RETRATO DE UNA OBSESIÓN Al comienzo de Sombras de luz, dos hombres buscan las mejores condiciones para una puesta en escena. Uno de ellos dice “esta es una foto que hay que hacer”. Del mismo modo podría pensarse el documental de Daniel Henríquez, como algo necesario para que haya justicia y se conozca el arte de Carlos Bosch, un excelente fotógrafo exiliado varios años que en la actualidad se encuentra en un momento culminante en la Argentina: ha decidido abandonar el fotoperiodismo y concentrarse en una serie de autorretratos vinculados a sus miedos. De esta y otras obsesiones se encarga el recorrido que propone el director. Lejos de obedecer a una cronología exacta y rigurosa de una vida, los testimonios personales son los que le dan vida a su obra y figura. Lo primero que sale es el carácter inclasificable de Bosch, la imposibilidad de encajonarlo. Lo segundo, que lo teníamos bastante descuidado en la consideración. Allí están los amigos y los colegas para reparar la injusticia y compararlo con Goya, con la luz renacentista o para calificarlo con elogios sinceros. Y si uno ve sus trabajos, están en lo cierto. De modo tal que uno de los logros posibles de la película es poner el foco en lo que corresponde, evitando el sensacionalismo y las miserias en las que suele incurrir este tipo de propuestas. Por el contrario, lo que prevalece es la vitalidad del personaje en cuestión, sus ideas, las anécdotas, las experiencias, el intercambio con el público y su modo de trabajo entre otras cuestiones. No hay un patrón dominante y en todo caso el montaje sostiene cierta idea de dispersión acorde con el carácter cambiante del mismo Bosch, en continuo movimiento para repensar su labor en un mundo tecnológico del que no reniega pero tampoco parece encajar. Con respecto a esto último, es interesante la serie de argumentos que pronuncia en diversos pasajes. Por ejemplo, que una foto tiene un lenguaje a diferencia de una imagen ya que contiene tiempo y luz; o de qué modo concebir una puesta en escena (de allí la importancia del comienzo del documental) en medio de los desenfrenados avances técnicos en las cámaras actuales. Da la impresión que, sin hacer de esto una tragedia, asistimos a la experiencia de un artista que asiste a la inminente desaparición de su ser (en el plano de los miedos) como de la propia fotografía como arte. Luego, está lo más importante, sus propias fotos en diversas circunstancias que se ven enriquecidas con los comentarios vertidos en exposiciones. Entre ellas, una que llama la atención, la de haber trabajado en España durante el franquismo, motivo suficiente para alertar a los oyentes sobre el presente en Argentina y la amenaza política conservadora contra la expresión artística, uno de los tantos simulacros de nuestra democracia disfrazada. Un antídoto seguro es la posibilidad de que estos documentales se den a conocer para descubrir a tipos como Carlos Bosch, con la misma modestia y desenfado que el personaje en cuestión.
A CORAZÓN ABIERTO Hay documentales que se conciben como actos de fe. Este es uno. No hay nada de malo en ello, sobre todo porque las causas son nobles y justas. Reivindicar el papel de las mujeres en Cuba durante y después de la revolución, en los distintos campos de acción, es en la película de María Torrellas un ejercicio que destila pasión, admiración y afecto. A partir de testimonios alternados con valiosos archivos, los nombres de Celia Sánchez, Vilma Espín y Haydeé Santamaría son evocados para destacar su importancia en el decisivo proceso histórico que atravesó el país caribeño. Especialmente destacables son aquellos fragmentos que recorren imágenes fílmicas como las de Lucía (1968), de Humberto Solás, donde hay una original mirada en torno a la manera en que las mujeres incidieron en la construcción de la nueva nación; también los otros, los que muestran la participación intelectual activa y que diera lugar a sitios emblemáticos como la Casa de las Américas. Pero no sólo el pasado es el protagonista y se abren aristas llamativas, poco exploradas desde enfoques más bien oficiales o adherentes al gobierno hasta el momento. Se trata de la posibilidad de exponer argumentos inclusivos en relación a la diversidad sexual, uno de los desafíos en el presente de la región y de los puntos oscuros de su historia. Al respecto, es significativo el aporte de Mariela Castro, hija del actual mandatario, sexóloga y política. Ahora bien, los méritos del documental en términos informativos y pasionales, no logran ocultar un cierto tono institucional sostenido por estampas postales, registros televisivos y una música poco conveniente, que alteran el resultado final. Como dice la canción, “son las cosas de la vida, son las cosas del querer”.
