LA PASIÓN DE BERNARDO Hay una pregunta inicial que es el motor del documental de Marcelo Goyeneche. Se trata de esos interrogantes malditos que no admiten nunca una única respuesta: ¿qué es al arte? Es también el principio de una de las tantas historias que están incluidas, por ejemplo, la de Bernardo Arias, director de cine que con sus noventa años, tres largometrajes en su haber y varias colaboraciones desde la época dorada de Lumiton, guarda un ambicioso proyecto que escribe y reescribe para contestar a esa pregunta, pero desde un lugar que parece imposible, es decir, desde el seno mismo de la creación. Por eso va a buscar a alguien que admira, Antonio Pujía, artista plástico notable. Es su forma de contrarrestar ese lema relativista (tristemente certero) de que son las instituciones las que regulan el significado de lo que debe entenderse por arte o no. Por ende, hay una película que gira en torno a otra que ese está haciendo, y que guarda un pacto entre ambos directores (Goyeneche/Arias) también representado adentro. Así de compleja aparece Por amor al arte y sin embargo es muy simple en su apariencia. El director confiesa que fue a buscar una cosa pero que encontró otra y eso le dio vida a la película. Suele pasar. Del caos surge el orden y las respuestas que el documental da contienen verdaderas zonas de interés y otras un poco forzadas. Entre las primeras, hay momentos antológicos, empezando por la misma figura de Bernardo Arias. Goyeneche lo filma en familia, lo inserta en su espacio cotidiano, pero además lo descubre en situaciones de soledad, de reflexión, destacando su vitalidad y su pasión. En otras palabras, filma el asombro de un hombre de noventa años cuyo cuerpo desgastado no impide una lucidez única, que nunca se victimiza (Arias acompañó a cineastas de la talla de Lucas Demare, Manuel Romero y Fernando Birri, entre tantos y sufrió la censura en carne propia de Paulino Tato) y que jamás pierde la voluntad por concretar su proyecto tan anhelado. Y en medio de la convivencia del documentalista con su personaje, está el otro gran descubrimiento, el de su mujer, “Lucy” (quien tiene una hermosa historia con el peronismo), una implacable crítica a la que le gusta poco y nada lo que hizo su marido, capaz de reírse de las imágenes que ambos hombres ven en el monitor después de grabar y de preguntar a qué hora van a comer si siguen trabajando. La otra historia es la de Antonio Pujía, a quien ambos acuden cuando da una conferencia. El también tiene algo que decir y que mostrar. Ambos hombres se respetan y se admiran, hacen chistes y conversan sobre esta cuestión del arte. Goyeneche (que se inserta como parte de la película) capta muy bien la espontaneidad de esos encuentros, sin embargo, las buenas decisiones en varias ocasiones están empañadas por otras. Por ejemplo, es más interesante lo que dice Bernardo sobre la grapa que la información enciclopédica que despliega una incómoda voz didáctica sobre la historia de la pintura, el emotivo relato de Antonio sobre su maestra que la dramatización inserta paralelamente. Más allá de estos aspectos cuestionables, lo que no se puede obviar es la honestidad con que está hecho el documental y la forma en que transpira asombro, admiración y felicidad. Basta mirar la admirable secuencia de las fotos, una manera particular y pertinente de narrar la historia de nuestro cine. U otra en la que los dos artistas reciben a un grupo de estudiantes para conversar. Y sobre todo, los escuchan. Allí uno entiende el deseo de Bernardo de hacer una película para ellos, para las futuras generaciones, porque el principal motor del arte es el amor, y eso atraviesa todos los tiempos. El lugar no es el museo, sino el corazón.
