ESTÉTICA DEL DERROCHE Incursionar con furia en formatos populares no es un gesto al que se deba permanecer indiferente. Tampoco lo es la fusión de imaginarios cinematográficos (western, melodrama) con leyendas autóctonas. En este sentido, la película de Tamae Garateguy (Hasta que me desates, Mujer lobo) no le teme al ridículo y eso es para festejar. El riesgo siempre es saludable en una industria que suele huirle a los géneros, más preocupada por una agenda sobre qué se debe filmar y qué no. La gran confusión es pensar que todo es bueno por hacer visible una temática determinada. Me aventuro a conjeturar que en este caso, si bien está lo que dicta la actualidad, hay una preocupación más acentuada en la ficción como un mecanismo capaz de explotar por sí mismo, aún con los desbordes y las dispersiones deliberadas, en varias piruetas audiovisuales. El trabajo de estilización en las formas es desparejo, pero tiene garra. La historia involucra a dos jóvenes provenientes de esferas distintas. Uno pertenece al mundo indígena, Leónidas, y la otra, al orden más retrógrado del universo rural, Lourdes, una chica abusada por su padre. Este es Patrón, golpeador, tan robótico y desagradable como pueda pensarse, a quien la performance televisiva y estereotipada de Daniel Aráoz entorpece con cada gesto. La prohibición para la consumación del amor, ese tópico universal por excelencia, será el punto de partida para un cúmulo de desgracias que nunca encuentra el techo en la alternancia narrativa entre pasado y presente. Si el desborde es una cualidad en la película, con escenas jugadas (aunque no necesariamente bien filmadas), y el artificio inunda la pantalla de modo permanente, tal vez una cierta lógica fundada en el exceso y un apilamiento de referencias atenten contra su originalidad. Cualquier reseña crítica que se lea abundará en nombres e influencias (acertadas en general), pero el problema es que son tan obvias que el resultado probablemente derive en una despersonalización progresiva. Y cuando la exacerbación gana definitivamente el terreno, parece concluir en una idea muy recurrente en el presente, a saber, todos los temas se incluyen en la misma bolsa: violencia de género, poder terrateniente, corrupción política y policial, amor, pueblos originarios, choque de creencias y tantas cosas más, sin que haya un desarrollo efectivo. Esto último parece curioso, sobre todo porque hubo un cortometraje precedente con el mismo título. Más allá de esta especie de desrealización fundada en el cúmulo de citas y de las imágenes/exceso que se añaden progresivamente (en obvia ligazón con las furias del mundo antiguo y la venganza como leimotiv), es preferible el pecado del derroche a la pose del despojo.
UNA ÉTICA POSIBLE La película de Pedro Speroni descubre ese velo que a muchos les cuesta correr y nos introduce con su cámara a una cárcel de máxima seguridad de Buenos Aires. Despojada de la espectacularidad mediática y a través de un montaje preciso, nos permite conocer progresivamente a diferentes hombres encerrados y deja que la observación misma permita articular los discursos. Y no solo eso. Además, es una constante interpelación al espectador acerca de lo que se ve y cómo se procesa. No solo los que están encerrados construyen sus fantasías sobre el afuera; también nosotros desterramos las fantasías que tenemos sobre el adentro. Detrás de esas enunciaciones hay fisuras familiares, institucionales y políticas. El fuera de campo es también terrible. Si se pierde de vista esto, el análisis siempre quedará sesgado. Pero una película no se hace solo para ser analizada o para tomar conciencia. Muy pobre sería la historia del cine si quedara relegada solo a esa intención. Rancho también es un trabajo estético de colores apagados por momentos y que se encienden cuando algunas dosis de ilusión o de humanidad afloran en medio del desastre del hacinamiento. También es un seguimiento que demandó seguramente horas y horas de difícil convivencia, y que pone a los documentalistas en esa veta de tinte evangélico: hay que bancarse estar en el lugar que elige registrar, ser uno más, ver y escuchar desde una posición de igual, nunca de arriba, y lograr la empatía con quienes estén dispuestos a invitarte a su propio mundo de confinamiento. Speroni nos mantiene en la ilusión de que así es. Lo prueba el vínculo que logra con Bilbao, el protagonista excluyente, un boxeador que dice estar preso por robo “cuando a otros violadores y asesinos los largan enseguida”. Es un poco la esperanza de sus compañeros, y sobre todo, de otro personaje destacable, Artaza, una especie de rufián melancólico que ha pasado más tiempo en la cárcel que afuera, y que es capaz de extrañarla cuando está libre. El itinerario de Bilbao marca el tiempo de la película. Y al final, cuando accede a la libertad, la cámara sale un toque para despedirlo y vuelve a la cárcel. Entonces terminamos por creer que hay una ética posible en quien filma, de corte cristiano legítimo: se queda en el lugar donde más lo necesitan.