EL RECUERDO DE VLADIMIR Existe un acervo de relatos que quedaron de los procesos dictatoriales en América Latina a lo largo del siglo veinte. Algunos rozan el delirio y son propios de la brutalidad y la ignorancia de los gobiernos militares. La historia detrás de Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas tiene que ver con ello y afectó al médico Vladimir Roslik, a su familia y a la localidad uruguaya de San Javier, donde residía una colonia rusa, sospechada y perseguida por su procedencia étnica y por la febril imaginación del gobierno de facto, capaz de asociarlos con actividades guerrilleras o comunistas. Detenido y encarcelado en 1980, cuatro años después, Roslik es capturado nuevamente y torturado hasta su muerte en un batallón de Fray Bentos. Todo esto es narrado de manera discontinua a base de testimonios, secuencias animadas y segmentos de un presente en el cual se inaugura un hogar de ancianos en conmemoración de la última víctima del terrorismo de Estado. Madre e hijo aparecen, en sus diversos roles y en sus entornos cotidianos, como misioneros capaces de sostener en la memoria colectiva el recuerdo del padre. Y el acercamiento tiende a mostrar lo que quedó de esa comunidad, los restos de un espacio resignado a que la ley impida la condena de esos crímenes. Frente a eso, sólo resta la palabra y la memoria. Por eso la imagen que clausura la película es la de los niños jugando en el río, porque serán ellos quienes tomarán la posta, con esperanza, para que esto no vuelva a ocurrir, pero sólo si se conserva el recuerdo. Hay un momento especialmente significativo en el documental y se da cuando en una mesa de café, amigos de Vladimir conversan sobre su persona y el desgraciado episodio que le tocó vivir. Uno de ellos refiere que nada expresa mejor la naturaleza de la dictadura que el gesto y la frase que pronuncia el médico cuando irrumpen en su casa por la noche. Se toma la cabeza y dice “otra vez”. El relato deja al menos dos ideas visibles. La primera confirma un defecto: el resultado desparejo del documental, en tanto y en cuanto, las historias son más interesantes que las imágenes. La segunda ratifica el contenido ético, el compromiso por buscar la mejor forma de llegar a la sensación de horror que atraviesa toda persona que sabe que de un momento a otro la pueden secuestrar. La frase de Roslik universaliza el sentimiento cotidiano ante la indefensión, la vulnerabilidad ante la inminente llegada de los asesinos. La misma que hubieran gritado tantas otras víctimas asaltadas y sacadas por la fuerza de sus casas durante la noche. Este momento escalofriante, fuera de campo, tiene más potencia que el resto de la película. Y es un gran hallazgo.
El primer tramo de El espanto, el documental de Pablo Aparo y Martín Bechimol, confirma una premisa genérica visible en cantidad de proyectos de esta naturaleza: extraer historias inéditas y continuar explorando regiones e imágenes ocultas de nuestro país hasta hacerlas transparentes. Para un cineasta no cabe el famoso lema de Sarmiento en torno a que “el mal que aqueja a la Argentina es la extensión”, porque vivimos en un territorio expectante para que lo sigan descubriendo en sus lugares más recónditos. En todo caso, acá el “mal” es otro, y es algo así como una patología llamada “el espanto” que afecta a los habitantes de El Dorado. Es harto conocido el hecho de que las curas caseras reemplazan a la medicina occidental. Ahora parece moneda corriente en la ciudad, pero desde siempre estas prácticas formaron parte del imaginario rural o pueblerino. Y detrás de cada una, asoma enseguida un rico acervo de relatos que acompañan tales creencias. Desde el comienzo de la película los testimonios de los pocos habitantes dejan entrever un estado de situación, filmados con una lógica estática a base de planos frontales, que no parece avanzar demasiado. Sin embargo, sabremos que es el prólogo de una