LOS LENGUAJES DE LA MEMORIA En un momento del notable documental de Rithy Panh, el narrador dice “Hay muchas cosas que el hombre no debería ver ni conocer. Si las viera, mejor morir. Pero si alguno de nosotros las viera o conociera, entonces debe vivir para contarlas”. Aquí hay una historia horrible: durante el régimen comunista en Camboya a partir de 1975 los ciudadanos fueron trasladados a los campos de trabajo y comenzó un largo y sufrido proceso de deshumanización sostenido por un gobierno totalitario que llevó la hambruna extrema a la población. Cada individuo pasó a ser un número; cada vida que no se resignó a quedar atrapada en esa locura, fue torturada o murió. De modo tal que la labor de Panh al evocar esos hechos empieza por la ética, la de recuperar la memoria, la de tejer relatos que puedan suplir las imágenes ausentes (aunque la paradoja es que lo haga en francés, uno de los tantos países occidentales que provocan la existencia de estos sistemas sanguinarios con la sangre capitalista). Los primeros planos se corresponden con escombros de celuloide. No es la muerte del cine precisamente sino el comienzo a partir de la ausencia, de la falta de archivos que puedan narrar la historia más allá de lo oficial. Y el único modo posible es indagar en el pasado familiar, en lo privado, el móvil más sólido para confrontar la única mirada existente y develar una serie de consignas hipócritas amparadas en la violencia y en el engaño. “Busco mi infancia como una imagen perdida” refiere la hipnótica voz en off y a los cincuenta años. Como si fuera el Dante de La divina comedia (“Del camino a mitad de nuestra vida encontréme por una selva oscura…”), Panh se internará en el infierno y lo sostendrá de un modo original, fresco y tristemente luminoso con muñecos de madera tallados y puestos en escena para relatar los hechos familiares e históricos. Hay varias clases de imágenes en el documental. Están las que vienen del discurso oficial durante el gobierno de Pol Pot. Son obscenas porque muestran una felicidad impostada, engañosa y siniestra. A esta falsa postulación de la realidad se contraponen las otras, las inventadas por el cine y que suplen el horror, que recuperan lo no dicho (“La deportación de Nam Pen es una imagen ausente”) y construyen la otra historia, la silenciada, guiada por una memoria que se forja a través de todos los sentidos y que dan una idea de la Revolución como si se tratara de la Metropolis de Fritz Lang: los trabajadores explotados y automatizados hasta perder su humanidad en el nombre de consignas totalitarias. Como dice el narrador, siempre bajo la norma de la enunciación poética como irónica, “el arroz era para los otros”. “¿Quién filmó a los enfermos?” es otro interrogante que flota. Y las imágenes que pudieron ser ya no existen. Quienes se atrevieron también fueron asesinados por el régimen. Allí está el pequeño homenaje que Panh incluye al referirse al camarógrafo que se animó a registrar más de lo que debía. Nadie podría, en principio, dudar de la frontalidad emocional del director y es difícil abstraerse del dolor que expresan sus imágenes más allá de la lógica distancia que implica ver muñecos intercalados con material fílmico. Sin embargo, también hay momentos jugados como discutibles. Por empezar, el poco tiempo que dedica a evocar los hechos previos a la revolución y la intervención americana. Si bien aparece dramatizada una escena en la que los padres interpelan a su hijo cineasta frente a la televisión, la sensación es de un desbalanceo. El otro pasaje candente nace en la siguiente afirmación: “¿Cómo sobrevivir al hambre?, ¿Cómo hacer la revolución con cucharas en las manos? Algunos dicen ahora que es por el budismo y la aceptación del destino. ¿Dónde estaban esas finas mentes entonces? ¿En sus libros? ¿En sus ideas sublimes? Aquí no es el karma ni la religión lo que mata. Es la ideología”. La generalización es incómoda y hasta podría pensarse desacertada, pero el dardo hacia los intelectuales trasnochados que siguen avalando ciegamente regímenes de terror, sean de derecha como de izquierda, está bien y justamente envenenado. Con el hambre y con la injusticia no se alardea.
OMBLIGUISMO AUTORAL Al principio, el proyecto parece obedecer a esa moda nostálgica por las películas protagonizadas por niños y que tan buenos resultados han generado en la taquilla. Sin embargo, el realizador abandona ese camino (¿el temor a los géneros?, ¿el miedo al qué dirá el público festivalero?). Es indudable la capacidad de Iván Fund por explorar poéticamente a través de las imágenes, esta vez sostenidas incluso por la excelente fotografía de Gustavo Schiaffino. Sin embargo, lo anterior es inversamente proporcional al manejo narrativo, un signo visible en películas anteriores del director. La novedad es la incursión en lo fantástico a partir de un apagón general que provoca un letargo somnoliento en los adultos y que les sirve a los niños para tomar la posta en la ciudad. El gancho es fuerte pero Fund privilegia una atmósfera sobrecargada en lugar de explotar el orden de los hechos. El peor pecado es desaprovechar la espontaneidad y las posibilidades de los chicos. Tampoco el uso del sonido ayuda demasiado, sobre todo porque termina por saturar. Finalmente, el resultado se resiente porque los niños terminan siendo de los tantos personajes autómatas urbanos a los que nos tiene acostumbrado el cine argentino en gran parte. En otras palabras, el ombliguismo autoral se pone por encima de la historia y los personajes.
LA DISTANCIA CALCULADA Es extraño que esta película de 2008 se exhiba como estreno diez años después. Es un tiempo considerable que la pone en desventaja. Primero porque durante ese lapso se han visto innumerables historias del mismo tono sórdido y lúgubre. Segundo, porque su falta de oxígeno en todo sentido la coloca dentro de esa escuela de la sordidez que parece agotada. Tristeza, abulia, depresión y adicciones. Cuatro palabras que recorren el universo azulado de los personajes, jóvenes y viejos, de la película de Duane Hopkins. No hay respiro alguno más allá de una belleza forzada, encorsetada en la tragedia cotidiana donde, como dijera Fassbinder, el amor es más frío que la muerte. Cinco historias que involucran a adolescentes y a sus abuelos en un pueblo de Inglaterra son descriptas antes que narradas y con un comienzo que marcará la estática y gélida puesta en escena: un encuadre estéticamente impecable de una chica con la jeringa clavada producto de una sobredosis. A partir de ahí la parquedad humana y expresiva se transformará en onda expansiva donde la cámara hará gala de tenues movimientos, con un ritmo comparable a los efectos de la heroína. En esta sinfonía gris, cada acción supone un letargo donde nadie quiere vivir, el pasado solo es dolor y el presente una ventana abierta a nubarrones constantes. Semejante cuadro termina por matar al propio espectador. Vendrán cosas mejores es el claro exponente en el que la dirección está por encima de todo. No puede dejar de reconocerse la virtud en la composición de los planos, en el cuidado de la iluminación y en otros aspectos técnicos, sin embargo, todo el resto queda supeditado a una especie de teatro de marionetas, con personajes sin matices cuyo horizonte es el fracaso. Tal tratamiento hacia la historia (interpretada con actores no profesionales) confirma esa tendencia de años en los que desfilan miles de películas iguales amparadas en la pose minimalista y en una sensibilidad comprada en el prestigio de los festivales, cada vez más, reductos similares a cementerios.
GODARD HACE LA SUYA Que Jean Luc Godard perdió el humor hace tiempo. Que se retiró del mundo. Que es un genio. Que está sobrevalorado. Que ya dio lo mejor. Que es un pedante. Que es el único director del cual se reconoce un plano como propio. Tantas cosas se dicen de Godard, de un lado y del otro. De quienes pretenden voltearlo como un muñeco o de quienes lo elevan a esferas inalcanzables. Mientras tanto Godard sigue haciendo la suya. Mientras tanto seguiremos buscando la imagen justa, su imagen justa. El libro de imagen se corresponde con las últimas reflexiones ensayísticas del legendario director, un críptico ensamble de imágenes y sonidos, cortes abruptos, saturaciones, alteraciones, discontinuidades y consignas, entre otros procedimientos que dan cuenta de una compleja red conceptual. La experimentación puede generar idea de caos, pero sería inexacto arribar a esa conclusión dado que hay ejes que estructuran el progreso expositivo/expresivo. Por supuesto, nada es fácil en el universo de Godard. En todo caso, alejado cada vez más de los espectadores y más cerca de los fieles, la premisa consiste en entregarse a una invitación, a una asociación filosa de ideas. Y el juego es seductor si uno está dispuesto a entrar y a hacer un esfuerzo, sino (parafraseando a Borges) esta película no fue hecha para usted. Cada una de las partes que conforman los bloques son disparadores para hacer interactuar las imágenes provenientes de diversos registros (cine, video, tv) y para interpelar los ojos y el pensamiento occidental. Ya sea en relación al estatuto de lo que vemos, cómo lo vemos y de qué modo lo aceptamos. Por supuesto, vuelven a aparecer las preocupaciones en torno a la representación del horror y el lugar del arte en el Siglo XXI como continuación de una imposibilidad, a saber, la problemática convivencia con un mundo saturado de imágenes de consumo, de oportunismo ideológico y de guerras. “El cielo sólo se calma con sangre. El inocente paga por culpable” dice la voz cavernosa en off. Godard vuelve a extremar las posibilidades de montaje y construye su sistema de citas y de referencias alternado con fundidos en negro que caen como azotes. La demolición de la idea de continuidad temporal se sostiene con interrupciones constantes, alternancias impensadas entre signos opuestos y variaciones semánticas. Así, el apartado tres parte de los trenes asociados al cine, a los orígenes y al movimiento. Están las imágenes de los Lumiere, pero también los otros trenes, los del subdesarrollo y los de las purgas humanas. Algunos insertos de flores y animales parecen devolver la vida cuando los humanos se encargan de exterminarla (“El terrorismo como una de las bellas artes”). Las disociaciones entre imagen y sonido incluyen irrupciones de bombas, sacudones auditivos tan molestos como las saturaciones visuales, dos indicios que mucho hablan del estado del mundo y de su recomposición fílmica. El último tramo, “La región central”, incrementa la apuesta apocalíptica. Godard parte de las desigualdades y lo hace con su habitual sarcasmo. “Hay dos clases de desigualdades: los muy ricos y los muy pobres. Unos abusan de los recursos por placer; los otros, por necesidad”. E inmediatamente surge una lúcida manera de enfrentar a Occidente/Oriente como dos espejos con reflejos distorsionados, sobre todo por el modo en que uno piensa y representa, reduce y estigmatiza al otro. Por supuesto, la argumentación nunca es lineal, pero sí son contundentes las conclusiones: “El acto de representar (al otro) es una reducción que ejerce violencia hacia el representado” o “El mundo árabe es visto como un conjunto, no como personas (…) ¿pueden los árabes hablar?”, “Siempre estaré del lado de las bombas” frente “a los estúpidos sanguinarios”. Ahora bien, ¿quién habla en El libro imagen? O mejor dicho, ¿a través de quién habla Godard? Una respuesta posible es a partir de la historia del cine, de imágenes residuales en contrapunto con las del mundo digital, mezclándolas, haciéndolas dialogar incluso con otros lenguajes figurativos y tecnológicos. Ese ensamble es particularmente alucinante y demuestra un ejercicio notable de selección y disposición. Se trata de un paseo poético por escenas despojadas de la emoción inicial y puestas en un contexto diferente y creativo a la vez. Es cierto que por momentos la pedantería enunciativa puede irritar, pero también es cierto que hoy Godard es una especie de outsider, uno de los pocos tipos que cuestionan radicalmente, que sigue confiando en sí mismo y en sus experimentaciones cromáticas, alejado de la complacencia y más cerca de continuar incansablemente explorando las relaciones entre textos, imágenes y sonidos. Y en la suya está, porque “aunque nada salió como esperábamos, eso no cambiará nuestras esperanzas”.
LA ÉPICA OPORTUNISTA Las películas son hijas de su tiempo y muchas veces responden a modelos que las sostienen institucionalmente. Así como las gestiones gubernamentales cambian, del mismo modo las miradas se insertan en un marco acorde a los tiempos que corren, y no iba a pasar mucho para que naciera una épica sobre el alfonsinismo bajo la impronta documental. Sergio Wolf parte de un hecho, el primer alzamiento de los “carapintadas” en 1987. Pensemos en una situación, la grabación de un disco en estudio; y pensemos que estamos grabando con cuatro pistas. Por un canal vemos imágenes del presente, instituciones que desfilan ante nuestros ojos, carentes ya de los personajes que intervinieron en aquel entonces, o recorridas nuevamente por ellos para recuperar algún atisbo espectral (por ejemplo la terraza desde donde partió el helicóptero que trasladaba a Alfonsín a Campo de Mayo); en otra vía, aparecen los testimonios, es decir un entramado de voces que se complementan o contradicen (como en las versiones sobre reuniones secretas); luego, el material de archivo; por último, la voz del propio director que pregunta, conjetura, cuestiona y expresa sensaciones como testigo. Todos estos caminos están sostenidos a través de un registro enunciativo que, por momentos, tiende a la exposición didáctica y hasta neutral sobre temas candentes. En el mejor de los casos, uno podrá descubrir de qué modo, solapado, algunas pasiones genéricas se asoman. La condición cinéfila de Wolf le permite jugar con alusiones al policial (él mismo vuelve a oficiar como detective en busca de versiones), al western (tipos fuera de la ley contra los que imparten justicia) y a la comedia (las declaraciones, las contradicciones y el ego nacionalista de Aldo Rico, como ciertas reacciones de militares, representan más un gag que otra cosa). Sin embargo, el referente es muy fuerte y no hay posibilidad de escapar a ello. El problema es que el contenido y la forma parecen jugar en un terreno tibio, donde la corrección estética es proporcional a las ideas que transmite esa voz en off que, si bien es capaz de cuestionar ciertas decisiones de Alfonsín, al mismo tiempo omite con su alabanza del padre de la democracia los yerros que conducirían a su gobierno al olvido por unas cuantas décadas. En este sentido, figuras como Aldo Rico se ahogan en su propio patetismo, pero hay que reconocer que varios rostros de aquella época vuelven a surgir de las cenizas y el efecto no dista mucho del de una película de zombies. Es lógico: vivimos en un país donde todo se recicla. La pregunta que queda es si la afirmación anterior cabe también para los cineastas.
La película de Carri está hecha con rabia, se podría pensar contra gran parte de un cine que no atreve a filmar el sexo o que recorre de manera timorata los cuerpos o plantea relaciones donde la premisa parece ser hablar mucho y no tocarse. También se juega por la radicalidad, aún con el riesgo de ser ignorada (o temida) por el público más allá de los circuitos festivaleros, a menos que nadie se escandalice con escenas explícitas donde las mujeres protagonistas gozan a más no poder de sus sexualidad y del registro porno que la directora elige para celebrar una verdadera fiesta renacentista de cuerpos, gemidos y fluidos. Y en esta especie de road movie lésbica, todo se inicia con una joven directora que quiere filmar una película condicionada, se encuentra luego con su novia, se matan en una habitación y salen a recorrer el sur. En el trayecto, se les suman progresivamente otras chicas y juntas inician la gira mágica y nada misteriosa del placer, a base de orgías y aventuras. Entre ellas, proteger a una mujer maltratada, como si fueran un comando justiciero al estilo de los filmes de Russ Meyer, donde los hombres son bastante pelotudos y las mujeres son capaces de transgredir mandatos sociales y tabúes conservadores. Al mismo tiempo, hay una voz en off que instaura un discurso que se pregunta constantemente sobre el mismo proceso de creación, la representación de los cuerpos en pantalla y la sexualidad. El lenguaje asume una identidad política con respecto a estos temas, como si socavara la lógica patriarcal con una ferocidad sorprendente. Es un punto muy interesante que queda lamentablemente relegado con un mecanismo de reiteración porno cuyo ápice es una larga masturbación frente a cámara, como si la película necesitara escupir en la cara todo aquello que venía mostrando y que quedaba muy claro. Es una decisión jugada, sin duda, y valiente, que continúa a una gran escena musicalizada, de carácter lisérgico, pero que tira la balanza hacia una sensación de agobio. Y es ahí donde la justa y necesaria provocación se deforma en alegato onanista. De todos modos, ojalá existieran muchos cineastas argentinos como Carri. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
DE AMORES Y FATALIDADES Decía un poeta que “el adjetivo, cuando no da vida, mata.” La belleza fotográfica en el cine es un atributo que puede pensarse de modo similar. Vemos infinidad de películas, sobre todo en circuitos de festivales, bañadas de elogios, que hipnotizan fácilmente con su arte equilibrado y complaciente. Son muchas, sin embargo, solo se salvan pocas de la repetición de esquemas estéticos tranquilizantes. El comienzo de Cold War es apabullante al respecto. Es difícil no obnubilarse. Cada encuadre está cuidado obsesivamente y el blanco y negro utilizados son signos irresistibles como determinantes. Es que esta historia de amor fou entre un músico y una joven cantante, narrada por tramos a medida que pasan los años, es mostrada desde una continuidad que parece no develar movimiento. Los planos transcurren como golpes y el estatismo es tan frío como las situaciones. Los personajes ocupan el centro a partir de una nitidez que contrasta con el fondo, como si fueran insertos sobre una pantalla desenfocada. Entonces uno piensa lo peor: que la perfección estilística se trague finalmente todos los otros elementos sanguíneos de una película, es decir, una belleza fotográfica que “mata”. Sin embargo, más allá de lo anterior, hay una especie de energía que paulatinamente invade el relato, una fuerza sinérgica que le devuelve la vida al procedimiento de Pawlikowski y no todo está (por fortuna) relegado al notable trabajo de iluminación. Estamos en Polonia, 1949. Con un registro que bordea el documental, nos internamos en los preparativos de una obra de teatro musical conformada por composiciones rurales, una decisión que no será bien vista por las autoridades ya que atentan contra la voluntad de que todo se dirija a ensalzar la figura de Stalin. En el casting aparece una joven rubia de labios carnales, aspecto angelical y misteriosa personalidad. Es un molde que no encaja en esa estructura, pero Wiktor la elegirá, guiado por su deseo y por el talento mismo de la cantante. El rostro mismo del pianista no dejará de revelar a través de su mirada el misterio subyugante de Zula y su cuerpo luchará con la abstinencia de la sensualidad en los encuentros y desencuentros que marcarán el recorrido de la trama. Cuando la relación de los dos personajes ocupa el centro, la enorme presencia de ambos llevan a Cold War hacia otros horizontes: son las miradas, los silencios y la desesperación de un amor imposible por la misma naturaleza de los seres humanos (artistas) y por las circunstancias que les toca. Aquí comienza la maestría del director para tejer los hilos de un relato a base de elipsis que evitan repetir la Historia posterior a la Segunda Guerra Mundial, las restricciones de la Polonia comunista, las purgas y las persecuciones. De manera inteligente, todo se cierra en los vínculos enfermizos de los dos protagonistas, tan aferrados a la pasión como alejados por los fantasmas. En ese devenir hay dos formas de dar cuenta del tiempo. Está el orden de los hechos, a medida que pasan los años, marcado por la música (canciones propagandísticas del régimen en contraste con el Jazz y el Rock incipiente). Ahora la lógica de continuidad de los planos obedece a bruscos cortes donde los silencios cortan como navajas o los estruendos rompen la quietud precedente. Pero también está el tiempo psicológico de la espera, de la angustia, ese que tantas veces nos mostró la Nouvelle Vague con sus amantes a la deriva, caminando en círculos, sentados fumando o recorriendo los espacios urbanos sin rumbo preciso. De esa larga tradición se hace cargo Pawlikowski en este atípico melodrama. No será la única referencia con respecto al cine de los cincuenta, especialmente al de sus colegas del este. No obstante, a medida que la historia de amor de Wiktor y Zula avanza, en un constante juego de atracción/rechazo, el linaje se corre y da lugar a lo que importa, la propia mirada del realizador en medio de un ambiente plagado de romanticismo fatal. A esta altura, ya somos parte de ese mundo.
Plano cerrado. Interior de un auto que va recogiendo jóvenes. Los adultos están fuera de campo al principio de Tarde para morir joven de Dominga Sotomayor (reciente ganadora del Leopardo del Festival de Locarno 2018 por su rol como realizadora), como también lo estará el contexto político de Chile hacia principios de 1990, a no ser por sutiles indicios y por el color de las imágenes. Un grupo de familias se instala cual comunidad en la periferia de Santiago, pero cuando asoman los primeros cruces en la convivencia el foco se desplaza a los conflictos internos de los jóvenes y niños. Uno de ellos es Lucas, con aspiraciones rockeras y no correspondido en el deseo. La otra es la pequeña Clara, quien ha perdido a su perra. Entre ellos, Sofía, cuyo tránsito hacia la adultez no termina de definirse más allá de los intentos por conocer qué es el amor, fumar y enfrentar la ausencia de sus padres. La cámara de Sotomayor va a la caza de aquellos momentos en los que el rostro y el cuerpo de la joven se encierran en una intimidad donde solo cabe la percepción. Este es el punto de llegada de la película, el extremo del embudo cuya máxima apertura es el país (con Pinochet abandonando el poder) y la punta inferior una identidad que intenta descubrirse. Este recorrido donde los tiempos muertos están al borde de la solemnidad indie y los vientos de Lucrecia Martel y “su ciénaga” se hacen presentes, es el lugar seguro que el público y el jurado de festivales aprueba. El principal argumento para ello es la delicadeza con la que la directora traza estados de ánimos despojados, donde la procesión va por dentro y es la naturaleza misma la que marca el tiempo. Hay amenazas latentes en Tarde para morir joven, bombas que están activadas y que involucran sentimientos. Otras están sugeridas e invitan peligrosamente a asociaciones ilícitas en el cine (por ejemplo, el fuego en el bosque como metáfora del peligro de la comunidad y, por ende, del país). Sin embargo, lo que sostiene a este cuadro anímico es la enorme presencia de Sofía. Todo concluye en ella, en sus rituales cotidianos y en su búsqueda de amor, siempre entre la excitación que le provoca un pibe en moto que viene esporádicamente al lugar y la duda sobre lo que depara el futuro. En esa encrucijada adolescente se juega la película. Pero también está la otra encrucijada, la del país. Si la libertad asoma tímidamente a partir del referéndum que votó la salida del dictador del poder, el estado de incertidumbre se traslada a los primeros intentos de convivencia de las familias involucradas en la comunidad, donde las complicaciones brotan despacio, pero firmes. Todo teñido en una extraña melancolía sugerida por las tonalidades coloras de las imágenes y por la suspensión del tiempo donde parece reinar un presente eterno a medida que la gente se reúne para cantar, prenderse un porro o coincidir en festejos caseros. Asimismo, diferentes piezas que representan situaciones problemáticas confluyen hacia el final aunque lejos del estallido porque la languidez y la morosidad son las armas que mejor maneja la directora, y en medio de esa ciénaga expresiva, hay momentos de belleza que son una bendición y otros que ratifican uno de los problemas del cine contemporáneo, la dilatación innecesaria. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
HOMBRE DE NINGÚN LUGAR El fundido en negro final de Transit da paso a una gran canción. Se trata de Road to Nowhere, de Talking Heads. La inclusión es un regalo para todos aquellos que amamos a David Byrne, pero funciona también como una especie de epígrafe tardío, un flechazo irónico al corazón de una Europa atravesada por el miedo, el racismo y la exclusión. Y para contar esta historia, Christian Petzold adapta una novela de 1942 sobre la ocupación alemana en Francia pero ambientada en la actualidad, porque las fobias hacia los otros se desparraman por el viejo continente con los mismos problemas. “Correr hacia ningún lugar” en el contexto de la canción implica avanzar en medio de la alienación que suponen las elecciones de una vida consumista, atrapada en los moldes institucionales capitalistas. En Transit, los personajes corren para sobrevivir en un presente donde escuadrones policiales hacen redradas, castigan, persiguen y expulsan. La ocupación de la que habla la película repite la historia de los nazis dentro de un contexto futurista que nunca aparece señalado más que con la violencia permanente. Ya la primera escena prepara el camino: un hombre le entrega a otro una carta, todo se maneja entre susurros y el resto es como jugar a la escondida por la vida: estar sin ser visto, ser visto sin existir, mientras “el hambre es indecible”. Luego, un quiebre argumental, una situación donde el pragmatismo, esa experiencia inevitable en tiempos de supervivencia, da lugar a una identidad prestada y a una historia romántica con ribetes fantasmales. Parece mucho, pero la puesta en escena desangelada del director hace que los movimientos constantes parezcan estáticos y que, en todo caso, la paleta de colores chillones (una marca en Petzold) invite a concentrar la mirada en los planos para explorar su propia noción de belleza en medio del horror. El tránsito es múltiple. Está abierto al desarraigo, a las corridas para huir, pero también al intercambio de identidades, de cuerpos y de roles. Y si vamos más lejos, además, el desplazamiento es genérico ya que las acciones se desarrollan con la cáscara de un filme de espías cruzando hacia el melodrama. Y si bien es difícil lograr empatía con los personajes, especialmente con el protagonista cuyo rostro parece decirlo todo con la mirada, se trata de participar de la experiencia de no pertenecer, de ser el hombre de ningún lugar que apenas puede tomar una vida prestada, jugar a ser padre y amante sabiendo que todo ello tiene una fecha de vencimiento. Tal es la desesperación del hombre contemporáneo para Petzold, un realizador que trabaja hace años con estos cruces existenciales y que impregna de política a sus películas sin desdeñar nunca al cine.