TERROR FORMATEADO A no engañarse, el terror como género hace rato que se ha agotado. Y esto no necesariamente es culpa de la falta de creatividad ni de quienes hacen las películas. En todo caso, es el triunfo de un discurso modelado mediáticamente y sostenido por la tecnología (como condición sine qua non) para focalizar todo el asunto en los efectos, en el carácter perturbador de la exhibición de atrocidades y en el frenético uso de la camarita en mano. Hace unas cuantas décadas que es más importante el estímulo visual directo que el fuera de campo. Además, el cine perdió la batalla cultural y generacional frente a la televisión y a la Internet: cualquier forma que se precie de ser horrorosa está allí, al alcance de la mano. ¿Qué queda para la sala oscura? Poco y nada. Obviamente, hay excepciones. Y también otros títulos a mitad de camino. Como ejemplo de esta última categoría, incluiría a La médium, película tailandesa del director Banjong Pisanthanakun, una sopa interesante de condimentos ya conocidos, pero que al menos se ocupa de no ofender a la vista, no subestimar al espectador y ofrecer un digno sacudón no apto para estómagos sensibles (los que se impresionan con esta clase de propuestas, o los que le exigen al cine los mismos lobbies de la actualidad). El marco que elige el realizador es el falso documental. En el primer tramo funciona bien. La excusa es registrar las acciones de una mujer de cincuenta años llamada Nim, una médium bendecida por el espíritu de Ba Yan, la cual protege a la comunidad de los malos espíritus. Además de los testimonios, las locaciones naturales son captadas por la cámara con el reposo suficiente como para meterse en esos cuadros grisáceos de Tailandia, un espacio que parece perdido en medio del universo, con esa misteriosa belleza de aires orientales. Son momentos similares a los que nos han regalado tantos cineastas conocidos en los festivales y que permanecen suspendidos en un limbo de tensa calma. Poco faltará para el descenso a los infiernos. La primera chispa surge cuando Nim viaja a ver a su familia a raíz del deceso de un pariente. Entonces, la protagonista ahora es su sobrina Mink, quien progresivamente evidenciará conductas inapropiadas, molestas, que ponen en jaque al núcleo hogareño. Los documentalistas tienen un motivo para desplazar el interés desde un enfoque antropológico al sensacionalismo de un caso real. El modo de registro cambia y se inicia una ensalada de ingredientes harto vistos en cantidad de exponentes genéricos cuya principal diferencia es la fuerza de ciertas escenas. Cuando la profundidad de campo aporta un dejo de ambigüedad a lo visto, se juega con lo mejor que puede ofrecer la propuesta. No obstante, a medida que transcurren los minutos, se cae en un callejón de lugares comunes. Esa misma cámara, pensada como dispositivo con distintas intenciones en un mundo de multipantallas, se resigna al juego del nerviosismo y revive la naturaleza del reality. Incluso, lo que en el tramo inicial calzaba como anillo al dedo (la idea del falso documental), se transforma en un lastre que linda con lo peor del género: la infantilización. El resultado puede conformar a quienes buscan en el género solo el factor perturbador, logrado cada vez que la incertidumbre de entes invisibles invade un cuerpo. La ceremonia montada al final es cansadoramente demoledora.
LOS PARAÍSOS ARTIFICIALES Dicen que en EE.UU. los inmigrantes se jerarquizan entre ellos según la cantidad de mares que han atravesado para llegar allí. Una vez aguado, dos veces aguado y hasta tres veces aguado. El prestigio aumenta según los obstáculos sorteados para acceder al país de la libertad, no importa cómo (como no importaba en esa genial escena de Chaplin en El inmigrante de 1917, con la gente atada en el barco, bamboleándose de un lado a otro, mientras veían la emblemática estatua). Es el mismo país de la libertad en el que hace una semana se montó un gran show protagonizado por dos actores negros para satisfacer la demanda de los blancos, con la ficción del entretenimiento. En la época de la esclavitud eran obligados a reventarse a trompadas para las apuestas de sus amos; en el Siglo XXI garantizan el rating de la Academia y generan una serie de debates entre respetables críticos de arte y opinólogos. ¡It’s showtime! Pero más allá del espectáculo televisivo y de EE.UU., hay otros paraísos artificiales repartidos por el mundo para acoger a millones de necesitados que huyen de sus entornos hostiles, de prácticas abusivas y políticas aberrantes y hacerlos funcionales a las necesidades del capitalismo en su etapa más salvaje. Argentina es el destino que han elegido, por ejemplo, los habitantes de Senegal. De esto se ocupa, en parte, el documental de Andrés Guerberoff, con una distancia respetuosa y con intención de recuperar esa dimensión subjetiva que se ve amenazada por todo exilio. El protagonista al que la cámara seguirá se llama Mountakha, quien ha dejado Dakar, también su trabajo como camionero y a su familia, en busca de un destino que le deje un alivio económico. Claro está, y tal como sucede en situaciones similares de exclusión obligada y arribo a otros países, solo se encuentra la otra mitad del infierno que se deja. Los primeros planos bastan para confirmarlo cuando el joven se instala en una especie de reducto urbano impropio de un ser humano. Y en esa búsqueda de oportunidades, la dificultad con el idioma, la indiferencia de la gente y la persecución de la policía (otro ente del espectáculo, capaz de desarticular solo un eslabón de la economía informal de este país), hacen que veamos transitar por las calles a Mountakha, intentado establecer vínculos con propios y ajenos, con la voluntad de conseguir un trabajo digno sin caer en las trampas del estereotipo y la estigmatización, o solo servir de extra para alguna publicidad o película por su color de piel. Pero si bien el documental por momentos parece estancado en un registro un tanto estático, ofrece un aspecto muy valioso a partir de privilegiar un discurso en off donde la fe y las creencias de la comunidad senegalesa surgen como consuelo y resistencia frente a la adversidad. No hay victimización y sí una fuerza de voluntad admirable en esas evocaciones al Dios Bamba en los momentos más difíciles. Por otra parte, hay pasajes donde la observación cobra mayor ímpetu y entonces los diversos espacios mostrados hablan por sí solos en cuanto a lo mal que estamos como país, el grado de precariedad que venimos arrastrando y que no cesa, un espectáculo dantesco de lugares desgastados, rotos, improvisados, donde otros comen la verdura que tiran los blancos, como refiere Mountakha azorado a su mujer por teléfono. Acaso en la mirada de los otros podamos entender qué somos. Pero para ello, hay que verlos y escucharlos. Tal vez sea la mejor intención del documental de Andrés Guerberoff.
LA SINIESTRA ESTRUCTURA DEL PODER Yvan De Wiel, un banquero privado de Ginebra, viaja a Argentina en plena dictadura para sustituir a su socio, extrañamente desaparecido. Desde su llegada se convertirá progresivamente en un personaje que bien podría pertenecer a Kafka. Observará con sigilo y temor creciente la siniestra estructura del poder con la que debe negociar: militares, familias ricas, curas y unos cuantos brutos más en un país oscuro. Y un banquero afligido no es algo que, en principio dé pena, pero hay que decir que uno acompaña el desmoronamiento emocional de un tipo que transita un laberinto sin saber cuál será la puerta por donde le clavarán la puñalada. Si hay algo que sugiere bien la película es que el terror de Estado, además de llevarse puesta a una generación, también limpió a los propios o a aquellos que ocupaban lugares sociales jerárquicos, incluidos extranjeros. Pero más allá de la cuestión política, Azor forma parte del conjunto de varias ficciones recientes (entre ellas La larga noche de Francisco Sanctis de Francisco Márquez y Andrea Testa, con la cual comparte la misma estética de colores apagados) que parten del marco de la última dictadura para trabajar atmósferas y moldes genéricos. En este caso, siempre es más importante el derrotero agobiante del protagonista que profundizar sobre el contexto, generalmente sugerido con detalles y líneas de diálogos que contribuyen a su armado, por momentos, un tanto empaquetado. En todo caso, prevalecen los gestos del banquero y de su mujer, perdidos en una red de contactos perversos. Dos cuestiones se podrían pensar en torno a cómo se resiente el proyecto. La primera, el oportunismo de la época escogida (un clisé del cine argentino) en pos de un objetivo que funcionaría igual en otro marco; la segunda, la carencia de una resolución acorde con el resto de la historia.
LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA Podría escribirse un libro (de un volumen considerable) sobre la cantidad de películas documentales cuyo marco lo constituyen las cárceles en la Argentina. Podría inferirse también cuántas de ellas caen en una tendencia visible. La misma, heredada de las peores ficciones televisivas, consiste en disfrazar un supuesto objeto de interés con un mecanismo recurrente, el que el cineasta, poeta y filósofo César González ha denominado atinadamente como fetichismo de la marginalidad, esa tentación permanente por regodearse con las desgracias sin comprender en absoluto la realidad social e institucional de quienes se habla. Muchas veces, este tipo de acercamiento parte de intenciones nobles, pero termina incurriendo en la insistencia y se transforma en un eslabón más de una trampa: hablar de quienes están privados de su libertad desde una zona de confort saludable para espacios académicos, o saciar el incesante deseo de revolver en la basura ajena para conformar una industria de entretenimiento. Afortunadamente, hay excepciones. Juan Manuel Repetto, el director de Otra condena, lo sabe y toma decisiones al respecto. Seguramente conoce la dinámica perversa de los sistemas de reclusión en la Argentina y no necesita repetirlo, entonces busca otra cosa. Y esa otra cosa es “la posibilidad de una isla”, un lugar diferente en el corazón de Buenos Aires donde hay gente que trabaja para que haya esperanza y reinserción, una cárcel pero con espíritu de contención. Puede parecer un milagro, pero existe y es bueno que se vea. Allí conviven jóvenes de 16 a 18 años que provienen de verdaderos infiernos, y son acompañados por adultos profesionales que ofrecen su voluntad y su corazón para que trabajen en comunidad y puedan alcanzar el anhelo de salir en libertad. Por una vez, la policía no es la protagonista. No obstante, acá nadie vende gato por liebre. Pese a todo, pese a que prácticamente no hay guardias ni represión, algunos planos con candados y rejas dan cuenta (para que no olvidemos) de que hay un espacio en el que permanecer obligatoriamente. Dentro de este honesto seguimiento cuyo registro no se mueve más allá de la vertiente clásica del documental de observación, hay una distancia justa y un justo corte en aquellos momentos donde las emociones pueden pasar al terreno de la manipulación. En un segmento, los chicos asumen el rol de víctimas y victimarios como parte de una terapia. Cuando la carga afectiva de esas historias comienza a invadir el terreno de la privacidad, el director se corre en un gesto que lo distingue de la exacerbación reinante. Y no se trata de hacer más o menos soportable lo que se dice o se muestra a las conciencias bien pensantes, sino escoger un modo de registro que mantenga respeto, inquietud y mire desde un lugar ajeno (y no con careta progresista). Seguramente hubo durante el rodaje discusiones, peleas, altercados. Pero quien quiera chupar la sangre, tiene otras películas, o los noticieros. La película monta, en su afán por trazar un espíritu colectivo, la historia que va desde aquellos que ingresan y son recibidos por sus nuevos compañeros, pasando por la adaptación y la relación con los adultos, y la libertad de uno de ellos, sin que ello garantice necesariamente un final cerrado con moño. El afuera, testimonia un joven que intenta reinsertarse, es muy difícil y la tentación de recaer muy fácil. Es parte de la honestidad del punto de vista. Repetto incluye un plano en el que los chicos miran un canal que narra espectacularmente una detención. Dura unos segundos, pero sus intenciones son perdurables. Es lo que se ve. Donde otros habrían incurrido en el morbo del espejo o alguna otra metáfora barata, acá es parte de la vida. Y eso incluye no cortar si los pibes se ríen porque los filman. Una vez más, más allá de los méritos o las debilidades cinematográficas, prevalece la sinceridad por construir una mirada propia, con un valor diferencial ante tanta manipulación reinante.
NADIE PARECE SER QUIEN ES A SIMPLE VISTA Una gran adaptación es la que logra Ryüsuke Hamaguchi del cuento homónimo de Murakami, incluido en su libro Hombres sin mujeres. Y esto no tiene que ver con cuestiones de fidelidad, sino con tomar elementos del relato y potenciarlos en un universo aparte, el de la pantalla cinematográfica. Durante este viaje de tres horas (nobleza obliga: le sobra una en el medio) se cuenta la historia de un actor y director teatral, Yusufe Kafuku, que, tras la muerte de su mujer, acepta realizar un montaje de Tío Vania en un festival en Hiroshima. Y allí conoce a Misaki, la conductora que le asignan y con la que empieza a mantener largas conversaciones en el coche. Uno de los ejes que atraviesa a los personajes es la dinámica propia del teatro (arte enfatizado de modo permanente en la ficción, una especie de herencia de las películas de Jaques Rivette), a saber, actuar/simular, ser, ¿dónde empieza cada intención y cuándo finaliza? Se refuerza esto con la condición actoral de los protagonistas, dispuestos a confundir los términos, a jugar si tomamos la doble acepción de play. “Todos actuamos, entonces”. Los personajes de Murakami hacen honor a la sentencia de que nadie parece ser quien es a simple vista, pero Hamaguchi envuelve esta cuestión en hermosos pasajes de ensoñación, tristeza y soledad. Pero si todo fuera solamente una sumatoria de conceptos, estaríamos en problemas. Si hay algo que destaca a Drive my car es un flujo poético, hipnótico, que no hace falta racionalizar demasiado. Solo alcanza con entregarse a sus luces, a sus colores de melancolía y dejarse llevar por el viaje.
LA FÁBULA Y LA NATURALEZA Revisitación de géneros, leyendas ancestrales, un cangrejo en medio de la tundra en Tierra del Fuego que conduce a un tesoro, una comunidad en la región de rural de Tuscia, Italia, un combo alentador que podría conducir al desastre y contrariamente se vive como una experiencia alentadora. Esta fábula en forma de díptico es un dato estimulante, una especie de ovni en una serie de repeticiones contemporáneas. Una libertad infrecuente es la que evidencia La leyenda del rey cangrejo, que se atreve a meter una ficción autónoma con sustrato oral, de esas que tanto gustan desde tiempos inmemoriales. Hay un personaje llamado Luciano en una pequeña comunidad italiana, un descarriado a fines del siglo XIX que se atreve a enfrentar al príncipe del lugar, pero que en un gesto de rebeldía no se da cuenta de que ha incendiado un castillo con alguien adentro. Para evitar la cárcel, se va “al culo del mundo”, a Tierra del Fuego, y allí comenzará el otro relato, donde el protagonista intentará hallar un tesoro. Lo interesante es la manera en que los directores (documentalistas) incorporan como parte estructural un sustrato oral y popular, y lo hacen poniendo como marco a los lugareños y las canciones que recorren el lugar. Uno de ellos dice que los hechos pueden ser narrados con cincuenta palabras, hasta que llegan otros y le agregan cien o ciento cincuenta, y entonces la verdad se diluye. Lo que vemos responde a ello. La base puede ser una anécdota real, pero lo que cuenta es el agregado, una amalgama de aventuras, luchas de clase, historias de amor, de poder, de ambición y de muerte, incluido un cangrejo que puede conducir a la fortuna. Desde el principio se advierte una sabia conjugación entre una mirada exploratoria del espacio del pueblo italiano y una progresiva inserción de los elementos ficticios. Además, la impronta del western no tarda en asomar aunque en clave despojada y asumiendo la posibilidad de recrear duelos desde un lugar donde la magia y la leyenda tienen cabida. Las dos geografías recorridas por el mismo personaje no son ajenas a los delirios de poder y a las febriles búsquedas de la salvación a través del oro.Si el proyecto es fascinante, lo es también por la puesta en escena y por cómo aprovecha los escenarios naturales integrándolos a los personajes, no para reiterar poses o asegurar belleza donde existe originalmente, sino para buscar (acaso) imágenes descontaminadas, un gesto similar a ese aventurero que siempre ha hecho honor a la conquista de lo inútil, Werner Herzog.
Vivimos la vida en alta definición. El valor de la experiencia está determinado en el presente por la prolongación del cuerpo a través de los dispositivos de registro. Bajo esta premisa, miles de películas a lo largo del año recorren festivales- y en raras ocasiones circuitos comerciales- filmando el acontecer de un viaje, un hecho puntual, o aspectos de la vida privada. Generalmente no hay un imperativo estético que se adueñe de las intenciones. Se sabe, hoy ya no se discute un encuadre determinado o la elección de un plano necesariamente, porque cualquier gesto que se muestre cuidadoso es calificado apresuradamente como académico. Del mismo modo, todo aquello que se ve sucio y desprolijo es elevado a las altas esferas del arte sin fundamentos muy convincentes. Una vez más, ¿quién o qué determina el equilibrio entre ambos juicios si es que existe tal posibilidad? ¿O debemos resignarnos al relativismo absoluto? El comienzo de La luna representa mi corazón, reciente estreno de Juan Martín Hsu, no se distingue demasiado de esa clase de documentales con cámara en mano dispuestos a mostrar cuestiones familiares y cuyo punto de partida suele ser un cambio, una crisis, un punto de conflicto. En este caso se trata del asesinato de un padre, el del director, motivo que lo lleva a viajar desde Argentina a Taiwán con su hermano, por segunda vez, para reencontrarse con su madre. Y es este momento de inflexión el que allana un camino para el desarrollo de la película, signado por el paso del tiempo, el enigma acerca de la muerte y el impacto en los cuerpos de quienes no se ven por largo tiempo. Mientras tanto, hay una cámara que parece buscar intersticios, brechas espacio/temporales entre dos países tan distantes. Y un montaje que está concebido para materializar la tristeza cotidiana, pero sin picos dramáticos ni brotes escandalosos. Así asoman otras experiencias que se suman a la del duelo, entre ellas, la del exilio, el desarraigo y la marca de un pasado sangriento. Y como no existe una única forma de procesar y narrar, hay momentos donde las imágenes hablan por sí mismas. Por ejemplo, en el interior de un auto confluyen una estampita de la virgen, un fragmento de Eva Perón (1996) de Juan Carlos Desanzo y la versión de Madonna de “No llores por mí Argentina”; en otro pasaje, el hermano se lamenta de que una chica, que había sido su pareja, se haya casado, mientras suena una versión taiwanesa de “El amor después del amor” y vemos el cielo. Estos momentos fugaces buscan inscribirse en un registro alejado de cuestiones referenciales y, en todo caso, se desprenden de lo esbozado en el primer párrafo de esta reseña, porque su naturaleza consiste en trascender cualquier propósito inicial y alimentar un horizonte predeterminado con pasajes autónomos, más cercanos a la poesía que a la ficción familiar. Y qué mejor que las canciones para expresar la complejidad de la distancia pero al mismo tiempo la cercanía del corazón durante un exilio. Allí están los karaokes para confirmarlo. “Esta película es la familia” dice Hsu en medio de una discusión con su hermano, quien se siente interpelado por no querer ser obligado a estar en el documental. Pero detrás de esa afirmación hay mucho más, algo que excede a un linaje genérico, porque tomando como base cierta cuota de azar también se cuelan sin pedir permiso las diferencias entre culturas y de qué modo vivenciar eso. Acaso resientan estos hallazgos tres insertos de ficción que empañan el proyecto general, pero cuando la intuición y la belleza se adueñan de la pantalla, la cosa funciona.
LA FAMILIA La película de Natalia Labaké trabaja sobre ciertas premisas recurrentes en muchos documentales de la actualidad argentina: la incertidumbre y la terapia. Se trata de un territorio fragmentado que alterna registros de videos familiares con retazos de un presente en el que dos mujeres son las protagonistas: la tía y la hermana de la realizadora. En ambos casos parece descansar el peso de una historia marcada por el poder, la política y la frivolidad. Claro está, ese pasado quema como una brasa. Se trata de Juan Labaké (su abuelo) abogado de Isabel Martínez de Perón y asesor de Carlos Saúl Menem, entre otros roles. Si bien la película nunca subraya discursivamente su posición (y en este sentido evidencia una confusión enunciativa que se desprende desde su misma organización formal), se adivinan algunas intenciones. Una de ellas es reivindicar la presencia femenina a través de generaciones. Fundamentalmente la de aquellas que estuvieron marcadas por el silencio y la imposibilidad de manifestarse en una estructura netamente machista y peligrosa. Se lee en el epígrafe inicial una declaración al respecto: “La mujer en su característica de madre tiene la sagrada misión de forjar la esencia de la nacionalidad”. No obstante, como ocurre con el documental mismo, nunca se sabe a ciencia cierta si se trata de una ironía o de una confirmación. En efecto, a medida que desfilan los materiales de archivo registrados principalmente por la esposa de Labaké, solo queda en la voluntad de los espectadores el cuestionamiento, el rechazo de lo que se ve, y estimo que en varios casos el arrepentimiento por haber votado una de las peores caras del neoliberalismo en la Argentina (basta ver esa escena de la fiesta menemista en algún lugar paradisiaco donde el caudillo riojano llega desde el mar como un mesías). Todo lo anterior, que ocupa una buena porción, es abruptamente contrastado con la primera imagen del presente, donde se advierten cuerpos gastados, con cirugías en los rostros, y empiezan a aparecer nuevas caras, entre ellas la de Agustina, la joven que intenta cortar con la tradición desde un marco espiritual e interpelar a su madre (la mujer del hijo de Labaké) por su pasado. También es quien acompaña a Vivi, la tía, un personaje cuyos inconvenientes con la memoria (lo cual podría extrapolarse al país entero) se muestra vulnerable. Hay una oscuridad latente que permanece fuera de campo. También, raptos de alegría y una idea de familia impostada que las imágenes de los archivos pretenden escenificar. Y el presente es una pálida continuación de sentencias políticas, de revisionismos subjetivos y sospechosos, de un circo que intenta sostenerse con los últimos hilos. La otra historia es las mujeres que estuvieron al margen o nacieron en otra época y cargan con un karma insoportable. El movimiento, las fiestas, los signos de una realidad empaquetada contrastan fuertemente con el letargo y las sombras de la actualidad, con el descanso y el reposo entre penumbras, ya sea en un hogar para ancianos como en la casa de las jóvenes hermanas. Sin embargo, la puntada que da el título, da para pensar que en ambos casos se duerme: unos se anestesian con el poder y la frivolidad y otros con el olvido; algunos reposan en lo netamente terrenal y otros intentan despertar con la militancia o la espiritualidad (léase el posicionamiento de las hermanas, atrás y delante de cámara). Tal vez, en cierta indecisión discursiva se advierta el mayor inconveniente de la película, de estructura deshilachada, de retazos recortados un tanto arbitrariamente, sin definir cuáles son las intenciones acerca de la mirada y la decisión de incluir esos registros. Sacarlos de la intimidad y exponerlos al público no constituye un gesto menor que, estimo, puede haber tenido complicaciones (que no se ven en la película). A fin de cuentas, lo que amaga en convertirse en un fuerte alegato político cede el paso a otro exponente de cine terapéutico.