historia, una joya que los directores encuentran y que habilita una dimensión misteriosa y atrapante: cada enfermedad es tratada por los vecinos, excepto “el espanto”, un mal que ataca a las mujeres y que solo es curable por un anciano, a quien nadie se anima a visitar. Se llama Jorge, vive solo y al parecer la cura radica en el goce, motivo suficiente para que todos se escandalicen y el aura en torno a este personaje se vuelva gigante y amenazante. Esta dimensión narrativa parece develarse como caída del cielo, es ese meteorito que todo realizador espera encontrar, que se interpone en su camino y abre posibilidades para el desvío, para sacar al documental de su zona de confort estético. Entonces la cuestión se intensifica, se vuelve muy interesante. Todo esto es contado y mostrado sin necesidad de que los realizadores se consideren más importantes que las personas que entrevistan y los obstáculos que se les presentan cuando intentan acercarse a Jorge. La distancia entre él y el pueblo se asemeja a una especie de western enfermizo donde la espectacularidad y los principales hechos quedan fuera de campo. Sin embargo, en el punto más álgido del conflicto, hay como una sensación de pereza y de abandono que opaca en cierto modo la riqueza del material trabajado. Tal vez la película abra varias aristas y al final no encuentre qué cerrar, pero sin duda es un documental estimulante. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
EL MÉTODO El primer rasgo destacable de Las olas es la evidencia de un método. En este sentido, y dentro de las relaciones intertextuales que plantea con la literatura (Salgari, Stevenson, Verne), el protagonista Alfonso parece la Alicia de Lewis Carroll. Aquí, en vez de caer a un pozo, ingresa al mar y entonces asistimos a un mundo de tiempos cruzados, donde sus diferentes etapas de la vida estarán encarnadas por los personajes que se topa en el camino. El asombro nunca se apodera de él y el carácter sobrenatural de la situación está despojado de emociones. Se percibe un halo de inocencia y de irresponsabilidad infantil en este niño en cuerpo de hombre, y también un ente que halla en el torso desnudo y el traje de baño su naturaleza cómica. Los títulos de cada segmento, vinculados al imaginario de los libros de aventuras, refuerzan una mirada desprejuiciada ante el mundo. Este recurso se sostiene por momentos a partir de un solapado uso del humor basado en el extrañamiento que generan los esporádicos intercambios gestuales y verbales. Hay, incluso, una saludable libertad que bordea el surrealismo y un aprovechamiento visual del espacio natural que engalana. Pero también están las consecuencias visibles y no necesariamente estimulantes, esto es, un manejo desangelado que agobia y el diseño de un personaje central sin matices, más forzado a confirmar un método que a cobrar vida en pantalla. De este modo, lo que prevalece es la explotación de una idea narrativa original cuyas formas se tornan recurrentes. Y quienes se atrevan a buscar interpretaciones simbólicas a partir de la presencia del mar y sus connotaciones, allá ellos. De igual modo ocurre con las vinculaciones que puedan establecerse con la literatura infantil, sólo una decorosa manera de utilizar separadores, porque el protagonista está a años luz de la vitalidad y la intensidad de un Sandokan o un Fogg. Más bien se mantiene en un registro monocorde y su aparente singularidad no puede evitar la pronta fecha de vencimiento. Más allá de lo anterior, y como en todo viaje, hay paradas y paradas. Algunas funcionan, por ejemplo, aquella en la que dos carpas enfrentadas con dos chicas diferentes (una novia y una ex) se disputan su atención. Son atisbos de poesía en medio de un cálculo formalista que se vuelve lastre y que confirman la versatilidad y la capacidad lírica de este joven e interesante director que, en este caso, apuesta por lo lúdico y el azar con resultados dispares.
Hay una frase que suele repetirse en los festivales y proviene de los críticos: “Nadie filma como Campusano”. Y como es un cine que divide las aguas, cada uno que la pronuncia la lleva para el estanque que quiere. La cuestión es que cada película del director confirma una certeza: es uno de los escasos realizadores capaces de hacer visible un universo prácticamente inexplorado en la ficción argentina, de una honestidad brutal, que lo distingue claramente. Por otro lado, el motor que moviliza sus trabajos está atravesado por una dimensión ética que se traslada a los mismos protagonistas de las historias que cuenta. Con solo tres o cuatro planos, Campusano es capaz de integrar los personajes a sus ambientes y esa forma de realismo requiere de la presencia de un espectador que se entregue sin culpa y se aleje de las convenciones dramáticas del mainstream. El azote gira en torno a la figura de Carlos, un asistente social que trabaja en un centro de menores de Bariloche, más precisamente en las afueras. El sacrificio se multiplica dado que, además de lidiar con la violencia institucional, se ocupa de su madre enferma de diabetes. Las caminatas del “murciélago” por las zonas periféricas, con su chaqueta de cuero y sus pelos largos, enaltecido por la cámara de Campusano, le otorgan al personaje un aire cristiano. De hecho, su prédica es a través de la palabra. Cuando lo asalta la duda y la tentación, acude a una adivina, con la cual intentará expulsar los males que lo aquejan, incluso los amorosos. Carlos se mueve en busca de una justicia que permita salvar a los chicos que ingresan al lugar, enfrentándose a la corrupción imperante en los policías y en los mismos compañeros. El director pone el cuerpo como centro del plano, al que no se escamotea ni se desprecia. Los personajes de la película, en su mayoría, lanzan señales desde su misma naturaleza, a partir de las acciones, por más pequeñas y cotidianas que sean. Los hechos en este ambiente se muestran como son, sin careta complaciente: una puteada es una puteada; un episodio de violencia se vive como tal. No es un gesto menor dentro de un panorama visto en competencia donde se tiende a disolverlas o enmarcarlas dentro de una insatisfacción complaciente con cierta retórica “cool. Por eso, la victoria de Campusano en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata es, en principio, devolver los cuerpos invisibles a un cine argentino con fórmulas agotadas. Y es fácil negarlo con la excusa de los diálogos o el tema de la actuación (en su momento le criticaban lo mismo a Pasolini). Los principios en el universo Campusano son: hacerse ver, hablar y ser. Y para ello hay que mostrar. Mostrar no solo cuerpos, sino ir al fondo con temas pesados, entre ellos, los abusos de menores y la corrupción estructural, sin concesiones. Campusano no juzga, muestra, y aquello que muestra en el grupo que retrata, incluye códigos establecidos en el imaginario como positivos (defender y alimentar a la familia, mantener los principios, bancar a los amigos) con otros ligados a la misoginia o la violencia de género, sin pudor. No se trata de un cine contestatario ni que estiliza la violencia, sino que la acepta como tal. Se trata de asumir la identidad como director, de poner el cuerpo también, para que la película pueda ir más allá de la esfera de exhibición y se convierta en una prueba sólida, a fin de denunciar la complicidad de quienes sostienen estas situaciones infames. Y esto es un trabajo eterno. Así lo demuestra la secuencia final en la caminata de Carlos luego de haber asumido cuál es su destino y quiénes son los enemigos a vencer. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA IDENTIDAD RECOBRADA En un momento del documental Miró. Las huellas del olvido, se escucha la voz de un hombre afirmando que “las historias pujan por salir”. La trama que impulsa a esta película es de carácter espectral: un pueblo llamado Mariano Miró, fundado en 1901 por inmigrantes y abandonado en 1912 para trasladarse a otros lugares aledaños. Del mismo modo que los arqueólogos remueven la historia para extraer los objetos perdidos, la directora Franca González bucea en una identidad recobrada, una búsqueda motivada por una especie de obsesión. La reconstrucción abarca desde los relatos orales, los recuerdos, hasta registros y documentos. Sin embargo, hay algunos detalles que por la vía afectiva poseen un peso simbólico determinante: por ejemplo, el emotivo momento en que un plato es rearmado a partir de los pedacitos hallados. Un signo es capaz de sustituir una catarata de palabras y discursos trillados y bastardeados en los tiempos que corren, a la vez que confirman un legítimo movimiento hacia la materialidad misma del cine antes que a los gritos publicitarios imperantes. Lo particular conduce a una estructura socavada que asoma a partir de las imágenes en torno a una gigante tierra baldía, asolada por la explotación sojera y la ausencia de aquellos ferrocarriles que alguna vez le dieron vida. En este sentido, los mismos inconvenientes del presente son rastreables en el pasado, confirmando el eterno retorno de los problemas en la Argentina. Esta estampa es captada por la cámara con los silencios y los tiempos muertos necesarios, acordes a la soledad y el vacío en que han quedado sumidos los sueños de una población. No es La Pampa esta como expresión de libertad en el Martín Fierro; tampoco la de Borges, aquella que en la hora de la tarde “siempre está por decir algo”. Más bien se trata de un enorme espacio devastado en el que apenas existen raptos de belleza bien captados por una fotografía notable. Sin embargo, la película posee un gesto detectivesco capaz de dar a entender que una especie de conspiración entre los habitantes hizo desaparecer al pueblo debido a un reclamo de las tierras. Tal vez, el punto más objetable de Miró. Las huellas del olvido sea su exacerbado estatismo como la melancolía muchas veces rebalsada. Es lógico tratándose del tema abordado, aunque “esas mismas historias que pujan por salir” no necesariamente encuentran la vena adecuada para sostener el interés durante hora y media.
La maternidad se ha convertido en un asunto crucial por estos días. Y el documental, como género, en una posibilidad terapéutica, a tal punto que es muy frecuente hallar numerosas reflexiones, deconstrucciones y tejidos discursivos sobre lo íntimo, lo privado, lo familiar. La película de Sabrina Farji se encuadra dentro de esta vertiente, en la cual la catarsis enunciativa de las imágenes parece compensar situaciones al borde del estallido. Tres generaciones de mujeres comparten un viaje y esa experiencia se intercala con otras mujeres hablando a cámara sobre los vínculos maternos. No se trata de una celebración precisamente sino de voces en primera persona que pueden ser disidentes y contundentes en torno a las relaciones madre/hija, incluidas las de profesionales. En esta lógica, y como en toda familia, el documental contiene altibajos. Hay zonas de interés y otras poco factibles de involucrar demasiado al espectador, dada su naturaleza narcisista. Es el riesgo al que están sometidas este tipo de propuestas donde lo privado ocupa todo el dominio de la pantalla. Ciertas tensiones entre las mujeres captan la atención, al igual que algunos testimonios incluidos, sin embargo, la representación insistente de momentos cotidianos hace ingresar a la película en un terreno de banalidad y esquematismo no siempre empático. Por ello, la historia fragmentada levanta vuelo durante el viaje, porque allí hay una exploración hacia lo indeterminado que no solo pone en jaque los estereotipos en torno a la identidad de las mujeres y los roles familiares, sino a la idea misma de realización. Tal movimiento se desenvuelve frente a cámara con fricciones y afectos despojados de espectacularidad. El mismo concepto de actuación queda subvertido a favor de una naturalidad a la que hay que acostumbrar la mirada. Puede haber una premisa, puede haber un objetivo, pero lo que muestra en forma permanente Desmadre. Fragmentos de una relación es que lo que prevalece es la búsqueda y que el camino se hace andando. De allí la naturaleza ensayística, imperfecta y despareja de la película, un signo que no debe verse como algo negativo. Por el contrario, es una productividad que funciona por tramos, pero que no deja de ser estimulante. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
La película de Grisebach no privilegia una historia sino un estado de situación, la exploración de un territorio donde parece prevalecer la ley del más fuerte. El universo retratado es masculino y el western como género es adoptado como tal para resignificar sus elementos estructurales e iconográficos. Ha sido y es tan noble esta modalidad para el séptimo arte que, a primera vista, todo lo que evoque su nombre parece estar bien, aunque en este caso el despojamiento sea la herramienta de la que se vale la directora para dejar fuera de campo algunas reglas básicas. El protagonista (excepcional) es Meinhard, un tipo de rostro imperturbable, obrero de la construcción, que no se lleva muy bien con sus compañeros. Está siempre al margen y no participa necesariamente del primitivismo en que estos incurren y que se presenta como opción posible en el lugar que habitan circunstancialmente. Están construyendo un sistema hidráulico en un pueblo de Bulgaria, lugar que les resulta hostil. Sin embargo, Meinhard se las ingenia para cruzar frecuentemente la línea fronteriza e incursionar en las costumbres y rituales de los lugareños. Su condición de forastero solitario le otorga ciertos privilegios pero al mismo tiempo lo pone en peligro frente al recelo de sus pares y a la desconfianza de los otros. Hay una tensión y una incomodidad constantes que le sirven a la directora para excluir estallidos emocionales como acciones explosivas. La morosidad para captar el paisaje y los progresivos encuentros dilatan un final épico, legendario, para ofrecer el mejor segmento de la película, hacia el final, abierto como la geografía misma que funciona de marco. Pese a ese continuo trabajo de despojamiento, sutilmente se incorporan referencias que recrean tópicos y figuras del western (juegos de salón, desafíos, enfrentamientos, desplazamientos, demarcación de espacios, paisajes abiertos), pero también se habilita un eje interesante que, subterráneamente, configura la principal confrontación entre los dos hombres alemanes que forman parte de la construcción hidráulica. Se trata de sujetos que se mueven a partir del deseo. Uno (el jefe) de manera salvaje, carnal; el otro (Meinhard), movilizado por una misteriosa pulsión que lo lleva a regresar siempre al mismo lugar, ya sea por diversos intereses, amistad, amor o por orgullo. Ambos persiguen a una mujer, pero las consecuencias en uno y otro caso son diferentes. Son varios los tramos en los que el protagonista nos recuerda los impasibles rostros de los héroes que dignificaron al género. Su trabajo es extraordinario porque física y gestualmente combina la tradición con un distanciamiento propio de directores como Fassbinder o Kluge. Hay un pasado familiar doloroso y una necesidad de afecto que no pueden ser compensadas más con el aislamiento o la posibilidad de vincularse afectivamente con los animales, sobre todo en un espacio donde la violencia simbólica imposibilita cualquier relación humana de intercambio. Si hay algo que destierra la película es la falsa pintura de encuentros multiculturales que tanto deleitan a los papers académicos de turno. Los núcleos familiares de los lugareños son muy férreos y mantienen un cerco difícil de traspasar, pese a momentos donde la amistad se desarrolla como escenario posible. En todo caso, las relaciones que se establecen y que posibilitan los cruces entre ambos países pasan por el dinero o por el deseo sexual. Meinhard es un sujeto cuya ética se rige por el deseo en mundo de barbarie. Tal vez eso justifique el enigmático plano con el que cierra la película. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
El que mucho abarca poco aprieta, dicen. Y también confunde. El enemigo interior contiene algún acierto y varios problemas. Eso la convierte en una película tibia, si se quiere, un pálido clon de Haneke. Eran Kolirin no se despega nunca del discurso sugerido y abandona todo atisbo de imagen sugerente. En el resultado, prima un ambiguo punto de vista en torno a la alteridad y poco cine. Dentro del abanico de temas y situaciones que amontona el director, aparece la pantomima familiar. De hecho, la cuestión de las apariencias irrumpe desde el comienzo con una fiesta bastante patética para homenajear al padre que deja el ejército luego de varios años. Mientras se desarrolla el festejo, la hija se aparta, se aburre. La madre participa, pero siempre estará más interesada en su profesión y en compartir tertulias intelectuales. El hijo es impulsivo y bastante bruto, como el padre. Es decir, el mundo familiar tiene más agujeros que un colador. Antes que intensidad, los vínculos mostrados forman parte de una gélida paleta de gestos y palabras, de actos que no harán más que confirmar la frustración de cada uno. Dentro de este cuadro, las dos mujeres intentarán cruzar las fronteras de ese universo alienante, llevadas por el deseo sexual. La hija entabla amistad con un árabe; la madre se encama con un estudiante. Y eso tiene un costo que significará caer en las manos de los organismos de control. Uno es el Estado. El padre es informado de las actividades de su hija y acepta participar de una maniobra de espionaje. El otro ente carnívoro es la red social. El romance profesora/alumno queda viralizado. La otra pantomima es social. El padre debe lidiar con el empleo del tiempo y con la necesidad de que ganar dinero justifique su existencia. Por eso asistimos a la otra representación, un show marketinero en el que el pastor oficiante convence a sus fieles de la importancia de ser un ganador. La impotencia del jefe de la familia para cumplir con esa misión lo lleva a expresar su amargura a los tiros en una colina (espacio que funcionará en reiteradas oportunidades como el límite entre la civilización y la barbarie), con la mala suerte de que matará a un obrero musulmán. La veta policial quedará relegada, como tantas líneas abiertas en la película, al igual que los otros conflictos. En todo caso, una última pantomima (un recital al que asisten los cuatro integrantes de la familia, porque el show debe continuar) servirá como una excusa para tapar no solo las miserias personales, en el mejor de los casos, sino los baches de un guión incapaz de eludir demasiadas pretensiones. Más allá del saludable gesto de ambigüedad de la imagen final, que invita a pensar en igual medida en hipótesis ideológicas aberrantes como certeras, el principal problema de El enemigo interior es lo subrayado que está todo en varias situaciones, como si existiera la imperiosa necesidad de que no falte el discurso, un discurso nunca dosificado sino forzado. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant