de EE.UU. Y no es que la realizadora lo grite a los cuatro vientos; el punto es ver y escuchar las razones ridículas que dan los rostros de plomo de un bloque unido para provocar el golpe institucional que inevitablemente ocurrió. Al final, los contrastes vuelven a dominar la escena: un festejo más parecido a tribuna de fútbol y el rostro de la derrota, de la desazón por lo que vendrá.
UNA SUMA DE DECISIONES EQUIVOCADAS Una decepción, eso es El origen de la tristeza. Estaba todo preparado para lo que podía ser un atractivo film: la gran novela escrita por Pablo Ramos, los pibes que actuaron, el director y el productor, dos tipos humildes y con buenas intenciones, pero lamentablemente la película no funciona. Lo llamativo es que el propio escritor participó del guión y sin embargo la esperada conexión entre el campo literario y el cinematográfico nunca aparece. La historia está focalizada en un grupo de chicos que vive en Sarandí con las dificultades sociales y familiares que atraviesan en la edad en que los juegos dejan de ser tales para convertirse en rituales adultos. En esa premisa había un enorme potencial, sustentado en lo que ya estaba presente en el libro original y que podía reconvertirse en el film. Sin embargo, dos decisiones resienten notablemente el resultado final de El origen de la tristeza. La primera de ellas, el uso de una insistente y eventualmente redundante voz en off que marca el recuerdo del Gavilán, el protagonista. Lejos de ser un recurso complementario y mesurado, provoca un lastre literario permanente que incluso reitera y subraya lo visto. La segunda es la música omnipresente que no da respiro y condiciona las situaciones como las imágenes. Al respecto de esto último, hay un exceso de saturación en los colores que arruina los que podrían haber sido los mejores momentos, desaprovechando con una estética fragmentada de videoclip la naturalidad inherente de los niños protagonistas. Todo el peso dramático de la novela de Ramos, la relación con los padres y el mejor episodio están ausentes en esta adaptación. El origen de la tristeza no agrega nada significativo ni expande las virtudes del relato de origen. Una lástima.
CONVIVIR CON LOS RECUERDOS El cine argentino continúa en deuda con la guerra de Malvinas, sobre todo desde la ficción y más aún después de la horrible manipulación publicitaria de Iluminados por el fuego (Tristán Bauer, 2005), película que continúa una confusa tradición iniciada en los años inmediatos a la vuelta de la democracia, en la que la necesidad de bajar línea se impone a lo que se está contando. Es en el terreno del documental donde hay que buscar acercamientos que, sin conformar del todo, hacen justicia a lo ocurrido, proyectando una mirada más rica y productiva sobre el tópico. En esta línea puede verse Teatro de guerra, de Lola Arias, aunque el resultado final se vea afectado por la reiteración del mecanismo que pone en juego la puesta en escena. Dentro de un marco conceptual vinculado con el teatro del distanciamiento, vemos a un conjunto de hombres veteranos de guerra, argentinos e ingleses, en diversos escenarios. El tema que atraviesa todas las situaciones es cómo se vive y se convive con el recuerdo, con lo que se vivió y no se puede olvidar. Los personajes hablan, se interpelan, recrean y pronuncian diálogos intensos, y la ausencia de música logra que no haya interferencias ni condicionantes emocionales. Además, la cuestión mnemónica se sostiene con otros signos tales como insignias, prendas de vestir, zapatos y banderas, potenciando determinados significados. Arias no busca el vínculo afectivo con el espectador y por momentos la cámara enfoca a los personajes frontalmente para que se descarguen como si estuvieran en una sesión terapéutica. En otras oportunidades, espacios vacíos son recorridos y los relatos deben ser completados con nuestra imaginación, en un procedimiento ciertamente desafiante. Algunas situaciones forzadas y la necesidad de que el procedimiento ensayístico esté por encima del referente y de los personajes involucrados, enfría bastante a la película más allá de sus innegables virtudes.
Abbas Kiarostami hoy no está entre nosotros. Se fue el cineasta que mejor pensaba el presente del cine, no tengo dudas. Sin embargo, acaso por un extraño conjuro, continúan apareciendo pequeñas joyas que reviven su figura mundana. Y es tan grande el espectro que, pese a las dudas que puedan generar estos filmes póstumos sobre su autoría, paradójicamente confirman la certeza de que asistimos a una película de Kiarostami, pues allí están en 24 Cuadros sus preocupaciones y sus búsquedas formales. Lo primero que se percibe es la naturaleza experimental del proyecto, un compendio de imágenes que perseguirán un fin común. Al inicio leemos una declaración del director donde habla de fotografías capturadas en los últimos años, donde imaginaba el antes y el después de cada imagen. Lo que precede a tal enunciación es un problema ontológico que Kiarostami retoma de Andre Bazin acerca de la evolución del lenguaje cinematográfico, y a partir de allí entramos en el juego exploratorio que consiste en una secuencia de 24 cuadros, donde la yuxtaposición es el recurso privilegiado que hace interactuar a la pintura, la fotografía y el cine, tanto en su condición analógica como digital. De todos, se destacan fundamentalmente el primero y el último. Uno porque parte de un cuadro de Peter Brueghel en el cual los sonidos y los imperceptibles movimientos liberan a la imagen pictórica del estatismo reinante; el otro, porque es portador de una belleza absoluta y misteriosa: una joven dormida sobre un escritorio frente a una ventana a través de la cual vemos (una vez más) a la nieve y a los árboles que se sacuden por el viento, mientras una película clásica finaliza en un monitor de computadora. Fusión de tiempos y de percepciones, posibilidades diversas de registros: Kiarostami nunca fue un llorón melancólico ni cultivó las telarañas de una cinefilia tardía. Por el contrario, fue un cineasta capaz de trasladar el horizonte de representación para demostrar que una mirada personal va más allá de cuestiones de latitud. Como Tarantino (un director en las antípodas) y Perrone (un realizador incansable) y otros grandes, supo transmitir la felicidad y el amor por el cine continuamente en sus respectivos procesos creativos. Y de mirar se trata la ética que trasunta de sus películas. Si el mundo es un reducto de efectos ópticos al que todos estamos expuestos, el cine de Kiarostami encierra algo de pedagógico, siempre consagrado a la idea de que uno debe saber mirar, saber ver, ya que “el secreto reside en el conocimiento de este mundo de visión, de mirada”, tal como declarara en alguna ocasión. Y 24 Cuadros demanda un gesto noble por parte del espectador en un presente donde el silencio y el descanso parecen ser un lujo de la civilización, nos invita a contemplar, y no solo eso, a permitirnos el goce estético de lo que vemos con una mirada despojada de la celeridad audiovisual berreta. De allí que el principio de incertidumbre siempre sea el movimiento. En todo caso, serán las ventanas, los espejos y otros, aquellos que reforzarán las ideas de encuadre y abrirán aristas en torno a la representación. En el segundo cuadro, un auto sigue el recorrido de un caballo por la nieve; de pronto se baja la ventanilla y la vista se aclara. Cuando los caballos salen del dominio visual, el auto prosigue. En otros se refuerza la idea de encuadres con bellísimas imágenes donde la profundidad de campo cobra especial relevancia. A través de recovecos, siempre habrá una abertura para aprehender con la mirada. La cámara de Kiarostami siempre ha sido perezosa para buscar al objeto o sujeto que todo espectador espera encontrar. Si algo alimenta a su cine es el fuera de campo como espacio privilegiado, cubierto por el sonido. Este alcanzará una materialidad sustancial a la hora de suplir las imágenes elididas. La escucha es el motor que nos vinculará con la experiencia cinematográfica de la pantalla. Hay canciones de diversos géneros cuya inclusión puede pensarse de diferentes modos, ya sea como interferencias, amplificaciones o portadoras de sentido. También sonidos delicados y otros abruptos que atraviesan las situaciones que, casi en su totalidad, ofrecen conductas de animales (los humanos solo están connotados y a veces negativamente, con disparos o ruidos de motores que alteran el orden natural). 24 Cuadros es una película que transcurre sin una idea absolutista de registro, pero sí con una dinámica particular en torno a la representación, un eje que ha sido estructural del cine de Kiarostami. El trabajo sobre las fotografías, intervenidas, manipuladas, no es otra cosa que la tentativa por explorar nuevos territorios, una búsqueda que lamentablemente se interrumpió por la desaparición física del director y que nos privó de un maestro reinventándose en la era digital. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
VIDAS SECAS El estado de podredumbre estructural en el que se encuentra la Argentina hace tiempo ya no sorprende y lo que es peor, está naturalizado. Este cuadro se advierte en La educación del Rey, la ópera prima de Santiago Esteves, donde los estratos de poder conformados por las instituciones políticas, judiciales y policiales aparecen mancomunadas para contribuir cada vez más a la decadencia moral y material de un país que se cae a pedazos. El impacto más fuerte lo sufren como siempre los de abajo y el director lo tiene en claro al presentar una trama que involucra a jóvenes utilizados para delinquir. Entre ellos se encuentra Reynaldo, un adolescente que acepta un encargo por un lugar donde vivir. La consecuencia inmediata de esto es que se verá envuelto en una trama doble. Por un lado, y de manera accidental, caerá en el seno de una familia cuyo padre es un ex empleado de seguridad quien tratará de enderezar con trabajo y dedicación el rumbo torcido de Reynaldo; por otro, quedará pegado a una red de tipos muy peligrosos. Más allá de las aristas argumentales, hay una serie de decisiones que elevan a la película por encima de otros productos efectistas, tramposos y deudores de la mugre televisiva cotidiana. Esteves sabe muy bien que por más oscuro que sea el cuadro a trazar jamás se debe perder de vista que es el cine su campo de trabajo. Por eso, es destacable la concisión narrativa y la solidez del desarrollo de la historia, más atada a las necesidades genéricas del policial que del imperativo por retratar conductas harto conocidas por todos a esta altura. De este modo, logra desapegarse del ombliguismo porteño y concentra la acción en un lugar del interior, en Mendoza, una especie de tierra baldía donde se tejen maniobras turbias y deambulan muchachos sin laburo. Los colores fríos que acompañan los espacios desolados activan una bomba social y recrean una topografía que remite al western a base de inmensos lugares solitarios, distantes, esperando ser llenados por tipos al margen de la ley o envueltos en circunstancias que no podrán eludir. Reynaldo debe cometer un robo para probar su hombría y para ganarse el respeto, pero las cosas no salen bien. Su derrotero le permitirá establecer un vínculo con un hombre cuyo sentido de la ley trasciende lo normativo y se funda sobre códigos morales, entre los cuales se encuentra la educación y el trabajo, los primeros pilares para evitar el infierno de la cárcel. Dos o tres baches al borde de lo inverosímil no impiden que La educación del Rey constituya otro ejemplo más de una corriente cinematográfica que crece a pasos agigantados en otras provincias del país y de que los géneros siguen siendo efectivos para captar a un público ávido de historias bien contadas, con vena narrativa antes que poses formalistas.
VERDAD O CONSECUENCIA Recientemente, a propósito del suceso de El Angel de Luis Ortega, una estrella mediática y twittera con ínfulas de Simone de Beauvoir, pero más cerca de la grasa de las capitales, se mostraba indignada con la supuesta pose cool del protagonista, reclamando justicia para con los asesinos. Este puritanismo de la verosimilitud me hizo acordar a todos los inspectores que pusieron el grito en el cielo cuando se estrenó Django sin cadenas, de Quentin Tarantino, entre ellos, el reconocido y muy buen realizador Spike Lee. Las críticas tenían el mismo origen: la pretensión de fidelidad con la causa histórica (algo similar ya le había ocurrido a Quentin con Bastardos sin gloria). El problema de fondo en todo esto es un reclamo injusto para los tiempos que corren, a saber, que en pleno Siglo XXI el cine deba rendir cuentas a la vida o consagrarse al imperativo del reflejo o de la verdad. El mismo Tarantino ensayó una respuesta bastante ingeniosa en su momento y desechó la posibilidad de hacer una película al servicio de cierto cine de denuncia propio de la industria y atado a las pretensiones de la Historia. Dos cosas al respecto. La primera es que todos aquellos que reclaman no lograron ver en Django sin cadenas un discurso más corrosivo que las estampas ilustradas al estilo de 12 años de esclavitud de Steve McQueen, por citar sólo un caso vinculado temáticamente. Segundo, a los que proclaman la bandera de la objetividad, siempre está a mano Wikipedia. No olvidar que el cine es un acto de fe. Todo lo anterior viene a colación de Dulce país, de Warwick Thornton, una película sólida, de notable factura estética y con un particular desarrollo narrativo a base de flashbacks y flashforwards que ponen en vilo el conocimiento sobre la historia a la vez que trabajan la espera del espectador. La acción se ubica en el norte de Australia en los años veinte del siglo pasado, el riñón de un estado de podredumbre donde los blancos abusan de los negros. Es decir, nada nuevo bajo el sol y, en todo caso, disfrazado de galantes recursos. En este territorio abierto pero que no deja de ser un laberinto, los blancos parecen animales alzados, los negros son víctimas y los indios son salvajes, la clásica tipificación que encontramos en miles de casos fílmicos. Lo que pretende hacer diferente Thornton es construir un punto de vista que varíe el foco ideológico; sin embargo, se queda a mitad de camino. La mejor prueba para lo anterior está en la gastada fórmula narrativa cuyo discurso político correcto asoma a gritos. Hay un tipo resentido, veterano de guerra llamado Harry que le pide prestado a otro rancho una familia negra para que lo ayude un tiempo en los corrales. Allí abusa de la mujer. La corrección y la prudencia de Thornton se manifiestan en un fundido en negro en las situaciones más violentas. Este hecho y las pretensiones sexuales de Harry para con la hija de Sam, el padre de la familia negra, derivan luego en una serie de hechos dramáticos cuyo final pretende quedar bien con todos, incluidos los aplaudidores de la verosimilitud y de lo políticamente aceptable. Es decir, más de lo mismo, por más que se vista de gala. El panorama es desolador, al estilo de Sin lugar para los débiles de los hermanos Coen, o de Sin nada que perder de David Mackenzie, situaciones todas donde tres gatos locos se persiguen para matarse en tierras desoladas y asoladas por códigos violentos y de supervivencia. No obstante, hay algo crucial que distingue a éstas de Dulce país y es la necesidad del director para que el mensaje corra siempre cien metros más adelante que el cine mismo, para que la tesis (archiconocida a esta altura) sea más importante que la libertad formal y visual que siempre ha propiciado el género. De este modo, el western aparece como una máscara despojada de la pasión de los grandes realizadores y responde más a esa vena pesimista y oscura que varios prefieren, donde el mensaje suple la riqueza visual y el desenfado capaz de reírse de las convenciones.
Nunca había probado las donas y menos las había combinado con café hasta que vi la serie Twin Peaks. Después de ver Una pastelería en Tokio, seguramente no pare hasta conseguir unos dorayakis (pequeños panqueques rellenos con una pasta de frijol, “el alma” de esas delicias). El cine también nos ofrece el placer gastronómico. Sin embargo, la película de Naomi Kawase es eso y mucho más. En el mundo de la directora japonesa conviven sin problema alguno los detalles urbanos con los naturales. Al principio, seguimos con planos cerrados a Sentaro, el hombre encargado de la pastelería en cuestión. Los sonidos de los pasos en la escalera transmiten el peso de su existencia y la rutina de un negocio a mitad de camino, sumido en la repetición de actos autómatas. A continuación, la imagen de cables sobre las paredes y de techos, da lugar al espacio público callejero, al ruido de los trenes y a una anciana que respira el aire de los cerezos floridos. En ese registro del presente en el que los personajes van ocupando el espacio, Kawase filma sus pasos, los acompaña hasta el encuentro. El otro vértice del triángulo es una joven estudiante llamada Wakana cuya madre no parece conectarse con ella. Entonces la pastelería será el punto de encuentro de las tres generaciones, sobre todo cuando la entrañable Tokue, una anciana de 76 años con una receta infalible, empiece a trabajar allí y el negocio crezca de manera descomunal. Pero, como en la vida, los buenos momentos son fugaces. La gente se entera de que Tokue ha estado confinada durante años a causa de la lepra y las cosas cambian. Más allá del argumento, enmarcado dentro de un modo narrativo más bien clásico, hay varias aristas destacables. La primera radica en el culto a las sensaciones que la película promueve. No solo se ve; además, se escucha y se saborea. Hay una dedicación consagrada a mantener la ilusión de que asistimos realmente a la preparación de la pasta en cuestión, como si se revivieran siglos de conocimiento culinario ancestral. Toda la secuencia en la que Tokue le enseña a Sentaro a prepararla es un prodigio sostenido sobre los pilares del amor y de la dedicación, los mismos que Kawase vuelca en sus criaturas. Eso es lo que importa y para ello se necesita tiempo. Por otro lado, el personaje de la anciana es otro de los hallazgos. Su carácter entrañable recuerda al de aquellas mujeres de Mother (Bong Joon-ho) o de Poetry (Lee Chang-dong), descomunales, donde el saber autónomo se fusiona con el dolor de experiencias inesperadas. Tokue es un personaje increíble, capaz de establecer un vínculo secreto con la naturaleza, de saludar a los árboles, de escuchar el sonido de los frijoles, de absorber el aroma de los cerezos. No es un don mezquino, todo lo contrario. Se transformará en un legado para los otros personajes. La importancia que le dedica a sus sentidos es proporcional al que Kawase utiliza para mostrar bajo una nitidez galopante segmentos de la realidad suspendidos en el tiempo, con su acostumbrado sentido de la belleza ya presente en sus trabajos anteriores. Porque no solo de las acciones humanas surgen los relatos. La naturaleza también tiene historias para contar. Por último, hay una sensación de presente continuo que se transmite desde el comienzo. La misma transparencia de los personajes es rasgo inherente de un cine que no oculta doble sentidos y apuesta por una nitidez que invita a descubrir las marcas del pasado en los rostros y los cuerpos antes que en las explicaciones. En esa horizontalidad ensanchada de la pantalla, lo que se ve es lo que hay. En uno está perderse y soñar con la herencia de tipos como Ozu, maestro al que invoca Kawase sin rubor. Tal vez, cierto tufillo New Age entorpezca hacia el final el camino trazado, pero no es impedimento para disfrutar del universo de una directora siempre a considerar. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA FILOSOFÍA NO SE MANCHA La carta de presentación de Pabellón 4 es un desafío, una experiencia si se quiere inherente al género. Sin embargo, aquí las cosas no son nada fáciles, tal como deja ver la advertencia al inicio. “Por primera vez una cámara puede entrar a registrar un documental en un pabellón de población de la Argentina.” De esta manera, las expectativas por explorar los conflictos en una cárcel de máxima seguridad de Florencio Varela como espectadores y comprobar qué tan cierto es el riesgo son importantes. Incluso, alguno podría caer en la tentación de subestimar la capacidad de los realizadores y pensar en la posibilidad de asistir a uno de los tantos proyectos contaminados por la televisión y una estética casada con la miseria gratuita. Las primeras imágenes destierran tal prejuicio. Los bordes del pabellón en cuestión son mostrados con calma y se constituyen en el breve prólogo para llevarnos a un taller sobre filosofía y literatura, una experiencia interactiva entre los presos y un joven coordinador llamado Alberto Sarlo, quien sostiene los proyectos artísticos y deportivos ante la desidia de los funcionarios y la ausencia del Estado. Lógicamente, la mirada también incluye los conflictos, pero los deja fuera de campo. Quien quiera asistir a la pornomiseria tiene de sobra en esos nefastos programas televisivos de las noches argentinas. En uno de los momentos nos enteramos de una pelea por pastillas que causa la muerte de uno de los internos. Lejos de recurrir a maniobras manipuladoras, la cámara registra las consecuencias morales del caso con una ronda en la que todos discuten la cuestión, dan sus argumentos y buscan razones para aplicar lo que aprenden a fin de no perder la esperanza y “hacer la diferencia desde este infierno”. Los esfuerzos desmedidos de Alberto se completan con las gestiones que trata de hacer fuera de la cárcel para mantener el grupo y la momentánea armonía. Y por supuesto nada es fácil. De modo tal que una conmovedora lectura de un preso da lugar a una escena siguiente donde se arma lío por unos billetes falsos y hay que intervenir para salvar vidas. Sin embargo, hay un aspecto fundamental en su personalidad que queda magistralmente registrado en un pasaje del documental cuando les habla a los presos como el Sócrates que todos anhelamos, sin careta, y da los fundamentos éticos de su función, totalmente alejados de lo políticamente correcto y de las demandas de una sociedad que siempre esquiva el verdadero origen de los problemas. “Yo vengo a enseñar literatura y filosofía y me chupa un huevo su reinserción” les dice a los muchachos. Y lo maravilloso es que, lejos de prometerles un paraíso, trata de convencerlos de que nada tiene que ver con la moral el arte (les nombra a Celine, Voltaire, Heidegger, entre otros). “Yo no vengo a enseñar literatura y filosofía para que sean mejores personas. Eso es colonialismo.” La secuencia es extraordinaria. No solo echa por tierra el sentido de la utilidad, un tranquilizante para las mentes conservadoras, sino que pone un mismo nivel el potencial de los internos al de los grandes nombres de la historia. El otro protagonista es un ex convicto con un pasado familiar bravo, dibujante, boxeador, involucrado también con los talleres. Es un punto de vista complementario, el de la reinserción, pero coincidente con el de Alberto en desenmascarar la hipocresía del medio pelo argentino. Mientras ellos trabajan, la radio informa que los políticos continúan sacando leyes para “controlar, vigilar y castigar”. Me permito concluir con una anécdota personal. Hace unos cuantos años, mientras cursaba la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Mar del Plata, en una de esas materias pedagógicas cuyo nombre prefiero no acordarme, la profesora destilaba teoría hasta por los codos y se regodeaba en abstracciones propias de la pose académica. Una alumna pidió permiso para interrumpir. No solo estaba agobiada por la marea conceptual sino por la falta de un cable a tierra en toda esa maraña de palabras. Era interesante el planteo, sin embargo fue opacado por un tipo flaco con barba (no era una barba de barrio, sino una intelectual, arreglada para la ocasión) que hizo la típica canchereada de claustro, una ironía berreta del estilo “¿y qué querés, llevar Foucault a las villas?”. Bueno, a ese tipo de barba estilizada yo le regalaría una copia de Pabellón 4 para que intente no morir aislado en su castillo de cristal académico. Seguramente, podrá ver que la cárcel no es un rincón de luz ni mucho menos, algo que todos sabemos, pero también comprobará que la filosofía no se mancha. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant